Los días que siguieron a nuestra fuga del Abbas aún me parecen como un sueño; la vida no cobró realidad hasta algunas semanas después, cuando regresé al Abbas como la señora Saint Larston, necesitada de toda mi fortaleza para combatir por el sitio que me proponía ocupar.
El día de nuestro regreso no tenía miedo; casi no quedaba lugar para otro sentimiento que el de victoria. Era Johnny quien tenía miedo; pronto aprendería que me había casado con un ser débil.
Durante aquel viaje de mañana temprano a Plymouth, había hecho mis planes. Estaba decidida a no regresar al Abbas hasta que fuese la señora Saint Larston, y estaba decidida a regresar al Abbas. No tenía por qué preocuparme. Johnny no intentó eludir su promesa; a decir verdad, parecía ansiar tanto como yo la ceremonia, y hasta estuvo dispuesto a mantener la distancia hasta que ésta concluyó; entonces tuvimos algunos días de luna de miel en un hotel de Plymouth.
La luna de miel con Johnny fue una experiencia que no me agrada particularmente rememorar, ni siquiera ahora. Nuestra sociedad lo era solamente de los sentidos. Yo no tenía verdadero amor por él, ni él por mí. Quizá tuviese una renuente admiración por mi tenacidad; hubo momentos en que me convencí de que le alegraba mi fortaleza; pero la nuestra era una relación física que, durante esas primeras semanas, fue lo bastante satisfactoria como para que no examinásemos con demasiada atención la situación en la que nos habíamos colocado.
Para mí, ésta era la culminación de mi sueño más acariciado; y de esos sueños había surgido otro nuevo, más ambicioso: anhelaba apasionadamente un hijo, ¡mi cuerpo entero clamaba por un hijo! Un varón que sería el heredero de Saint Larston… mi hijo, un baronet. Durante esos días y noches en el hotel de Plymouth, cuando para Johnny y yo no parecía haber sentido en la vida, fuera de nuestra pasión, fui alocada y risueñamente feliz porque intuía un creciente poder en mi interior. Podía hacer realidad mis sueños. Estaba resuelta a concebir sin demora; no podía esperar más para tener a mi hijo en los brazos—. No hablé de esto a Johnny; él, al percibir mi necesidad, que igualaba a la suya por mí, interpretó de modo totalmente erróneo mi pasión; pero ésta encendía la suya, y él me repetía con frecuencia el placer que yo le causaba.
—No lamento nada… nada… —exclamaba y reía, recordándome mi indiferencia hacia él—. Eres una bruja, Kerensa —me decía—. Siempre creí que lo eras. Esa abuela tuya lo es y tú eres igual. Estuviste siempre tan loca por mí como yo por ti, aunque me tratabas como si me aborrecieses. ¿Qué me dices ahora de ese clérigo, eh?
—No estés demasiado seguro de ti mismo, Johnny —le advertí.
Y él se reía de mí, me hacía el amor, y yo nunca me resistía, diciéndome: "Tal vez mi hijo sea concebido ahora."
Johnny podía abandonarse al momento sin pensar en el futuro; más tarde comprendí que esa característica era la fuente de todos sus problemas. Durante aquellas semanas en Plymouth fuimos la pareja de recién casados que gozaban de su mutua posesión; él ni siquiera pensó en nuestro regreso hasta que partimos rumbo al Abbas.
Johnny había escrito a su hermano anunciándole que volvíamos y pidiendo que se enviara a Polore a la estación para recibirnos.
Jamás olvidaré cuando bajamos del tren. Yo llevaba puesto un traje para viajar, de tela verde con cordoncillo negro; mi toca era también verde con cintas negras. Johnny me había comprado esas ropas, y afirmaba que con las prendas adecuadas, que él pensaba proporcionarme, eclipsaría a Judith.
Johnny parecía odiar a su familia, pero tengo entendido que se debía a que en esa época les temía. Odiar lo que temía era típico de Johnny. A veces solía aludir a nuestra relación de un modo que me desconcertaba. Me decía que yo lo había obligado a dar ese paso, pero que él no creía que lo fuese a lamentar después de todo. Nosotros nos comprendíamos. Nos daríamos mutuo apoyo, y ¿acaso no habíamos aprendido que nos necesitábamos?
Polore nos recibió en actitud reticente. Después de todo, ¿qué se le decía a una mujer que se había sentado a la mesa de los criados y que de pronto se convertía en una de las señoras de la casa? Polore estaba totalmente perplejo.
—Buenos días, señor Johnny. Buenos días… ejem… señora.
—Buenos días, Polore —repuse, estableciendo el tono—. Espero que todo esté bien en el Abbas.
Polore me lanzó una mirada de reojo. Me lo imaginaba repitiendo el incidente esa noche, durante la cena; me parecía oír el "Dios me valga" de la señora Rolt, y a la señora Salt: "Nunca me sorprendí tanto, querida mía, desde esa noche en que aquel llegó a casa de tan mal humor…"
Pero ya no me preocupaban las habladurías en la mesa de los sirvientes.
Poco después llegábamos al Abbas, cuyo aspecto era más maravilloso que nunca porque ahora yo tenía una parte en él.
Cuando detuvo el coche frente al pórtico, Polore nos dijo que la anciana Lady Saint Larston había ordenado que fuésemos conducidos a su presencia tan pronto como llegáramos.
Johnny estaba un poco tenso, pero yo mantuve la cabeza erguida. No tenía miedo; ahora era la señora de Saint Larston.
Sir Justin y Judith, que estaban con ella, nos miraron atónitos cuando entramos.
—Ven aquí, Johnny —dijo Lady Saint Larston. Cuando Johnny cruzó el recinto hacia el sillón que ella ocupaba, lo acompañé.
Lady Saint Larston temblaba de indignación. Pude imaginarme cómo se había sentido al enterarse de la noticia. No me miró, pero yo advertí que tuvo que esforzarse mucho para no hacerlo. En mis nuevas ropas, me sentía lista para hacerles frente a todos.
—Después de todas las molestias que has causado —prosiguió con voz que temblaba—, y ahora… esto. Sólo puedo alegrarme de que tu padre no esté aquí para ver este día.
—Madre, yo… —comenzó Johnny, pero ella alzó una mano para hacerlo callar.
—Nunca en mi vida un miembro de la familia deshonró tanto el nombre de Saint Larston.
Entonces intervine:
—No hay ninguna deshonra, Lady Saint Larston. Estamos casados. Puedo demostrárselo.
—Tenía la esperanza de que fuese otra de tus correrías, Johnny —continuó ella sin hacerme caso—. Esto es peor de lo que yo preveía.
Sir Justin, que se había puesto junto al sillón de su madre le puso una mano en el hombro mientras decía con calma:
—Madre, lo hecho, hecho está. Saquemos de ello el mejor partido posible. Kerensa, te doy la bienvenida en la familia.
En su rostro no había ninguna bienvenida; era evidente que ese matrimonio le horrorizaba tanto cómo a su madre. Pero Justin era un hombre que siempre escogería el camino pacífico. Casándose con una criada en la casa de su madre, Johnny había ocasionado un escándalo, pero la mejor manera de mitigar ese escándalo era simular que no existía. Yo casi prefería la actitud de Lady Saint Larston.
Judith acudió en apoyo de su marido:
—Tienes razón, querido. Ahora Kerensa es una Saint Larston.
Su sonrisa era más cálida. Lo único que quería de los Saint Larston era la atención de Justin, total e íntegra.
—Gracias —repliqué—. Estamos algo cansados después de nuestro viaje. Quisiera lavarme, los trenes son tan sucios. Y además, Johnny, quisiera un poco de té.
Todos me miraban asombrados; creo que logré la renuente admiración de Lady Saint Larston quien, aunque estaba furiosa con Johnny por haberse casado conmigo, no podía evitar el admirarme por obligarlo a ello.
—Hay muchas cosas que deberé decirte —agregó Lady Saint Larston, mirando a Johnny.
—Más tarde podemos hablar —intercalé; luego sonreí a mi suegra—. Nos hace falta ese té.
Entrelacé mi brazo con el de Johnny, y gracias al asombro de todos tuve tiempo de arrastrarlo fuera de aquel recinto antes de que ellos tuviesen tiempo para responder.
Fuimos al cuarto de Johnny, donde hice sonar la campana.
Johnny me miraba con la misma expresión que yo había visto en las caras de todos sus familiares, pero antes de que tuviese tiempo de hacer ningún comentario, había llegado la señora Rolt. Colegí que no había estado lejos durante esa entrevista con la familia.
—Buen día, señora Rolt —dije—. Quisiéramos que se nos traiga té de inmediato.
Me miró por un segundo, boquiabierta; luego respondió:
—Ejem… sí… señora.
Pude imaginarme su regreso a la cocina, donde la estarían esperando.
Johnny se apoyó en la puerta; luego estalló en risas.
—¡Una bruja! —exclamaba—. Me casé con una bruja.
* * *
Ansiaba ver a abuelita, pero mi primera entrevista fue con Mellyora.
Me dirigí a su cuarto; me estaba esperando, pero cuando abrí la puerta, se limitó a mirarme con algo cercano al horror en los ojos.
—¡Kerensa! —exclamó.
—Señora de Saint Larston —le hice recordar, riendo.
—¡Realmente te has casado con Johnny!
—Tengo el acta de matrimonio, si quieres verla —repuse tendiendo la mano izquierda donde era evidente el cintillo de oro sin adornos.
—¡Cómo pudiste!
—¿Tan difícil es de entender? Esto lo cambia todo. No más "Carlee, haz esto, haz aquello". Soy la cuñada de mi antigua ama. Soy la nuera de su señoría. Piénsalo. La pobrecita Kerensa Carlee, la muchacha de las cabañas. La señora Saint Larston, si me permites.
—A veces me asustas, Kerensa.
—¿Yo te asusto? —dije, mirándola de lleno a la cara—. No tienes motivo para temer por mí. Yo sé cuidarme sola.
Se ruborizó, pues sabía que yo estaba sugiriendo que tal vez ella no. Luego apretó los labios y dijo:
—Así parece. Y ahora ya no eres doncella de compañía. Oh, Kerensa, ¿valía la pena?
—Eso queda por verse, ¿no es verdad?
—No comprendo.
—No, ya me doy cuenta.
—Pero yo creí que lo odiabas.
—Ya no le odio.
—¿Porque te ofreció una posición que tú podías aceptar?
En su voz había un tonillo sarcástico que me ofendió.
—Al menos él estaba libre para casarse conmigo —dije.
Salí del cuarto con impaciencia, pero al cabo de unos minutos regresé. Había sorprendido a Mellyora con la guardia baja; la encontré tendida en su cama, con el rostro hundido en las almohadas. Me dejé caer a su lado. No soportaba que no fuésemos amigas.
—Es igual que antes —dije.
—No… es muy distinto.
—Las posiciones se han invertido, nada más. Cuando yo estaba en el rectorado, tú me protegías. Bueno, ahora me tocará el turno de protegerte.
—Nada bueno saldrá de esto.
—Espera y verás.
—Si amases a Johnny…
—Hay toda clase de amor, Mellyora. Hay amor… sagrado y profano.
—Kerensa, tu tono es tan… impertinente.
—Con frecuencia es bueno serlo.
—No puedo creerte. ¿Qué te ha sucedido, Kerensa?
—¿Qué nos ha sucedido a las dos? —pregunté.
Entonces nos quedamos inmóviles, tendidas en la cama, preguntándonos ambas cuál sería el desenlace del amor de ella por Justin.
Impaciente por ver a abuelita, ordené a Polore que me condujese a la cabaña al día siguiente. Cómo disfruté al bajar ataviada con mi vestido verde y negro. Indiqué a Polore que volviese en mi busca una hora más tarde.
Abuelita miró mi cara ansiosamente.
—¿Y bien, querida mía? —fue todo lo que dijo.
—Señora de Saint Larston ahora, abuelita.
—Así que conseguiste lo que querías, ¿eh?
—Es un comienzo.
—¿Aja? —dijo, abriendo mucho los ojos, pero no me pidió que le explicase. En cambio, tomándome por los hombros, me miró a la cara—. Se te ve feliz —dijo por fin.
Entonces me arrojé en sus brazos y la abracé. Cuando la solté, ella se apartó; comprendí que no quería que viese las lágrimas en sus ojos. Me quité el sombrero y el abrigo, subí al talfat, me acosté allí y le hablé mientras ella fumaba su pipa.
Estaba distinta, a veces tan absorta en sus propios pensamientos que me parecía que no oía todo lo que yo le decía. No me importaba. Tan sólo quería abrir mi corazón y hablar como no podía hablar con nadie más.
Pronto tendría un hijo, de ello estaba segura. Quería un varón… que sería un Saint Larston.
—Y abuelita, si Justin no tiene hijos, el mío heredará el Abbas. Será un Sir, abuelita. ¿Qué te parece? Tu biznieto, Sir Justin Saint Larston.
Ella observaba con fijeza el humo de su pipa. Por último dijo:,
—Para ti siempre habrá una nueva meta, preciosa. Tal vez así haya que vivir la vida. Tal vez el modo en que han resultado las cosas sea para mejor. ¿Y amas a este marido tuyo?
—¿Amar, abuelita? Él me ha dado lo que yo quería.
De él obtendré lo que ahora quiero. Recuerdo que no pudo haber sido… sin Johnny.
—Y crees que eso es un sustituto del amor, Kerensa.
—Estoy enamorada, abuelita.
—¿De tu esposo, niña?
—Enamorada del presente, abuelita. ¿Qué más se puede pedir?
—No, ¿acaso podríamos pedir más que eso? Y ¿quiénes somos nosotros para poner en tela de juicio los medios, cuando los fines nos dan todo lo que podríamos anhelar? Moriría feliz, Kerensa, si tú pudieras seguir tal como estás en este momento.
—No hables de morir —le pedí, y ella se rió de mí.
—Yo no, linda mía. Esa fue una orden de quien da órdenes ahora.
Entonces ambas reímos como sólo nosotras podíamos reír juntas; y me pareció verla menos inquieta que a mi llegada.
* * *
¡Cómo gocé de mi nueva situación! No experimentaba ninguna turbación. Tantas veces, en la imaginación, me había preparado para ese papel, que ahora lo tenía perfectamente ensayado y podía desempeñarlo a la perfección. Me divertía y divertía a Johnny imitando el tipo de conversación que, lo sabía, tendría lugar entonces en la cocina. Podía dar órdenes con tanta calma como la anciana Lady Saint Larston, y con mucha más que Judith. Judith y yo éramos realmente amigas. A veces yo le peinaba el cabello porque ahora ella no tenía doncella de compañía, pero le daba a entender claramente que éste era un gesto fraternal. Creo que la circunstancia de que me hubiese casado con Johnny la complacía, porque no podía contenerse de creer que cada mujer andaba detrás de Justin. Tenerme en pareja con Johnny era, por consiguiente, un alivio; aunque si hubiera sido Mellyora quien había escapado con Johnny, Judith habría quedado realmente encantada.
Era propensa a sosegarse conmigo, y yo estaba segura de que pronto me haría confidencias.
Con la aquiescencia de Judith, yo había ordenado que se preparase otra serie de aposentos para Johnny y para mí, y había hecho trasladar muebles a nuestras habitaciones desde otras partes de la casa. Los sirvientes murmuraban a mi espalda, pero para esto ya estaba preparada. Sabía que la anciana Lady Saint Larston hablaba de advenedizas y de la tragedia del casamiento de Johnny, pero ella no me importaba nada. Era vieja y pronto tendría poca entidad. Yo miraba al futuro.
Aguardaba el momento, esperando ansiosamente los primeros signos de preñez. Estaba segura de que pronto tendría un hijo; y cuando pudiera anunciar que esperaba un hijo, mi situación en aquella casa cambiaría. La anciana Lady Saint Larston anhelaba un nieto más que cualquier otra cosa, y desesperaba de que Judith le diese uno.
Un día partí a caballo hacia la casa del veterinario, a visitar a mi hermano. Quería hablarle, pues había hecho prometer a Johnny que mi hermano se prepararía como médico y casi no podía esperar para transmitir a Joe la buena noticia.
La casa del señor Pollent, que antes me había parecido tan majestuosa, ahora tenía un aspecto modesto; pero era una morada cómoda, situada lejos del camino en un vasto terreno, ocupado principalmente por establos, perreras y dependencias exteriores. En las ventanas colgaban limpias cortinas de algodón, que vi moverse cuando bajé del caballo, lo cual me indicó que se observaba mi llegada.
Una de las hijas de Pollent acudió a saludarme en la sala.
—Oh, entre en la sala, por favor —exclamó. Tuve la certeza de que se había puesto apresuradamente un vestido limpio de muselina para recibirme.
—Vine a ver a Joe —dije.
—Oh, sí, señora Saint Larston. Iré a decírselo. Discúlpeme usted un minuto o dos.
Le sonreí con benevolencia mientras ella salía. Conjeturé que la historia de mi casamiento había sido el tema principal en toda la campiña, y que Joe se había vuelto más importante debido a su conexión conmigo. Quedé satisfecha (siempre me complacía cuando podía llevar honra a mi familia).
Estaba observando la plata y la porcelana en el aparador del rincón, y al calcular su valor, diciéndome que los Pollent eran, si no ricos, gente acomodada, cuando volvió la señorita Pollent para decirme que Joe le había pedido llevarme adonde él estaba trabajando, pues se hallaba ocupado.
Quedé un tanto desanimada por este indicio de que Joe no me respetaba tanto como los Pollent, pero lo disimulé y me dejé conducir a un recinto donde lo encontré de pie junto a un banco, mezclando un líquido en una botella. Su placer fue auténtico cuando me acerqué y le besé. Sosteniendo en alto la botella para mostrármela, explicó:
—Es una nueva mixtura. El señor Pollent y yo creemos haber obtenido algo que nunca se usó antes aquí.
—¿De veras? —repuse—. Tengo novedades para ti Joe.
—Oh, sí, ahora eres la señora Saint Larston —rió el—. Todos nos enteramos de que te escapaste a Plymouth con el señor Johnny.
Arrugué el entrecejo. Tendría que aprender a expresarse como un caballero.
—Válgame, ¡cuánto alboroto! —prosiguió Joe—. Tú y el señor Saint Larston y Hetty Pengaster, todos yéndose el mismo día.
—¡Hetty Pengaster! —me sobresalté.
—¿No lo sabías? También ella se marchó. Un verdadero escándalo, te lo digo yo. Los Pengaster estaban de veras furiosos, y Saul Cundy con ganas de matar a alguien. Pero… así son las cosas. Doll deducía que Hetty se habría ido hasta el mismísimo Londres. Siempre dijo que era allí donde quería ir.
Guardé silencio momentáneamente, olvidando la importancia de mi misión con Joe. ¡Hetty Pengaster! Qué raro que hubiese decidido abandonar su hogar el mismo día en que habíamos partido. Johnny y yo.
—Así que se fue a Londres —dije.
—Pues nadie lo sabe todavía, pero eso es lo que dicen todos. En verano estuvo aquí un joven que venía de Londres, y Doll dice que era amigo de Hetty. Doll deduce que lo planearon estando él aquí… aunque Hetty no se lo dijo con exactitud.
Miré a Joe y su contento con la vida me irritó.
—Tengo maravillosas noticias para ti, Joe —le dije. Me miró, entonces continué—: Todo es diferente ahora. No hace falta que sigas estando en esta humilde situación.
Joe arrugó las cejas con necia expresión.
—Siempre me propuse hacer algo por ti, Joe, y ahora estoy en situación de hacerlo. Puedo ayudarte a que llegues a ser médico. Puedes decírselo al señor Pollent esta noche. Habrá mucho que estudiar, y mañana iré a pedir consejo al doctor Hilliard. Luego…
—No sé de qué estás hablando, Kerensa —dijo mientras el rubor le cubría lentamente la cara.
—Ahora soy una Saint Larston, Joe. ¿Sabes lo que eso significa?
Joe dejó la botella que sostenía y fue cojeando hasta un estante; allí tomó un frasco que contenía cierto líquido y se puso a sacudirlo distraídamente. Me emocioné mirándolo, pensando en la noche en que Kim y yo lo habíamos rescatado de una trampa y sentí un gran anhelo por Kim.
—No entiendo qué importancia tiene eso para mí —respondió—. Y me quedaré aquí con el señor Pollent. Aquí es donde me corresponde estar.
—¿Veterinario? ¡Cuándo podrías ser médico!
—Aquí es donde me corresponde estar —repitió.
—Pero te educarás, Joe. Podrías ser médico…
—No podría serlo. Soy veterinario y.es aquí donde…
—¡Donde te corresponde estar! —terminé con impaciencia—. Oh, Joe, ¿acaso no quieres progresar?
Clavó en mí una mirada más fría que nunca.
—Quiero que se me deje tranquilo, eso quiero —dijo.
—Pero, Joe…
Cojeando se me acercó, y cuando estuvo cerca dijo:
—Lo malo contigo, Kerensa, es que quieres ser igual que Dios. Quieres obligarnos a los demás a bailar con tu música. Pues yo no lo haré, ¿entiendes? Estoy aquí con el señor Pollent, y es aquí donde me corresponde estar.
—Eres un imbécil, Joe Carlee —le dije.
—Esa es tu opinión, pero si soy un imbécil, pues un imbécil me gusta ser.
Me enfurecí. Aquel era el primer obstáculo verdadero que encontraba. Yo había sabido tan bien lo que quería… La señora Saint Larston, del Abbas; su hijo, heredero al título; su hermano, el médico local; su abuela instalada en… la Casa Dower, digamos. Yo quería que cada detalle del sueño se hiciese realidad.
Y Joe, que siempre había sido tan dócil, se me oponía.
Me aparté colérica, y cuando abrí bruscamente la puerta casi me caí encima de una de las hijas de Pollent, que evidentemente había estado escuchando por el ojo de la cerradura. No le hice caso; ella entró corriendo en la habitación. La oí decir:
—Oh, Joe, no te irás, ¿verdad? Esperé; Joe replicó:
—No, Essie. Sabes que jamás me iría. Es aquí, contigo y mi trabajo, donde me corresponde estar. Entonces me alejé de prisa, disgustada.
* * *
Hacía dos meses que estaba casada y tenía la certeza de que iba a tener un hijo.
La primera vez que sospeché esto no se lo dije a nadie, salvo a abuelita; no lo anuncié hasta estar segura.
Mi triunfo superó mis expectativas.
En el Abbas, la primera persona a quien quería decírselo era mi suegra. Fui a su cuarto y llamé a la puerta. Estaba sola y no muy complacida de que se la molestara.
—No estoy libre para verte ahora —dijo. Hasta ese momento, jamás se había dirigido a mí por mi nombre.
—Quería que fuese usted la primera en escuchar mis novedades —repuse con calma—. Si no desea usted hacerlo, poco me importa que sea usted mantenida en la ignorancia.
—¿A qué novedad te refieres? —inquirió.
—¿Puedo sentarme? —pregunté a mi vez. Ella asintió con la cabeza sin mucha benevolencia—. Voy a tener un hijo —dije.
Ella bajó los ojos, pero no antes de que yo viese en ellos la excitación.
—Sin duda, el matrimonio fue necesario por esta razón.
Me puse de pie.
—Si se propone insultarme,, preferiría irme cuando le haya dicho que su presunción es incorrecta. El nacimiento de mi hijo lo demostrará, y supongo que necesitará usted pruebas antes de creerme. Lamento haber creído que era correcto decírselo antes a usted. Fue una estupidez de mi parte.
Salí del cuarto con arrogancia; al cerrar la puerta me pareció oírla susurrar:
—Kerensa…
Me dirigí a las habitaciones que compartía con Johnny. Iría a ver a abuelita, en cuya compañía podría aliviar mi vanidad herida. Pero mientras me ponía mi abrigo, alguien llamó a la puerta. Allí estaba la señora Rolt.
—Dice su señoría que le complacería si va usted a verla… señora.
—Iba a salir —respondí. Vacilé; luego me encogí de hombros—. Muy bien. Iré cuando baje. Gracias, señora Rolt…
Conociendo tan bien a la señora Rolt, me parecía ver las palabras que temblaban en sus labios: " ¡Vaya ínfulas! Como si hubiese nacido en esta situación."
Abrí la puerta de la sala de recibo de Lady Saint Larston y allí me quedé esperando.
—Entra, Kerensa —dijo ella con voz cálida.
Me le acerqué y me quedé esperando.
—Siéntate, por favor.
Me senté en el borde de una silla, demostrándole con mi actitud que su aprobación nada significaba para mí.
—Esta noticia me complace —prosiguió.
No pude ocultar la satisfacción que me inundó.
—Es lo que quiero… más que nada en el mundo —repuse—. Quiero un hijo.
En ese momento, nuestra relación cambió. Ella deploraba mi matrimonio, pero yo era joven y fuerte; era inclusive presentable y solamente las gentes de los alrededores (los de menor categoría) tenían por qué saber de dónde provenía yo. Hacía dos meses que estaba casada y ya había concebido un hijo… un nieto para ella. Y mientras tanto no había habido nada de parte de Judith. La anciana Lady Saint Larston era una mujer que había tenido en la vida casi todo lo que quería. Debió de haberse adaptado rápidamente a la intemperancia de su esposo. Tal vez aceptaba eso como parte de las necesidades de un caballero, y mientras el poder de su esposa en la casa siguiera siendo absoluto, ella estaba satisfecha. No lograba imaginarme cómo habría sido su vida matrimonial, pero sí sabía que yo compartía alguna cualidad suya, algún amor por el poder, el deseo de dirigir su propia vida y la de quienes la rodeaban; y como cada una reconocía esto en la otra, éramos esencialmente aliadas.
—Esto me alegra —declaró—. Debes cuidarte mucho, Kerensa.
—Pienso hacer todo lo necesario para garantizar que tendré un varón saludable.
—No estemos demasiado seguras de que será un varón —rió ella—. Si es una niña, le daremos la bienvenida. Eres joven… Habrá varones.
—Anhelo un varón —dije con fervor.
—Esperemos que lo sea —asintió ella—. Mañana yo misma te mostraré los cuartos infantiles. Hace mucho que no hay niños pequeños en el Abbas… Pero hoy estoy un poco cansada y me gustaría mostrártelos en persona.
—Mañana, entonces —respondí.
Nuestras miradas se cruzaron. Aquel era un triunfo. Esta orgullosa anciana que poco tiempo atrás deploraba el casamiento de Johnny, se estaba reconciliando ahora rápidamente con una nuera en la que reconocía a un espíritu afín.
¡Un hijo para Saint Larston! Era lo que ambas deseábamos más que cualquier otra cosa en el mundo, y estaba en mi poder dárselo a ella… más aún; ese poder parecía ser sólo mío.
Cuando una mujer queda embarazada, conlleva un cambio. Con frecuencia no hay para ella otra cosa que el niño, del cual ella es consciente a medida que pasan las semanas, creciendo constantemente en su interior. Intuye los cambios en el niño, el desarrollo de ese cuerpecito.
Yo vivía para el día en que nacería mi hijo.
Me volví serena, satisfecha; mi actitud era más dulce; el doctor Hilliard venía a menudo a verme y solía encontrarme con Mellyora en la rosaleda; cosiendo alguna pequeña prenda de vestir, pues pedí que ella me ayudase con el ajuar infantil.
Lady Saint Larston no me ponía ningún obstáculo. No se me debía contrariar. Si yo quería a Mellyora, debía tenerla. Se me debía mimar y consentir. Yo era la persona más importante en toda la casa.
A veces la situación me resultaba tan cómica, que una risa silenciosa me dominaba. Era feliz. Me decía que jamás en mi vida lo había sido tanto.
¿Johnny? No me interesaba nada. Su actitud había cambiado también, pues por primera vez en su vida parecía tener la aprobación de su familia. Había engendrado un hijo… algo que Justin no había logrado hacer.
Cuando estábamos solos, juntos, él solía burlarse de Justin.
—Tan perfecto que ha sido siempre. Toda mi vida he sufrido por culpa de Justin. Es irritante tener un santo como hermano. ¡Pero hay algo que evidentemente los pecadores saben hacer mejor que los santos! —rió abrazándome. Yo lo aparté de un empujón, diciéndole que tuviese cuidado con el niño.
Johnny Se estiró en nuestro lecho, con la cabeza apoyada en los brazos, observándome.
—Nunca dejas de asombrarme —declaró—. Nada me convencerá de que no me he casado con una bruja.
—Recuérdalo —le advertí—. No la ofendas o podría hechizarte.
—Eso ya lo ha hecho. A mí… y a toda la familia, incluyendo nuestra querida mamá. Kerensa, grandísima bruja, ¿cómo conseguiste eso?
Palmeando mi cuerpo hinchado, respondí:
—Con mi habilidad para dar a luz un hijo sin demora.
—Dime una cosa, ¿cabalgas en una escoba y practicas ritos de fertilidad con tu abuela?
—No te ocupes de lo que yo hago —le contesté—. Lo importante es el resultado.
Se incorporó de un salto y me besó. Yo lo aparté; Johnny ya no me interesaba.
* * *
Sentada bajo los árboles, cosía junto a Mellyora.
Qué linda estaba con la cabeza levemente inclinada, observando el ordenado avance de su aguja. Con mis pensamientos me trasladé a esos días en que la había espiado en el jardín del rectorado, junto con la señorita Kellow. ¡Cómo se habían invertido nuestras situaciones! Recordé también lo que le debía.
Querida Mellyora, a quien estaría agradecida durante el resto de mi vida.
Deseé que ella pudiera ser tan feliz como lo era yo. Pero al mismo tiempo que pensaba esto, sentí que el miedo me apretaba el corazón. Para Mellyora, la felicidad significaría casarse con Justin. Pero ¿cómo podía ella casarse con Justin, cuando éste ya tenía esposa? Sólo si moría Judith podría Mellyora casarse con Justin; y en tal caso, si tenían hijos… hijos varones… ¡los hijos de ella tendrían prioridad sobre los míos!
Mi hijo sería el señor Saint Larston; el de Mellyora, Sir Justin.
Era inimaginable… Pero no había motivos de ansiedad. Mellyora jamás podría casarse con Justin, y algún instinto me decía que Judith era una mujer estéril.
* * *
Anhelaba que pasara el tiempo; sólo podría estar satisfecha cuando sostuviera a mi hijo en los brazos. A veces me dominaba el temor de que fuera una niña. Debía haberme encantado tener una hija, una niña para quien yo pudiese hacer planes, quizá como abuelita los había hecho pata mí; pero mi sueño no estaría completo hasta que yo tuviera un hijo. Mi hijo, el mío, sería dueño del Abbas; yo se lo habría dado y todas las generaciones futuras tendrían en sí mi sangre.
Por eso yo debía tener un hijo varón.
Abuelita, que era sabia en tales cuestiones, creía que lo tendría; me dijo que así lo indicaba el modo en que yo llevaba al niño. Al pasar los meses ella estaba cada vez más segura, y así aumentaba mi felicidad.
Casi no advertía lo que pasaba a mí alrededor; no se me ocurría pensar que mi buena suerte debía tener su efecto sobre alguien tan cercano a mí como Mellyora. Ni siquiera cuando dijo: "¡Quién habría creído que podía haberte ocurrido todo esto cuando te pusiste en la plataforma de contratación, en Trelinket!", entendí que pensaba: Si esto puede ocurrirte a ti, ¿por qué no va a cambiar milagrosamente mi vida?
Pero durante aquellos meses de la gestación de mi hijo, el amor que había sido concebido por Justin y Mellyora crecía también. La misma inocencia de ambos lo hacía más evidente aún, y nadie lo percibía mejor que Judith.
Esta no había empleado ninguna doncella de compañía después de mi matrimonio. Doll cumplía ciertas tareas para ella, y yo iba con frecuencia a peinarla para alguna celebración especial. Un día, cuando ella y Justin debían cenar con los Hemphill, fui a su cuarto a peinarla, como había prometido.
Golpeé la puerta suavemente pero, como no hubo respuesta, abrí la puerta y llamé:
—¿Estás ahí, Judith?
No hubo respuesta; después la vi: yacía sobre la cama, de espaldas, con la cara vuelta hacia el cielo raso. —Judith —dije.
Siguió sin responder; por uno o dos segundos creí que estaba muerta y lo primero que se me ocurrió pensar fue: "Ahora Justin estará libre para casarse con Mellyora. Tendrán un hijo y él tendrá preferencia sobre el mío."
Ahora yo también tenía una obsesión: mi hijo.
Me acerqué a la cama y entonces oí un fuerte suspiro. Vi que tenía los ojos abiertos.
—Judith —repetí—. Recuerda que prometí venir a peinarte.
Lanzó un gruñido; me acerqué y al inclinarme sobre ella, vi que tenía las mejillas húmedas. —Oh… Kerensa —murmuró.
—¿Qué ha sucedido?
Sacudió la cabeza. Insistí:
—Estás llorando.
—¿Y por qué no?
—¿Ocurre algo malo?
—Siempre ocurre algo malo.
—Judith, dime qué ha sucedido.
—Él no me quiere —murmuró ella en un confuso susurro. Me di cuenta de que casi rio percibía mi presencia; ha— biaba consigo misma—. Ha sido peor desde que llegó ella. ¿Acaso él cree que no veo? Está claro, ¿verdad? Claman el uno por el otro. Serían amantes… si no fuesen tan buenas personas. Cómo aborrezco a las buenas personas, y sin embargo… si fuesen amantes yo la mataría. Sí, la mataría.
De algún modo lo haría. Ella es tan sumisa y apacible, ¿verdad? Una damita tan tranquila e inofensiva. Tan digna de compasión. Ha tenido mala suerte. Muere su padre y, pobre muchacha, tuvo que salir al mundo cruel y ganarse la vida. ¡Pobre Mellyora! ¡Qué existencia difícil! Qué necesidad de ser protegida. Yo la protegería.
—Calla, Judith. Alguien te oirá —dije.
—¿Quién está allí? —preguntó ella.
—Soy sólo Kerensa… que he venido a peinarte como lo prometí. ¿Lo has olvidado?
—Kerensa —rió ella—. La doncella de compañía que ahora nos dará al heredero. Eso es algo más contra mí, ¿no te das cuenta? Hasta Kerensa, la muchacha de las cabañas, puede dar un heredero a Saint Larston, mientras que yo soy una mujer estéril, estéril. ¡La higuera infecunda! Eso es Judith. No se habla más que de la querida Kerensa. Debemos cuidar a Kerensa. ¿Está Kerensa en una corriente de aire? Recuerden su estado. Es gracioso, ¿no lo ves? Pocos meses atrás era Carlee… apenas tolerada aquí. Y ahora es sagrada, la futura madre del santificado heredero de Saint Larston.
—Judith, ¿qué ocurre? —pregunté con severidad—. ¿Qué ha pasado?
Y cuando me incliné sobre ella lo supe, pues sentí olor a licor en su aliento.
¡Judith… embriagada, tratando de olvidar su desdicha con la botella de whisky!
—Has estado bebiendo, Judith —le reproché.
—¿Y qué si lo hice? —Es una necedad.
—¿Y quién eres tú, dime?
—Tu cuñada Kerensa, tu amiga.
—¡Mi amiga! Tú eres amiga de ella. Ninguna amiga de ella es amiga mía. ¡Kerensa, la madre santificada! Todo ha sido peor desde que te casaste con Johnny.
—¿Has olvidado que van a cenar con los Hemphill… tú y Justin?
—Que la lleve a ella. Lo preferiría.
—Te estás portando como una tonta. Pediré un poco de café solo. Trata de reaccionar, Judith. Irás a casa de los Hemphill con Justin. Llegará dentro de una hora y si te ve así, se disgustará.
—Ya está disgustado.
—Pues no lo disgustes todavía más.
—Le disgusta mi amor por él. Es un hombre frío, Kerensa. ¿Por qué amo a un hombre frío?
—No sé decirte eso, pero si quieres que se aleje de ti, estás aplicando el método adecuado.
Me aferró el brazo diciendo:
—Oh, Kerensa, que no se aleje de mí… que no se aleje.
Comenzó a llorar en silencio y le dije:
—Te ayudaré. Pero debes hacer lo que yo te diga. Pediré café para mí y te lo traeré. No conviene que los criados te vean en este estado. Ya murmuran demasiado. Pronto volveré; entonces te tendré lista para el momento en que partan rumbo a la casa de los Hemphill.
—Detesto a los Hemphill… son unos imbéciles.
—Entonces deberás fingir que te agradan. Es el modo de complacer a Justin.
—Sólo hay un modo de complacerlo. Si yo pudiera tener un hijo, Kerensa… si tan sólo yo pudiera tener un hijo.
—Tal vez lo tengas —dije, esperando con todo mi ser que jamás sucediera.
—Es un hombre tan frío, Kerensa.
—Pues tú debes darle calor. No lo conseguirás emborrachándote, eso puedo asegurártelo. Ahora, acuéstate hasta que yo vuelva.
Asintió con la cabeza al responder:
—Tú eres mi amiga, Kerensa. Aseguraste que lo eras.
Fui a mi cuarto y cuando hice sonar la campana, acudió Doll.
—Por favor, Doll, tráeme un poco de café. Rápido —ordené.
—¿Café… ejem, señora?
—Dije café, Doll. Tengo ganas de beberlo.
Entonces se marchó, y los imaginé discutiendo mis caprichos en la cocina. Bueno, era lógico que una mujer embarazada tuviese caprichos.
Volvió trayéndolo y lo dejó en mi cuarto. Cuando se marchó, yo me apresuré a llevárselo a Judith. Lamentablemente, cuando entré apareció de pronto en el corredor la señora Rolt.
Si sospecharon entonces para qué fin quería yo el café, ya sabían que Judith bebía. Era muy probable que lo sospechasen, pues ¿cómo podía Judith sacar whisky de las provisiones domésticas sin que lo supiese Haggety? Tarde o temprano éste debería decírselo a Justin, aunque sólo fuera para protegerse. Parecía, por consiguiente, que ella apenas había empezado a beber. En cuyo caso tal vez fuese posible lograr que dejara de hacerlo.
Mientras servía el café, mientras se lo hacía beber a Judith, me preguntaba: ¿Cuánto saben de nuestras vidas los criados? ¿Cómo podemos ocultarles ningún secreto?
* * *
Mayo fue caluroso ese año; un hermoso mes, como correspondía, pensaba yo, para la entrada de mi hijo en el mundo. Los setos vivos eran un incendio de flores silvestres, y en todas partes la floración era magnífica.
Aunque mi parto no fue fácil, acogí estoicamente el agudísimo dolor. Lo acogí porque significaba que mi hijo pronto iba a nacer.
El doctor Hilliard y la partera estaban junto a mi lecho, mientras me parecía que la casa entera estaba en tensión, aguardando el llanto de un niño.
Recuerdo haber pensado que el dolor de la monja emparedada no podía haber sido mayor que el mío. Sin embargo, ese dolor me llenaba de alborozo. Qué distinto era del suyo, que era el dolor de la derrota, mientras que el mío era el de la gloria.
Por fin llegó. El tan esperado llanto de un niño.
Vi a mi suegra con mi pequeño en los brazos; aquella mujer altiva lloraba. Vi brillar las lágrimas en sus mejillas y temí que algo malo pasara. Mi pequeño era lisiado, un monstruo, estaba muerto.
Pero eran lágrimas de orgullo y de alegría; se acercó a la cama y la suya fue la primera voz que oí proclamando la jubilosa noticia.
—Es un varón, Kerensa, un varón hermoso y sano.
* * *
"Nada puede salir mal", pensaba yo. "Basta con que haga mis planes, y mis sueños se tornan realidades."
"Soy Kerensa Saint Larston y he dado a luz un hijo. No hay otro niño varón que lo reemplace. Es el heredero de Saint Larston."
Pero podía ser derrotada en pequeñas cuestiones.
Estaba tendida en la cama, con el cabello volcado sobre los hombros, vistiendo una chaqueta de encaje blanco con cintas verdes, un regalo de mi suegra.
El pequeño estaba en su cuna, y ella se inclinaba sobre él, con la cara tan suavizada por el amor que parecía otra mujer.
—Tendremos que pensar un nombre para él, Kerensa —dijo mientras se acercaba a la cama y se sentaba sonriéndome.
—Pensé en Justin —dije.
Se volvió hacia mí con cierta sorpresa.
—Pero eso está descartado.
—¿Por qué? Me agrada Justin. Siempre hubo un Justin Saint Larston.
—Si Justin tiene un hijo, él será Justin. Debemos reservar para él ese nombre.
—¡Justin… tener un hijo!
—Todas las noches ruego que él y Judith reciban la misma bendición que han recibido tú y Johnny.
Me obligué a sonreír al responder:
—Por supuesto. Pensé simplemente que debería haber un Justin en la familia.
—Y así es. Pero será el hijo del hijo mayor.
—Hace ya un tiempo que están casados.
—Oh, sí, pero tienen años por delante. Espero ver la casa llena de niños antes de morir.
Me sentí desanimada. Luego me dije que el nombre no era importante.
—¿En qué otro nombre pensaste? —insistió ella. Quedé absorta. Tan segura había estado de que mi hijo sería Justin, que no había pensado en otro nombre para él. Ella me estaba observando y, sabiendo que era una anciana sagaz, no quise que supiera adónde iban mis pensamientos. Espontáneamente dije: —Carlyon.
—¿Carlyon? —repitió ella.
Tan pronto como lo dije, supe que ese era el nombre que deseaba para mi hijo, si no podía ser Justin. Carlyon. Encerraba un significado para mí. Me vi subiendo los escalones del pórtico en mi túnica de terciopelo rojo. Era la primera ocasión en que había tenido la— absoluta certeza de que los sueños podían volverse realidad.
—Es un buen nombre. Me gusta —declaré.
Lo repitió, haciéndolo girar sobre la lengua.
—Sí —dijo luego—. Me agrada. Carlyon John… el segundo por su padre. ¿Qué te parece?
Johnny por su padre, Carlyon por su madre. Sí; ya que no podía ser Justin, sería eso.
* * *
Yo era una mujer diferente. Por primera vez en mi vida amaba a alguien más de lo que yo misma me amaba. Lo único que importaba era mi hijo. Muchas veces busqué disculpas por las cosas perversas que hice, diciéndome: "Fueron por Carlyon." Me repetía sin cesar que pecar en bien de alguien a quien se ama no es lo mismo que pecar por uno mismo. Sin embargo, en lo profundo de mi corazón sabía que la gloria de Carlyon era mía; y que mi amor por él era tan vehemente porque él era parte de mí, carne de mi carne y sangre de mi sangre, como en el dicho.
Era un hermoso niño, grande para su edad, y el único rasgo que había heredado de mí eran sus enormes ojos negros, aunque en ellos había una expresión de serenidad que los míos nunca tenían. ¿Y por qué no iban a ser serenos, me preguntaba yo, con una madre como yo para luchar por él? Era un pequeñuelo satisfecho; acostado en su cuna solía aceptar el homenaje de la familia como derecho propio… aunque no imperiosamente; sólo era feliz de que se le amara. Carlyon amaba a todos y todos amaban a Carlyon; pero, me aseguraba yo, en su bello rostro había una satisfacción especial cuando yo lo levantaba.
Lady Saint Larston planteó la cuestión de una nodriza para él. Enumeró algunas de las muchachas aceptables del poblado, pero yo las rechacé a todas. Sufría un sentimiento de culpa debido al absurdo temor que sentía —casi una premonición— de que podía ocurrirle a Judith algo que permitiera casarse a Justin y Mellyora. Yo no quería que tal cosa ocurriese. Quería que Judith viviera y siguiera siendo la esposa estéril de Justin, pues solamente así mi hijo podría llegar a ser Sir Carlyon y heredar el Abbas. Imaginaba el triste yermo que sería la vida de Mellyora, pero rechazaba mi remordimiento encogiéndome de hombros. ¿Acaso no era una elección entre mi amiga y mi hijo? ¿Y qué madre no preferiría siempre a su hijo antes que a una amiga, por íntima que esta fuese?
De todos modos, quería ayudar a. Mellyora y para ello había concebido un plan.
—No quiero que mi hijo termine hablando con acento aldeano —dije a mi suegra.
—Pero todos hemos tenido a esas muchachas como niñeras —me recordó ella.
—Deseo lo mejor para Carlyon.
—Todos deseamos eso, mi querida Kerensa.
—Yo había pensado en Mellyora Martin —dije. Viendo que el asombro se insinuaba en la cara de mi suegra, me apresuré a continuar—: Es una dama. Le tiene afecto y creo que sería buena con los niños. Podría enseñarle a medida que él crezca; podría ser su institutriz hasta que él esté listo para ir a la escuela.
Ella meditaba sobre los inconvenientes de renunciar a Mellyora. La echaría de menos; y sin embargo comprendía la lógica de lo que yo le estaba diciendo. Sería difícil hallar una niñera del calibre de la hija del párroco.
Ese día descubrí que la imperiosa anciana estaba dispuesta a hacer sacrificios por su nieto.
* * *
Me dirigí al cuarto de Mellyora, que estaba muy cansada, por haber tenido una tarde agotadora con Lady Saint Larston. Estaba tendida en su cama y pensé que parecía una flor que se ha dejado fuera del agua demasiado tiempo.
¡Pobre Mellyora, las tensiones de su vida se estaban volviendo excesivas para ella! Sentada en el borde de la cama, la estudié con atención.
—¿Ha sido un día muy agotador? —le pregunté. Ella se encogió de hombros—. Enseguida volveré —le dije entonces.
Fui a mi pieza y volví con parte del agua de colonia que había usado durante mi embarazo y que, según había sabido por Judith, podía calmar una jaqueca. Usando una almohadilla de algodón, mojé con ese líquido la frente de Mellyora.
—¡Qué lujo, ser atendida! —murmuró ella.
—¡Pobre Mellyora! Mi suegra es una tirana. Pero en el futuro la vida será mejor.
Abrió mucho sus bellos ojos azules, donde empezaba a evidenciarse un matiz de tristeza.
—Tendrás una nueva patrona, un nuevo puesto —agregué.
Forcejeó hasta incorporarse, mientras el temor asomaba a sus ojos. Yo pensé: "No te aturulles. No serás alejada de Justin, no temas." Y aquel demonio en mí susurró: "No; mientras tú estés aquí y haya ese amor sin esperanzas entre tú y Justin, él se siente menos inclinado todavía por la compañía de su esposa. Y cuanto menos inclinado se sienta él hacia ella, menos probable es que tengan un hijo que pudiera reemplazar a mi Carlyon."
Cuando se me ocurrían tales pensamientos, yo siempre quería ser especialmente amable con Mellyora, de modo que rápidamente dije:
—Yo seré tu patrona, Mellyora. Serás la niñera de Carlyon.
Nos abrazamos, y por unos instantes fuimos como aquellas dos muchachas en el rectorado.
—Serás como su tía —continué—. No se sugerirá ninguna otra cosa. ¿Acaso no somos hermanas?
Guardamos silencio un rato; luego ella dijo:
—A veces la vida inspira un temor reverente, Kerensa. ¿Adviertes un designio en la nuestra?
—Sí, un designio —repuse.
—Primero te ayudo yo… después me ayudas tú.
—Hay lazos invisibles que unen nuestras vidas. Nada los romperá jamás, Mellyora. No podríamos aunque lo intentásemos.
—Jamás lo intentaremos —me aseguró ella—. Kerensa, cuando supe que mi madre iba a tener un hijo recé por una hermana. ¡Rezaba con vehemencia, no solamente de noche, sino durante todo el día, a cada momento en que estaba despierta! Mi vida era una oración. Creé una hermana en mi imaginación, y se llamaba Kerensa. Era como tú… más fuerte que yo, siempre cerca para ayudarme, aunque algunas veces la ayudaba yo también. ¿Crees que Dios lamentó tanto tener que quitarme a mi hermana, que me dio a ti a cambio?
—Sí —repuse—, creo que estábamos predestinadas a estar juntas.
—Entonces piensas como yo. Siempre solías decir que si quieres algo, rezas por ello, vives para ello… llega.
—Mi abuelita dice que llega, pero que hay muchas fuerzas que no podemos comprender. Quizá tu sueño se haya cumplido, pero debes pagar por él… Quizás obtengas a tu hermana, pero es posible que ella no sea todo lo que tú esperas que sea.
Cuando rió fue como la antigua Mellyora, que no había sufrido las humillaciones que una mujer orgullosa como mi suegra no podía dejar de infligir a quienes consideraba en su poder.
—Oh, vamos, Kerensa —dijo—, soy muy consciente de tus defectos.
Reí junto con ella mientras pensaba: "No, Mellyora, no lo eres. Te sorprenderías si pudieses ver dentro de este negro corazón mío. ¿Negro? Tal vez no totalmente. Pero tampoco luminoso y puro, sino salpicado de gris." Estaba decidida a hacer la vida más fácil para Mellyora.
* * *
Qué cambio había traído Carlyon al Abbas. Ninguno de nosotros dejó de verse afectado por su presencia. Hasta Johnny había dejado parte de su cinismo, convirtiéndose en un padre orgulloso. Para mí, por supuesto, mi hijo era todo el sentido de la vida. Mellyora estaba más tranquila que en mucho tiempo. Se dedicaba enteramente al pequeño, y a veces yo temía que éste pudiera llegar a quererla tanto como a mí. Lady Saint Larston se suavizaba visiblemente al ver a su nieto, y los criados lo adoraban; yo sabía que, cuando él estaba en el jardín, todos ellos buscaban excusas para ir a verlo. Colegí que era el único en la casa a quien ellos no criticaban.
Sin embargo había una persona, tal vez dos, que estaban menos felices por su llegada. Para Judith él era un continuo reproche, y yo sospechaba que para Justin también. Habiendo visto cómo Justin miraba a mi hijo con anhelo, pude leer sus pensamientos; en cuanto a Judith, no lograba ocultar los suyos. En su corazón había una violenta turbación, como si preguntase al destino: "¿Por qué no puedo yo tener un hijo?"
Aunque parezca extraño, permitió que yo me convirtiera en su confidente. No lograba imaginar por qué me había elegido a mí; tal vez fuese porque sentía que yo la comprendía más que cualquier otra persona de la casa.
A veces iba yo a sentarme con ella, y tenía un modo de hacerla hablar que me entusiasmaba y que a ella le resultaba tranquilizador. Recordaba continuamente lo dicho por abuelita: que convenía descubrir todo lo posible, porque cada fragmento de información podía resultar útil, en algún momento.
Yo solía fingir comprensión; solía inducirla a confidencias, y cuando ella tenía la mente embotada por el whisky, hablaba con más presteza. Todos los días salía sola a caballo. Yo sabía que su finalidad era comprar whisky en las diversas tabernas de los alrededores. Evidentemente había comprendido el peligro de usar las provisiones domésticas.
Cuando Justin descubrió las botellas vacías en el aparador, le horrorizó que ella bebiese en secreto.
Ella, al principio, se regocijó.
—Qué furioso estaba, pocas veces lo he visto tan furioso. Debe de importarle, ¿verdad, Kerensa?, para enfurecerse tanto. Dijo que arruinaría mi, salud. ¿Sabes lo que hizo? Se llevó mi whisky para que no me arruinase la salud.
Pero ese regocijo no duró. Supe entonces cuánto había llegado ella a confiar en su whisky. Una vez entré en su cuarto y la encontré sentada junto a una mesa, llorando sobre una carta.
—Estoy escribiéndole a Justin —dijo.
Miré por sobre su hombro y leí: "Querido mío. ¿Qué te hice para que me trates así? A veces creo que me odias. ¿Por qué prefieres a esa muchacha con su tonta cara de mansedumbre y sus ojos azules de niñita? ¿Qué puede darte ella que yo no pueda?…"
—¿No pensarás enviar eso a Justin? —pregunté.
—¿Por qué no? ¿Acaso no debería hacerlo?
—Lo ves todos los días, ¿por qué quieres escribirle?
—Me elude. Ahora tenemos habitaciones separadas. ¿Lo sabías? Es porque soy una molestia. Las cosas han cambiado desde que eras mi doncella de compañía, Kerensa. ¡Ingeniosa Kerensa! Ojalá supiese yo manejar mi vida como tú manejas la tuya. No te importa mucho Johnny, ¿verdad? Pero a él le importas tú. ¡Qué extraño! Es una especie de voltereta. Los dos hermanos y sus esposas…
Se echó a reír alocadamente y le advertí:
—Te oirán los criados.
—Y bien, ¿qué descubrirían? ¿Que él me abandona? ¿Que desea a la hija del párroco? Eso ya lo saben.
—Calla…
—¿Por qué voy a callar?
—Judith, estás fuera de ti.
—Me muero por un trago. Él se llevó mi único consuelo, Kerensa. ¿Por qué no puedo tener un consuelo? Él tiene el suyo. ¿Adónde crees que se habrán ido él y esa muchacha, Kerensa?
—Te estás portando como una tonta. Estás imaginándote esto. Ambos son demasiado… —hice una pausa y agregué—: demasiado conscientes de las convenciones para ser otra cosa que amigos.
—¡Amigos! —se mofó ella— Aguardando el momento en que serán amantes. ¿De qué hablan cuando están juntos, Kerensa? ¿En los días en que yo no esté ya aquí?
—Estás sobreexcitada.
—Si pudiera beber un trago estaría mejor. Kerensa, ayúdame. Cómprame un poco de whisky… Tráemelo. Por favor, Kerensa, no sabes cómo necesito un trago.
—No puedo hacer eso, Judith.
—No quieres ayudarme, entonces. Nadie quiere ayudarme… Nadie…
Se interrumpió y sonrió lentamente. Era evidente que se le había ocurrido una idea, pero no descubrí cuál era hasta pocos días más tarde.
Fue cuando ella partió a caballo rumbo a su antiguo hogar y volvió trayendo consigo a Fanny Paunton. Fanny había sido niñera en Derrise, donde había trabajado en otras tareas cuando ya no hubo lugar para ella en el cuarto infantil.
Fanny iba a ser la nueva doncella de compañía de Judith.
Repentinamente los asuntos de Judith y Justin dejaron de interesarme. Mi hijo estaba enfermo. Una mañana, al inclinarme sobre su cuna, comprobé que tenía fiebre. Aterrada envié a buscar de inmediato al doctor Hilliard.
El médico me dijo que Carlyon sufría de sarampión y que no había motivo de alarma. Era un mal infantil común.
¡Que no había motivo de alarma! La ansiedad me tenía fuera de mí. Estaba junto a él noche y día; no permitía que nadie más lo cuidara. Johnny me amonestaba diciendo:
—Les ocurre a todos los niños.
Yo le lancé una mirada desdeñosa. Aquel era mi hijo, que era distinto de todos los demás niños. No toleraba que él corriese el menor riesgo.
Mi suegra fue extraordinariamente amable conmigo.
—Te vas a enfermar, querida mía. El doctor Hilliard me aseguró que no es sino una enfermedad infantil común, y que el ataque del querido Carlyon es benigno. Descansa un poco, te garantizo que yo misma lo cuidaré mientras tanto.
Pero yo no quise alejarme de él. Temía que otros no le brindaran el mismo cuidado que yo. Sentada junto a su cuna imaginaba su muerte, el pequeño ataúd llevado a la bóveda de los Saint Larston.
Johnny vino a sentarse a mi lado.
—¿Sabes lo que te ocurre? —dijo—. Necesitas más hijos. Entonces no tendrás tantos sobresaltos por uno solo. ¿Qué te parecen cinco o seis hijitos e hijitas? Estabas predestinada a ser madre. Eso te ha hecho algo, Kerensa.
—No seas impertinente —le ordené.
Pero cuando Carlyon estuvo mejor y pude pensar más razonablemente, pensé en una familia grande y en los años venideros, cuando yo sería la augusta anciana dama del Abbas, no sólo con Sir Carlyon y sus hijos, sino con otros… mis hijos, mis nietos. Yo sería para ellos lo que para mí había sido la abuelita Be.
Era una expansión de mi sueño.
Johnny me había ofrecido un atisbo de un futuro que me parecía bueno.
Carlyon no sufrió ningún mal efecto y pronto volvió a ser el mismo de antes. Ya caminaba y hablaba. Mirarlo me brindaba la máxima alegría.
Johnny y yo nos habíamos deslizado en una nueva relación. Éramos como habíamos sido durante aquellos primeros días de nuestro matrimonio. Había entre nosotros una pasión tan vehemente como antes. De mi parte brotaba del ansia de colmar un sueño; de la suya, del deseo por una mujer que, él estaba convencido, era una bruja.
* * *
En el rosedal, Carlyon jugaba con un aro de madera, conduciéndolo con un palo mientras lo hacía rodar. Cuando entré en el jardín, Mellyora estaba sentada cerca de la pared de la Virgen, cosiendo.
Carlyon tenía ya casi dos años, y era grande para su edad; pocas veces perdía el buen talante y siempre estaba contento jugando solo, aunque dispuesto a compartir sus juegos con cualquiera que quisiese hacerlo. A menudo me causaba extrañeza que un hombre como Johnny y una mujer como yo hubiésemos podido producir un hijo así.
Tenía yo entonces veintiún años, y con frecuencia, al andar por el Abbas, sentía que había vivido allí toda mi vida.
Lady Saint Larston envejecía visiblemente; sufría de reumatismo, que la mantenía mucho tiempo en su habitación, y no había empleado otra dama de compañía en lugar de Mellyora porque ya no tenía mucha correspondencia, ni tampoco deseaba que se le leyera como antes. Quería descansar más, y ocasionalmente Mellyora y yo nos sentábamos junto a ella. A veces Mellyora le leía; cuando lo hacía yo, ella siempre me interrumpía y terminábamos conversando, principalmente sobre Carlyon.
Esto significaba que yo estaba convirtiéndome gradualmente en ama de la casa, una circunstancia que los criados advertían. Sólo de tanto en tanto veía yo pasar por sus rostros una expresión que me indicaba que estaban recordando la época en que yo había sido una de ellos.
Judith no se interponía para nada en mi camino. Algunas veces se pasaba días enteros en su habitación, sola con su criada… "esa Fanny que vino de Derrise", como la llamaban los sirvientes.
Abuelita no estaba tan bien como me habría gustado, pero no me preocupaba tanto por ella como en otra época. Mi plan era instalarla en una casita propia cerca del Abbas, con una criada que la cuidara. Era un tema que yo no había suscitado aún, pues sabía que por el momento no sería bien recibido.
Joe estaba comprometido con Essie Pollent, y el señor Pollent lo haría socio suyo el día de la boda. Me causaba enojo el júbilo de abuelita por esta situación. Decía: "Mis dos pequeños han salido adelante en la vida." Yo no entendía cómo el progreso de Joe podía compararse con el mío, y aún sentía una importuna irritación porque él no estudiaba para médico.
Mi deseo de más hijos no había sido satisfecho aún, pero abuelita me había asegurado que era bastante normal que hubiese una distancia de dos o tres años entre uno y otro, y mejor para mi salud además. Yo tenía toda mi vida por delante, de modo que estaba bastante satisfecha. Tenía un hijo perfecto; y con cada mes que pasaba me ponía cada vez más segura de que Judith jamás daría a luz un hijo. De este modo Carlyon heredaría el título y el Abbas, y yo sería algún día la augusta anciana dama del Abbas.
Tal era la situación esa mañana, cuando me reuní con Mellyora y Carlyon en el rosedal.
Me senté junto a Mellyora y durante unos segundos me dediqué a contemplar a mi hijo. Este, que había percibido de inmediato mi llegada al rosedal, se detuvo a saludarme con ademanes; luego siguió trotando en pos de su aro, lo recogió, lo lanzó a rodar y me miró, para ver si lo observaba. Este era otro de esos momentos que me habría gustado capturar y conservar para siempre; momentos de pura felicidad. Con el paso de los años, uno aprende que la felicidad —la felicidad pura y total— sólo viene por momentos, que se deben advertir y saborear en plenitud, ya que ni siquiera en la vida más feliz está presente siempre la alegría completa.
Vi entonces que Mellyora estaba inquieta, y de inmediato el momento pasó, pues la felicidad había quedado teñida de temor.
—¿Estás pensando algo? —pregunté.
Quedó pensativa; luego repuso:
—Se trata de Judith, Kerensa.
¡Judith! Por supuesto que se trataba de Judith. Judith era la nube que tapaba el sol. Judith se interponía en su senda como un coloso que le impedía cruzar el río hacia el amor y la dicha. Moví la cabeza afirmativamente.
—Sabes que está bebiendo demasiado…
—Sé que tiene afición a la botella, pero creo que Justin lo sabe y no le dejará beber en exceso.
—Bebe demasiado a pesar de… Justin.
Hasta su modo de pronunciar ese nombre era una revelación. La breve pausa; la reverencia silenciosa. "Oh, Mellyora", pensé, "te delatas de cien maneras distintas."
—¿Sí? —dije.
—Ayer pasaba yo frente a su cuarto; la puerta estaba abierta y la oí… me pareció que se quejaba. Entonces entré. Estaba tendida a través de la cama, en un estupor de ebriedad. Fue terrible, Kerensa. No me reconoció. Yacía allí, con una expresión aturdida en la mirada, quejándose y mascullando. No pude oír lo que decía. Tan preocupada quedé que fui en busca de Fanny. La encontré en su cuarto… el cuarto que antes ocupabas tú. Estaba acostada en la cama y no se levantó cuando yo entré. Le dije: "Creo que Lady Saint Larston la necesita. Parece estar enferma." Y ella se quedó mirándome con una horrenda expresión burlona. "¿De veras, señorita Martin?", me contestó. Yo proseguí: "La oí gemir y entré a ver. Por favor, vaya y ayúdela." Ella se rió. "Su señoría está muy bien, señorita Martin", dijo, y luego: "No sabía que era en su señoría en quien se interesaba usted." Fue horrible. Es lamentable que esa mujer haya venido aquí. Me puse tan furiosas, Kerensa…
Miré a Mellyora, recordando cómo había luchado por mí cuando me trajo a la parroquia desde Trelinket. Mellyora sabía luchar cuando surgía la necesidad de hacerlo. Cualquier menosprecio a la relación entre ella y Justin era un menosprecio a Justin. Así era como lo vería ella. Yo sabía que este amor entre ella y Justin no se había consumado, que nunca lo sería mientras Judith estuviese viva para interponerse entre ambos. Mellyora continuó:
—Le dije: "Es usted insolente." Y ella se quedó allí acostada, riéndose de mí.. "Qué ínfulas se da usted, señorita Martin", dijo» "Parece su señoría por el modo de conducirse. Pero no lo es… para eso le falta mucho." Tuve que interrumpirla porque temía que fuese a decir algo espantoso, algo que yo no podría desconocer, por eso me apresuré a decirle: "Alguien está proporcionando whisky a Lady Saint Larston, y creo que es usted." Entonces volvió a mofarse, y al hacerlo desvió la mirada hacia el aparador. Me acerqué, lo abrí y las vi… botellas y más botellas… algunas llenas, otras vacías. Ella las consigue para Judith cuando… Justin ha procurado impedirle que beba.
—¿Qué puedes hacer tú al respecto, Mellyora?
—No lo sé y me preocupa.
—Esas burlas acerca de ti y de Justin me preocupan más que el hecho de que Judith beba.
—Somos inocentes y los inocentes nada tienen que temer —respondió ella con orgullo. Como no le contesté se volvió contra mí, vehemente, acusándome—: No me crees.
—Creo siempre en lo que me dices, Mellyora. Pensaba en tus palabras: "Los inocentes nada tienen que temer." Me preguntaba hasta qué punto son ciertas.
* * *
Al día siguiente, Johnny fue a Plymouth por asuntos familiares. Era extraño cómo parecía haberse vuelto respetable desde nuestro casamiento; yo podía creer que en veinte años habría hecho olvidar su anterior reputación. La vida era extraordinaria. Justin que se había casado tal como lo decidieran sus padres, estaba perdiendo su renombre, pues sin duda lo que más interesaba ahora a los criados era el caso de Justin, Judith y Mellyora. En cambio Johnny, que había deshonrado a la familia casándose con una criada, estaba demostrando la sabiduría de su elección. Era, en verdad, un giro irónico en los acontecimientos.
Me preguntaba si Johnny me era infiel. No me importaba mucho. Mi posición estaba asegurada. Ya había recibido de Johnny todo lo que quería.
Cuando volvió, traía consigo al elefante. Estaba hecho de tela gris y tenía ruedas en los pies, lo cual permitía arrastrarlo. Desde entonces vi elefantes más grandes y mejores, pero en ese momento parecía espléndido. Medía unos treinta centímetros de altura; tenía por ojos dos botones de bota, una magnífica trompa, una cola correspondientemente majestuosa y dos blandas orejas. Rodeaba su cuello una fina banda de cuero rojo, a la cual iba unido un cordón también rojo.
Johnny entró en el cuarto infantil llamando a Carlyon. Solemnemente nuestro hijo retiró la envoltura de la caja, que parecía tan grande como él; sus manecitas tironearon del papel de seda y allí, revelado en toda su gloria, estaba el elefante.
Carlyon lo miró con fijeza, tocó la tela gris, puso los dedos sobre los ojos de botón. Después me miró, y luego a Johnny.
—Es un elefante, cariño —le dije.
—Nelifante. —repitió él maravillado. Johnny lo sacó de su caja y puso el cordel en la mano de nuestro hijo, mostrándole cómo arrastrarlo consigo. En silencio, Carlyon arrastró el juguete por la habitación; luego se arrodilló y le ciñó el cuello con los brazos. —Nelifante —dijo extasiado—. Mi Nelifante. Experimenté unos celos momentáneos porque Johnny le había dado algo que a él tanto le gustaba. Siempre quería ser la primera en su cariño. Era un rasgo que yo deploraba, pero que no podía evitar.
Carlyon adoraba a su elefante. El juguete permanecía junto a su cama por la noche; lo arrastraba consigo dondequiera que iba. Siguió llamándolo su Nelifante y fue natural que esto se abreviase como Nelly. Le hablaba a Nelly, le cantaba a Nelly; causaba alegría verlo tan embelesado con ese objeto.
Mi único pesar era que no se lo había regalado yo.
* * *
Ese verano hubo en el Abbas siniestras corrientes subterráneas. La situación había empeorado desde la llegada de Fanny, que no sólo proporcionaba bebida a Judith sino que fomentaba sus sospechas. Odiaba a Mellyora y ambas, ella y Judith, trataban de volver intolerable la situación de Mellyora en el Abbas.
Mellyora no me hablaba de todos los insultos que debió soportar, pero hubo ocasiones en que tan alterada estaba, que no pudo callárselos.
Nunca me había gustado Justin, porque sabía que yo no le gustaba a él. Estaba convencido de que yo había embaucado a Johnny para que se casara conmigo, y era demasiado patricio para aceptarme de buen grado en la familia; si bien siempre era fríamente cortés, nunca evidenció la menor amigabilidad hacia mí, y me inclinaba a pensar que no aprobaba totalmente la amistad de Mellyora conmigo.
Poca simpatía tenía ya por él; pero amaba a Mellyora y no quería verla humillada. Además, ella quería a Carlyon, que le tenía afecto; era una excelente niñera y sería una buena institutriz para él. Creo que lo que yo realmente quería era que las cosas siguieran tal como estaban, conmigo como virtual ama del Abbas; Mellyora en una posición que me debía y que la ponía en continua necesidad de mi protección; Justin, melancólico, enamorado de una mujer que le estaba prohibida, víctima él de un matrimonio sin amor; Johnny, mi marido, aún fascinado por mí, dándose cuenta de que en mí había mucho que él no entendía, admirándome más que a ninguna otra mujer que él hubiese conocido; yo misma poderosa, dueña de las cuerdas que movían a mis marionetas.
Pero Judith y la abominable Fanny planeaban deshacerse de Mellyora.
La gente enamorada es propensa a hacer el avestruz. Hunden la cabeza en tierra y creen que, porque ellos no ven a nadie, nadie los ve. Hasta un hombre de sangre tan fría como Justin podía enamorarse y ser un necio. Él y Mellyora decidieron que debían encontrarse en un sitio donde pudieran estar solos; a veces salían a caballo, aunque no juntos, y se encontraban, aunque nunca dos veces en el mismo lugar. Los imaginaba caminando junto a sus caballos, conversando muy formales antes de despedirse para regresar a casa por separado. Pero, por supuesto, se notó que ambos desaparecían las mismas tardes.
Esto era lo único que ellos se permitían hacer. Yo tenía la certeza de que nunca habían sido amantes en los hechos. Tal vez Mellyora se habría tentado, si su enamorado hubiese tenido un temperamento más fogoso. La coerción tendría que venir de parte de Justin.
Pero tal situación, por más decididos que estuviesen los actores principales a proteger su honor y cumplir su obligación, era como estar sentados sobre un barril de pólvora. En cualquier momento podía haber una explosión; Fanny —y tal vez Judith también— estaba decidida a que la hubiese.
Una mañana, cuando bajé a la cocina para dar las órdenes del día, oí por casualidad un comentario que me intranquilizó. Fue Haggety quien lo hizo, y la señora Rolt lo celebró con risitas. Fanny los había visto juntos. Fanny sabía. Las hijas de párrocos eran iguales que cualquier mujerzuela de aldea, si se les ofrecía alguna oportunidad. Fanny averiguaría la verdad, y entonces alguien iba a lamentarlo. Se podía confiar en Fanny, pocas cosas se le escapaban.
Cuando entré en la cocina hubo silencio. Con mi temor por Mellyora se mezcló mi orgullo por el modo en que mi presencia podía hacerlos callar.
No di ningún indicio de que había oído lo que ellos estaban diciendo; simplemente pasé a dar órdenes. Pero cuando bajé, estaba pensativa. Si Fanny no se iba pronto, habría problemas, cuyo resultado sería que Mellyora tendría que abandonar el Abbas. ¿Qué sucedería entonces? ¿La dejaría ir Justin? Muchas veces podía forzarse una decisión, y cuando lo era, ¿cómo se podía estar seguro del modo en que obraría la gente? Fanny debía irse; pero ¿cómo podía yo despedir a la criada de Judith?
Fui a la habitación de Judith. Eran las primeras horas de la tarde, y yo sabía que después del almuerzo ella se retiraba a su cuarto para aturdirse con la bebida.
Golpeé levemente la puerta, y cuando no obtuve respuesta, volví a golpear con más fuerza. Oí tintinear un vaso y cerrarse la puerta de un aparador. Judith seguía manteniendo la simulación de que no bebía.
—Oh, eres tú —dijo.
—Vine a charlar contigo un poco…
Al acercarme a ella sentí en su aliento el olor a licor, y advertí la expresión vidriosa de sus ojos; tenía el cabello desaliñado. Se encogió de hombros y yo puse una silla frente al espejo, diciéndole:
—Déjame arreglarte el cabello, Judith. Siempre me gustó hacerlo. Tu cabello es lo que yo llamo "dócil". Hace lo que una quiere que haga.
Ella se sentó, obediente, y mientras le sacaba los broches y el cabello le caía en torno a los hombros, pensé en lo vulnerable que se la veía. Le masajeé la cabeza como antes; ella cerró los ojos.
—Hay magia en tus dedos —dijo con voz suave, confusa.
—Judith, eres muy desdichada —respondí con suavidad. No contestó, pero vi que entreabría la boca—. Ojalá pudiese yo hacer algo.
—Me agrada que me peines.
—Quiero decir, algo para ayudarte a ser más feliz —reí. Ella sacudió la cabeza continué—: ¿Acaso es juicioso beber tanto? Sé que Fanny te consigue el whisky. Hace mal. Desde su llegada has empeorado.
—Quiero a Fanny aquí. Es mi amiga —replicó ella con una expresión obstinada en los labios.
—¿Tu amiga? ¿Que te trae alcohol a escondidas cuando Justin está tan ansioso porque no bebas, cuando quiere ver que mejora tu salud?
Judith abrió los ojos, que por un instante relampaguearon.
—¿Lo quiere? Tal vez prefiera verme muerta.
—Qué disparate. Quiere que estés bien. Deshazte de Fanny. Sé que te perjudica. Ponte bien… y fuerte. Si tu salud fuera mejor, podrías tener un hijo, lo cual daría tanto placer a Justin.
Volviéndose, me apretó un brazo. Sus dedos me quemaban la piel.
—No comprendes. Crees comprender, todos lo creen. Creen que es por mi culpa que no tenemos hijos. ¿Y si te dijera que es por culpa de Justin?
—¿De Justin? ¿Quieres decir acaso…?
Me soltó y, encogiéndose de hombros, se volvió de nuevo hacia el espejo.
—¿Qué importancia tiene? Cepíllame el cabello y nada más, Kerensa. Eso me sosiega. Luego átamelo, me acostaré y dormiré un poco.
Tomé el peine. ¿A qué se refería ella? ¿Sugería que Justin era impotente? Experimenté una gran excitación. De ser así, jamás habría peligro de que alguien desplazase a Carlyon. Los problemas de Justin y Mellyora quedaron olvidados frente a una cuestión tan importante.
Pero ¿hasta qué punto podía yo confiar en las descabelladas declaraciones de Judith? Pensé en Justin… tan calmo y distante; su amor hacia Mellyora que, estaba segura, no se había consumado. ¿Se debía esto a incapacidad, en vez de a moralidad? Tenía que averiguarlo.
Entonces recordé la historia de la familia Derrise; la versión del monstruo y la maldición. Quería saber más acerca de esa familia.
—Judith… —empecé a decir.
Pero ella tenía los ojos cerrados y ya estaba semidormida. Poco podría obtener de ella entonces, y además, no sabría con certeza hasta qué punto era cierto.
Recordé que, siendo yo doncella de compañía de Judith, ésta hablaba con frecuencia de su antigua nodriza, Jane Carwillen, que había trabajado para su familia durante años, habiendo sido niñera de la madre de Judith. Había oído decir a Judith que aquella había dejado ya a la familia, pero que vivía en una cabaña situada en la finca Derrise. Decidí que, si iba a Derrise y hablaba con Jane Carwillen, tal vez me enterase de algo importante.
* * *
Al día siguiente partí a caballo hacia el páramo, dejando a Carlyon con Mellyora.
En el Tormo Derrise me detuve para contemplar la casa… una magnífica mansión hecha con piedra de Cornualles, rodeada por su parque, donde entreví el reflejo del sol en los estanques de peces. No pude sino compararme con Judith, que había nacido con todo ese lujo y ahora era una de las mujeres más infelices del mundo, mientras que yo, nacida en la pobreza en la cabaña de un pescador, había llegado a ser la señora Saint Larston. Me decía que mi carácter se estaba fortaleciendo; y si además se estaba endureciendo, pues bien, la dureza era fuerza.
Cabalgando hacia la finca Derrise, hallé en el camino a unos jornaleros a quienes pedí que me indicasen la cabaña de la señorita Carwillen. No tardé mucho en dar con ella.
Até mi caballo a una cerca y llamé a la puerta. Tras un breve silencio, oí unos lentos pasos; después una mujercita abrió la puerta.
Tenía la espalda encorvada y caminaba con ayuda de un bastón; tenía la cara tan arrugada como la cascara de una manzana en depósito, y me atisbaba a través de unas cejas desaliñadas que sobresalían.
—Discúlpeme por venir —dije—. Soy la señora Saint Larston, del Abbas.
—Lo sé —asintió ella—. Es la nieta de Kerensa Be.
—Soy la cuñada de Judith —respondí con calma.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó ella.
—Hablarle. Estoy ansiosa por Judith…
—Entre, pues —replicó, volviéndose un poco más hospitalaria.
Entré en el cuarto, donde ella me condujo a un taburete de respaldo alto que había frente a un fuego de turba. La chimenea parecía un hueco en la pared, sin barrotes para contener el fuego. Me recordó a la que había en la cabaña de abuelita.
Me senté junto a la mujer y esta preguntó:
—¿Qué le ocurre a la señorita Judith?
Decidí que esa mujer era franca, de modo que yo debía aparentar que lo era también. Sin rodeos dije:
—Está bebiendo demasiado.
Esa observación la conmovió. Vi crisparse sus labios; después, pensativa, se tiró de un pelo largo y rígido que brotaba de una verruga en su barbilla.
—Vine porque estoy muy ansiosa por ella —agregué— y pensé que tal vez usted podría aconsejarme.
—¿En qué sentido?
—Si ella pudiera tener un hijo —proseguí—, creo que eso la ayudaría, y si no bebiese tanto mejoraría su salud. Hablé con ella al respecto. Parecía desalentada, creyendo que para ella no es posible tener un hijo. Usted conoció bien a la familia…
—Es una familia estéril —repuso ella—, siempre hubo este problema. No tienen hijos con facilidad. Algunos llevan esa maldición.
No me atrevía a mirarla; temía que la astuta anciana viese en mis ojos satisfacción y comprendiese el motivo.
—Oí decir que hay una maldición sobre la familia —arriesgué—. Según me dijeron, hace mucho una Derrise dio a luz un monstruo.
Lanzó un resoplido.
—En todas estas familias antiguas hay relatos descabellados. La maldición no es ningún monstruo. Es esta esterilidad y… la bebida. La una acompaña a la otra. Es como una desesperación en ellos. Dicen que no tener hijos está en la familia… y es como si hubiesen resuelto ser infecundas y lo son. Dicen… "algunos de nosotros no podemos resistir la bebida"… Entonces— no la resisten.
—De modo que esa es la maldición familiar —comenté, y al cabo de una breve pausa—: ¿Cree usted improbable que Judith pueda tener un hijo?
—¿Quién sabe? Pero hace un tiempo que está casada y, por cuanto sé no hay ninguna señal. Su abuela tuvo dos, sí… crió a una y perdió al otro. Era un varón, pero no fuerte. La madre de mi joven señora fue una Derrise» Su marido adoptó su apellido al casarse con ella… para mantener viva a la familia, ¿me entiende? Parece que se vuelve cada vez más difícil para ellos. Mi joven señora estaba tan enamorada… Recuerdo lo entusiasmada que estaba cuando llegó él. Dijimos "seguramente un amor así será fructífero." Pero no lo parece.
No, pensé, ella no tendrá hijos. Su relación con Justin ya se ha agriado. Será mi Carlyon quien posea el Abbas.
Me alegré de haber ido a ver a Jane Carwillen. Nadie podía afirmar definitivamente que Judith y Justin no tendrían un hijo; pero yo estaba animada sabiendo que era improbable que lo tuviesen.
—Y eso de beber… —murmuró la anciana, sacudiendo la cabeza—. No le hará ningún bien.
—Ha sido peor desde que llegó Fanny Paunton.
—¿Fanny Paunton está con ella?
—Sí. Vino como doncella de compañía. ¿No lo sabía usted?
Sacudió tristemente la cabeza al responder:
—Eso no me gusta. Nunca pude soportar a Fanny Paunton.
—Tampoco yo. Estoy segura de que introduce bebidas alcohólicas en la casa.
—¿Por qué no vino a verme? Yo se lo habría dicho. Hace mucho que no la veo. Dígale que la echo de menos. En otra época solía venir con regularidad, pero en los últimos tiempos…
—Quizás desde la llegada de Fanny. Me gustaría echarla, pero Judith no quiere ni oírlo siquiera.
—Siempre fue leal hacia quienes la servían. ¡Y dice usted que está peor desde que llegó Fanny! No es de extrañar, teniendo en cuenta…
—¿Sí? —la estimulé. Jane Carwillen se me acercó más.
—Que Fanny Paunton bebe en secreto —concluyó. Me centellearon los ojos. Si la encontraba ebria, tendría la excusa necesaria.
—No es frecuente hallarla borracha —continuó Jane—. Aunque hay momentos en que se descuida. Yo siempre podía predecirlos. Una expresión furtiva… algo en su mirada. Cierta flojedad… oh, yo me daba cuenta. Entonces se encerraba en su cuarto… diciendo que no se sentía bien. Después bebía hasta atontarse, estoy convencida. Pero por la mañana se levantaba ya repuesta. Fanny Paunton era una mujer ladina… y mala… mala para mi joven señora. Porque estos bebedores pretenden que todos sean como ellos.
—Si la encontrara ebria, la despediría —dije.
La anciana me apretó la mano; sus dedos rasparon levemente mi piel; pensé que parecía un ave repulsiva.
—Vigile usted los signos —susurró—. Si es lista, quizá los advierta. Esté alerta.
—¿Con qué frecuencia tienen lugar esos ataques de borrachera?
—No creo que ella aguante más de un mes o seis semanas.
—Vigilaré. Sé que si puedo librar a mi cuñada de esta mujer, será lo mejor para ella.
La anciana anunció que me ofrecería un vaso de su vino de saúco. Estuve a punto de rechazarlo, pero advertí que eso sería imprudente. Estábamos sellando un pacto; estábamos de acuerdo en cuanto a la indeseabilidad de Fanny.
Acepté el vaso y bebí aquel líquido. Infundía calor y era, por cierto, muy potente. Eso, junto con el fuego de turba, me hizo arder la cara; sabía que la anciana me observaba con suma atención; yo era la nieta de Kerensa Be, quien debía de haber dado algo de qué hablar al vecindario, aun hasta en Derrise.
—Y pida a mi joven señora que venga a ver a la vieja Jane —me rogó cuando yo partía.
Contesté que así lo haría, y cabalgando de vuelta al Abbas me sentí complacida por mi viaje. Tenía la certeza de que Judith no podría dar a luz un hijo, y que muy pronto yo hallaría una razón para despedir a Fanny.
* * *
Cuando pasaba cerca de Larston Barton vi a Reuben Pengaster. Estaba de pie, apoyado en un portillo y sosteniendo en las manos un palomo. Al pasar a caballo frente a él le di los buenos días.
—Vaya, si es la señora Saint Larston. Muy buen día tengas, señora —dijo, acercándose a mí de modo que tuve que detenerme—. ¿Qué te parece? —preguntó, sosteniendo en alto al palomo, que se mostraba dócil en sus manos; el sol brillaba sobre el ala iridiscente y me llamó la atención el contraste entre aquella suave belleza y los dedos de Reuben, espatulados y bordeados de negro.
—Me parece que es un ave de exposición. Con orgullo me mostró el anillo plateado que tenía alrededor de una pata.
—Es un palomo mensajero.
—Maravilloso…
Me miró con atención, y la mandíbula se le agitó un poco, como si una risa secreta, silenciosa, lo dominara.
—Dondequiera que vuele este pájaro, volverá a casa.
—A menudo me pregunté cómo encuentran el camino.
Los gruesos dedos tocaron con ternura el ala del pájaro, todos dulzura, todos suavidad. Pensé en esos dedos en torno al pescuezo del gato.
—Esto es un" milagro —continuó Reuben—. ¿Crees en milagros, señora Saint Larston?
—No lo sé.
—Oh, sí que hay milagros. Las palomas son uno de ellos. —Se le oscureció de pronto la cara—. Nuestra Hetty se fue, pero volverá. Me parece que nuestra Hetty es una paloma mensajera.
—Así lo espero —repuse.
Se le arrugó patéticamente la cara.
—Ella se fue… No me dijo nada. Debió habérmelo dicho. —Luego volvió a sonreír—. Pero regresará, lo sé. Igual que cuando suelto una paloma. Volverá, lo digo yo. Es una paloma mensajera… Nuestra Hetty es una paloma mensajera.
Levemente toqué el flanco de mi caballo.
—Bueno, Reuben, buenos días. Ojalá estés en lo cierto.
—Lo estoy, señora. Yo lo sé. Dicen que estoy "enredado por los duendes", pero en algunos aspectos tengo un poco más para compensarlo. Nuestra Hetty no estará ausente para siempre.
Aquel mes de junio, el señor Pollent tuvo un accidente andando a caballo; Joe se hizo cargo de la clientela totalmente, y al parecer no había motivo para que se demorase su casamiento con Essie.
Esto habría podido ser un tanto incómodo, si yo hubiese permitido que lo fuese. Si Joe hubiera hecho lo que yo deseaba, convirtiéndose en médico, la situación incómoda jamás habría surgido; yo no podía perdonar del todo a Joe por ser la única persona que se me enfrentaba. De no haber sido por él, yo habría logrado todo lo que me propuse. Evidentemente, sin embargo, Joe era muy feliz; se creía el hombre más afortunado del mundo y cuando estaba con él, siempre me ablandaba. Verlo arrastrar un poco la pierna izquierda al caminar me traía recuerdos de aquella noche terrible, y de cómo Kim me había ayudado; eso siempre me apaciguaba y me hacía pensar en Kim y preguntarme si alguna vez regresaría.
El día de la boda, Mellyora y yo fuimos a la iglesia en una de las carrozas del Abbas. Abuelita se había quedado a pasar la noche en casa de los Pollent. La respetabilidad de sus nietos estaba teniendo efecto inclusive en abuelita; yo estaba convencida de que en poco tiempo la tendría, viviendo como una gentil anciana en alguna casita, en la finca de Saint Larston.
Durante el trayecto advertí que Mellyora estaba pálida, pero no lo mencioné. Podía imaginarme la tensión que sobrellevaba y me prometí que dentro de poco echaría de la casa a Fanny.
La iglesia estaba adornada para la boda, porque los Pollent eran una familia sumamente respetable. Hubo una pequeña conmoción cuando ocupé mi lugar junto con Mellyora, pues pocas veces un Saint Larston asistía a una boda como ésa. Me pregunté si estarían recordándose que, después de todo, yo era tan sólo la nieta de Kerensa Be. También me pareció que muchas miradas furtivas se dirigían hacia Mellyora, la hija del párroco que ahora era nodriza de mi hijo.
Pronto concluyó la ceremonia nupcial, efectuada por el reverendo Hemphill. Entonces Essie y Joe salieron dirigiéndose al carruaje del veterinario, que los llevaría a casa de los Pollent, donde aguardaba un banquete para ellos y los invitados.
Se arrojó el arroz tradicional, y se ató al carruaje el par de zapatos viejos. Ruborizada y risueña, Essie se aferraba al brazo de Joe, que por su parte se las arreglaba para verse al mismo tiempo avergonzado y orgulloso.
Me encogí de hombros con impaciencia, imaginándome cuan diferente habría podido ser todo eso si Joe se casara con la hija del médico.
Al regresar, Mellyora me miró con aire inquisitivo y me preguntó en qué estaba pensando.
—En la noche en que Joe cayó en la trampa —repliqué—. Habría podido morir… Esta boda jamás habría tenido lugar, de no haber sido por Kim.
—¡El bueno y querido Kim! —murmuró Mellyora— Cuánto tiempo parece haber pasado desde que estuvo con nosotras.
—¿Nunca tienes noticias suyas, Mellyora? —pregunté melancólicamente.
—Ya te dije que él nunca escribe cartas.
—Si alguna vez lo hiciera… ¿me lo dirías?
—Por supuesto, pero jamás lo hará.
La recepción fue típica de tales celebraciones. Los invitados llenaban el salón de los Pollent, la sala de recibo y la cocina. La mesa de la cocina estaba repleta de comida que las hijas de Pollent debían de haber estado preparando durante semanas: pasteles y tortas; jamones, carne de vaca y de cerdo; había vinos caseros, de zarzamora, de saúco, de alhelí, de chirivía, de prímula, y ginebra de endrina.
La fiesta sería muy alegre antes de terminar. Hubo las bromas intencionadas habituales y los comentarios previstos; varios hombres anunciaban en voz baja su intención de iniciar el shallal, sin el cual pocas bodas se celebraban en nuestra parte de Cornualles. Esto era una supuesta banda musical, cuyo único objeto era causar el mayor ruido posible. Para ello se utilizaban ollas, peroles, bandejas… todo utensilio al que se pudiera echar mano. Esto era para proclamar a la vecindad, hasta kilómetros a la redonda, que ese día se habían casado dos personas.
Joe y Essie aceptaban complacidos todo este alboroto. Amenazada con las payasadas habituales cuando fuera el momento de acostarse, Essie reía entre dientes con fingido horror.
Al menos yo no estaría presente cuando los sacaran a Joe y a ella de su cama y los azotaran con un calcetín lleno de arena. Yo no sería de los que consideraban muy gracioso poner en el lecho una retama.
Mientras, sentada junto a abuelita y Mellyora, comía los alimentos que las hijas de Pollent distribuían entre los invitados, me enteré de la creciente preocupación reinante en la vecindad.
Jill Pengert, un ama de casa cuyo marido y tres hijos eran todos mineros, fue a sentarse junto a abuelita para preguntarle encarecidamente si había algo de cierto en los rumores circulantes.
—¿Van a cerrar la mina Fedder, señora Be? —inquirió la mujer.
Abuelita le contestó que no había mirado tan lejos en el futuro, pero que según sabía, se temía que el filón se estuviese agotando.
—¿Adónde iremos si se cierra Fedder? —insistió Jill—. Piensen en cuántos hombres quedarán sin trabajo.
Abuelita sacudió la cabeza. Como Saul Cundy estaba cerca, de pie, hablando con Tom Pengaster, Jill alzó la voz para preguntarle:
—¿Sabe algo acerca de esos rumores, capitán Saul?
—¿Entonces ha oído decir que el filón se está acabando, verdad? Pues no es usted la primera.
—Pero, ¿es cierto, capitán?
Saul fijó la vista en su vaso de ginebra de endrina. Tenía el aire de saber qué convenía decir.
—Lo mismo ocurre por todo Cornualles —declaró—. Esas minas han sido explotadas durante años. Según dicen, la riqueza que hay bajo el suelo no es inagotable. Allá por Saint Ives ya cerraron una o dos.
—¡Válgame el cielo! —exclamó Jill—. ¿Y qué será de gente como nosotros?
—Opino que habrá que sacar hasta el último pedazo de estaño de esas minas antes de que las dejemos cerrar —respondió Saul—. No permitiremos que se abandone ninguna mina hasta estar seguros de que se sacó a la superficie todo el mineral.
—¡Bravo! —gruñó uno de los hombres presentes, y otros lo repitieron.
Saul era un hombre capaz de luchar por sus derechos y por los de otros. Me pregunte si se habría recobrado de la sacudida de la fuga de Hetty Pengaster a Londres cuando él había planeado casarse con ella. Pensé que sería el tipo de hombre más interesado en luchar por los derechos de los mineros que en sosegarse y casarse.
Pensando en Hetty, no oí el comentario siguiente de Saul hasta que atrajeron mi atención las palabras "la mina de Saint Larston".
—Sí —continuaba él—, no aceptaremos que haya minas sin explorar. Si hay estaño en Cornualles, habrá hombres hambrientos que quieran sacarlo a la superficie.
Sentí que algunas miradas se volvían hacia mí, y percibí las señales que se enviaban a Saul. De pronto éste dejó su vaso y se alejó.
—No había oído ese rumor sobre la posibilidad de que cierre la mina Fedder —susurré a abuelita.
—Pues yo vengo oyendo rumores desde que tenía este tamaño —replicó ella, poniendo una mano a más o menos treinta centímetros del suelo.
Esa aseveración suya y mi presencia parecieron poner fin al tema… o por lo menos no lo oí mencionar de nuevo.
* * *
Después de la boda de Joe, los acontecimientos empezaron a acumularse, conduciendo a ese desenlace que me obsesionaría por el resto de mi vida.
Observaba constantemente a Fanny, para no perder mi oportunidad de sorprenderla. Llegó un día en que lo conseguí.
La cena era siempre una comida bastante formal en el Abbas. Nos vestíamos, no de manera complicada, sino en lo que denominábamos "ropa de seminoche". Yo había comprado algunos vestidos sencillos, conteniendo mi natural afición al color. Siempre disfrutaba de esas comidas porque me ofrecían la ocasión de evidenciar con cuánta facilidad y naturalidad me había adaptado yo, desde mi ascenso de la cocina al comedor.
Justin ocupaba un extremo de la mesa; Judith el otro. Pero con frecuencia yo indicaba a Haggety cuándo se debían servir los distintos platos. La anciana Lady Saint Larston estaba tan fatigada, que no le importaba que yo hubiese asumido estas tareas; en cuanto a Judith, no se daba cuenta de que yo lo hacía. Siempre me parecía que mi arrogancia irritaba a Justin; en cuanto a Johnny, se divertía, entre cínico y regocijado. Gozaba observando mis modales serenos, que eran tan diferentes de los de Judith. No creo que se cansara jamás de tratar de establecer la comparación entre nosotras, y de mostrar cómo yo podía brillar mucho más que Judith; y a decir verdad, mientras yo me hacía más refinada, más segura de mí misma, Judith se deterioraba. Su afición a la bebida estaba teniendo el efecto inevitable; le temblaban las manos al llevarse el vaso a los labios; con qué avidez recibía su copa de vino, cuan subrepticiamente la volvía a llenar una y otra vez.
No era una situación dichosa entre los hermanos… pero de eso no era yo responsable. En realidad, era satisfactorio saber que yo había dado a Johnny esta nueva dignidad e importancia en la casa.
Aquella noche en especial, Judith tenía el peor aspecto que yo le había visto nunca. No tenía el vestido correctamente abotonado, y su cabello, mal sujeto, empezaba a caérsele atrás.
De pronto se me ocurrió algo: esa noche se había vestido sola. Me sentí estimulada: ¿era posible que ese fuera el día esperado?
—Esta tarde me encontré con Fedder —estaba diciendo Justin—. Está preocupado por la mina…
—¿Por qué? —preguntó Johnny.
—Hay signos de que el filón se acaba. Dice que han estado trabajando con pérdidas y que ya está prescindiendo de algunos de sus hombres.
Johnny lanzó un silbido antes de responder:
—Eso es grave…
—Será muy malo para la vecindad —continuó Justin.
Arrugó el entrecejo. Era diferente de Johnny. Sería un buen squire, preocupado por los vecinos. Estos pensamientos pasaron por mi espíritu velozmente, porque anhelaba el momento en que pudiera subir al cuarto de Fanny y ver qué le había ocurrido.
—Fedder sugería que nosotros debíamos abrir la mina de Saint Larston.
Johnny me estaba mirando; vi cólera en su rostro y me sorprendió un poco que le importase tanto. Entonces oí su voz, que parecía estrangulada de furia.
—Supongo que le habrás dicho que no haríamos tal cosa.
—No me atrae la idea de que una mina funcione tan cerca de la casa —replicó Justin.
—Claro que no —rió Johnny, un tanto inquieto.
—¿Qué pasa? —inquirió mi suegra.
—Hablábamos de la mina, madre —repuso Justin. —Ay, cielos —suspiró ella—. Haggety, un poco más de borgoña.
Aquella cena parecía interminable. Pero por fin dejamos a Johnny y Justin con su oporto. Yendo a la sala, busqué una excusa para subir e ir derecho al cuarto de Fanny.
Me detuve unos segundos afuera, escuchando. Luego, cautelosamente, abrí la puerta y me asomé.
Yacía en su cama, totalmente embriagada. Al acercarme a ella sentí el olor a whisky.
Regresé de prisa al comedor, donde los dos hombres bebían su oporto.
—Disculpen, pero debo hablarles a los dos sin demora —dije—. Es necesario echar a Fanny enseguida.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Johnny con un destello de burla en la mirada, que siempre estaba allí cuando él creía que yo estaba jugando a dueña de la casa.
—Debemos ser francos entre nosotros —continué—. Judith ha estado peor desde que llegó Fanny. No me sorprende; Fanny la alentaba a beber. Ahora esa mujer yace en su cama… ebria.
Justin había palidecido; Johnny lanzó una breve risa. Sin hacer caso de mi maridó, me dirigí a Justin.
—Debe irse enseguida. Tú debes decirle que se marche.
—Ciertamente que debe irse —replicó Justin.
—Ve ahora a su cuarto y lo verás tú mismo —insistí.
Así lo hizo y vio. A la mañana siguiente hizo llamar a Fanny, quien recibió órdenes de preparar sus maletas sin demora.
—Pero ¿acaso no se alegró de que Fanny hubiese sido despedida?
Judith guardó silencio. Luego estalló:
—Estás contra mí… todos ustedes lo están.
* * *
El tema del despido de Fanny se discutía en la cocina. Pude imaginarme la excitación y lo que se estaba diciendo alrededor de la mesa.
—¿Fue Fanny quien descarrió a su señoría, o al revés, qué opinan?
—Bueno, no es de extrañarse que su señoría beba un poquitín de vez en cuando… si se piensa en lo que tiene que soportar.
—¿Creen ustedes que la señorita Martin lo convenció?
—¿Ella? Bueno, es posible. Colijo que la hija del párroco puede ser tan ladina como cualquiera.
Judith estaba desolada. Había llegado a confiarse en Fanny. Hablando con ella, procuré convencerla de que reaccionara, pero siguió estando melancólica.
—Era mi amiga —decía Judith—. Por eso la echaron…
—Se la echó porque fue descubierta borracha.
—Querían quitarla de en medio porque sabía demasiado.
—¿Demasiado sobre qué? —pregunté con aspereza. —De mi marido y esa muchacha.
—No debes decir tales cosas… ni siquiera pensarlas. Son totalmente falsas.
—No son falsas. Hablé con Jane Carwillen… y ella me creyó.
—Entonces fuiste a verla…
—Sí, ¿acaso no me dijiste tú que lo hiciera? Me dijiste que ella pregunto por mí. Yo le dije cuánto deseaba él a esa muchacha… cuánto ansiaba no haberse casado conmigo. Y ella me creyó. Dijo que ojalá yo nunca me hubiera casado. Dijo que ojalá estuviésemos juntas como antes.
* * *
Una semana después de marcharse Fanny, Judith fue en busca de whisky con una vela encendida. No llegué al escenario hasta que el drama estuvo en su culminación, pero más tarde descubrí que Judith, después de buscar en vano las botellas que Fanny había guardado en su alacena y que habían sido retiradas al despedírsela, había dejado la vela encendida abandonada en la antigua pieza de Fanny. Una puerta abierta, una corriente de aire repentina y las cortinas se incendiaron.
Justin estaba habituado a salir solo a caballo. Yo había supuesto que en algunas ocasiones él quería estar a solas con sus intranquilos pensamientos. A menudo me preguntaba si, durante estos solitarios paseos, él haría planes descabellados que, siendo el hombre que era, sabía que jamás llegaría a ejecutar. Tal vez hallara algún alivio en planear siquiera, aunque supiese que esos planes jamás llegarían a nada.
Imaginaba yo que, al regresar de uno de esos paseos, y después de dejar a su caballo en el establo, él se dirigiría a la casa a pie, sin poder impedir que sus ojos se desviaran hacia la ventana del cuarto que ocupaba Mellyora.
Y esa noche vio salir humo de ese lado de la casa en que ella dormía, y fue muy natural entonces que corriese a la habitación de ella.
Más tarde me contó Mellyora que había despertado y sentido olor a humo; se había puesto su bata de noche y estaba investigando cuando de pronto se abrió la puerta y apareció Justin.
En un momento así, ¿cómo podían ocultar sus sentimientos? Justin debe de haberla abrazado, y Judith, que andaba errante en busca de su consuelo, los sorprendió así, como con tanta frecuencia había procurado encontrarlos; Mellyora en bata de noche, con la rubia cabellera suelta; Justin, con sus brazos en torno a ella, atrapados cuando evidenciaban ese cariño que Judith había anhelado tan apasionadamente.
Judith empezó a gritar y nos despertó a todos.
Pronto fue apagado el fuego. Ni siquiera fue necesario llamar a la brigada; sólo se dañaron las cortinas y parte de las paredes. Pero quedó hecho un daño más grande.
Jamás olvidaré aquella escena, con todos los sirvientes congregados en sus ropas de dormir, con el acre olor en nuestras fosas nasales… y Judith…
Debe de haber tenido una pequeña reserva propia, ya que evidentemente había estado bebiendo, pero estaba lo bastante sobria como para escoger el momento en que estuvimos todos presentes, para que todos supiésemos. Se puso a gritar:
—Esta vez te atrapé. No sabías que te vi. Estabas en la pieza de ella. La tenías abrazada… la besabas… Crees que yo no lo sabía. Todos lo saben. Esto viene ocurriendo desde que ella llegó aquí. Por eso la tenías aquí. Deseabas haberte casado con ella. Pero eso no importa ya. No permites que un pequeño inconveniente así se interponga en tu camino…
—Judith, has estado bebiendo —le advirtió Justin.
—Por supuesto que he estado bebiendo. ¿Qué otra cosa me queda? ¿No beberían ustedes si…? —Clavó en todos nosotros su mirada vidriosa, agitando los brazos—. ¿No lo harían ustedes… si su marido tuviese a su amante aquí en la casa… si buscara todas las excusas para alejarse de ustedes… para ir en busca de ella…?
—Debemos llevarla enseguida a su pieza —dijo Justin. Como me miraba de modo casi implorante, me acerqué a Judith y tomándola de un brazo, dije con firmeza:
—Judith, no estás bien. Has imaginado algo que no existe. Ven, déjame llevarte a tu habitación.
Ella se echó a reír de manera violenta, demoníaca. Se volvió hacia Mellyora, y por un instante pensé que la iba a atacar; rápidamente me coloqué entre las dos y dije:
—Señora Rolt, Lady Saint Larston está indispuesta. Por favor, ayúdeme a llevarla a su cuarto.
La señora Rolt tomó un brazo de Judith, yo el otro, y aunque Judith procuró zafarse, éramos demasiado fuertes para ella. Tuve un atisbo del rostro de Mellyora, que estaba consternada; en el de Justin vi dolor y vergüenza. Imaginé que en toda la historia del Abbas nunca se había visto semejante escena… cuyo elemento de escándalo consistía, por supuesto, en que tenía lugar a la vista de todos los criados. Vi a Johnny, cuya sonrisa era socarrona; le regocijaba la confusión de su hermano y al mismo tiempo le enorgullecía que yo, la doncella de compañía, fuese quien se había hecho cargo de la situación, la persona en quien Justin confiaba para ponerle fin lo antes posible.
Entre las dos, la señora Rolt y yo arrastramos a la histérica Judith a su habitación. Cerré la puerta y dije:,
—La pondremos en la cama, señora Rolt. —Así lo hicimos y la tapamos—. El doctor Hilliard le dio unos sedantes —continué—. Creo que ahora debería tomar uno.
Se lo di y, para sorpresa mía, ella lo aceptó con docilidad. Luego se echó a llorar débilmente.
—Si yo pudiera tener un hijo sería distinto —murmuraba—. Pero ¿cómo podría? Él nunca está conmigo. No se interesa por mí. Sólo ella le interesa. Nunca viene a mí. Se encierra en su cuarto. La puerta está cerrada con llave. ¿Por qué está cerrada con llave la puerta? Díganmelo. Porque él no quiere que yo sepa dónde está. Pero yo lo sé, está con ella.
La señora Rolt chasqueó la lengua y yo dije:
—Señora Rolt, temo que ella haya estado bebiendo.
—Pobrecilla —murmuró la señora Rolt—. ¿Acaso es de extrañar que lo haga?
Alcé las cejas, sugiriendo que no deseaba confidencias; la señora Rolt retrocedió de inmediato. Fríamente dije:
—En un momento se tranquilizará. No creo que haya necesidad de que se quede usted ahora, señora Rolt.
—Quisiera ayudar si puedo, señora.
—Ha sido usted de gran ayuda —repuse—. Pero no queda nada más por hacer. Me temo que Lady Saint Larston esté enferma… muy enferma.
La señora Rolt había bajado los ojos; supe que en ellos habría una expresión ladina, de quien está enterado.
* * *
Mellyora estaba acongojada.
—Kerensa, debes darte cuenta de que no puedo quedarme aquí. Tengo que irme.
Quedé pensativa, preguntándome cómo sería mi vida sin ella.
—Tiene que haber algo que podamos hacer…
—No lo puedo soportar. Todos los criados están murmurando sobre mí. Lo sé. Doll y Daisy charlan; cuando aparezco yo, callan. Y Haggety… me mira de otro modo, como si…
Yo, que conocía a Haggety, comprendí.
—Debo hallar algún modo de conservarte aquí, Mellyora. Despediré a Haggety. Despediré a todos los criados.
—Imposible. Además, de nada serviría. Constantemente hablan de nosotros. Y es falso, Kerensa. Di que crees que es falso.
—¿Qué tú y él son amantes? Me doy cuenta de que él te ama, Mellyora, y sé que tú siempre lo amaste.
—Pero ellos están sugiriendo que…
No pudo mirarme; yo me apresuré a decir:
—Sé que nunca harías nada de lo cual te avergonzaras… ni tampoco Justin.
—Gracias, Kerensa. Al menos tú lo crees.
Pero ¿de qué servía ser inocente cuando todos lo creían a uno culpable? De pronto Mellyora se volvió hacia mí.
—Eres lista. Dime qué hacer,
—Sé calma. Sé digna. Eres inocente. Por lo tanto, compórtate como si fueses inocente. Convence a todos…
—¿Cómo, después de aquella espantosa escena?
—No te aterres; Deja que las cosas se disipen. Quizá se me ocurra algo.
Pero ella estaba desesperada. No creía que yo ni nadie pudiesen ayudarla. Con voz queda dijo:
—Todo ha terminado ya. Debo irme de aquí.
—¿Y Carlyon, qué? Se apenará mucho. —Me olvidará, como lo hacen todos los niños. —Carlyon, no… Él no es como otros niños. Es tan sensible… Se afligirá por ti. ¿Y yo, además…?
—Nos escribiremos. Nos encontraremos de vez en cuando. Oh, Kerensa, este no es el final de nuestra amistad. Ella no terminará hasta que una de nosotras muera.
—No, jamás terminará —respondí con fervor—, Pero no debes desesperar… Algo sucederá, como siempre. Ya se me ocurrirá algo. Sabes que nunca fallo.
Pero ¿qué se me podía ocurrir? Nada había que pudiera yo hacer. ¡Pobre Mellyora, acongojada! ¡Pobre Justin! Yo estaba convencida de que ambos eran de los que aceptarían su destino, por insoportable que fuese. No eran de mi especie.
Mellyora estudió los periódicos. Escribió ofreciéndose para diversos puestos. A la hija de un párroco, con cierta experiencia como dama de compañía y como institutriz, no le resultaría difícil encontrar trabajo.
Todos los años llegaba un pequeño circo a Saint Larston; la carpa grande era instalada en un prado, a poca distancia de la aldea, y durante tres días oíamos flotar sobre las sendas campestres ruido de música y voces. Durante más o menos una semana, antes de la llegada del circo, y después por un tiempo, no se hablaba de otra cosa; y era una tradición que todos los sirvientes del Abbas tuviesen un medio día libre para visitar el circo.
El día anunciado, puntualmente, llegaron los furgones traqueteando por los senderos. Nunca me alegré tanto de esa distracción, que según yo esperaba, alejaría de Justin, Mellyora y Judith las conversaciones.
Pero esa mañana misma llegó una carta para Mellyora. Me llamó a su pieza para leérmela. Era una respuesta acerca de uno de los puestos que ella había solicitado… una carta reveladora, la llamé yo, que delataba el tipo de mujer que la había escrito. Estaba dispuesta a recibir a Mellyora, y si sus antecedentes y referencias eran aceptables, concederle una prueba. Habría en la casa tres niños, y al parecer Mellyora tendría por obligación ser su institutriz, su nodriza y su esclava. Haría todo esto por un salario insignificante; se le exigiría estar siempre en los cuartos infantiles; su juventud era un factor adverso, pero por un salario inferior al que la benevolente señora le habría pagado a una institutriz más experimentada, se le concedería una prueba, con tal de que la entrevista fuese satisfactoria.
—Haz pedazos esa carta —ordené.
—Pero, Kerensa, tengo que hacer algo —repuso ella—. No es peor que las otras.
—Esa mujer parece imposible. Una snob espantosa. Odiarías ese trabajo.
—Son todos iguales y voy a odiar todo… ¿Cuál es la diferencia entonces? Tengo que hacer algo, Kerensa, ya sabes que debo marcharme.
Mirándola, me di cuenta de lo mucho que iba a extrañarla. Era parte de mi vida en gran medida. No dejaría que se fuese.
—No te irás, Mellyora. No puedo dejarte ir. A decir verdad, no te dejaré.
Sonrió tristemente al responder:
—Te has habituado a dar órdenes, Kerensa. Pero yo he llegado al final. Tengo que irme. Desde aquella noche horrible, no puedo quedarme aquí. Esta mañana, cuando me encontré con Haggety en la escalera, me cerró el paso. Fue espantoso. Su modo de mirarme. Sus manos regordetas… Lo aparté de un empujón y escapé corriendo. Pero eso no terminó allí. Es lo mismo en todas partes. Tom Pengaster, que vino a la puerta de atrás buscando a Doll. Su modo de seguirme con la mirada. Vi a Reuben en el sendero. Se le movía la mandíbula como si se estuviese riendo… secretamente. ¿No te das cuenta?
Supe entonces cuan desesperada estaba Mellyora; supe que estaba decidida y que no me resultaría fácil evitar que se marchara.
Mellyora se iría de mi vida como se había ido Joe; y Mellyora era importante para mí.
—No puedes irte —dije, casi furiosa—. Tú y yo debemos estar juntas.
—Ya no, Kerensa. Tú te has convertido en una respetable mujer casada, mientras que yo…
Aún ahora recuerdo ese momento. El silencio en la habitación y el súbito rugir del león enjaulado al pasar por Saint Larston la cabalgata del circo.
Fue un momento de inquietud. La vida no estaba yendo hacia donde yo quería. No soportaba perder a Mellyora; ella era parte de mi vida; cada vez que estábamos juntas yo percibía el cambio en su posición y comparaba el pasado con el presente. No podía sentir otra cosa que satisfacción por la presencia de Mellyora; más al mismo tiempo deploraba su desdicha. Hasta ese momento yo no era del todo mala.
—Algo sucederá que impida esto —dije crispando los puños.
Algo iba a suceder. Yo estaba segura de mi poder para controlar nuestros destinos.
Mellyora sacudió la cabeza. Acongojada, aceptaba pasivamente el suyo.
* * *
Carlyon entró con Doll, que lo había llevado al extremo del sendero para ver la cabalgata del circo. Tenía los ojos brillantes, las mejillas escarlata. Nunca podía mirarlo sin maravillarme por su belleza.:
—Mamá, he visto los leones —dijo corriendo a mí y echando los brazos en torno a mis rodillas.
Lo levanté y apoyé mi mejilla en la suya, pensando: ¿Qué importa todo mientras lo tenga a él?
Pero no todo le iba bien; se apartó un poco para atisbar mi rostro ansiosamente.
—Mamá, vi un nelifante —dijo—. Dos nelifantes.
—Qué lindo, cariño.
Sacudió la cabeza. Cuando lo llevé al cuarto de juegos entendí. Fue derecho en busca de su juguete y se arrodilló junto a él; puso un dedo cauteloso encima de los negros botones y dijo:
—Tienes puestos los ojos, Nelly.
Dio un leve empujón al juguete, que rodó por el suelo hasta llegar a la pared. Entonces se volvió hacia mí, en tanto las lágrimas le corrían por las mejillas.
—Nelly no es un verdadero elefante vivo —sollozó.
* * *
Mellyora había escrito pidiendo una entrevista. Yo estaba segura de que, si iba, obtendría el puesto, ya que su patrona en ciernes le pagaría menos de lo acostumbrado y se felicitaría por haber conseguido a la hija de un párroco.
Los criados parecían distraídos; podía oírlos continuamente susurrar y reír juntos. Hasta la señora Salt y su hija parecían excitadas. El circo traía forasteros al lugar, y tal vez hubiese para ellas una emoción adicional: que acaso el terrible señor Salt pudiera estar entre ellos. Haggety acompañaría a la señora Rolt; Doll iría con Tom Pengaster y tal vez permitirían a Daisy ir con ellos. El almuerzo sería servido media hora antes para que ellos pudieran hacer la limpieza y partir con tiempo.
Johnny había ido a Plymouth, según dijo, por cuestiones de la finca. Justin partió solo a caballo, inmediatamente después de la merienda. Yo siempre pasaba una parte de la tarde con Carlyon, de modo que Mellyora tenía algunas horas de libertad; y esa tarde, cuando la vi bajar con su traje de montar, supuse que se iba a encontrar con Justin.
Estaban muy tristes los dos, porque no habría muchas ocasiones en que pudieran estar juntos.
—Mellyora, espero que Justin te convenza de no irte —dije.
Ella se ruborizó; en esos instantes se la vio muy bella.
—Él sabe tan bien como yo que éste es el único modo —respondió.
Y apretó los labios con mucha fuerza, como si temiera que los sollozos contenidos se le escaparan mientras pasaba de prisa frente a mí.
Yo subí derecho al cuarto de juegos, donde encontré a Carlyon hablando sobre los animales. Yo había dicho a los criados qué no le mencionara que irían al circo, pues sabía que entonces él también querría ir y yo temía al circo, temía que él sufriese daño de algún modo. Había tantas personas poco limpias, que podrían contagiarle alguna enfermedad; podría perderse; se me ocurrían cien desgracias. "Tal vez el año que viene lo lleve yo misma", pensé.
Salimos al rosedal, donde la anciana Lady Saint Larston estaba sentada en una silla de ruedas; en los últimos meses había estado sufriendo de reumatismo y usaba esa silla con gran frecuencia. En el último año, más o menos, esa casa había experimentado muchos cambios. Se le iluminaron los ojos al ver a Carlyon, que fue directamente a ella y se puso de puntillas mientras ella se inclinaba trabajosamente para recibir sus besos.
Me senté en el asiento de madera, junto a su silla de ruedas, mientras Carlyon se tendía en la hierba, absorto en el avance de una hormiga que trepaba a una hoja de hierba.
Mientras él hablaba, mi suegra y yo conversábamos deshilvanadamente.
—Este malhadado circo —suspiró ella—. Ha sido igual durante años. Esta mañana mi agua caliente llegó cinco minutos tarde, y mi té estaba frío. Se lo dije a la señora Rolt y me contestó: "Es por el circo, mi señora." Recuerdo que siendo yo recién casada…
Se le perdió la voz, como sucedía con frecuencia cuando empezaba algún recuerdo y entonces callaba mientras revivía el pasado en sus pensamientos. Me pregunté si empezaba a fallarle la mente, tanto como el cuerpo.
—Es uno de los grandes días en la vida de ellos —comenté.
—La casa vacía… los criados… es totalmente imposible —dijo, temblándole la voz.
—Afortunadamente, sucede una sola vez por año.
—Se han ido todos… absolutamente todos… No hay un solo criado en la casa. Si viniera alguien…
—Nadie vendrá. Todos saben que es el día del circo.
—Kerensa, querida mía… Judith…
—Está descansando.
¡Descansando! Qué palabra significativa. La utilizábamos cuando queríamos sugerir que Judith no estaba del todo presentable. Cuando llegaban visitantes solíamos decir: "Está un poco indispuesta. Se encuentra descansando."
Su estado había mejorado desde la partida de Fanny; era cierto que bebía menos, pero había un ansia continua que parecía estar convirtiéndose en locura. Cuando su madre salía a los páramos y bailaba a la luz de la luna, ¿era porque estaba ebria? ¿Acaso, como había dicho Jane Carwillen, la bebida era el monstruo que obsesionaba a la familia Derrise?
Guardábamos silencio, cada una ocupada en distintos pensamientos. De pronto noté que Carlyon estaba estirado sobre la hierba; los sollozos sacudían su cuerpecito. Me le acerqué y lo levanté de inmediato, preguntándole:
—¿Qué pasa, cariño mío?
Se aferró a mí y tardó un poco en poder hablar.
—Es Nelly —repuso—. He sido malo…
Le aparté de la frente el espeso cabello y murmuré palabras cariñosas, pero no logré consolarlo.
—No me gustaba más porque no era un nelifante de veras.
—¿Y ahora te gusta otra vez?
—Es Nelly —repuso él.
—Pues ahora estará contenta si de nuevo te gusta —lo tranquilicé.
—Se ha ido.
—¿Se ha ido? ¿Adónde?
—No lo sé.
—Pero, cariño, si se ha ido tú debes saber adónde. —Busqué por todas partes. Se fue porque yo le dije que no era un nelifante de veras.
—Está en el cuarto de juegos, esperándote. Sacudió la cabeza al responder: —Ya busqué.
—¿Y no estaba allí?
—Se marchó enseguida. No me gustaba más. Le dije que no era un nelifante de veras.
—Pues no lo es —repuse.
—Pero está llorando. Yo dije que no la quería más. Quería un nelifante de verdad.
—¿Y ahora lo quieres a él?
—Es mi Nelly, aunque no sea un nelifante de verdad. Quiero que Nelly vuelva y se ha ido.
Lo mecí en mis brazos, pensando: "¡Bendito sea su tierno corazón! Cree haber ofendido al pobre Nelly y quiere consolarlo."
—Iré a buscarlo —le dije—. Tú quédate aquí con abuela. Tal vez ella te deje contar sus cornalinas.
Uno de sus mayores placeres era examinar el collar de piedras que mi suegra lucía invariablemente durante el día; estaba compuesto de cornalinas pardo-doradas, talladas algo toscamente. Siempre habían fascinado a Carlyon.
Se animó ante esa perspectiva y lo puse en el regazo de mi suegra, quien sonrió porque contar las cornalinas era, estoy convencida, un placer tan grande para ella como para él; Solía hablarle del collar, de cómo su esposo se lo había regalado y la madre de él se lo había dado para su novia; era un collar de Saint Larston y las piedras mismas habían sido halladas en Cornualles.
Dejé a Carlyon grandemente consolado, escuchando la voz soñolienta de su abuela que le relataba la historia como tantas otras veces; él observaba el movimiento de sus labios, avisándole cuando ella usaba una palabra que no había empleado en anteriores ocasiones.
Ahora me digo que, tan pronto como entré en el Abbas, sentí un extraño presentimiento. Pero tal vez me lo haya imaginado después. Sin embargo, yo era muy susceptible a lo que llamaba los estados de ánimo de la casa. Esta era para mí algo vivo; siempre había sentido que mi destino estaba encerrado en ella. Ciertamente que lo estuvo aquella tarde.
Qué silencio… Toda la gente de la casa estaba ausente. Era muy poco habitual que no hubiese algunos criados presentes. Pero aquel era el día especial del año en que se acordaba que todos estuviesen ausentes.
Solamente Judith estaría acostada en su habitación, con el cabello revuelto, mostrando ya en la cara esa expresión vaga, sin forma, de los dipsomaníacos, los ojos algo extraviados y sanguinolentos. Me estremecí, aunque la tarde era cálida.
Ansiaba estar afuera, en el rosedal, con mi hijo. Sonreí al imaginarlo sentado en el regazo de Lady Saint Larston, con los ojos junto a las cornalinas, trazando quizá sus vetas con un dedo regordete.
¡Mi hijito querido! Estaba dispuesta a morir por él. Luego me reí de tal sentimiento. ¿Para qué le serviría yo muerta? Me necesitaba para hacer planes por él, para brindarle la vida que se merecía. ¿Acaso intuía ya en él cierta blandura, cierto sentimentalismo que tal vez hiciera que su corazón gobernara a su cabeza?
Qué feliz sería cuando yo le pusiese en los brazos su elefante de juguete. Juntos explicarían que él seguía queriéndolo, y que el hecho de que no fuese un verdadero elefante carecía de importancia.
Primero fui al cuarto infantil, pero el juguete no estaba allí. Esa mañana lo había visto con él. Sonreí recordando cómo lo arrastraba consigo, con aire afligido. ¡Pobre Nelly! Estaba en desgracia. ¿Cuándo lo había visto yo? Fue cuando Mellyora lo llevó a mi pieza, al salir ambos. Juntos habían ido por el corredor y bajado por la escalera principal.
Seguí esa dirección, conjeturando que, atraída su atención por otra cosa, había soltado la correa, dejando el juguete en alguna parte, al paso. Bajaría la escalera y saldría a uno de los jardines de adelante, donde él había jugado esa mañana.
Cuando llegué a lo alto de la escalera vi al elefante. Estaba caído en el segundo escalón desde arriba, y enganchado en él había un zapato. Me acerqué más. ¡Un zapato de tacón alto enganchado en la tela del elefante! ¿De quién era ese zapato?
Me incorporé sosteniendo en una mano el juguete, en la otra el zapato, y entonces vi un bulto al fondo de la escalera.
El corazón me latía como si me fuese a reventar en el cuerpo mientras bajaba corriendo los escalones. Al pie de la escalera yacía Judith.
—Judith —susurré arrodillándome a su lado. Estaba totalmente inmóvil. No respiraba; comprendí que estaba muerta.
Ahora parecía como si la casa me vigilara. Allí estaba yo, sola en ella… con la muerte. En una mano sostenía el zapato… en la otra, el elefante de juguete.
Podía verlo todo con suma claridad. El juguete caído en lo alto de la escalera; Judith que bajaba, levemente achispada, sin ver el juguete. Podía imaginármela pisándolo, su tacón enganchándose en la tela… perdiendo el equilibrio; la súbita caída por la gran escalera que yo una vez subiera tan orgullosa con mi rojo vestido de terciopelo… y abajo, la muerte.
Y esto porque mi hijo había dejado su juguete en los escalones… una trampa mortal, colocada inocentemente.
Cerré los ojos y pensé en las murmuraciones. En cierto modo, el niñito era responsable por la muerte de Judith… Era una historia como las que les encantaban, de las que persistían durante años.
Y él lo sabría, y aunque nadie pudiera decir que era culpa suya, saber que era responsable por la muerte de ella nublaría su felicidad.
¿Por qué iba a enturbiarse su luminoso futuro, sólo porque una mujer ebria había caído por la escalera y se había quebrado el cuello?
El gran silencio que reinaba en la casa era enervante. El tiempo parecía haberse detenido… se habían detenido los relojes y no se oía sonido alguno. Durante siglos, grandes acontecimientos habían tenido lugar entre aquellas paredes. Algo me decía que ahora me veía frente a una de esas ocasiones.
Luego el tiempo pareció reanudar su marcha. Oí el tic-tac del reloj de pared al arrodillarme junto a Judith. No cabían dudas de que estaba muerta.
Dejé el zapato en los peldaños, pero llevé el elefante de vuelta al cuarto de juegos y allí lo dejé. Nadie diría que Judith había muerto debido a la acción de mi hijo.
Luego salí de la casa corriendo lo más rápido que podía, en busca del doctor Hilliard.