Dos días después de que se encontrasen los huesos de la monja emparedada en el Abbas de Saint Larston, estábamos juntos los cinco. Estaban Justin y Johnny Saint Larston, Mellyora Martin, Dick Kimer y yo, Kerensa Caries… con un apellido tan ilustre como cualquiera de ellos, pese a que yo vivía en una cabaña con paredes de arcilla y paja y ellos eran de la clase acomodada.
El Abbas había pertenecido a los Saint Larston durante siglos; y antes de ser propiedad de ellos, había sido un convento. Imponente, naturalmente construido con piedra de Cornualles, sus torres almenadas eran normando puro; había sido restaurada en algunas partes, y una de sus alas era evidentemente Tudor. En esa época yo nunca había estado dentro de la casa, pero conocía muy bien el distrito circundante. Y no era la casa lo excepcional, ya que, pese a ser interesante, había muchas más en Inglaterra y hasta en Cornualles, tan interesantes y tan antiguas como ella. Lo que diferenciaba al Abbas de Saint Larston de todas las demás, eran las Seis Vírgenes.
Las Seis Vírgenes se denominaba a las piedras. Si se daba crédito a la leyenda, el nombre estaba mal puesto, porque según ella, eran seis mujeres que precisamente por haber dejado de ser vírgenes, habían sido convertidas en piedra; El padre de Mellyora, el reverendo Charles Martin, cuyo pasatiempo era sondear en el pasado, los llamaba los Menhires: en dialecto de Cornualles, "men" quería decir "piedra", y "hir", "larga".
También de Sir Charles provenía la leyenda según la cual había siete vírgenes. Su bisabuelo había tenido el mismo pasatiempo, y un día el reverendo Charles encontró unos apuntes que habían quedado metidos en un viejo baúl, entre los cuales se hallaba la historia de la Séptima Virgen. El reverendo la había hecho imprimir en el periódico local. Causó cierto alboroto en Saint Larston; personas que nunca se habían molestado en mirar las piedras fueron entonces a verlas.
Según esa versión, seis novicias y una monja habían dejado de ser vírgenes y las novicias fueron echadas del convento. Al partir bailaron en el prado cercano para mostrar su obstinada oposición, y a causa de esto fueron convertidas en piedras. En aquella época se creía que traía buena suerte a un lugar si a una persona viva se la "emparedaba", como se decía, lo cual significaba poner a esa persona en un hueco de la pared y luego construir a su alrededor, dejándola que muriera. Por haber pecado más profundamente que las demás, la monja fue condenada a que la emparedasen.
El reverendo Charles decía que esta versión era un disparate; las piedras debían de haber estado en ese prado años antes de construirse el convento ya que, según él, eran más antiguas que el cristianismo. Hizo notar que había otras similares por todo Cornualles y en Stonehenge; pero a la gente de Saint Larston le gustaba más la historia de las Vírgenes, así que decidió creer en ella.
Hacía un tiempo que la creían cuando se derrumbó una de las paredes más viejas del Abbas, y Sir Justin Saint Larston ordenó que fuera reparada de inmediato.
Reuben Pengaster, que estaba trabajando allí mismo en el momento en que se descubrió la pared hueca, juró haber visto una mujer allí de pie.
—Un segundo estaba allí —insistía—. Como una pesadilla, así era. Luego ya no estaba y no quedó más que polvo y huesos viejos.
Algunos decían que así empezó Reuben a estar lo que en Cornualles se llama "enredado por los duendes". No estaba loco, pero tampoco era del todo igual a otras personas. Era ligeramente distinto de nosotros, los demás, y habiéndose vuelto "enredado por los duendes", se había quedado así.
—Vio algo que no estaba destinado a ojos humanos —decían—. Eso lo volvió enredado por los duendes.
Pero en esa pared sí había huesos, que según dijeron los expertos, habían pertenecido a una mujer joven. Hubo renovado interés por el Abbas, tal como lo había habido cuando el reverendo Charles hizo publicar en el periódico su artículo sobre sus menhires. La— gente quiso ver el sitio donde se habían hallado los huesos. Yo fui una de las que quiso verlo.
* * *
Hacía calor y salí de la cabaña poco después del mediodía. Habíamos comido un tazón de quillet cada uno (Joe, la abuela Be y yo) y para quien no sea de Cornualles y no sepa qué es quillet, son arvejas preparadas como una especie de potaje. Se lo usaba mucho en Cornualles durante los períodos de hambruna porque era barato y nutritivo.
Por supuesto que en el Abbas no comerían quillet, iba pensando yo en el camino. Estarían comiendo faisán asado en platos de oro; estarían bebiendo vino en copas de plata.
Aunque sabía muy poco de cómo comía la gente de categoría, mi imaginación era vivida y me permitía ver con claridad el cuadro de los Saint Larston sentados a su mesa.
En esos días yo estaba continuamente comparando mi vida con la de ellos, y la comparación me encolerizaba.
Tenía yo doce años, cabello negro y ojos negros; y aunque era muy flaca, algo había en mí que hacía ya que los hombres me miraran dos veces. No sabía mucho acerca de mí, pues en esa época no era dada al autoanálisis; pero ya entonces era consciente de una característica mía: la de ser orgullosa… con esa especie de orgullo que es uno de los siete pecados mortales. Caminaba yo de manera audaz y altanera, como si no fuese de la gente de las cabañas, sino que perteneciese a una familiar similar a los Saint Larston.
Nuestra cabaña estaba situada aparte de las otras, en un pequeño matorral, y yo sentía que eso nos situaba aparte a nosotros, aunque la nuestra era exactamente igual a las demás; era simplemente un rectángulo con paredes de arcilla y barro blanqueadas… lo más primitiva que podía ser una vivienda. Sin embargo, me repetía yo constantemente, la nuestra era diferente, tal como nosotros éramos diferentes. Todos admitirían que la abuela Be era diferente; y lo mismo yo con mi orgullo; en cuanto a Joe, le gustase o no, también él iba a ser diferente, de eso estaba yo decidida a ocuparme.
Corriendo salí de nuestra cabaña, pasé frente a la iglesia y la casa del médico, crucé el "portillo del beso" y atravesé el campo que constituía un atajo hasta la calzada del Abbas. Esta calzada tenía un kilómetro de largo, y en la punta tenía puertas de albergue; pero yendo por allí y trepando a través de un seto vivo llegaba a la calzada, cerca de donde ésta desembocaba en el prado situado frente á la casa.
Me detuve mirando a mi alrededor, escuchando el susurrar de insectos en la larga hierba del prado. A cierta distancia podía ver el tejado de la Casa Dower, donde vivía Dick Kimber, y brevemente lo envidié por vivir en una casa tan bella. Sentí que los latidos de mi corazón se aceleraban porque pronto estaría en terreno prohibido, como una intrusa, y Sir Justin era muy severo con los intrusos, especialmente en su propio bosque. "Tengo sólo doce años", me dije." ¡No podrían hacerle gran cosa a una niña!"
¿Que no podrían? Jack Toms había sido atrapado con un faisán en el bolsillo y le había costado la deportación. Siete largos años en la bahía de Botany… y todavía los estaba cumpliendo. Cuando lo sorprendieron tenía doce años.
Pero a mí no me interesaban los faisanes. No estaba haciendo daño alguno; y según decían, Sir Justin era más indulgente con las niñas que con los muchachos.
Ahora podía ver la casa entre los árboles y me detuve, turbada por mi inexplicable emoción. Era una visión majestuosa, con sus torres normandas y sus ventanas con montantes; las tallas en piedra eran más imponentes, me parecía, porque al cabo de cientos de años los hocicos de grifos y dragones se habían despuntado.
En suave pendiente, el prado bajaba hasta el sendero de pedregullo que circundaba la casa. Este era el panorama emocionante, porque de un lado estaba el jardín, dividido tan sólo por un seto de boj del prado en que estaban las Seis Vírgenes. Vistas desde cierta distancia sí parecían mujeres jóvenes. Me podía imaginar qué aspecto tendrían de noche… a la luz de las estrellas, digamos, o a la luz de un cuarto de luna. Decidí ir a verlas alguna noche. Junto a las Vírgenes, de modo incongruente, se hallaba la antigua mina de estaño. Tal vez fuese la mina la que hacía tan asombroso este paisaje, ya que aún estaban allí la vieja caja de la balanza y el motor que hacía girar la viga, y se podía ir hasta el túnel vertical y contemplar la oscuridad de abajo.
Algunos habían preguntado: ¿por qué los Saint Larston no retiraban todos los indicios de que antes había habido allí una mina? ¿A qué finalidad servía? Era.feo, y algo así como sacrílego, dejar eso allí, junto a las piedras legendarias. Pero había una razón. Uno de los Saint Larston había jugado tanto, que había quedado casi en la bancarrota, y habría tenido que vender el Abbas si no se hubiese descubierto estaño en su propiedad. Por eso se explotó la mina, aunque los Saint Larston odiaban la circunstancia de que estuviese a la vista de su mansión, y los mineros habían cavado la tierra, trabajando con sus garfios y sus hurgones, extrayendo el estaño que iba a salvar el Abbas para la familia.
Pero cuando se salvó la casa, los Saint Larston, que odiaban la mina, la habían cerrado. La abuela me contó que hubo privaciones en el distrito cuando se cerró la mina; pero a Sir Justin no le importaba eso. No le importaban otras personas; cuidaba solamente de él. Decía la abuelita Be que los Saint Larston habían dejado la mina tal como estaba, para recordar a la familia el rico subsuelo de estaño al que podían recurrir en momentos de necesidad.
Los de Cornualles son una raza supersticiosa (tanto los ricos como los pobres), y yo creo que los Saint Larston veían a la mina como un símbolo de prosperidad; mientras hubiera estaño en sus tierras ellos estaban a salvo del desastre financiero. Corría un rumor de que la mina estaba agotada, y algunos viejos decían recordar que sus padres comentaban que el filón se estaba acabando al cerrarse la mina. Persistía el rumor de que los Saint Larston, sabiendo esto, habían cerrado la mina porque ésta ya no tenía nada que ofrecer; pero les gustaba ser considerados más ricos de lo que eran, pues en Cornualles el estaño significaba dinero.
Cualquiera que fuese la razón, Sir Justin no quiso que la mina fuese explotada y así terminó todo.
Era un hombre tan odiado como temido en el territorio; las veces en que yo lo había visto montado en su gran caballo blanco, o caminando a grandes pasos con una escopeta al hombro, me había parecido una especie de ogro. Había oído relatos sobre él a la abuelita Be, y sabía que él consideraba que todo en Saint Larston le pertenecía, lo cual quizá tuviese algo de cierto; pero además creía que la gente de Saint Larston le pertenecía también… y eso era algo diferente; y aunque no se atrevía a ejercer los antiguos derechos señoriales, había seducido a varias muchachas. Abuelita Be siempre me estaba previniendo que no me pusiese en su camino.
Penetré en el prado para poder acercarme a las Seis Vírgenes. Me detuve junto a ellas y me apoyé en una. Estaban dispuestas en un círculo, exactamente tal como si hubiesen sido sorprendidas ondulando en una danza. Eran de diversas estaturas… tal como lo serían seis mujeres; dos eran muy altas, y las otras del tamaño de mujeres ya crecidas. Allí de pie, en la quietud de una tarde calurosa, yo pude creer que era una de esas pobres vírgenes. Bien podía imaginar que habría sido tan pecadora como ellas, y que habiendo pecado y habiendo sido descubierta, había bailado desafiante en la hierba.
Toqué suavemente la fría piedra, y me habría sido muy fácil convencerme de que una de ellas se inclinaba hacia mí como si reconociese mi compasión y el vínculo que nos unía.
Locos pensamientos los míos… se debían a que yo era la nieta de abuelita Be.
Ahora venía la parte peligrosa. Tenía que cruzar corriendo los jardines, donde se me podía ver desde una de las ventanas. Me pareció volar por el aire hasta que llegué cerca de los grises muros de la casa. Sabía dónde hallar la pared. También sabía que los trabajadores estarían sentados en un campo, a cierta distancia de la casa, comiendo sus trozos de pan muy oscuros y costrosos, cocidos esa mañana en el horno abierto; en esas regiones los llamábamos manshuns. Tal vez tendrían un poco de queso y algunas sardinas; o si eran afortunados, un pastel de carne que habrían traído de su casa, envuelto en sus pañuelos rojos.
Avanzando cautelosamente en torno a la casa llegué a una puertecita que comunicaba con un jardín tapiado; en esas paredes crecían melocotones; también había rosas y el olor era maravilloso. Esto era realmente trasgredir, pero yo estaba decidida a ver el sitio donde habían sido hallados esos huesos.
Del otro lado, apoyada contra una pared, había una carretilla; en el suelo había ladrillos junto a las herramientas de los trabajadores, por lo cual supe que me encontraba en el lugar correcto.
Corrí hasta allí y espié por el agujero en la pared. Adentro era hueco, tal como una pequeña alcoba, de unos dos metros y medio de alto y dos de ancho. Era evidente que la gruesa y vieja pared había sido dejada deliberadamente hueca, y examinándola, tuve la certeza de que la historia de la séptima virgen era auténtica.
Ansiaba ponerme en el sitio donde había estado aquella muchacha, y saber cómo era estar encerrada. Por eso trepé el agujero, raspándome la rodilla al hacerlo ya que estaba más o menos a un metro del suelo. Una vez dentro de la pared, me aparté del agujero, dando la espalda a la luz, y procuré imaginar lo que ella debía haber sentido cuando la obligaron a quedarse donde yo estaba en ese momento, sabiendo que la iban a emparedar y abandonarla en la total oscuridad durante el corto resto de su vida. Podía entender su horror y su desesperación.
Me rodeaba un olor a podredumbre. Un olor a muerte, me dije yo, y tan fuerte era mi imaginación que en esos segundos creí realmente ser la séptima virgen, haber desechado extravagantemente mi castidad y estar condenada a una muerte espantosa; me estaba diciendo: "Lo volvería a hacer."
Yo habría sido demasiado orgullosa para evidenciar mi horror, y tenía la esperanza de que también ella lo hubiera sido, pues pese a ser pecado, el orgullo era un consuelo. Impedía que una se humillara.
El sonido de voces me retrotrajo a mi propio siglo.
—Sí que quiero verlo.
Yo conocía esa voz. Pertenecía a Mellyora Martin, la hija del párroco. Yo la aborrecía, por sus pulcros vestidos de guinga que nunca estaban sucios, sus largas medias blancas y brillantes zapatos negros, con correas y hebillas. Me habría gustado tener zapatos como ésos, pero como no podía, me engañaba creyendo que los menospreciaba. Ella tenía doce años, la misma edad que yo. La había visto en una de las ventanas de la rectoría, inclinada sobre un libro, o sentada en el jardín bajo el limero, con su institutriz, leyendo en voz alta o cosiendo. ¡Pobre prisionera!, decía yo entonces, y me encolerizaba porque en esa época yo deseaba, más que nada en el mundo, saber leer y escribir; tenía el concepto de que, más que las bellas ropas y los buenos modales, era la capacidad de leer y escribir lo que hacía a las personas iguales entre sí. Su cabello era lo que algunos llamarían dorado, pero que yo llamaba amarillo; sus ojos eran azules y grandes; su piel, blanca y de tinte delicado. Para mi fuero interno la llamaba Melly, tan sólo para quitarle un poco de dignidad. ¡Mellyora! Qué lindo sonaba cuando alguien lo decía. Pero mi nombre era tan interesante como el de ella. Kerensa, que en dialecto de Cornualles quiere decir paz y amor, según me contó la abuelita Be. Nunca oí decir que Mellyora quisiese decir nada.
—Te vas a ensuciar. —Era Johnny Saint Larston quien hablaba.
"Ahora seré descubierta", pensé, y por un Saint Larston. Pero era solamente Johnny, quien, según se decía, iba a ser como su padre en un aspecto y en uno solo… es decir, en cuanto a las mujeres se refería, Johnny tenía catorce años. Yo lo había visto a veces con su padre, con una escopeta al hombro, porque todos los Saint Larston eran educados para cazar y disparar. Johnny no era mucho más alto que yo, pues yo era alta para mi edad; tenía tez clara, aunque no tanto como Mellyora, y no parecía un Saint Larston. Me alegré de que fueran solamente Johnny y Mellyora.
—No me importará. Johnny, ¿crees realmente en esa historia?
—Por supuesto.
—¡Esa pobre mujer! ¡Quedar emparedada… viva!
—¡Oigan! —se oyó una voz distinta—. Ustedes, niños, apártense de la pared.
—Estamos mirando a ver dónde encontraron a la monja —replicó Johnny.
—Tonterías. No hay absolutamente ninguna prueba de que fuera una monja. Es tan sólo una leyenda.
Me agazapé lo más lejos posible del agujero, mientras me preguntaba si debía o no salir corriendo y huir. Recordé que no sería fácil bajarse del agujero y que ellos me atraparían casi con seguridad… especialmente ahora que habían venido los demás.
Mellyora estaba mirando por el agujero y sus ojos tardaron uno o dos segundos en adaptarse a la oscuridad; entonces lanzó una exclamación ahogada. Tuve la certeza de que en esos pocos segundos creyó que yo era el espectro de la séptima virgen.
—Vaya… —empezó a decir—. Es…
Se asomó.la cabeza de Johnny. Hubo un breve silencio; después le oí murmurar:
—No es más que una de esas niñas de las cabañas.
—Tengan cuidado allí. Tal vez haya peligro.
Entonces reconocí la voz. Pertenecía a Justin Saint Larston, heredero de la propiedad, que ya no era un muchacho, sino un hombre, que estaba de vacaciones de la Universidad.
—Pero te digo que hay alguien allí —replicó Johnny.
—¡No me digan que la dama está todavía allí! —Otra voz más, a la que reconocí como la de Dick Kimber, que vivía en la Casa Dower y estudiaba en Oxford con el joven Justin.
—Ven a verlo tú mismo —insistió Johnny.
Yo me agazapaba más junto a la pared. No sabía qué odiaba más… el hecho de haber sido sorprendida o el modo en que ellos me consideraban… ¡"Una de esas niñas de las cabañas"! ¡Cómo se atrevía!
Otra cara me miraba; era atezada, coronada por desaliñado cabello negro; los ojos castaños reían.
—No es la virgen —comentó Dick Kimber.
—¿Lo parece acaso, Kim? —preguntó Johnny.
Entonces Justin los apartó para mirar él. Era muy alto y delgado; sus ojos eran serenos, calma su voz.
—¿Quién es ésa? —inquirió.
—No soy "ésa" —repliqué—. Soy la señorita Kerensa Carlee.
—Eres una niña de las cabañas —repuso él—. No tienes derecho alguno a estar aquí, pero ahora sal.
Vacilé, pues no sabía qué se proponía hacer él. Lo imaginé llevándome a la casa y acusándome de intrusa. Además, no quería estar inmóvil frente a ellos en mi vestido corto, que ya me estaba quedando demasiado chico; mis pies, aunque de color oscuro, eran bien formados, pero estaban mugrientos, pues yo no tenía zapatos. Los lavaba todas las noches en el arroyo porque estaba muy ansiosa por mantenerme tan limpia como la gente acomodada, pero como no tenía zapatos para protegerlos, al final del día estaban siempre sucios.
—¿Qué pasa? —inquirió Dick Kimber, a quien llamaban Kim. Siempre pensaré en él como Kim en el futuro—. ¿Por qué no sales?;
—Vete y saldré —repuse.
Dick estaba por introducirse en el hueco cuando Justin le advirtió:
—Ten cuidado, Kim. Podrías derribar toda la pared.
Kim se quedó donde estaba.
—¿Cómo dijiste que te llamabas? —inquirió.
—Kerensa Carlee.
—Muy ilustre. Pero mejor será que salgas.
—Vete.
—Suenen campanas, Kerensa está en el pozo —entonó Johnny.
—¿Quién la puso allí? ¿Acaso pecó? —agregó Kim. Se estaban riendo de mí, y cuando salí del agujero dispuesta a huir, ellos hicieron una rueda en torno a mí. En medio segundo pensé en el círculo de piedras y fue una sensación tan escalofriante como la que había experimentado en la pared.
Ellos deben de haber estado observando la diferencia entre nosotros. Mi cabello era tan negro, que había en él una pátina azul; mis ojos eran grandes y parecían enormes en mi pequeño rostro; mi piel era suave y olivácea. Todos ellos eran muy pulcros y civilizados; hasta Kim, con su cabello en desorden y sus ojos risueños.
Los de Mellyora, azules, mostraban turbación, y en ese momento supe que la había subestimado. Era blanda, pero no era tonta; sabía cómo me sentía, mucho mejor que los demás.
—No hay nada que temer, Kerensa —dijo.
—¿Que no? —la contradijo Johnny—. La señorita Kerensa Carlee es culpable de trasgresión. Ha sido sorprendida en el acto. Debemos pensar un castigo para ella.
Por supuesto, él bromeaba. No me haría daño; había advertido mi largo cabello negro y vi sus ojos fijos en la piel desnuda de mi hombro, que asomaba por el vestido roto.
—Solamente los gatos mueren de curiosidad —dijo Kim.
—Vamos, ten cuidado —ordenó Justin, y se volvió hacia mí—. Has sido muy necia. ¿No sabes que trepar a una pared que se acaba de derrumbar podría ser peligroso? Además, ¿qué haces aquí? —No esperó respuesta—. Ahora vete… cuanto más rápido, mejor.
Los odié a todos… a Justin por su frialdad, y por hablarme como si yo fuera igual a la gente que vivía en cabañas en las propiedades de su padre; a Johnny y a Kim por sus burlas, y a Mellyora porque sabía cómo me sentía y se compadecía de mí.
Corrí, pero cuando llegué a la puerta del jardín tapiado y estuve segura lejos de ellos, me detuve y me volví a mirarlos.
Aún estaban inmóviles en semicírculo, mirándome. Mellyora era la que yo podía ver mejor; se la veía tan preocupada… y su preocupación era por mí.
Saqué la lengua; oí que Johnny y Kim reían. Luego les di la espalda y me alejé velozmente.
* * *
Cuando llegué a casa, la abuelita Be estaba sentada fuera de la cabaña; solía sentarse al sol, con su banqueta apoyada en el muro, su pipa en la boca, sus ojos semi-cerrados, sonriendo para sí.
Me dejé caer a su lado y le conté lo que había pasado. Mientras yo hablaba, ella posó su mano en mi cabeza; le gustaba acariciarme el cabello, que era como el de ella, ya que pese a ser anciana, tenía el pelo espeso y negro. Lo cuidaba mucho, usándolo a veces en dos gruesas trenzas, otros apilándolo alto, en espiral. Muchos decían que no era natural en una mujer de su edad tener una cabellera como ésa; y a la abuelita Be le agradaba que dijeran eso. Su cabello la enorgullecía, sí, pero era más que eso; era un símbolo. Como el de Sansón, solía decirle yo, y ella entonces, reía. Yo sabía que ella elaboraba una preparación especial, con la que todas las noches se cepillaba, y durante cinco minutos se masajeaba la cabeza. Nadie sabía lo que ella hacía, salvo Joe y yo, y a Joe no le importaba; siempre estaba demasiado ocupado con algún pájaro o animal; pero yo solía sentarme a mirarla peinarse, y entonces ella me decía: "Te diré cómo cuidar tu cabello, Kerensa; entonces tendrás una cabellera como la mía hasta el día de tu muerte". Pero no me lo había dicho aún. "Todo a su debido tiempo", agregaba. "Y si yo muriese de pronto, encontrarás la receta en el aparador del rincón."
Abuelita Be nos quería a Joe y a mí, y ser querido por ella era algo maravilloso; pero más maravilloso aún era saber que para ella yo era siempre la primera. Joe era como un animalito doméstico; lo queríamos de manera protectora, pero entre abuelita y yo había una estrecha unión que ambas conocíamos y que nos alegraba.
Era una mujer sabia; no me refiero simplemente a que tuviera sentido común, sino a que era conocida kilómetros a la redonda por sus poderes especiales, y gente de todo tipo iba a verla. Ella los curaba de sus achaques y ellos confiaban en ella más que en el médico. La cabaña estaba llena de olores que cambiaban de un día al otro, según los remedios que se estaban preparando. Yo estaba aprendiendo qué hierbas juntar en los bosques y en los campos, y qué curarían. Se creía también que tenía poderes especiales, que le permitían ver en el futuro; le pedí que me enseñara también, pero ella decía que era algo que una se enseñaba a sí misma manteniendo abiertos los ojos y los oídos, y aprendiendo sobre la gente… porque la naturaleza humana era la misma en el mundo entero; había tanto malo en lo bueno y tanto bueno en lo malo, que todo era cuestión de pesar cuánto bueno o malo se había asignado a cada uno. Si se conocía a la gente, era posible conjeturar cómo actuarían, y eso era ver en el futuro. Y cuando una se hacía ingeniosa en eso, la gente creía en una, y con frecuencia obraba tal como una le había dicho, sólo para ayudarla a una.
Vivíamos de la sabiduría de abuelita y no nos iba tan mal. Cuando alguien mataba un cerdo solía haber un cuarto para nosotros. A menudo algún cliente agradecido dejaba a nuestra puerta un costal de patatas o de arvejas; con frecuencia había pan horneado caliente. Además, yo era buena administradora. Sabía cocinar bien. Sabía hornear nuestro pan y pasteles de carne, y hacer unas tortas excelentes con poca cosa.
Desde que Joe y yo vivíamos con la abuelita, yo era más feliz que antes.
Pero lo mejor de todo era ese vínculo entre nosotras, que sentía en ese momento, cuando me senté junto a ella a la puerta de la cabaña.
—Se mofaron de mí —dije—. Los Saint Larston y Kim. Mellyora no, sin embargo. Me compadeció.
—Si pudieras realizar un deseo ahora, ¿cuál sería? —me preguntó abuelita.
Tiré de la hierba sin hablar, pues mis anhelos eran algo que no podía expresar con palabras, ni siquiera a ella. Abuelita contestó por mí.
—Serías una dama, Kerensa. Viajarías en tu carruaje. Vestirías de seda y de raso, tendrías una túnica de color verde brillante y habría hebillas de plata en tus zapatos.
—Leería y escribiría —agregué, volviéndome hacia ella ansiosamente—. ¿Se hará verdad, abuelita?
No me contestó, y yo me entristecí pensando por qué, si ella podía decir el futuro a otros, no podía decírmelo a mí. La miré suplicante, pero ella no parecía verme. El sol centelleaba en su suave cabello negro azulado, que estaba trenzado en torno a su cabeza. Ese cabello debía haber pertenecido á Lady Saint Larston. Daba a abuelita un aspecto altivo. Sus oscuros ojos estaban alertas, aunque no los había conservado tan jóvenes como su cabello; alrededor de ellos había arrugas.
—¿En qué estás pensando? —pregunté.
—En el día en que llegaron ustedes. ¿Recuerdas?
Apoyando mi cabeza en su muslo, recordé.
Joe y yo pasamos nuestros primeros años junto al mar. Nuestro padre tenía una pequeña cabaña en el muelle, que se parecía mucho a ésta donde vivíamos con abuelita, salvo que la nuestra tenía abajo un gran sótano donde almacenábamos y salábamos las sardinas después de una pesca abundante. Cuando pienso en esa cabaña, pienso primero en el olor a pescado… el buen olor que significaba que el sótano estaba bien provisto y podíamos tener la certeza de que habría comida suficiente durante algunas semanas.
Yo siempre había cuidado a Joe porque nuestra madre murió cuando él tenía cuatro años y yo seis, y ella me dijo que cuidara siempre a mi hermanito. A veces, cuando nuestro padre había salido con la barca y soplaba un ventarrón, solíamos pensar que nuestra cabaña sería arrastrada al mar; entonces yo acunaba a Joe y le cantaba para impedir que se asustase. Yo solía pretender que no estaba asustada y descubrí que ese era un buen modo de no estarlo. Simular continuamente me ayudaba mucho, al punto de que no temía a muchas cosas.
Los mejores momentos eran cuando el mar estaba sereno y en épocas de cosecha, cuando los bancos de sardinas llegaban a nuestra costa. Los voceadores, que estaban de guardia a todo lo largo de la costa, divisaban entonces a los peces y daban la alarma. Recuerdo cuánto se entusiasmaban todos cuando se elevaba el grito de "hewa", pues en el dialecto de Cornualles hewa significa "un cardumen de peces". Entonces partían las embarcaciones y llegaba la pesca; y nuestros sótanos se llenaban. En la iglesia habría sardinas entre las gavillas de trigo, las frutas y vegetales, para mostrar a Dios que los pescadores eran tan agradecidos como los agricultores.
Joe y yo solíamos trabajar juntos en el sótano, poniendo una capa de sal sobre cada capa de pescado hasta que yo creía que mis manos nunca volverían a estar calientes, ni libres del olor a sardina.
Pero esos eran los buenos momentos, y llegó ese invierno en que no hubo más pescado en nuestros sótanos y las tempestades fueron peores de lo que habían sido en ochenta años. Joe y yo íbamos con los otros niños a las playas, de noche, para extraer anguilas de la arena con nuestros pequeños garfios de hierro; las llevábamos a casa y las cocinábamos. Llevábamos también lapas y atrapábamos caracoles, con los cuales hacíamos una especie de guiso. Recogíamos ortigas y las hervíamos. Recuerdo cómo era el hambre en esos tiempos.
Muchas veces soñábamos que oíamos el tan esperado grito de "hewa, hewa", lo cual era un sueño maravilloso, pero nos desesperaba más que antes cuando despertábamos.
Yo veía la desesperación en los ojos de mi padre. Lo vi mirándonos a Joe y a mí; fue como si hubiese llegado a una decisión. Me dijo:
—Tu madre solía hablarte mucho de tu abuelita.
Yo moví la cabeza afirmativamente. Siempre me habían gustado (y jamás había olvidado) los relatos sobre la abuelita Be, que vivía en un paraje llamado Saint Larston.
—Colijo que a ella le gustaría verlos… a ti y al pequeño Joe.
No comprendí el significado de estas palabras hasta que él sacó la barca. Habiendo vivido siempre en el mar, él sabía bien qué era lo que amenazaba. Recuerdo que vino a la cabaña y me gritó: " ¡Han vuelto! Habrá sardinas para el desayuno. Cuida a Joe hasta que yo regrese." Lo miré alejarse. Vi a los otros en la, playa; le hablaban y yo sabía qué le estaban diciendo, pero él no escuchó.
Odio al viento del sudoeste. Cada vez que sopla lo oigo tal como soplaba esa noche. Acosté a Joe, pero yo no me fui a la cama. Me quedé sentada diciendo "sardinas para el desayuno" y escuchando al viento.
Mi padre nunca volvió y quedamos solos. Aunque no sabía qué hacer, aún tuve que seguir fingiendo en bien de Joe. Cada vez que procuraba pensar en lo que podía hacer, escuchaba siempre la voz de mi madre diciéndome que cuidase de mi hermano; y luego a mi padre diciendo: "Cuida a Joe hasta que yo regrese."
Los vecinos nos ayudaron por un tiempo, pero eran malas épocas y se hablaba de ponernos en el asilo. Entonces recordé lo que había dicho mi padre sobre nuestra abuelita y dije a Joe que iríamos a buscarla. Así Joe y yo partimos rumbo a Saint Larston y, con el tiempo y después de algunas penurias, llegamos hasta la abuelita Be.
Otra cosa que jamás olvidaré fue la primera noche en la cabaña de abuelita Be. Joe fue envuelto en una manta y se le dio a beber leche caliente; la abuelita Be me hizo acostar mientras ella me lavaba los pies y ponía ungüento en los lugares magullados. Después creí que mis heridas estaban milagrosamente curadas por la mañana, pero eso no puede haber sido cierto. Ahora me vuelve aquella sensación de honda satisfacción y contento. Sentía que había llegado a casa y que abuelita Be me era más querida que cualquier otra persona que yo hubiese conocido. Quería a Joe, por supuesto, pero jamás en mi vida había conocido yo a nadie tan maravilloso como la abuelita Be. Recuerdo estar acostada en la cama mientras ella se soltaba el magnífico cabello negro, lo peinaba y lo frotaba… ya que ni siquiera la llegada imprevista de dos nietos podía interferir en ese ritual.
Abuelita Be me curó, me alimentó, me vistió… y me dio mi dignidad y mi orgullo. La niña que yo era cuando me erguí en la pared hueca no era la misma que había llegado exhausta a su puerta.
Ella sabía esto, porque lo sabía todo.
Nos adaptamos a la nueva vida con rapidez, como hacen los niños. Nuestro hogar estaba ahora en una comunidad minera en lugar de una pesquera; pues aunque la mina de Saint Larston estaba cerrada, la mina Fedder proporcionaba trabajo para muchos habitantes de Saint Larston, que todos los días recorrían a pie los tres kilómetros, más o menos, de ida y vuelta a su trabajo. Descubrí que los mineros eran tan supersticiosos como lo habían sido los pescadores, ya que para quienes la ejercían, cada ocupación era lo bastante peligrosa como para que desearan complacer a los dioses de la suerte. Abuelita Be solía pasarse horas sentada, contando historias de las minas. Mi abuelo había sido minero. Ella me contó que, para aplacar a los espíritus malignos, había que dejar un didjan, lo cual significaba buena parte de la merienda de un hombre hambriento; habló con ira del sistema de pagar tributo en lugar de salarios, lo cual quería decir que si un hombre tenía un día malo y su producción era reducida, su paga lo era de modo correspondiente; le indignaban asimismo esas minas que tenían sus propias tiendas donde un minero debía comprar todas sus mercancías, a veces a precios elevados. Cuando escuchaba a mi abuelita, podía imaginarme bajando al pozo de la mina; me parecía ver a los mineros con sus ropas andrajosas, manchadas de rojo, y sus cascos de latón que llevaban adherida arcilla pegajosa; percibía el descenso a las tinieblas en la jaula; podía sentir el aire caliente y el temblor de la roca al trabajar los mineros; podía sentir el terror de verme de pronto frente a un espíritu que no había tenido didjan, o un perro negro y una liebre blanca, cuya aparición significaba peligro inminente en la mina.
En ese momento le dije:,
—Estoy recordando.
—¿Qué fue lo que te trajo hasta mí? —preguntó ella.
—¿El azar?
Ella sacudió negativamente la cabeza.
—Fue un largo trecho para que lo hicieran dos pequeñuelos, pero tú rio dudaste de que encontrarías a tu abuelita, ¿verdad? Sabías que, si seguían caminando lo bastante lejos, llegarías a ella, ¿no es cierto?
Asentí con la cabeza. Ella sonreía como si hubiese contestado a mi pregunta.
—Tengo sed, preciosa —dijo luego—. Ve a traerme un vasito de mi ginebra de endrina.
Entré en la cabaña. En la cabaña de abuelita Be había una sola pieza, aunque se había construido también un depósito y era allí donde ella preparaba sus menjunjes y con frecuencia recibía a sus clientes. La pieza era nuestro dormitorio y nuestro cuarto de estar. Se contaba algo a su respecto; la había construido Pedro Balencio, el marido de abuelita Be, a quien se llamaba Pedro Be porque la gente de Cornualles no podía pronunciar su nombre ni pensaba intentarlo. Abuelita me contó que se la había levantado en una sola noche de acuerdo con la costumbre, según la cual, si alguien podía construir una cabaña en una noche, también podía apropiarse del terreno en el que estaba construida. Por eso Pedro Be había encontrado su terreno —un claro en el monte—, había escondido entre los árboles la paja para el techo y los palos, junto con la arcilla que serían las paredes, y una noche de luna, con ayuda de sus amigos, había erigido la cabaña. Lo único que tenía que hacer esa primera noche era construir las cuatro paredes y el techo; gradualmente colocaría la ventana, la puerta y la chimenea, pero Pedro Be había erigido en una noche algo que podía llamar una cabaña, cumpliendo así la antigua costumbre.
Pedro había llegado de España. Tal vez hubiera oído decir que, de acuerdo con la leyenda, los de Cornualles tenían rasgos españoles porque muchos marinos españoles habían invadido la costa y violado a las mujeres, o habiendo naufragado en los peñascos, fueron bien acogidos y se establecieron allí. Es cierto que, si bien muchos tienen cabello del color del de Mellyora Martin, no menos lo tienen negro como el carbón y relampagueantes ojos oscuros… junto con el carácter que corresponde a ellos, que es distinto al natural bonachón que parece cuadrar con nuestro soñoliento clima.
Pedro amaba a abuelita, que se llamaba Kerensa igual que yo; amaba su negra cabellera y sus negros ojos que le recordaban a España; se casaron y vivieron en la cabaña que él había construido en una noche y tuvieron una sola hija, que fue mi madre.
En esa cabaña entré a buscar la ginebra de endrina. Tenía que cruzarla para llegar al depósito, donde se guardaban los brebajes que ella preparaba.
Aunque teníamos una sola pieza, teníamos también el talfat, que era una ancha repisa puesta más o menos a la mitad de la altura de la pared, sobresaliendo encima de la habitación. Se usaba como dormitorio, mío y de Joe, adonde llegábamos por medio de una escalera que se guardaba en un rincón del cuarto.
Allí arriba estaba entonces Joe.
—¿Qué estás haciendo? —le grité desde abajo.
No me contestó la primera vez, y cuando repetí la pregunta, me mostró un palomo diciéndome:
—Se rompió la pata. Pero se curará en un día o dos.
El palomo se quedaba quieto en sus manos, y vi que Joe había armado una especie de tablilla donde había atado la pata rota. Lo que me sorprendía tanto en Joe no era que pudiese hacer esas cosas por las aves y los animales, sino que ellos se quedaran tranquilos mientras él las hacía. Yo había visto a un gato montés acercársele y frotar el cuerpo contra la pierna suya, aun antes de saber que él lo iba a alimentar. Nunca comía todo su alimento, sino que guardaba una parte para llevarla consigo, porque estaba seguro de encontrar algún ser que lo necesitara más que él. Se pasaba todo el tiempo en el bosque. Yo lo había encontrado tendido boca abajo, observando insectos en la hierba. Además de sus dedos largos, finos, que eran asombrosamente hábiles para componer los miembros rotos de pájaros y animales. Solía curar sus enfermedades con las hierbas de abuelita, y si alguno de sus protegidos necesitaba algo, recurría a la provisión de ella, como si las necesidades de los animales fuesen más importantes que cualquier otra cosa.
Su don de curar era parte de mi sueño. Lo veía yo en una hermosa casa, como la del doctor Hilliard, pues en Saint Larston los médicos eran respetados, y si bien las personas tenían en mayor estima los remedios de abuelita Be, nunca le harían una reverencia ni se quitarían el sombrero ante ella, que pese a su sabiduría vivía en una cabaña de una sola pieza, mientras que el doctor Hilliard formaba parte de la gente acomodada. Yo estaba decidida a elevar a Joe junto conmigo, y ansiaba para él la categoría de médico casi tan apasionadamente como quería la de dama para mí.
—¿Y cuando la pata esté curada? —pregunté.
—Pues entonces se irá volando y se alimentará solo.
—¿Y qué obtendrás tú por tus molestias?
No me hizo el menor caso. Murmuraba algo a su palomo. De haberme oído habría arrugado el entrecejo, pensando qué debía obtener, fuera de la alegría de haber curado a un ser lisiado.
El depósito siempre me había estimulado, pues nunca antes había visto algo parecido. A cada lado había bancos, que estaban repletos de tiestos y botellas; una viga atravesaba el cielo raso, y adheridas a ella había distintas clases de hierba que se habían colgado allí a secar. Permanecí uno o dos segundos inmóvil, olfateando ese aroma que jamás había olido yo en ninguna otra parte. Había una chimenea y un enorme caldero ennegrecido; y debajo de los bancos había frascos que contenían los brebajes de abuelita. Yo conocía el que contenía ginebra de endrina; eché un poco en un vaso y, cruzando de vuelta la cabaña, se lo llevé a ella.
Me senté mientras abuelita bebía despacio. —Abuelita —pedí—, dime si alguna vez obtendré lo que quiero.
Se volvió hacia mí sonriendo.
—Vaya, preciosa —dijo—, hablas como una de esas muchachas que acuden a mí para preguntarme si sus enamorados serán fieles. No espero eso de ti, Kerensa.
—Es que quiero saber.
—Escúchame entonces. La respuesta es sencilla. Las personas listas no quieren que se les diga el futuro. Lo hacen.
* * *
Pudimos oír los disparos durante todo el día. Eso quería decir que había convite en el Abbas; habíamos visto llegar los carruajes y sabíamos lo que era porque tenía lugar todos los años en esa misma época. Cazaban faisanes en el bosque.
Joe estaba arriba, en el talfat, con un perro que había encontrado una semana antes, muñéndose de hambre. Estaba empezando apenas a estar lo bastante fuerte como para corretear; pero nunca se apartaba del lado de Joe. Este compartía con él su comida y el perro lo había tenido contento desde que lo hallara. Pero ahora Joe estaba intranquilo. Recordando cómo había sido el año anterior, supe que estaba pensando en las pobres aves asustadas, agitando las alas antes de caer muertas al suelo.
Al hablar de eso, Joe había golpeado la mesa con el puño, diciendo:
—En los faisanes heridos pienso. Si están muertos nada se puede hacer, pero son los heridos. No siempre los encuentran y…
—Joe, tienes que ser juicioso —le contesté yo—. De nada sirve preocuparse por aquello que no se puede evitar.
Estuvo de acuerdo, pero no salió; simplemente se quedó en el talfat con su perro, al que llamaba Pichón porque lo encontró el día en que se voló el palomo cuya pata él había curado, y reemplazó al ave.
Me causaba preocupación porque parecía muy enojado y yo empezaba a reconocer en Joe algo de mí misma. Por consiguiente, nunca sabía con certeza qué iba a hacer él. A menudo le había dicho que tenía suerte de poder vagabundear buscando animales enfermos; casi todos los niños de su edad trabajaban en la mina Fedder. La gente no lograba entender por qué no se le enviaba a trabajar allí; pero yo sabía que abuelita compartía mis ambiciones para él… para nosotros dos, y mientras hubiese comida suficiente para nosotros, teníamos libertad. Era el modo que ella tenía de indicarnos que había en nosotros algo especial.
Sabiendo que yo estaba preocupada, abuelita dijo que yo debía ir con ella al bosque, a juntar hierbas. Me alegré de alejarme de la cabaña.
—No debes impacientarte, muchacha. Así es él, siempre se apenará cuando los animales sufran.
—Abuelita, ojalá… ojalá él pudiera ser médico y cuidar a las personas. ¿Costaría mucho hacer de él un doctor?
—¿Crees que eso es lo que él querría, querida mía? —Quiere curarlo todo. ¿Por qué no a las personas?
Con eso ganaría dinero y la gente lo respetaría.
—Tal vez a él no le importe lo que piense la gente como a ti, Kerensa.
—¡Tiene que importarle!
—Le importará, si es el destino.
—Tú dijiste que nada era el destino. Dijiste que las personas hacen su propio futuro.
—Cada uno hace el suyo propio, bonita. A él le corresponde hacer lo que quiera, igual que a ti.
—Se pasa casi todo el día allí acostado en el talfat… con sus animales.
—Déjalo tranquilo, preciosa —replicó abuelita—. Hará él su propia vida tal como la quiera.
¡Pero yo no iba a dejarlo tranquilo! Le haría entender cómo tenía que escapar de esta vida en la que él había nacido. Valíamos demasiado para eso… todos nosotros, abuelita, Joe y yo. Me pregunté por qué abuelita no había visto eso, cómo podía conformarse con vivir su vida como lo había hecho.
Juntar hierbas siempre me sosegaba. Abuelita me explicaba entonces "dónde teníamos que ir para encontrar lo que queríamos" luego me hablaba de las propiedades curativas de cada una. Pero ese día, mientras recogíamos, de vez en cuando yo oía los estampidos lejanos de las escopetas.
Cuando estuvimos cansadas, ella dijo que debíamos sentarnos bajo los árboles y yo la convencí de que hablara sobre el pasado.
Cuando abuelita hablaba, parecía hechizarme, al punto que yo sentía que estaba allí, donde todo eso estaba ocurriendo; sentía inclusive que era la misma abuelita, siendo cortejada por Pedro Be, el joven minero que era distinto de todos los demás. Pedro solía cantarle bellas canciones que ella no entendía porque eran en español.
—Pero no siempre es necesario oír palabras para saber —me dijo ella—. Oh, en estas regiones no se lo apreciaba mucho, entre otras cosas porque era extranjero. No había trabajo suficiente para los de Cornualles, decían algunos, mucho menos para extranjeros que venían a quitarles la comida de la boca. Pero mi "Pedro se reía de ellos. Dijo, sí, que cuando me vio fue suficiente. Se quedaría, pues donde yo estaba, allí quería estar él.
—Abuelita, tú lo querías, lo querías realmente.
—Era el hombre para mí y no deseé a otro… ni tampoco después.
—¿Entonces nunca tuviste otro amante?
El rostro de abuelita estaba fijo con una expresión que yo nunca había visto antes allí. Había vuelto levemente la cabeza en la dirección del Abbas y parecía estar escuchando verdaderamente a las escopetas.
—Tu abuelo no fue un hombre manso —dijo—. Habría matado al que lo perjudicara sin vacilar. Esa clase de hombre era.
—¿Alguna vez mató a alguien, abuelita?
—No, pero habría podido hacerlo… lo habría hecho… si hubiese sabido.
—¿Sabido qué, abuelita?
Ella no contestó, pero su cara era como una máscara que se había puesto para que nadie viese lo que había debajo.
—Apoyada en ella, contemplé los árboles. Los abetos seguirían verdes todo el invierno, pero las hojas de los otros eran ya de un pardo rojizo. Pronto tendríamos tiempo frío.
Tras una larga pausa, abuelita dijo: —Pero fue hace tanto tiempo.
—¿Que tuviste otro amante?
—No fue ningún amante, te digo. Tal vez debería decírtelo… como advertencia. Conviene saber cómo es el mundo para otros, pues quizá sea así para ti. Este otro hombre fue Justin Saint Larston… no éste Sir Justin, sino su padre.
Me senté de golpe, con los ojos dilatados.
—¡Tú y Sir Justin Saint Larston!
—El padre de éste. No había mucha diferencia entre ellos. Era un hombre malvado. —Por qué entonces… —Por el bien de Pedro. —Pero…
—Es propio de ti pronunciar un juicio antes de haber oído los hechos, niña. Ahora que empecé debo seguir y contártelo todo. Me vio, se encaprichó conmigo; yo era una muchacha de Saint Larston y estaba apalabrada. Sin duda hizo averiguaciones y descubrió que iba a casarme con Pedro. Recuerdo cómo me arrinconó. Hay un jardincito tapiado junto a la casa…
Asentí con la cabeza. Ella prosiguió:
—Yo era muy tonta. Fui a ver a una de las criadas, que estaba en la cocina. Él me sorprendió en ese jardín, y fue entonces que se encaprichó conmigo. Prometió para Pedro un puesto que sería más seguro y mejor pagado que trabajar en la mina… si yo era juiciosa. Pedro nunca lo supo. Y yo aguanté. Amaba a Pedro; me iba a casar con Pedro, y para mí no habría nadie más que Pedro.
—¿Y entonces…?
—Las cosas empezaron a ir mal para Pedro. Entonces se trabajaba en la mina Saint Larston y estábamos en poder de él. Pensé que me había olvidado, pero no. Cuanto más me resistía yo, más me deseaba él. Pedro nunca lo supo. Ese fue el milagro. Así que una noche… antes de casarnos, fui en su busca, pues dije que si aquello podía ser en secreto y él iba a dejar tranquilo a Pedro… sería mejor que como era.
—¡Abuelita!
—Te escandalizas, preciosa. Me alegro. Pero te haré ver que tuve que hacerlo. Más tarde pensé mucho en esto y sé que hice bien. Fue como te dije… hacer el futuro propio. El mío era con Pedro. Quería que estuviésemos siempre juntos en la cabaña, y nuestros hijos a nuestro alrededor… muchachos parecidos a Pedro, muchachas como yo. Y pensé, ¿qué importancia tiene una sola vez si eso compra ese futuro para nosotros? Y tuve razón, porque habría sido el final de Pedro. Tú no sabes cómo era ese Saint Larston de tiempo ha. No tenía sentimientos hacia personas como nosotros. Éramos como esos faisanes que ellos están cazando ahora… Con el tiempo él habría matado a Pedro; lo habría puesto en las tareas peligrosas. Yo tenía que lograr que nos dejara tranquilos, pues comprendí que esto era para él como un deporte. Por eso fui antes en su busca.
—Odio a los Saint Larston —dije.
—Los tiempos cambian, Kerensa, y las personas cambian con ellos. Ahora los tiempos son muy duros, pero no tanto como cuando yo tenía tu edad. Y cuando lleguen tus hijos, entonces los tiempos serán un poco más fáciles para ellos. Así son las cosas.
—¿Qué pasó entonces, abuelita?
—No terminó allí. Con una vez no bastó. Yo le gustaba demasiado. Este negro cabello mío que Pedro tanto amaba… a él le gustaba también. Hubo una sombra sobre nuestro primer año de matrimonio, Kerensa. Debió haber sido tan bello y magnífico, pero yo tenía que ir a él, entiendes… y si Pedro lo hubiese sabido, lo habría matado… porque en su querido corazón anidaba la pasión.
—Estabas asustada, abuelita.
Ella arrugó la frente como si tratara de recordar.
—Fue algo así como una jugada desesperada. Y siguió durante casi un año, cuando descubrí que iba a tener un hijo… y no sabía de quién. Kerensa, yo no quería tener ese hijo, no quería. Lo imaginaba a través de los años… parecido a él… y yo engañando a Pedro. Sería como una mancha que jamás se podría lavar. No podía hacerlo. Por eso… no tuve ese hijo, Kerensa. Estuve muy enferma, a punto de morir, pero no tuve ese hijo, y ese fue el final en cuanto a él se refería. Entonces me olvidó. Traté de compensar a Pedro por esto. Pedro dijo que yo era con él la más dulce mujer del mundo, aunque con todos los demás podía ser feroz. Eso le agradaba, Kerensa. Lo hacía feliz. Y a veces pienso que la razón por la cual fui tan dulce con él e hice cuanto pude por complacerle, fue porque lo había perjudicado; y eso me parecía extraño. Como el bien surgiendo del mal. Eso me hizo comprender mucho en cuanto a la vida; ese fue el comienzo de mi capacidad de ayudar a otros. Por eso, Kerensa, jamás debes lamentar ninguna experiencia, buena o mala; porque hay algo de bueno en lo que es malo, tal como hay malo en lo bueno… tan seguro como que estoy aquí en el bosque, sentada junto a ti. Dos años más tarde nació tu madre… nuestra hija, de Pedro y mía; su nacimiento estuvo a punto de costarme la vida y ya no pude tener más hijos. Fue a causa de todo lo sucedido antes, creo yo. Ah, pero fue una buena vida. Los años pasan y se olvida el mal; muchas veces he mirado el pasado y me he dicho: "No habrías podido hacer otra cosa. Fue la única manera."
—Pero ¡por qué tienen ellos que poder arruinar nuestras vidas! —exclamé apasionadamente.
—En el mundo hay fuertes y hay débiles; y quien ha nacido débil debe hallar fuerza. Te llegará si buscas.
—Yo encontraré fuerza, abuelita.
—Sí, niña, la encontrarás si quieres. A ti te toca decirlo.
—¡Oh, abuelita, cómo odio a los Saint Larston! —repetí.
—No, él murió hace mucho. No odies a los hijos por los pecados de los padres. Sería igual que odiarte a ti misma por lo que yo hice. Ah, pero fue una vida feliz. Y llegó el día de la congoja. Pedro había salido para su primer turno del día. Yo sabía que iban a hacer volar cargas abajo, en la mina, y él era uno de los carreteros, que debían entrar cuando se habían apagado las mechas para cargar el mineral en vagonetas. No sé qué pasó allá abajo… nadie puede saberlo realmente, pero todo ese día aguardé a que lo sacaran en lo alto del pozo. Doce largas horas aguardé y cuando lo sacaron… ya no era mi alegre y cariñoso Pedro. Sin embargo vivió… unos pocos minutos… tiempo apenas para decir adiós antes de expirar. "Bendita seas", me dijo. "Gracias por mi vida." ¿Y qué cosa mejor que eso habría podido decir? Me repito que, aunque no hubiese existido un Sir Justin, aunque yo le hubiese dado muchos hijos sanos, él no habría podido decirme nada mejor.
Bruscamente se incorporó y emprendimos el regreso a la cabaña.
Joe había salido con Pichón, y mi abuela me condujo al depósito. Estaba allí un viejo cajón de madera, siempre cerrado; lo abrió y me mostró lo que contenía. Eran dos peinetas y dos mantillas españolas. Se puso una peineta en el cabello y se lo tapó con la mantilla, diciendo:
—Mira, así le gustaba verme a Pedro. Decía que, cuando hiciera su fortuna, me llevaría a España, y que yo me abanicaría sentada en un balcón mientras el mundo pasaba frente a mí.
—Estás hermosa, abuelita.
—Uno de estos es para ti, cuando seas mayor —continuó—. Y cuando yo muera, serán todos para ti.
Después me puso en la cabeza la otra peineta y la otra mantilla, y estando una junto a la otra fue sorprendente lo mucho que nos parecíamos.
Me alegré de que me hubiese confiado algo que, yo lo sabía, no había revelado a ninguna otra persona viviente.
Jamás olvidaré ese momento en que nos pusimos una junto a la otra, con nuestras peinetas y mantillas, tan incongruentes entre las cazuelas y las hierbas. Y afuera, el estruendo de las escopetas.
* * *
Desperté con la luz de la luna, aunque no era mucho de ella lo que penetraba en nuestra cabaña. Me rodeaba un silencio que era inusitado. Sentada en el talfat, me pregunté qué pasaba. No se oía ruido alguno. Ni la respiración de Joe, ni la de abuelita. Recordé que abuelita había salido para ayudar en un parto. Lo hacía con frecuencia y nunca sabíamos cuándo iba a regresar, de modo que su ausencia no era sorprendente. Pero ¿dónde estaba Joe?
—¡Joe! ¡Joe!, ¿dónde estás? —exclamé. Luego miré su lado del talfat; no estaba allí—. ¡Pichón! —llamé; no hubo respuesta.
Bajé la escalerilla; no tardé más de uno o dos segundos en explorar la cabaña. Crucé hasta el depósito, pero Joe no estaba tampoco allí. De pronto pensé en la última vez que había estado allí, cuando abuelita me había engalanado el cabello, ataviándome con la mantilla y el peine españoles; recordé el fragor de las escopetas.
¿Era posible que Joe hubiese sido tan necio de ir al bosque en busca de pájaros heridos? ¿Estaba loco acaso? Si entraba en el bosque, sería un intruso, y si lo atrapaban… Esa era la época del año en que ser intruso se consideraba doblemente delictivo.
Me pregunté cuánto tiempo haría que estaba ausente. Abriendo la puerta de la cabaña me asomé, intuyendo que era poco más de la medianoche.
Regresé a la cabaña y me senté, sin saber qué hacer. Deseaba que entrase abuelita. Tendríamos que hablar con Joe, hacerle entender el peligro que corría al hacer algo tan temerario.
Era una noche tranquila y bella. Todo parecía levemente misterioso, pero cautivador, tocado por la luz de la luna. Pensando en las Siete Vírgenes, deseé estar yendo a ver las piedras, como me lo había prometido yo misma, en vez de salir en busca de Joe..
El aire estaba frío, pero eso me alegró y corrí hasta llegar al bosque. Me detuve al borde de él, pensando qué hacer luego. No me atrevía a llamar a Joe, porque si andaban por allí algunos guardabosques, eso atraería su atención. Con todo, si Joe había entrado en el bosque, no me sería fácil encontrarlo. " ¡Joe, grandísimo tonto!", pensé. "¿Por qué tienes que tener esta obsesión, cuando te lleva a hacer cosas como ésta, que podrían traer problemas… grandes problemas?"
Me detuve junto al cartel que, como sabía, decía "Privado" e indicaba a las personas que, si eran intrusas, serían enjuiciadas. Había de estos carteles por todo el bosque, como advertencia.
—¡Joe! —susurré; después me pregunté si había hablado demasiado alto.
Me interné un poco en el bosque, pensando lo tonta que era. Más valía irme a casa. Quizá, Joe ya estuviese allí.
Horribles cuadros me pasaban por la mente. ¿Y si encontraba un pájaro herido? Si lo atrapaban con el pájaro. Pero si él era un necio, no hacía falta que yo lo fuese. Debía regresar a la cabaña, trepar al talfat y dormirme. Nada podía yo hacer.
Pero me resultaba difícil salir del bosque, porque Joe estaba a mi cuidado y yo debía ocuparme de él. Yo misma jamás me perdonaría si le fallaba.
Recé, esa noche allí en el bosque, porque nada malo le ocurriese a mi hermano. La única vez que yo pensaba en rezar era cuando quería algo. Entonces recé con todo mi ser, desesperada y seriamente, y aguardé a que Dios contestase.
No sucedió nada, pero yo permanecí inmóvil, llena de esperanzas. Demoraba el regreso porque algo me decía que, si yo volvía, Joe no estaría allí en la cabaña, cuando oí un ruido. Me puse alerta, escuchando; era el plañir de un perro.
—¡Pichón! —susurré, y al parecer hablé más alto de lo que pensaba, pues mi voz repercutió en el bosque. Un crujir de malezas y luego apareció el perro, abalanzándose sobre mí, emitiendo sonidos bajos, lastimeros, mirándome como si quisiese decirme algo. Me arrodillé—. Pichón, ¿dónde está él, Pichón? ¿Dónde está Joe?
Cuando se apartó de mí, corriendo hasta cierta distancia, se detuvo y me miró, supe que trataba de indicarme que Joe se hallaba en alguna parte del bosque, y que él me llevaría a su lado. Seguí a Pichón.
Cuando vi a Joe, enmudecí de horror. No pude hacer otra cosa que permanecer inmóvil, mirándolo con fijeza a él y a ese espantoso artefacto en que estaba sujeto. No podía pensar en nada, tan grande era mi desesperación. Joe, atrapado en el bosque vedado… atrapado en una trampa para intrusos.
Procuré tirar del acero cruel, pero no cedió a mis escasas fuerzas.
—¡Joe! —susurré. Pichón gimoteaba y se frotaba contra mí, mirándome, implorándome ayuda, pero Joe no me contestaba.
Frenéticamente tiraba yo de esos horrendos dientes, pero no lograba apartarlos. Me dominó el pánico; tenía que liberar a mi hermano antes de que se lo encontrara en esa trampa. Si estaba vivo, lo llevarían ante los jueces. Sir Justin no tendría piedad. ¡Si acaso estaba vivo! Tenía que estar vivo… Que Joe estuviese muerto era algo que yo no podía soportar. Cualquier cosa menos eso, pues mientras él viviera, yo siempre podía hacer algo por salvarlo. Haría algo.
Siempre era posible hacer lo que una quería… con tal que se lo intentase lo suficiente, era una de las máximas de abuelita, y yo daba crédito a todo lo que ella me decía. Y ahora, cuando me veía frente a algo difícil… la tarea más importante que había tenido que efectuar en mi vida… no podía hacerlo. .
Me sangraban las manos. No sabía cómo abrir aquella cosa horrenda. Ponía en ello todas mis fuerzas y no lo conseguía. Debía de haber algún otro modo. Una sola persona no podía abrir una trampa para hombres; tenía que conseguir ayuda. Abuelita debía regresar allí conmigo. Pero abuelita, pese a toda su sabiduría, era una anciana. ¿Sería capaz de abrir la trampa? Me dije que ella podía hacer cualquier cosa. Sí; yo no debía perder más tiempo. Debía volver junto a abuelita.
Pichón me miraba con ojos anhelantes. Lo toqué y le dije:
—Quédate con él. Luego partí a la carrera.
Corrí más velozmente que nunca en mi vida, y sin embargo, ¡cuánto me pareció tardar en llegar al camino! Constantemente escuchaba por si oía voces. Si los guardabosques de Sir Justin descubrían a Joe antes de que yo pudiera salvarlo, sería desastroso. Imaginé a mi hermano cruelmente tratado, azotado, esclavizado.
Mi respiración sonaba como si sollozara cuando me lancé a través del camino; tal vez por eso no percibí el resonar de pasos hasta que llegaron casi junto a mí.
—Hola, ¿qué ocurre? —dijo una voz.
Yo conocía esa voz; era la de un enemigo, el que ellos habían llamado Kim.
Me dije que él no debía atraparme, no debía saber; pero él había echado a correr y sus piernas eran más largas que las mías. Me sujetó por el brazo y me obligó a volverme hacia él. Lanzando un silbido exclamó:
—¡Kerensa, la niña del muro!
—Suéltame.
—¿Por qué corres de noche por la campiña? ¿Eres una bruja? Sí, lo eres. Arrojaste lejos tu escoba cuando me oíste llegar.
Traté de zafar mi brazo, pero él no me soltaba. Acercando su rostro al mío, dijo:
—Tienes miedo. ¿De mí?
—No tengo miedo de ti —repuse, tratando de darle puntapiés.
Entonces pensé en Joe que yacía en esa trampa, y me sentí tan desdichada e indefensa que las lágrimas brotaron en mis ojos.
Cambiando repentinamente de actitud, dijo:
—Oye, no te haré daño.
Y yo sentí que algo debía haber de bondad en alguien que podía hablar con una voz como esa.
Era joven y fuerte, mucho más alto que yo… y en ese momento se me ocurrió algo: tal vez él supiese cómo abrir la trampa.
Vacilé. Sabía que debíamos actuar con rapidez. Más que ninguna otra cosa, quería que Joe viviese; para que viviera debía ser rescatado pronto.
Decidí correr el riesgo, y tan pronto como lo corrí lo lamenté; pero ya estaba hecho y no era posible echarse atrás.
—Se trata de mi hermanito —dije.
—¿Dónde está?
—En… una trampa —respondí, mirando hacia el bosque.
—¡Dios santo! —exclamó, y luego—: Muéstrame.
Cuando lo guié hasta allí, Pichón corrió a nuestro encuentro. Ahora Kim estaba muy serio, pero sabía cómo hacer para abrir la trampa.
—Aunque no sé si lo conseguiremos —me advirtió.
—Debemos hacerlo —repliqué con vehemencia, y la boca se le alzó levemente en las puntas.
—Lo haremos —me aseguró; y entonces yo supe que podríamos.
Me indicó qué hacer y trabajamos juntos, pero el cruel resorte se resistía a soltar a su víctima. Me alegré… me alegré tanto… de haberle pedido ayuda, porque comprendí que abuelita y yo jamás habríamos podido hacerlo.
—Oprime con todas tus fuerzas —me ordenó.
Eché todo mi peso encima del maligno acero mientras Kim, lentamente, soltaba el resorte. Luego lanzó un hondo suspiro de triunfo; habíamos puesto en libertad a Joe.
—Joe —susurré, tal como solía hacerlo cuando él era un crío—. No estás muerto. No debes estarlo.
Cuando sacamos a mi hermano de la trampa, un faisán muerto había caído al suelo. Vi que Kim le lanzaba una rápida mirada, pero sin hacer ningún comentario al respecto.
—Creo que tiene la pierna rota —dijo—. Tendremos que tener cuidado. Será más fácil si yo lo cargo..
Levantó suavemente a Joe en sus brazos. En ese momento amé a Kim, porque era tranquilo y dulce, y parecía importarle lo que nos ocurriera.
Pichón y yo caminábamos a su lado mientras él llevaba a Joe, y yo me sentía triunfante. Pero cuando llegamos al camino recordé que, además de pertenecer a la gente acomodada, Kim era también un amigo de los Saint Larston. Muy posiblemente hubiera sido miembro de la partida de caza de esa tarde; y para esas personas, la preservación de las aves era más importante que la vida de gente como nosotros. Ansiosamente pregunté:
—¿Adónde vas?
—A casa del doctor Hilliard. Tu hermano necesita atención inmediata.
—No —respondí con terror.
—¿A qué te refieres?
—¿No te das cuenta? Preguntará dónde lo encontramos. Ellos sabrán que hubo alguien en la trampa. Lo sabrán, ¿no te das cuenta?
—Robando faisanes —comentó Kim.
—No… no. Él jamás robó. Quería ayudar a las aves. Se interesa por las aves y los animales. No puedes llevarlo al médico. Por favor… por favor… —Lo tomé de la chaqueta, mirándolo.
—¿Adónde, entonces? —inquirió él.
—A nuestra cabaña. Mi abuelita sabe tanto como un médico. Así nadie sabrá…
Se detuvo y pensé que no haría caso de mi súplica. Luego dijo:
—Está bien. Pero creo que él necesita un médico. —Necesita estar en casa conmigo y con su abuelita. —Estás decidida a salirte con la tuya. ¡Pero te equivocas!
—Es mi hermano. Tú sabes lo que ellos le harían.
—Muéstrame el camino —dijo él, y yo lo conduje a la cabaña.
Abuelita estaba a la puerta, asustada, sin saber qué se había hecho de nosotros. Mientras yo, en jadeantes sacudidas, le contaba lo que había ocurrido, Kim, sin decir nada, llevó a Joe dentro de nuestra cabaña y lo tendió en el suelo, donde abuelita había extendido una manta. Joe parecía muy pequeño.
—Creo que se rompió una pierna —dijo Kim. Abuelita movió la cabeza afirmativamente.
Juntos le ataron la pierna a un palo; parecía un sueño ver a Kim allí, en nuestra cabaña; recibiendo órdenes de abuelita. Luego él aguardó mientras ella lavaba las heridas de Joe y las frotaba con ungüento. Cuando abuelita hubo terminado, Kim dijo:
—Sigo creyendo que debería verlo un médico.
—Es mejor de este modo —respondió abuelita con firmeza, porque yo le había dicho dónde lo habíamos encontrado.
Entonces Kim se encogió de hombros y se marchó. Abuelita y yo velamos junto a Joe toda esa noche, y por la mañana sabíamos que iba a vivir.
* * *
Estábamos asustadas. Joe yacía sobre sus mantas, tan enfermo que no le importaba nada; pero a nosotras nos importaba. Cada vez que oíamos un paso, nos sobresaltábamos de terror, temerosas de que fuera alguien que venía en busca de Joe. Hablábamos de eso en susurros.
—¿Hice mal, abuelita? —preguntaba yo, implorante—. Él estaba allí, era grande y fuerte, y pensé que sabría cómo abrir la trampa. Tenía miedo, abuelita, miedo de que tú y yo no lográramos sacar a Joe.
—Hiciste bien —me tranquilizó abuelita Be—. Una noche en la trampa habría matado a nuestro Joe.
Entonces nos quedamos calladas, observando a Joe, escuchando si se oían pasos.
—Abuelita, ¿crees que él…? —pregunté.
—No sé decirte.
—Él parecía bueno, abuelita. Diferente de algunos.
—Sí, parecía bueno —admitió ella.
—Pero es un amigo de los Saint Larston, abuelita. Aquel día en que estuve en la pared, él estaba allí. Y sé burló como los demás.
Abuelita asintió con la cabeza.
Pasos cerca de la cabaña. Alguien golpeó la puerta. Abuelita y yo llegamos a ella simultáneamente.
Allí estaba Mellyora Martin, sonriéndonos. Se la veía muy bonita con un vestido de guinga, de color malva y blanco, medias blancas y sus zapatos negros con hebilla. Al brazo llevaba una cesta de mimbre, tapada con una tela blanca.
—Buenas tardes —dijo con su voz dulce, aguda.
Ni abuelita ni yo contestamos; ambas estábamos demasiado aliviadas para evidenciar otra cosa que nuestro alivio. Mellyora continuó:
—Me enteré, por eso traje esto para el inválido —y ofreció la cesta de mimbre.
Abuelita la recibió preguntando:
—¿Para Joe…?
Mellyora asintió con la cabeza.
—Esta mañana vi al señor Kimber. Él me contó que el muchacho había sufrido un accidente trepando a un árbol. Pensé que podrían gustarle estos…
Con una voz tan mansa como jamás le había oído antes, abuelita dijo:
—Gracias, señorita.
Mellyora sonrió al responder:
—Espero que se cure pronto. Buenas tardes.
Nos quedamos en la puerta, observándola alejarse; luego, sin hablar, llevamos adentro la cesta. Bajo la tela había huevos, mantequilla, medio pollo asado y una hogaza de pan casero.
Abuelita y yo nos miramos. Kim no diría nada; no teníamos nada que temer de la justicia.
Guardé silencio pensando en mi oración en el bosque, y en cómo, providencialmente al parecer, yo había recibido ayuda. Había aprovechado enseguida la oportunidad ofrecida; había corrido un gran riesgo, pero había ganado.
Pocas veces me había sentido tan feliz como en ese momento; y más tarde, cuando pensé en lo que debía a Kim, me dije que siempre lo recordaría.
* * *
Joe tardó mucho tiempo en recuperarse. Solía pasarse horas tendido en su manta, con Pichón a su lado, sin hacer nada, sin decir nada. No pudo caminar durante mucho tiempo, y cuando empezó a hacerlo, nos dimos cuenta de que había quedado tullido.
No recordaba gran cosa respecto de la trampa; solamente ese momento aterrador en que la había pisado y la había oído cerrarse, triturándole los huesos. Afortunadamente, el dolor le había quitado el sentido con rapidez. De nada valió regañarlo, de nada valió decirle que era culpa suya; lo habría vuelto a hacer, de haber podido.
Pero estuvo muchas semanas indiferente, y sólo empezó a animarse cuando le llevé un conejo con una patita lastimada; cuidando al conejo recobró parte de sus bríos, y durante ese período fue como tener de vuelta al antiguo Joe. Comprendí que debería ocuparme de que él siempre tuviera algún ser lisiado al que cuidar.
Llegó el invierno, y fue muy duro. Los inviernos eran más duros tierra adentro que antes en la costa, pero aun así, los inviernos de Cornualles solían ser benignos; ese año, sin embargo, el viento cambió del suroeste habitual y vino desde el norte y el este, trayendo consigo chubascos de nieve. La mina Fedder, donde trabajaban ahora muchos lugareños, no rendía tanto estaño como hasta entonces, y corrían rumores de que en pocos años podría quedar agotada.
Llegó la Navidad y hubo canastas con comida, enviadas desde el Abbas —una costumbre que ellos habían mantenido durante siglos— y se nos permitió juntar leña menuda en algunas partes del bosque. No fue como la Navidad anterior, porque Joe no podía correr de un lado a otro y debíamos hacer frente al hecho de que su pierna jamás iba a estar bien. Con todo, los acontecimientos de aquella noche eran demasiado recientes para que nos quejásemos; todos sabíamos que Joe se había salvado por poco y no éramos propensos a olvidar.
Las penas nunca vienen solas. Debe de haber sido en febrero que abuelita tuvo un enfriamiento; como casi nunca enfermaba, apenas si lo advertimos durante los primeros días; después, una noche, su tos me despertó y me precipité desde el talfat para llevarle un poco de su propio jarabe. La alivió temporalmente, pero no la curó; pocas noches más tarde la oí hablar y al acercarme a ella descubrí, horrorizada, que no me reconocía. Me llamaba Pedro sin cesar.
Quedé aterrada de que se fuera a morir, porque estaba muy enferma. Toda esa noche estuve sentada a su lado, y por la mañana dejó de tener delirios. Cuando pudo indicarme qué hierbas preparar para ella, me sentí mejor. La cuidé durante tres días, siguiendo sus instrucciones, hasta que gradualmente empezó a recobrarse. Podía andar por la cabaña, pero cuando salió, le empezó de nuevo la tos, así que la hice quedarse. Junté algunas hierbas para ella y preparé algunos brebajes, pero había muchos que requerían su habilidad especial. En todo caso, no eran tantas las personas que ahora venían a pedirle consejo. Se estaban empobreciendo, y nosotros igual. Además, había oído que algunos ponían en tela de juicio los poderes de abuelita Be. No podía curarse sola, ¿verdad? Ese muchacho suyo estaba lisiado, sí señor, ¡y tan sólo se había caído de un árbol! Después de todo, la abuelita Be no parecía tan maravillosa.
No nos llegaban aquellos sabrosos cuartos de cerdo. Ya no había clientes agradecidos que dejaran a nuestra puerta un costal de arvejas o patatas. Teníamos que comer frugalmente si queríamos hacerlo dos veces al día.
Como teníamos harina, yo preparaba en el viejo horno una especie de manshun, que tenía buen sabor. Conservábamos una cabra que nos daba leche, pero como no podíamos alimentarla adecuadamente, obteníamos menos leche.
Un día, durante el desayuno, hablé a abuelita de una idea que se me había ocurrido por la noche.
Estábamos los tres sentados a la mesa, frente a nuestras escudillas que contenían algo que se comía mucho aquel invierno. Lo componía agua con un chorrito de leche desnatada, que comprábamos barata al hacendado, quien nos vendía lo que no necesitaba para sus cerdos; esto lo hervíamos y echábamos adentro pedazos de pan.
—Abuelita —dije—, colijo que yo debería ganar algo.
Ella sacudió la cabeza, pero vi la expresión de su mirada. Yo tenía casi trece años. ¿Quién había oído hablar jamás de una muchacha de mi situación social, que no fuese la nieta de abuelita Be, viviendo en el ocio como una dama? Abuelita sabía que sería necesario hacer algo. Joe no podía ayudar, pero yo era fuerte y sana.
—Lo pensaremos —dijo.
—Ya pensé.
—¿Qué cosa?
—¿Qué posibilidades hay?
Esa era la cuestión. Podía ir a preguntar al hacendado Pengaster si quería alguien que lo ayudara en la vaquería, con los animales o en las cocinas. ¡Muchos ansiarían brindar sus servicios en caso afirmativo! ¿Adónde, si no? ¿En una casa de gente acomodada? Me repugnaba pensarlo. Todo mi orgullo se alzaba en rebelión; pero yo sabía que así debía ser.
—Es posible que sólo sea por un tiempo —dijo abuelita—. En verano me pondré de nuevo en pie.
No soportaba mirar a abuelita; si lo hacía, le habría dicho que yo prefería morir de hambre antes que trabajar como lo estaba sugiriendo..Pero no era yo la única persona a tener en cuenta. Estaba Joe, que había sufrido esa terrible desgracia; y estaba la misma abuelita. Si yo me ausentaba a trabajar, ellos podrían consumir mi parte de alimentos.
—Me ofreceré la semana que viene en la feria de Trelinket —anuncié con firmeza.
La feria de Trelinket tenía lugar dos veces por año en el poblado de Trelinket, situado por lo menos a tres kilómetros de Saint Larston. Antes, siempre íbamos allá, abuelita, Joe y yo; y ésos eran para nosotros días de fiesta. Abuelita Be solía arreglarse el cabello con especial cuidado, y andábamos orgullosamente por entre las multitudes; ella llevaba algunas de sus curas y las vendía a un puestero que le compraba todas las que ella podía proporcionarle. Entonces ella nos compraba pan de jengibre o algún obsequio. Pero este año no teníamos nada para vender; y como Joe no podía caminar esos tres kilómetros, todo era distinto.
Partí sola, con el corazón pesado como un trozo de plomo, mi orgullo humillado. Cuántas veces, andando por la feria con abuelita y Joe sano, había mirado a esos hombres y mujeres que estaban de pie en la plataforma de contratación, sintiéndome feliz porque yo no era como ellos. Me parecía el colmo de la degradación el hecho de que hombres y mujeres tuvieran que ofrecerse así para trabajar. Era como estar en un mercado de esclavos. Pero era lo que había que hacer si se necesitaba trabajar, pues los amos iban a la feria con el objeto de contratar sirvientes de aceptable aspecto. Ahora, hoy, yo iba a ser uno de ellos.
Era un luminoso día de primavera, y quién sabe por qué, el brillo del sol lo empeoraba todo; yo envidiaba a los pájaros, que parecían locos de júbilo después de ese invierno inusitadamente duro; a decir verdad, estaba dispuesta a envidiar a todos esa mañana. Antes la feria había ofrecido un festín de disfrute. Me había encantado su trajín, sus olores, sus ruidos… todo aquello que constituía la feria de Trelinket. En los puestos de refrigerios había carne caliente y ganso hervido; se los veía cocinándose en fuegos, junto a los puestos. Había puestos con pasteles, doradas cortezas encerrando los deliciosos rellenos, horneados el día anterior en la cocina de algún cortijo o en el horno de alguna cabaña. Los vendedores voceaban las tentadoras descripciones a la gente que pasaba con despacioso andar. "Pruebe un pedazo de este muggety tradicional, querida mía. Colijo que nunca probó nada semejante." Y abrían un pastel para mostrar las entrañas de oveja o de ternero que era el muggety, o las de cerdo, que eran nattlins. Un manjar especial eran los pasteles de taddage, hechos de lechón, y también estaba allí el pastel de pichón de paloma, más común.
De pie junto a los puestos, las gentes probaban y compraban los pasteles para llevárselos. En otra parte de la feria se exponía ganado; estaban los baratillos donde se vendía casi todo lo imaginable: ropa y calzados viejos, talabartería, ollas, sartenes y hasta hornos. Había adivinos y curadores… esos que voceaban los méritos de sus medicinas y que habían sido clientes de abuelita Be.
Y cerca del sitio donde se asaba un ganso encima de un fuego abierto, estaba la plataforma de contratación. La contemplé avergonzada. Varias personas estaban ya de pie en ella; se los veía acongojados y abatidos, lo cual no era de extrañar. ¡A quién podía gustarle ofrecerse así para trabajar! Y pensar que yo, Kerensa Carlee, debía sumarme a ellos. Pensé que después de eso iba a odiar el olor a ganso asado. A mi alrededor, todos parecían reír; el sol se había puesto caluroso y yo sentía ira contra el mundo entero.
Pero había dado a abuelita Be mi palabra de que me ofrecería para trabajar. No podía volver diciéndole que me había desfallecido el corazón en el último instante. No podía regresar y ser una carga para ellos, yo que era sana y fuerte.
Resueltamente me acerqué a la plataforma y subí los desvencijados escalones del costado; luego me vi allí de pie entre ellos.
Los presuntos patrones nos observaban con interés, sopesando nuestras posibilidades. Vi entre ellos al hacendado Pengaster. Si él me tomaba no estaría tan mal. Se lo consideraba bondadoso hacia quienes trabajaban para él, y yo podría llevarme algunos bocados a la cabaña. Mi amargura se aliviaría sobremanera si podía ir de vez en cuando a casa y hacerme la dadivosa.
Entonces vi a dos personas que me causaron un sobresalto de consternación. Los reconocí como el mayordomo y el ama de llaves del Abbas. Solamente una finalidad habría podido llevarlos a la feria, y se encaminaban en línea recta a la plataforma. Entonces empecé a tener miedo. Un sueño mío había sido vivir algún día en el Abbas Saint
Larston; yo había vivido con ese sueño, porque abuelita Be me había dicho que, si una creaba un sueño y hacía cuanto podía por volverlo realidad, era casi seguro que con el tiempo lo sería. Ahora veía que ese sueño podía hacerse fácilmente realidad… yo podría vivir en el Abbas… ¡como criada doméstica!
Cientos de imágenes pasaron veloces por mi mente. Pensé en el joven Justin Saint Larston dándome órdenes con altanería; en Johnny burlándose de mí, recordándome que era una criada; en Mellyora yendo a tomar el té con la familia, y en mí misma de pie para servirlos, con gorra y delantal. Pensé en Kim allí presente. También pensaba otra cosa. Desde que abuelita me confiara su secreto aquel día en el bosque, yo había pensado mucho en Sir Justin, que era el padre del actual. Se parecían mucho y yo era igual que abuelita. Existía una posibilidad de que lo sucedido a abuelita me pudiese suceder a mí. Al pensarlo ardí de furia y vergüenza.
Se acercaban conversando con mucha seriedad, escudriñando luego a una de las muchachas que se ofrecían para trabajar y que tenía más o menos mi edad. ¿Y si seguían adelante en la fila? Si me elegían, ¿qué?
Luchaba conmigo misma. ¿Debía saltar de la plataforma y correr a mi casa? Me imaginé explicándole a abuelita. Ella comprendería. ¿Acaso el ir allí no había sido sugerencia mía, no de ella?
Entonces vi a Mellyora… refinada y lozana, vestida de color malva, con falda guarnecida y un jubón ajustado, que tenía bordes de encaje en el cuello y las mangas; medias blancas y zapatos negros con carreas, y su rubio cabello asomando bajo su papalina de paja.
En el momento en que la vi, ella me vio, y en ese instante no pude ocultar mi temor. Se me acercó rápidamente, con una expresión de pesar en la mirada, y se detuvo frente mismo a mí.
—¿Kerensa? —Pronunció mi nombre con suavidad.
Yo estaba furiosa porque ella me había visto humillada; y cómo podía no odiarla, allí de pie, pulcra, limpia, lozana, tan refinada… y libre.
—¿Te ofreces para trabajar?
—Así parece —respondí con ferocidad.
—Pero… no lo has hecho antes.
—Son tiempos difíciles —murmuré.
Los dos del Abbas se acercaban. El mayordomo ya tenía posados en mí sus ojos, que brillaban de manera ardiente y pensativa.
Una expresión de entusiasmo asomó al rostro de Mellyora, que contuvo el aliento y comenzó a hablar como si las palabras no le salieran con la rapidez suficiente.
—Kerensa, nosotros estamos buscando alguien. ¿Querrías ir al rectorado?
Fue como la suspensión de una sentencia. El sueño no se me estaba estropeando. No entraría en el Abbas Saint Larston por la puerta trasera. Tenía la sensación de que, si hacía eso, el sueño jamás se haría realidad.
—¡Al rectorado! —repetí tartamudeando—. ¿Entonces viniste aquí a emplear una criada?
Ella movió la cabeza ansiosamente, asintiendo.
—Sí, necesitamos… alguien. ¿Cuándo estarás lista para empezar?
Haggety, el mayordomo, que ya estaba cerca nuestro, dijo:
—Buenos días señorita Martin. —Buenos días.
—Me alegro de verla en la feria, señorita. La señora Rolt y yo vinimos a buscar dos o tres muchachas para la cocina. —Me miraba ahora con ojillos brillantes—. Esta parece aceptable —agregó—. ¿Cómo te llamas?
Alcé la cabeza con altanería.
—Llega usted demasiado tarde —dije—. Ya estoy contratada.
* * *
Ese día flotaba en el aire una sensación de irrealidad. Yo tenía la impresión de que esto no me estaba ocurriendo realmente, de que pronto despertaría y me encontraría en el talfat, soñando como siempre, o riendo con abuelita Be.
Verdaderamente caminaba junto a Mellyora Martin, que me había comprometido para trabajar en el rectorado… ella, una muchacha de mi misma edad.
El señor Haggety y la señora Rolt se habían mostrado tan sorprendidos, que callaron, boquiabiertos, cuando Mellyora se despidió con cortesía. Cuando nos alejamos nos miraban fijamente y oí a la señora Rolt murmurar:
—¡Pues qué me dice usted de eso!
Al mirar a Mellyora, sentí una vaga alarma; intuí que ella empezaba a arrepentirse de una acción apresurada. Estaba segura de que ella no había ido a la feria a contratar a nadie, que había obrado siguiendo un impulso para salvarme de ir a trabajar al Abbas, tal como había procurado salvarme de las burlas de los muchachos cuando me había encontrado en la pared.
—¿Está bien? —pregunté.
—¿Qué cosa?
—¿Que tú me contrates?
—Estará bien.
—Pero…
—Nos arreglaremos —replicó; era muy bonita cuando sonreía, y el desafiante centelleo de sus ojos la hacía más bonita todavía.
Muchos se volvían para mirarnos mientras pasábamos entre las multitudes, frente al del baratillo, que voceaba los méritos de sus mercancías, cómo una botella de esto o de aquello curaría todos los males del mundo; frente al ganso que se asaba y al puesto de obsequios. Presentábamos un gran contraste… ella tan rubia, yo tan morena; ella tan pulcra, y yo, aunque limpia, pues me había lavado el cabello y la bata corta el día anterior, tan mal vestida; ella con sus brillantes zapatos negros, yo descalza. Y a nadie se le ocurriría pensar que ella me había contratado.
Me condujo al linde del campo donde se hallaba instalada la feria, y allí estaban la jaca y el cochecito que, yo lo sabía, pertenecían al rectorado; en el asiento del conductor estaba esa institutriz de edad madura a quien yo había visto con frecuencia en compañía de Mellyora.
Cuando nos acercamos, ella se volvió diciendo:
—¡Dios me valga, Mellyora! ¿Qué significa esto? Como presumí que el "esto" era yo, alcé bruscamente la cabeza y fijé en la institutriz mi más altanera mirada.
—Oh, señorita Kellow, debo explicar… —comenzó a decir Mellyora con un temblor de turbación en la voz.
—En efecto —fue la respuesta—. Hazlo, por favor.
—Esta es Kerensa Carlee. Acabo de contratarla.
—¿Acabas de… qué?
Me volví hacia Mellyora con una mirada de reproche. Si ella había estado haciéndome perder el tiempo… si había estado jugando a quién sabe qué simulación… si aquello era acaso algún juego…
Sacudió de nuevo la cabeza. Otra vez ese inquietante hábito de leer mis pensamientos.
—Todo está bien, Kerensa —dijo—. Déjalo en mis manos.
Me hablaba como si fuese yo una amiga y no una muchacha empleada; habría podido estimar a Mellyora si tan sólo hubiera podido librarme de esa amarga envidia. La había imaginado necia, mansa, bastante obtusa. Sin embargo, no era así. En Mellyora había muchos bríos, como yo iba a comprobarlo.
Ahora era su turno de mostrarse altanera, cosa que logró muy bien.
—Sube, Kerensa. Señorita Kellow, le ruego que nos lleve a casa.
—Vamos, Mellyora…
Esta señorita Kellow era un verdadero dragón; conjeturé que tendría poco más de cuarenta años; sus labios eran apretados, vivaces sus ojos. Sentía una extraordinaria simpatía hacia ella porque, pese a su actitud de superioridad, sólo era, después de todo, una criada.
—Esto —replicó Mellyora, siempre como una joven dama arrogante— es una cuestión entre mi padre y yo.
Así recorrimos el camino hasta Saint Larston. Ninguna de nosotras habló mientras pasábamos frente a las cabañas y la herrería, y llegábamos a la iglesia gris, con su alta torre y el camposanto de lápidas que se caían. Atrás estaba el rectorado. Cuando la señorita Kellow detuvo el coche ante la puerta, Mellyora dijo:
—Ven conmigo, Kerensa.
Bajé junto con ella mientras la señorita Kellow conducía el coche a los establos. Yo pregunté:
—No tenías ningún derecho a emplearme, ¿verdad?
—Claro que tenía derecho —replicó ella—. Si no lo hubiese hecho, tú habrías ido al Abbas, y eso lo habrías odiado.
—¿Cómo lo supiste?
—Lo imaginé —sonrió ella.
—¿Cómo sabes que no voy a odiar esto?
—Por supuesto que no. Mi padre es el mejor hombre del mundo. Cualquiera sería feliz en esta casa. Aunque tengo que explicárselo. —Vaciló, indecisa en cuanto a qué hacer conmigo. Luego dijo—: Acompáñame.
Abrió la puerta y entramos en un gran salón, donde había un florero con narcisos y anémonas encima de un cofre de roble. En un rincón, un reloj de pared marcaba las horas, y frente a la puerta había una ancha escalinata.
Mellyora me hizo señas de que la siguiera y ambas subimos la escalera. En el rellano, ella abrió una puerta de un tirón, diciendo:
—Espera en mi dormitorio hasta que yo te llame. La puerta se cerró ante mí y quedé sola. Jamás había estado antes en una habitación como esa. En la ventana grande había suaves cortinas azules, y sobre el lecho un cubrecama azul. En el muro había cuadros, y lazos de amor en el empapelado celeste, Lo que más me llamó la atención, empero, fue la pequeña biblioteca que vi junto a la cama. ¡Los libros que Mellyora leía! Me hacían recordar el abismo que nos separaba, de modo que les di la espalda y miré por la ventana. Debajo de mí estaba el jardín del rectorado; más o menos medio acre, con césped y macizos de flores. Y trabajando en el jardín se encontraba el reverendo Charles Martin, el padre de Mellyora. En ese momento vi aparecer a Mellyora, que corrió derecho hacia él y se puso a hablar con seriedad. Yo observaba con atención, sabiendo que se discutía mi destino.
El reverendo Charles se mostraba sorprendido. Mellyora se mostraba enfática. Estaban discutiendo; ella le tomó una mano y siguió hablando con vehemencia. Mellyora imploraba por mí; me pregunté por qué se interesaba tanto.
Pude ver que ella estaba ganando; él no podía negar nada a su encantadora hija. Resignado, asintió con la cabeza y ambos echaron a andar hacia la casa. Pocos minutos después se abría la puerta y allí estaba Mellyora, con esa sonrisa de triunfo.
El reverendo Charles se acercó a mí y, con esa voz que utilizaba en el pulpito, dijo:
—Así que vienes a trabajar con nosotros, Kerensa. Espero que seas feliz aquí.