CAPÍTULO 02

Pronto empecé a comprender qué gran oportunidad me había brindado Mellyora, y aunque más tarde me iban a suceder cosas extrañas, ese primer año en el rectorado me pareció, mientras lo viví, el período más excitante de mi vida. Supongo que esto se debió a que fue entonces cuando llegué a comprender que podía empezar a elevarme a otro mundo.

Mellyora era mi oportunidad. Entendí que yo la atraía tal como ella a mí. Había descubierto en mí ese enorme anhelo de escapar de un entorno que odiaba, y eso la fascinaba.

Naturalmente, yo tenía algunos enemigos en la casa. De ellos, la más formidable era la señora Kellow. Muy estirada, hija también de un párroco, estaba constantemente parapetada en su dignidad, ansiosa por demostrar que solamente la mala suerte la había obligado a ganarse la vida. Tenía afecto por Mellyora, pero era una mujer ambiciosa, y yo, que poseía dicha cualidad en exceso, era rápida para observarla en otros. Igual que yo, ella estaba insatisfecha con su suerte y se proponía mejorarla. Estaba además la señora Yeo, cocinera y ama de llaves, que se consideraba la jefa del personal, incluyendo a la señora Kellow. Entre estas dos había una contienda que me beneficiaba, pues aunque la señora Yeo no lograba entender, según decía, por qué se me había llevado a esa casa, no me tenía tanta inquina como la señora Kellow, y a veces era propensa a ponerse de mi lado simplemente porque hacerlo era estar contra la señora Kellow. Estaban el palafrenero, Tom Belter, y el caballerizo, Billy Toms; se inclinaban a verme de modo más favorable, pero yo no quise saber nada de las familiaridades que ellos se tomaban con Kit y Bess, las criadas, cosa que pronto puse en claro; aun así, no me guardaban rencor y se inclinaban a respetarme por ello. Kit y Bess me miraban con respetuoso temor; esto se debía a que yo era la nieta de abuelita Be; a veces me hacían preguntas sobre abuelita; querían su consejo acerca de sus amoríos, o alguna hierba que les mejorase el cutis. Yo pude ayudarlas, lo cual hizo más cómoda la vida para mí, porque a cambio ellas solían cumplir alguna de las tareas que se me habían asignado.

Durante mis primeros días en el rectorado, vi pocas veces a Mellyora; entonces pensé que ella, después de efectuar su buena acción, había dejado allí la cosa. Fui puesta a disposición de la señora Yeo, quien, una vez que dejó de quejarse por mi innecesaria presencia, me encontró tareas que cumplir. Las llevé a cabo sin protestar durante esos primeros días.

Aquel primer día, cuando Mellyora condujo al párroco a su dormitorio, yo le había preguntado si podía ir corriendo a contar a mi abuelita dónde iba a estar, y la autorización fue concedida con presteza. Mellyora había ido conmigo a la cocina, donde ella misma llenó una cesta con sabrosa comida, que yo debía llevar a mi pobre hermano, el que se había caído del árbol. Por eso me hallaba en un estado de cierta exaltación cuando llegué a la cabaña para contar el resultado de haberme ofrecido en la feria de Trelinket para trabajar.

Abuelita me estrechó en sus brazos, tan cercana al llanto como nunca la había visto.

—El párroco es un buen hombre —manifestó—. No lo hay mejor en todo Saint Larston. Y su hija es buena chica. Te irá bien allí, mi amor.

Le hablé de Haggety y de la señora Rolt, que casi me habían contratado, y ella rió junto conmigo cuando le conté cuan aturullados quedaron al verme partir con Mellyora. Abrimos la cesta, pero yo no quise comer nada. Dije que era para ellos; yo comería muy bien en el rectorado.

Esto era, de por sí, un sueño hecho realidad, porque ¿acaso no me había imaginado haciendo la dama dadivosa?

El regocijo se esfumó durante esos primeros días, cuando no vi a Mellyora y me pusieron a fregar tiestos y cacerolas, a dar vueltas al asador o a preparar verduras y limpiar pisos. Pero estaba la compensación de comer bien. Allí no se comía leche aguada con pan. Pero recuerdo haber oído, durante esos primeros días, un comentario que me dejó atónita. Estaba limpiando el piso de pizarra de la casa refrigerante, donde se guardaban la mantequilla, los quesos y la leche, cuando entró Belter en la cocina, a hablar con la señora Yeo. Le oí dar un sonoro beso a la cocinera, lo cual me puso más alerta.

—Suéltame, jovencito —dijo la señora Yeo, riendo entre dientes.

Él no la soltó y hubo un ruido de forcejeo y de respiración agitada. Luego ella dijo:

—Siéntate, pues, y termina ya. Las doncellas te verán.

No convendría que ellas sepan qué clase de hombre eres, señor Belter. .

—No, ése es nuestro secreto, ¿eh?, señora Yeo.

—Suéltame. Suéltame. —Y luego—: Tenemos aquí a esa muchacha, la nieta de la abuelita Be, ¿lo sabías?

—Sí, la he visto. Colijo que es más lista que una carreta llena de monos.

—Oh, es bastante lista. Lo que me extraña es… ¿por qué la tenemos aquí entonces? Al párroco ya le resulta bastante difícil alimentarnos a todos, Dios lo sabe. Entonces trae a esta otra… que come bastante cuando se sienta a la mesa. Es mejor para eso que para trabajar, esto te lo digo yo.

—¿Las cosas van mal entonces?

—Ah, ya sabes, si el párroco tiene medio penique regala uno entero.

Pronto ambos hallaron algo que les interesaba más que los asuntos del párroco o que mi llegada; pero yo seguí pensando mientras limpiaba el piso. En el rectorado, todo me había parecido lujoso; causaba asombro pensar que en esa casa les resultara difícil salir del paso monetariamente.

Yo no lo creía, en realidad. No eran más que habladurías de los sirvientes.

* * *

No hacía una semana que estaba yo en el rectorado, cuando hice realidad mi enorme buena suerte. Se me había enviado a limpiar el cuarto de Mellyora mientras ella estudiaba sus lecciones en la biblioteca con la señorita Kellow. Tan pronto como quedé sola en la habitación, fui a la biblioteca y abrí uno de los libros. En él había láminas con leyendas abajo. Las miré con fijeza, procurando entender qué eran. Me sentía colérica y frustrada, como alguien que está encerrado en una prisión mientras las cosas más interesantes del mundo ocurren afuera nomás.

Me preguntaba si podría aprender sola a leer sacando uno de aquellos libros y mirándolo, aprendiendo la forma de las letras, copiándolas y recordándolas. Olvidé totalmente la limpieza del piso. Me senté en el suelo, saqué un libro tras otro, procurando comparar las letras para obtener algún indicio de lo que ellas significaban. Me encontraba allí sentada cuando Mellyora entró en la habitación.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

Cerrando apresuradamente el libro respondí:

—Estoy limpiando tu habitación.

—Qué absurdo —rió ella—. Estabas sentada en el piso, leyendo. ¿Qué leías, Kerensa? Yo ignoraba que supieras leer.

—Te estás riendo de mí —exclamé—. Basta ya. ¡No pienses que porque me contrataste en la feria, me has comprado!

—¡Kerensa! —dijo ella con altanería, tal como había hablado a la señorita Kellow. Entonces sentí que me temblaban los labios y su expresión cambió de inmediato—. ¿Por qué mirabas los libros? —inquirió con dulzura—. Dímelo, por favor. Quiero saberlo.

Fue ese "por favor" lo que me hizo soltar bruscamente la verdad.

—No es justo —dije—. Yo podría leer si alguien me enseñara cómo hacerlo.

—¿Así que quieres leer?

—Por supuesto, quiero leer y escribir. Quiero eso más que nada en el mundo.

Sentándose en la cama, cruzó sus lindos pies y contempló sus relucientes zapatos.

—Bueno, eso es muy fácil —declaró—. Hay que enseñarte.

—¿Quién me enseñará? —Yo, pues supuesto.

Ese fue el principio. Ella me enseñó, sí, aunque más tarde admitió que pensaba que yo me cansaría pronto de aprender. ¡Cansarme! Yo era infatigable. En el desván, que yo compartía con Bess y Kit, solía despertarme al amanecer y escribir las cartas, copiando las que me había puesto Mellyora como modelo; muchas veces robaba velas del aparador de la señora Yeo y las hacía arder durante la mitad de la noche. Amenazaba a Bess y Kit con terribles desgracias si me delataban, y como yo era la nieta de abuelita Be, ellas accedían dócilmente a guardar mi secreto.

Mellyora estaba asombrada por mis avances, y el día en que yo escribí mi nombre sin ayuda, la emoción la subyugó.

—Es una vergüenza que tengas que hacer este otro trabajo —dijo—. Deberías estar estudiando.

Pocos días más tarde, el reverendo Charles me hizo llamar a su estudio. Era muy delgado, de ojos bondadosos y una piel que parecía tornarse cada día más amarilla. Las ropas le quedaban demasiado grandes, y su cabello castaño claro estaba siempre revuelto y desaliñado. No se preocupaba mucho por sí mismo; se preocupaba sobremanera por los pobres y por las almas de las personas; y más que nada en el mundo, se preocupaba por Mellyora. Se notaba que pensaba en ella como en uno de los ángeles sobre quienes él estaba predicando siempre. Ella podía hacer con él exactamente lo que quería; por eso fue afortunado para mí que ella hubiese heredado de su padre esa preocupación por los demás. El reverendo siempre parecía estar algo inquieto. Yo había creído que esto era porque pensaba en todas las personas que irían al infierno, pero después de que oí la conversación entre Belter y la señora Yeo, se me ocurrió que quizás estuviese inquieto por todo lo que se comía en esa casa y cómo iba a pagarlo él.

—Me dice mi hija que te enseñó a escribir, Kerensa. Eso es muy bueno. Eso es excelente. Quieres leer y escribir, ¿verdad Kerensa?

—Sí, mucho.

—¿Porqué?

Sabiendo que no debía revelarle la verdadera razón, dije mañosamente:

—Porque quiero leer libros, señor. Libros como la Biblia.

Eso le agradó.

—Entonces, hija mía —dijo—, ya que tienes la capacidad, debemos hacer todo lo posible por ayudarte. Mi hija sugiere que mañana participes, junto con ella, en sus lecciones con la señorita Kellow. Diré a la señora Yeo que te excuse de las tareas que deberías estar haciendo en ese momento.

No traté de ocultar mi júbilo, porque no era necesario hacerlo; él me palmeó el hombro.

—Ahora, si descubres que preferirías cumplir tus tareas con la señora Yeo en vez de las que te fije la señora Kellow, debes decirlo.

—¡Jamás lo haré! —respondí con vehemencia.

—Anda, pues —agregó él—, y reza con empeño para que Dios te guíe en todo lo que hagas.

* * *

Esa decisión, que jamás se habría tomado en ninguna otra casa, causó consternación en ésta.

—¡Jamás oí cosa semejante! —refunfuñaba la señora Yeo—, Tomar a esa clase de persona y convertirla en estudiosa. Óiganme bien, hay quienes, dentro de poco, irán a parar al Asilo de Bodmin… y me refiero a gente que no está muy lejos de este cuarto donde estoy. Les digo que el párroco está perdiendo su sano juicio.

Bess y Kit cuchicheaban, diciéndose que aquel era el resultado de un conjuro que abuelita Be había lanzado sobre el párroco. Ella quería que su nieta fuese capaz de leer y escribir igual que una dama. Eso demostraba, ¿verdad?, lo que abuelita Be podía lograr si quería. Yo pensé: " ¡esto será bueno también para abuelita!"

La señorita Kellow me recibió pétreamente; advertí que me iba a decir que ella, una aristócrata empobrecida, no se rebajaría al punto de enseñar a alguien como yo sin presentar lucha.

—Esto es una locura —dijo cuando me presenté.

—¿Por qué? —quiso saber Mellyora.

—¿Cómo crees que podemos continuar con tus estudios si tengo que enseñar el ABC?

—Eso ya lo sabe ella. Ya sabe leer y escribir. —Protestó… vigorosamente.

—¿Qué piensa hacer? —inquirió Mellyora—. ¿Dar un mes de notificación?

—Es posible que lo haga. Quisiera que sepas que di lecciones en la casa de un baronet.

—Lo ha mencionado usted más de una vez —replicó mordazmente Mellyora—. Y ya que tanto lamenta haber dejado esa casa, tal vez deba tratar de encontrar otra parecida.

Era capaz de mostrarse incisiva cuando tenía algo que defender. ¡Qué adalid era!

—Siéntate, pequeña —dijo la señorita Kellow.

Obedecí con suma docilidad porque ansiaba aprender todo lo que ella pudiera enseñarme.

Trató de estropearlo todo, por supuesto; pero mi deseo de aprender y demostrar que ella se equivocaba era tan grande, que dejé asombradas no sólo a Mellyora y la señorita Kellow, sino a mí misma. Habiendo ya dominado el arte de leer y escribir, fácilmente podía perfeccionarme sin ayuda de nadie. Aprendía hechos interesantes acerca de otros países y lo sucedido en el pasado. Pronto pude igualar a Mellyora; mi plan secreto era superarla.

Pero tenía que luchar constantemente contra la señorita Kellow, que me odiaba y constantemente procuraba demostrar lo estúpido que era perder tiempo en mí, hasta que descubrí un modo de hacerla callar.

La había observado con atención pues ya había aprendido que si se tiene un enemigo, conviene saber tanto como se puede descubrir a su respecto. Si es necesario atacar, hay que buscar las partes vulnerables. La señorita Kellow tenía un secreto. La atemorizaba la inseguridad; no le gustaba ser soltera, en lo cual veía cierta mancha en su femineidad. La había visto dar un respingo ante la referencia "solteronas" y empecé á comprender que tenía la esperanza de casarse con el reverendo Charles.

Cada vez que yo estaba sola con ella en el aula, su actitud hacia mí era desdeñosa; jamás elogiaba lo que yo hacía; si tenía que explicar algo suspiraba con impaciencia. Me causaba antipatía. La habría odiado si no hubiese sabido tanto sobre ella y comprendido que era tan insegura como yo.

Un día, cuando Mellyora había salido del aula y yo estaba guardando nuestros libros, se me cayeron algunos. Ella lanzó su desagradable risa, diciendo:

—Ese no es modo de tratar los libros.

—¿Acaso pude evitar que se me cayeran?

—Hazme el favor de ser más respetuosa cuando me hablas.

—¿Por qué motivo?

—Porque ocupo aquí un puesto importante, porque soy una dama… algo que tú nunca serás.

Deliberadamente deposité los libros sobre la mesa. Le hice frente y clavé en ella una mirada tan despectiva como la de ella a mí.

—Por lo menos —dije, recurriendo al dialecto y el acento que estaba aprendiendo a dejar—, colijo que yo no andaría persiguiendo a un viejo párroco, esperando que él se case conmigo.

—¡Cómo te atreves! —exclamó palideciendo, pero mis palabras la habían golpeado, tal como me lo había propuesto yo.

—Oh, sí que me atrevo —repliqué—. Me atrevo a molestarla como usted lo hace conmigo. Escúcheme ahora, señorita Kellow; tráteme bien y yo la trataré bien. No diré una sola palabra sobre usted… y usted me dará lecciones como si yo fuera hermana de Mellyora, ¿entiende?

No contestó; no podía; le temblaban demasiado los labios. Salí entonces, sabiendo que la victoria era mía. Y en efecto, así fue. En adelante ella hizo lo posible por ayudarme a aprender, y dejó de molestarme; y cuando me desempeñaba bien, ella lo decía.

Me sentí tan poderosa como Julio César, cuyas proezas me fascinaban.

* * *

Nadie podía haberse regocijado tanto como Mellyora por mis avances. Cuando yo la aventajaba en las lecciones, ella se alegraba genuinamente. Me cuidaba como a una planta que ella estuviera cultivando; cuando no me desempeñaba tan bien, me hacía reproches. Yo estaba descubriendo que ella era una muchacha extraña… no el simple ser que yo imaginaba. Podía ser tan decidida como yo (o casi) y su vida parecía estar regida por lo que ella consideraba bueno o malo, algo probablemente infundido por su padre. Era capaz de cualquier cosa —por atrevida o audaz que fuese— si estaba convencida de que era correcta. Ella gobernaba en la casa porque no tenía madre y su padre chocheaba Por ella. Por eso, cuando ella dijo que necesitaba una acompañante, una criada personal, yo pasé a ser eso. Era, como se lamentaba continuamente la señora Yeo, algo como ella jamás había oído, pero ya que el rectorado parecía un manicomio, decía ella, no se podía esperar que supiera lo que iba a pasar después.

Se me asignó un cuarto junto al de Mellyora, y pasaba mucho tiempo con ella. Arreglaba sus ropas, las lavaba, compartía sus lecciones e iba de paseo con ella. Le gustaba mucho enseñarme y me enseñó a montar, llevándome en su jaca a dar vueltas por el prado.

No se me ocurría pensar en lo inusitado que esto era.

Simplemente creía que un sueño mío se había vuelto realidad, tal como me había dicho abuelita.

Aunque Mellyora y yo teníamos la misma estatura, yo era mucho más delgada que ella, y cuando me daba vestidos que ella ya no quería, me bastaba con achicarlos para que me quedaran bien. Recuerdo la primera vez que fui a la cabaña con un vestido azul y blanco, de guinga, medias blancas y relucientes zapatos negros… todos regalos de Mellyora. Portaba al brazo una cesta, porque cada vez que visitaba la cabaña llevaba algo.

La única nota discordante en un día perfecto habían sido los comentarios de la señora Yeo, que cuando yo preparaba la cesta, dijo:

—La señorita Mellyora se parece mucho al párroco… es muy afecta a regalar lo que no puede.

Procuré olvidar ese comentario. Me dije que no era más que otro regaño de la señora Yeo, pero fue como una minúscula nube negra en un cielo de verano.

Al cruzar el poblado vi a Hetty Pengaster, la hija del hacendado. Antes del día en que me ofrecí para trabajar en la feria de Trelinket, yo había pensado en Hetty con envidia. Era la única hija del hacendado, aunque éste tenía dos hijos varones —Thomas, que era agricultor como él, y Reuben, que trabajaba para los constructores Pengrant, y que era aquel joven que había creído ver a la séptima virgen cuando se derrumbó el muro del Abbas y. en consecuencia había sido "enredado por los duendes". Hetty érala mimada de la casa, linda y regordeta, con una opulencia que hacía sacudir la cabeza proféticamente a las ancianas, diciendo que los Pengaster debían cuidar que Hetty no tuviese un crío en la cuna antes de tener un anillo en el dedo. Entendí a qué se referían ellas; estaba en el modo en que Hetty caminaba, en las miradas de reojo que lanzaba a los hombres, en los labios gruesos, sensuales. Siempre se ponía cinta en el cabello castaño rojizo y sus vestidos eran siempre ostentosos y de escote bajo.

Estaba casi comprometida con Saul Cundy, que trabajaba en la mina Fedder. Esta sería una extraña unión… pues Saul era un hombre serio, que debía de ser unos diez años mayor que Hetty. Sería un matrimonio aprobado por la familia de ella, ya que Saul no era un minero vulgar. Se le llamaba "capitán Saul" y estaba facultado para emplear hombres; era evidentemente un líder y difícilmente se le habría creído la clase de persona que cortejaría a Hetty. Tal vez la misma Hetty pensara esto, y quisiera divertirse un poco antes de disponerse a un sosegado matrimonio. En ese momento se burló de mí diciendo:

—Vaya, si es Kerensa Carlee… toda engalanada y lista para conquistar.

En un tono que había aprendido de Mellyora, repuse:

—Estoy visitando a mi abuela.

—¡Ooooh! No me diga, señora mía. Tenga cuidado, no se ensucie las manos con gente como nosotros.

Mientras seguía de largo la oí reír, y no me importó en lo más mínimo. A decir verdad, quedé complacida. ¿Por qué había envidiado alguna vez a Hetty Pengaster? ¿Qué importancia tenía una cinta en los cabellos, zapatos en los pies, comparados con la capacidad de escribir y leer, y de hablar como una dama?

Pocas veces me había sentido tan feliz como entonces, cuando seguí camino hacia la cabaña. Encontré sola a abuelita, cuyos ojos brillaban de orgullo cuando me besó. Por más que yo aprendiera, jamás dejaría de amar a abuelita y de anhelar su aprobación.

—¿Dónde está Joe? —pregunté.

Abuelita estaba alborozada. ¿Conocía yo al señor Pollent, el veterinario, que hacía buenos negocios allá por Molenter? Pues había venido a la cabaña. Había oído a alguien decir que Joe era hábil con los animales, y le venía bien alguien así… alguien que pudiese trabajar para él.

Lo adiestraría y tal vez hiciese de él un veterinario.

—¿Entonces Joe fue a ver al señor Pollent?

—Bueno, ¿qué te parece? Era la ocasión de toda una vida.

—Veterinario… Yo pensaba que fuese médico. —La de veterinario es una excelente profesión, hermosa.

—No es lo mismo —respondí melancólicamente.

—Bueno, al menos es un comienzo. Durante un año ganará su manutención, luego se le pagará. Y Joe está feliz como un rey. No piensa en otra cosa que en esos animales.

Repetí las palabras de abuelita:

—Es un comienzo.

—También me quita un peso del espíritu —admitió ella—. Ahora que los veo a los dos asentados, digamos, estoy tranquila.

—Abuelita, creo que una puede conseguir lo que desea —dije—. Quién habría pensado que yo estaría aquí, con zapatos de hebilla y un vestido de guinga con encaje en el cuello.

—Quién lo habría pensado —repitió ella.

—Yo lo soñé, y tanto lo ansié que llegó… Abuelita, está allí, ¿verdad? El mundo entero… ¿allí está si una sabe cómo hacerlo suyo?

Abuelita puso su mano sobre la mía.

—No olvides, preciosa, que la vida no es siempre tan fácil. ¿Y si otra persona tiene ese mismo sueño? ¿Si quiere el mismo trozo del mundo que quieres tú? Has tenido suerte. Todo se debe a la hija del párroco. Pero no olvides que eso fue fortuna; y hay buena fortuna y mala fortuna.

No escuchaba, en realidad. Estaba demasiado contenta. Es cierto; me apesadumbraba un poco que Joe hubiese ido tan solo al veterinario. De haber sido el doctor

Hilliard, yo me habría sentido como una maga que hubiese hallado las llaves del reino en la Tierra.

Con todo, para Joe era un comienzo; y ahora había más para comer en la cabaña. La gente iba a ver a abuelita. Creían de nuevo en ella. ¡Miren a esa nieta suya introduciéndose en el rectorado! ¡Miren a ese nieto! El señor Pollent yendo en persona a la cabaña para preguntar " ¿podría yo adiestrarlo, por favor?" ¿Qué era eso sino brujería? ¡Magia! Llámenlo como quieran. Cualquier anciana capaz de hacer eso podría quitarle a uno las verrugas, podría darle el polvo adecuado para curar esto o aquello, podría ver en el futuro y decirle a uno lo que debía hacer.

Por eso abuelita prosperaba también.

Todos prosperábamos. Nunca se habían vivido tales épocas.

Cantaba sola cuando emprendí el regreso al rectorado.

* * *

Mellyora y yo estábamos juntas mucho tiempo, ahora que yo era una acompañante apropiada para ella. Yo la imitaba en muchos aspectos… andando, hablando, quedándome quieta cuando hablaba, manteniendo baja la voz, conteniendo mi impaciencia, siendo fría en lugar de acalorada. Era un estudio fascinante. La señora Yeo había dejado de refunfuñar; Bess y Kit habían dejado de extrañarse; Belter y Billy Toms ya no me gritaban al pasar; inclusive me llamaban señorita. Y hasta la señorita Kellow era cortés conmigo. No tenía ninguna tarea en la cocina; mi obligación era cuidar las ropas de Mellyora, peinarla, pasear con ella, leer con ella y para ella, hablar con ella. Era la vida de una dama, me aseguraba yo. Y hacía sólo un año que me había ofrecido en la feria de Trelinket para trabajar.

Pero me faltaba lograr mucho. Siempre me sentía un poco deprimida cuando Mellyora recibía invitaciones y salía de visita. A veces la acompañaba la señorita Kellow, a veces su padre; yo jamás. Ninguna de estas invitaciones, naturalmente, incluía a la criada de Mellyora, su doncella o lo que se quisiera llamarla.

A menudo Mellyora iba con su padre a la casa del médico; en muy pocas ocasiones iba al Abbas; jamás iba a la Casa Dower, porque según me explicó, el padre de Kim era capitán de mar y casi nunca estaba en casa, y durante las vacaciones nadie esperaba que Kim recibiera gente; pero cuando iba al Abbas solía encontrarlo allí, porque era amigo de Justin.

Cuando regresaba de una visita al Abbas, Mellyora estaba siempre cabizbaja, y conjeturé que ese lugar significaba algo para ella también… o la gente que allí vivía. Yo podía ver razones para esto. Debía de ser maravilloso entrar audazmente en el Abbas como huésped. Algún día me sucedería eso; de ello estaba segura.

Un domingo de Pascua, aprendí más acerca de Mellyora de lo que antes había sabido. Los domingos eran, naturalmente, días de mucho trajín en el rectorado, debido a tantas ceremonias religiosas. El sonido de las campanas continuaba durante casi todo el día, y como estábamos tan cerca, parecía oírse dentro mismo de la casa.

Yo siempre iba al servicio religioso matinal, del que disfrutaba, principalmente —debo admitirlo— porque me ponía un sombrero de paja de Mellyora y uno de sus vestidos; y sentada en el banco del rectorado me sentía majestuosa e importante. También amaba la música, que siempre me ponía en un estado de regocijo, y me gustaba alabar y dar gracias a Dios que hacía realidad los sueños. Los sermones me resultaban aburridos, pues el reverendo Charles no era un orador inspirado, y cuando, durante ellos, estudiaba a la congregación, mis ojos iban invariablemente a posarse en los bancos del Abbas.

Estos se encontraban al costado de la iglesia, apartados de los demás. Habitualmente había en la iglesia unos cuantos criados de la casa. La fila delantera, donde se debía sentar la familia, estaba casi siempre vacía.

Inmediatamente detrás del banco del Abbas estaban las bellas ventanas de cristal, que según decían algunos, eran de los mejores en Cornualles… azules, rojos, verdes y malvas que resplandecían al sol; eran exquisitas y un Saint Larston las había donado a la iglesia cien o más años atrás; en las dos paredes, a ambos lados de los bancos, había monumentos dedicados a antepasados de los Saint Larston. Inclusive en la iglesia, se tenía la impresión de que los Saint Larston eran dueños de ella, como de todo lo demás.

Toda la familia estaba en el banco aquel día. Supongo que porque era la Pascua. Allí estaba Sir Justin, cuya cara parecía más purpúrea (tal como la del párroco parecía más amarilla) cada vez que yo lo veía; allí estaba su esposa, Lady Saint Larston, alta, de nariz algo ganchuda, con aspecto muy imperioso y arrogante, y los dos hijos, Justin y Johnny, que no habían cambiado mucho desde aquel día en que yo me los había encontrado en el jardín tapiado. Justin se mostraba frío y sereno; se parecía más a su madre que Johnny. Comparado con su hermano, Johnny era bajo, y carecía de la dignidad de Justin; sus ojos recorrían sin cesar la iglesia como si buscase a alguien.

Me encantaba el servicio religioso de Pascua y las flores que decoraban el altar; me encantaba el jubiloso canto de Hosanna. Me parecía saber cómo debía ser alzarse de entre los muertos; durante el sermón, mientras observaba a los ocupantes de los bancos del Abbas, pensaba en el padre de Sir Justin encaprichado con abuelita, y en cómo ella iba a verlo en secreto por el bien de Pedro. Me preguntaba qué habría hecho yo en el lugar de abuelita.

Entonces me di cuenta de que, a mi lado, también

Mellyora observaba el banco del Abbas; su expresión era arrobada, totalmente absorta… y miraba directamente a Justin Saint Larston. Había en su cara un resplandor de placer y se la veía más linda de lo que yo la había visto jamás. Tiene quince años, me dije, suficiente para estar enamorada, y lo está del joven Justin Saint Larston.

Lo que yo estaba descubriendo acerca de Mellyora parecía no tener fin. Tenía que averiguar más. Tenía que hacerla hablar de Justin.

No aparté mis ojos de la familia Saint Larston, y antes de concluir la ceremonia supe a quién buscaba Johnny. ¡A Hetty Pengaster! Mellyora y Justin… eso era comprensible. ¡Pero Johnny y Hetty Pengaster!

Esa tarde el sol brilló cálidamente para esa época del año, y Mellyora tuvo ganas de salir. Nos pusimos unos grandes sombreros, que daban sombra, porque Mellyora decía que no debíamos permitir que el sol nos estropeara la tez. La suya era clara, muy susceptible al sol, y le salían pecas con facilidad; mi piel olivácea parecía indiferente; de todos modos me gustaba ponerme un sombrero que diera sombra, porque era lo que hacían las damas.

Mellyora estaba de humor solemne; me preguntaba si eso tenía algo que ver con haber visto a Justin en la iglesia esa mañana. Pensé que él debía de tener veinte años, es decir, unos cinco más que ella. Ella le debía parecer apenas una niña. Me estaba volviendo experta en lo mundano, y me pregunté— si para un futuro Sir Justin Saint Larston se consideraría adecuado casarse con la hija de un párroco.

Pensé que ella iba a confiarme algo cuando dijo":

—Esta tarde quiero decirte algo, Kerensa.

Ella conducía nuestra marcha, como lo hacía con frecuencia; de vez en cuando tenía su modo de recordar a una que ella era el ama, y yo no olvidaba que le debía mi contento de entonces.

Me sorprendí cuando cruzó el rectorado hasta un seto vivo que separaba de la iglesia el jardín. En el seto había un hueco por donde pasamos.

Entonces se volvió para sonreírme, diciendo:

—Oh, Kerensa, qué bueno es poder salir contigo y no con la señorita Kellow. Ella es un poco estirada, ¿no te parece?

—Tiene una tarea que cumplir —contesté. Qué extraño, cómo defendía yo a esa mujer cuando no estaba presente.

—Oh, lo sé. ¡Pobre vieja Kelly! Pero tú, Kerensa, actúas de señorita de compañía. ¿No te parece gracioso eso?

Asentí. Ella continuó:

—Bueno, si hubieses sido mi hermana, supongo que nos habría fastidiado una señorita de compañía.

Nos abrimos paso por entre las lápidas hacia la iglesia.

—¿Qué ibas a decirme? —pregunté.

—Antes quiero mostrarte algo. ¿Cuánto tiempo hace que vives en Saint Larston, Kerensa?

—Llegué cuando tenía unos ocho años.

—Ahora tienes quince, o sea que debe de haber sido hace siete años. No te habrías enterado. Sucedió hace diez años.

Y me guió hacia el costado de la iglesia, donde se alzaban del suelo una o dos lápidas más recientes. Deteniéndose ante una de ellas, como si leyera la inscripción, me hizo señas de que me acercara.

—Léela —dijo. Yo leí:

—"Mary Anna Martin, treinta y ocho años. En plena vida nos rodea la muerte."

—Esa era mi madre. Fue sepultada aquí hace diez años. Ahora lee el nombre de abajo.

—"Kerensa Martin". ¡Kerensa!

Ella asintió, sonriéndome con expresión satisfecha.

—¡Kerensa! Me encanta tu nombre. Me encantó tan pronto como lo oí. ¿Recuerdas? Estabas dentro del muro. Dijiste: "No es eso, es la señorita Kerensa Carlee." Qué extraño, cómo se pueden rememorar días y días en un minuto apenas. Recordé cuando dijiste eso. Esta Kerensa Martin era mi hermana. Verás, dice "tres semanas y dos días de edad", y la fecha. Es la misma que la de arriba. Algunas de esas lápidas tienen historias que contar, ¿verdad?, si una se pasea leyéndolas.

—¿Entonces tu madre murió al nacer ella?

Mellyora asintió con la cabeza.

—Yo quería una hermana. Tenía cinco años y me parecía haberla esperado durante años. Cuando ella nació, me entusiasmé. Creía que podríamos jugar juntas enseguida. Entonces me dijeron que debía esperar a que ella creciese. Recuerdo que a cada rato corría hasta mi padre diciéndole: "Ya esperé. ¿Ella no es todavía grande como para jugar?" Hacía planes para Kerensa. Sabía que iba a ser Kerensa antes ya de que ella naciese. Mi padre quería para ella un nombre de Cornualles, y decía que ése era un hermoso nombre porque significaba paz y amor que, según él, eran las mejores cosas en el mundo. Mi madre solía hablar de ella y estaba segura de que tendría una niña. Por eso hablábamos de Kerensa. Salió mal, ¿entiendes? Murió y mi madre murió también; y entonces todo fue distinto. Nodrizas, institutrices, amas de llave… y lo que yo había anhelado era una hermana. Deseaba una hermana más que nada en el mundo…

—Comprendo.

—Bueno, por eso fue que cuando te vi allí de pie… y porque te llamabas Kerensa. ¿Entiendes a qué me refiero?

—Pensé que era porque me compadecías.

—Compadezco a todos los que veo en la plataforma de contratación, pero no podía traerlos a mi casa, ¿verdad? Papá ya está bastante preocupado por las cuentas. —Rió al agregar—: Me alegro de que hayas venido.

Contemplé la lápida, pensando en la fortuna que me había brindado todo cuanto yo quería. Podría haber sucedido de modo muy distinto. Si esa pequeña Kerensa hubiese vivido… si no se hubiese llamado Kerensa… ¿dónde estaría yo en ese momento? Pensé en los ojillos porcinos de Haggety, en la fina boca de la señora Rolt, en la tez purpúrea de Sir Justin, y me sentí intimidada por esa serie de acontecimientos a lo que se llama Fortuna.

* * *

Después de nuestra charla en el camposanto, éramos más amigas que nunca. Mellyora quiso hacerse la idea que yo era su hermana. Yo estaba muy dispuesta. Esa noche, cuando le cepillaba el cabello, empecé a hablar sobre Justin Saint Larston.

—¿Qué opinas de él? —pregunté y vi que se ruborizaba enseguida.

—Me parece guapo.

—¿Más que Johnny?

—¡Oh… Johnny! —exclamó en tono despectivo.

—¿Habla mucho contigo?

—¿Quién… Justin? Siempre se muestra amable cuando voy allá, pero está muy ocupado. Trabaja. Se diplomará este año y entonces estará siempre en casa.

Sonreía secretamente, pensando en el futuro, cuando Justin estaría siempre en casa. Yendo a caballo por el campo se le encontraría; cuando ella fuese de visita con su padre él estaría allí.

—¿Te agrada? —insistí. Ella asintió con la cabeza, sonriendo—. ¿Más que… Kim? —arriesgué.

—¿Kim? ¡Oh, es alocado! —Arrugó la nariz—. Me gusta Kim. Pero Justin es igual que un… caballero antiguo. Sir Galahad o Sir Lancelot. Kim no es así.

Pensé en Kim llevando a Joe a través del bosque hasta nuestra ¿abaña, aquella noche. No creía que Justin hubiera hecho eso por mí. Pensé en Kim mintiendo a Mellyora acerca del muchacho que se había caído del árbol.

Mellyora y yo éramos como hermanas; íbamos a compartir secretos, aventuras, nuestras vidas enteras. Tal vez ella prefiriese a Justin Saint Larston… pero mi caballero antiguo era Kim.

* * *

La señorita Kellow tenía uno de sus ataques de neuralgia, y Mellyora, que siempre era compasiva hacia los enfermos, insistió en que se quedase acostada. Ella misma corrió las cortinas, y ordenó a la señora Yeo que no la molestaran hasta las cuatro, hora en que se le debía llevar el té.

Habiéndose ocupado de la señorita Kellow, Mellyora me hizo llamar y dijo que tenía ganas de dar un paseo a caballo. Mis ojos centellearon, porque ella, naturalmente, no iría sin compañía, y yo estaba segura de que preferiría la mía antes que la de Belter.

Mellyora montó su jaca y yo iba en Cereza, que se utilizaba para el cochecito. Tenía la esperanza de que algunas personas de Saint Larston me viesen al cruzar el poblado, especialmente Hetty Pengaster, en quien me había fijado más desde que percibí el interés de Johnny Saint Larston en ella.

Sin embargo, nos vieron tan sólo algunos niños que se apartaron a nuestro paso; los varones saludaron con respeto y las niñas hicieron reverencias… lo cual me llenó de satisfacción.

En poco tiempo llegamos al páramo, y la belleza del paisaje me quitó el aliento. Inspiraba temeroso respeto. No había signos de morada alguna, nada más que páramo, cielo y los tormos que, aquí y allá, se alzaban del erial. Sabía que la escena podía ser lóbrega de noche; ese día era resplandeciente, y el sol, al caer sobre los arroyuelos que aquí y allá caían sobre los peñascos, los convertía en plata; y podíamos ver que en el césped, las gotas de agua brillaban cual diamantes.

Mellyora tocó levemente los flancos de su jaca, que se lanzó al galope; yo la seguí, y saliendo del camino atravesamos la hierba hasta que Mellyora detuvo su cabalgadura frente a una extraña formación de piedra; y cuando llegué en pos de ella, porque su jaca era más veloz que la mía, vi tres losas de piedra verticales sosteniendo otra losa que se apoyaba encima de ellas.

—¡Pavoroso! —comentó Mellyora—, Mira en torno. No hay señales de nadie. Aquí estamos, Kerensa, tú y yo, solas con eso. ¿Sabes qué es? Es un cementerio. Hace años y años… tres o cuatro mil años antes de que naciera Cristo, las personas que vivían aquí erigieron esa tumba. No podrías mover esas piedras aunque lo intentaras durante el resto de tu vida. Kerensa, ¿no te hace sentir… extraña estar aquí, al lado de eso, y pensar en esa gente?

La miré; con el viento agitándole los rubios cabellos, que caían en rizos bajo su gorro de montar, estaba muy bonita. Además, hablaba en serio.

—Dime, ¿qué te hace sentir, Kerensa? —insistió.

—Que no hay mucho tiempo.

—¿Mucho tiempo para qué?

—Para vivir… para hacer lo que una quiere… para obtener lo que una desea.

—Dices cosas extrañas, Kerensa. Me alegra que lo hagas. No soporto saber lo que van a decir las personas. Eso me ocurre con la señorita Kellow, y hasta con papá. Contigo nunca lo sé con certeza.

—¿Y con Justin Saint Larston? Apartándose, repuso con tristeza:

—Casi nunca me habla ni se fija en mí. Tú dices que no hay mucho tiempo, pero mira lo que se tarda en crecer.

—Piensas eso porque tienes quince años, y cada año que pasa parece largo cuando se han vivido solamente quince y se tienen sólo quince con los cuales comparar. Cuando se tienen cuarenta o cincuenta… un año parece menos, porque se los compara con los cuarenta o cincuenta que se han vivido.

—¿Quién te lo dijo?

—Mi abuelita, que es muy sabia.

—He oído hablar de ella. Bess y Kit la mencionan. Dicen que tiene "poderes", que puede ayudar a la gente… —Quedó pensativa; luego agregó—: Esto se denomina un quoit. Me dijo papá que fueron construidos por los celtas, los de Cornualles, que han estado aquí mucho más tiempo que los ingleses.

Atamos un rato nuestras jacas y nos sentamos apoyadas en las piedras, mientras ellas mordisqueaban el pasto y Mellyora me hablaba de las conversaciones que había tenido con su padre acerca de las antigüedades de Cornualles. Yo la escuchaba con suma atención, orgullosa de pertenecer a un pueblo que había habitado esta isla más tiempo que los ingleses, y que había dejado esos monumentos peculiarmente inquietantes a sus muertos.

—No podemos estar lejos del territorio de los Derrise —dijo por fin Mellyora, levantándose para indicar que deseaba montar—. No me digas que nunca oíste hablar de los Derrise. Son la gente más adinerada de los alrededores; poseen acres y acres de terreno,

—¿Más que los Saint Larston?

—Mucho más. Vamos; perdámonos. Siempre es tan divertido perderse y encontrar Juego el camino.

Montó en su jaca y partimos; ella iba adelante.

—Es un tanto peligroso —me gritó por sobre el hombro, más preocupada por mí, que no era tan experta, que por sí misma, y sofrenó su jaca. Llegué a su lado e hicimos que nuestros caballitos fueran al paso sobre la hierba—. Es fácil perderse en el páramo, porque hay muchas cosas que se parecen. Hay que encontrar un punto de referencia… como ese tormo de allí. Creo que es el Tormo de Derrise, y si lo es, ya sé dónde estamos.

—¿Cómo puedes saber dónde estás si no tienes la certeza de que es el Tormo de Derrise?

Riéndose de mí contestó:

—Ven.

Ascendíamos al encaminarnos hacia el tormo; estábamos ahora en terreno pedregoso y el mismo tormo se encontraba sobre un montecillo; una extraña forma retorcida de piedra gris que, desde cierta distancia, podía confundirse con un nombre de proporciones gigantescas.

Volvimos a desmontar, atamos las jacas a un grueso arbusto y, juntas, trepamos al tormo por el montecillo. Era más empinado de lo que habíamos pensado, y cuando llegamos a la cima… Mellyora, que semejaba una enana junto a un gigante, se apoyó en la piedra y anunció, entusiasmada, que estaba en lo cierto. Aquel era el territorio de los Derrise.

—¡Mira! —exclamó, y yo, siguiendo su mirada, vi la gran mansión.

Grises muros de piedra, torres almenadas, una imponente fortaleza que semejaba un oasis en el desierto, pues la casa estaba rodeada de jardines. Entreví árboles cargados de capullos frutales, y verde césped.

—Es la Finca Derrise —me informó ella.

—Parece un castillo.

—Lo es; y aunque se dice que los Derrise son la gente más rica del este de Cornualles, algunos afirman que están sentenciados.

—¿Sentenciados, con una casa como esa y tanta riqueza?

—Ah, Kerensa. Tú siempre piensas en términos de posesiones mundanas. ¿Nunca escuchas los sermones de papá?

—No, ¿y tú?

—Tampoco, pero sin escuchar sé lo de los tesoros en la Tierra y todo eso. Como quiera que sea, pese a todo su dinero, los Derrise están sentenciados.

—¿Sentenciados a qué?

—A la locura. En la familia hay locura y se manifiesta de vez en cuando. Dice la gente que por suerte no hay ningún hijo que continúe el linaje, y que con esta generación terminarán los Derrise y su maldición.

—Vaya, eso es bueno.

—Ellos no piensan lo mismo. Quieren que su nombre se perpetúe y todo eso. La gente siempre desea eso, no sé por qué.

—Es una especie de orgullo —repuse—. Es como no morir nunca, porque siempre hay una parte de uno que sigue viviendo a través de los hijos.

—¿Por qué no valen las hijas tanto como los hijos? —Porque ellas no tienen el mismo apellido. Cuando se casan pertenecen a otra familia y el linaje se pierde.

Mellyora quedó pensativa. Luego dijo:

—Los Martin morirán conmigo. Piénsalo… Al menos los Carlee tienen a tu hermano… el que se lastimó una pierna cayéndose de un árbol.

Como ahora nos habíamos hecho amigas y yo sabía que podía confiar en ella, le conté la verdad de aquel incidente. Ella me escuchó con atención; luego dijo:

—Me alegro de que lo hayan salvado. Me alegro de que Kim ayudara.

—¿No se lo dirás a nadie?

—Por supuesto que no. Pero en todo caso, nadie podría hacer gran cosa al respecto ahora. ¿No te parece extraño, Kerensa? Vivimos aquí, en este tranquilo paraje rural, y en torno a nosotras suceden cosas tremendas, tal como si viviéramos en una gran ciudad…i tal vez más aún. Piensa en los Derrise.

—Jamás había oído hablar de ellos hasta hoy.

—¿Nunca oíste la historia? Pues te la contaré. Hace doscientos años, una Derrise dio a luz un monstruo… fue algo espantoso. Lo encerraron en un cuarto secreto, emplearon a un hombre vigoroso para que lo cuidase y ante el mundo fingieron que el pequeño había nacido muerto. Introdujeron en la casa un pequeñuelo muerto, que fue sepultado en la bóveda de los Derrise; mientras tanto el monstruo seguía viviendo. Le tenían terror porque era no sólo deforme, sino maligno. Algunos decían que el demonio había sido el amante de su madre. Tuvieron otros hijos; con el tiempo Uno de éstos se casó y llevó a la casa a su reciente esposa. La noche de bodas jugaron al escondite y la novia fue a esconderse. Como era Navidad, el carcelero fue a participar en la francachela. Bueno, bebió tanto que se durmió, ebrio, pero había dejado la llave en la puerta del cuarto del monstruo, y cuando la recién casada, que no conocía la casa ni sabía que nadie entraba jamás en el sector al que se decía hechizado porque el monstruo emitía ruidos extraños de noche, vio la llave en la cerradura, la hizo girar y el monstruo se le abalanzó. Viéndola tan bella, no le hizo daño, pero ella quedó encerrada con él y gritó, gritó tanto, que quienes la buscaban supieron dónde estaba. Conjeturando lo sucedido, su marido echó mano de un arma, irrumpió en el cuarto y mató de un tiro al monstruo. Pero la joven esposa enloqueció, y el monstruo al morir maldijo a todos los Derrise, diciendo que lo sucedido a la mujer reaparecería de vez en cuando en la familia.

Yo escuchaba el relato fascinada. Mellyora continuó: —Dicen que la actual Lady Derrise está medio loca. Cuando hay luna llena sale al páramo y baila alrededor del tormo. Tiene una acompañante que es una especie de guardiana. Eso es muy cierto, y se trata de la maldición. Ellos están sentenciados, te repito, así que no podrías envidiarles su hermosa casa y sus riquezas. Pero ahora la maldición se extinguirá, porque este será el final del linaje. Sólo queda Judith.

—¿La hija de la dama que baila alrededor del tormo bajo la luna llena?

Mellyora movió la cabeza, asintiendo. Yo le pregunté:

—¿Crees en la historia de las vírgenes?

Mellyora asintió antes de responder.

—Pues… cuando estoy allí, entre esas piedras, me parece que estuvieran vivas.

—A mí también.

—Una noche, Kerensa, cuando haya luna llena, iremos allá y las observaremos. Siempre quise estar allí con luna llena.

—¿Crees que la luz lunar tiene algo de especial?

—Por supuesto. Los antiguos britanos adoraban al sol… y a la luna, supongo. Hacían sacrificios y demás. Ese día, cuando te vi dentro del muro, pensé que eras la séptima virgen.

—Eso supuse. Tu expresión era tan rara… como la que tendrías si vieras un fantasma.

—Y esa noche —prosiguió Mellyora—, soñé que te estaban emparedando en el Abbas, y yo arrancaba las piedras hasta sangrarme las manos. Te ayudé a escapar, Kerensa, pero al hacerlo me lastimé terriblemente. —Volvió la espalda al paisaje que se extendía ante nosotras—. Es hora de que volvamos a casa —agregó.

Al principio, durante el viaje de regreso, estábamos solemnes; luego pareció obsesionarnos a las dos el deseo de romper el estado de ánimo que nos dominaba. Mellyora dijo que en ninguna parte del mundo había tantas leyendas como en Cornualles.

—¿Por qué las habrá? —inquirí.

—Porque somos el tipo de personas a quienes les ocurren esas cosas, supongo.

Después nuestro estado de ánimo se tornó frívolo y nos empezamos a contar relatos descabellados acerca de las piedras y peñascos que veíamos, cada una procurando superar el relato de la otra y volviéndose cada vez más ridícula.

Pero ninguna de nosotras prestaba realmente atención a lo que decíamos; creo que Mellyora estaba pensando en ese sueño suyo… y yo también.

* * *

El tiempo empezó a trascurrir con rapidez porque cada día era igual al otro. Me había asentado en mi cómoda rutina; y cada vez que iba a la cabaña a ver a abuelita, le decía que ser casi una dama era tan maravilloso como yo siempre había pensado que sería. Ella dijo que esto se debía a que yo estaba siempre esforzándome por alcanzar una meta, lo cual era un buen modo de vivir con tal de que la meta fuese buena. Por su parte, le iba bien… mejor que nunca, y habría podido vivir bastante bien con las cosas buenas que yo llevaba de las cocinas del rectorado, y que Joe le llevaba de la casa del veterinario; el mismo día anterior los Pengaster habían matado un cerdo y Hetty se había ocupado de hacerle llegar un jamón de buen tamaño. Ella lo había salado y tenía comida para muchos días. Su renombre nunca había sido tan alto. Joe era feliz en su labor; el veterinario lo tenía en gran estima, de vez en cuando le daba uno o dos peniques cuando él había desempeñado especialmente bien alguna tarea. Joe decía que vivía con la familia y se le trataba como a un miembro de ella; pero no le habría importado cómo lo trataran con tal de que pudiera ocuparse de sus animales.

—Es raro, cómo ha resultado todo tan bien —comenté.

—Como el verano después de un mal invierno —asintió abuelita—. Sin embargo, preciosa, debes recordar que el invierno puede volver y volverá. No es natural tener verano siempre.

Pero yo estaba convencida de que iba a vivir en un verano perpetuo. Tan sólo algunos asuntos triviales oscurecían mi placentera existencia. Uno fue cuando vi a Joe pasar por el poblado con el veterinario, rumbo a los establos del Abbas. Iba de pie en la parte trasera del coche, y yo pensé que para mi hermano era una indignidad viajar como un sirviente. Me habría gustado verlo viajar como un amigo del veterinario, o como un ayudante. Mejor aún si hubiese podido viajar en la berlina del médico.

Aún detestaba esas ocasiones en que Mellyora salía de visita con su mejor vestido y sus largos guantes blancos. Quería estar a su lado, aprendiendo cómo entrar en una sala de recibo, cómo participar en una charla ligera. Pero nadie me invitaba, por supuesto. Por otro lado, la señora Yeo solía comunicarme de vez en cuando que, pese a la amistad de la señorita Mellyora, yo no era más que una criada superior en la casa… casi a la altura de su enemiga la señorita Kellow, pero no tanto. Estos eran pequeños pinchazos en mi idílica vida.

Y cuando Mellyora y yo bordábamos nuestros monogramas —nombres y fechas en diminutas puntadas en cruz, que me resultaban muy difíciles—, la señorita Kellow nos permitió elaborar nuestro propio lema. Yo elegí como el mío: "La vida es tuya para moldearla como quieras." Y como éste era mi credo, disfruté de cada costura. Mellyora eligió como el suyo: "Haz a los demás lo que quieras que te hagan a ti", porque decía que si se obedecía ese lema, se debía ser buena amiga para todos, ya que una misma era su mejor amiga.

Recuerdo con frecuencia aquel verano: sentadas junto a la ventana mientras estudiábamos nuestras lecciones, o a veces bajo el castaño en el prado, mientras bordábamos nuestros monogramas y conversábamos con la música de fondo de las abejas satisfechas en dulce lavanda perfumada. El jardín estaba pleno de lindos aromas… las diversas flores, los pinos y la tibia tierra húmeda, mezclados con ocasionales olores de la cocina. Blancas mariposas (que fueron una plaga ese verano) danzaban locamente entre el colgante púrpura de las flores. A veces yo procuraba captar un instante y susurraba para mí: "Ahora. ¡Esto es ahora!" Quería conservarlo así para siempre. Pero el tiempo siempre estaba allí para derrotarme… pasando, pasando inexorablemente; y al mismo tiempo que yo hablaba, ese "ahora" se había vuelto pasado. Del otro lado del seto vivo percibía yo la presencia del camposanto con sus lápidas, un recordatorio constante de que el tiempo no se detendrá para ninguno de nosotros; pero siempre me las ingeniaba para darle la espalda, pues ¡cuánto ansiaba que ese verano continuara! Tal vez fuese alguna intuición de mi parte, porque en ese verano tuvo lugar el final de la vida en la que yo había encontrado un hueco cómodo para mí.

Justin Saint Larston había salido de la Universidad el año anterior, y lo veíamos con mayor frecuencia. A menudo solía yo encontrarlo cuando cruzaba el poblado a caballo. Ahora tenía como tarea ayudar en la propiedad preparándose para el día en que pasaría a ser el dueño. Si Mellyora estaba conmigo, él solía inclinarse cortésmente y hasta sonreír, pero su sonrisa era un tanto melancólica. Cuando nos lo encontrábamos, eso alegraba el día a Mellyora; solía ponerse más linda y más tranquila, como si la ocuparan pensamientos placenteros.

Kim, que era un poco más joven que Justin, se encontraba todavía en la Universidad; yo pensaba complacida en los días en que él hubiera concluido sus estudios; tal vez entonces lo viéramos con mayor frecuencia en el poblado.

Una tarde estábamos sentadas en el césped, con nuestros bordados en las manos. Yo había puesto fin a mi lema, llegando al punto final después de "quieras" cuando Bess salió corriendo al prado. Fue derecho hacia nosotras y exclamó:

—¡Señorita, hay noticias terribles del Abbas! Mellyora palideció un poco y dejó caer sobre el césped su costura.

—¿Qué noticias? —preguntó, y yo supe que estaba pensando que algo terrible le había ocurrido a Justin.

—Es Sir Justin. Tuvo como un colapso en el gabinete, así dicen. El doctor estuvo con él. Está muy mal. Dicen que no hay esperanzas de que viva.

—¿Quién lo dice? —inquirió Mellyora, visiblemente tranquilizada.

—Pues el señor Belter se lo oyó al jefe de plafreneros de allá. Dice que Sir Justin se encuentra en un estado terrible.

Mientras Bess entraba a la casa, nosotras nos quedamos sentadas en el césped, pero ya no podíamos trabajar. Yo sabía que Mellyora estaba pensando en lo que esto significaría para Justin. Si su padre moría, él sería Sir Justin, y el Abbas le pertenecería. Me pregunté si Mellyora estaba triste porque no le gustaba oír hablar de enfermedades, o tal vez Justin le pareciese más fuera del alcance que nunca.

* * *

La señorita Kellow fue la primera en recibir la siguiente noticia. Todas las mañanas leía los anuncios, porque según sugería, le interesaba enterarse de los nacimientos, muertes y matrimonios que tenían lugar en las ilustres familias a las que había servido.

Entró en el aula con el diario en la mano. Mellyora me miró con una leve mueca, que la señorita Kellow no pudo ver y significaba: "Ahora nos enteramos de que Sir Fulano se casa o ha muerto… y que ella fue tratada como parte de la familia cuando los sirvió… y cuan distinta era su vida antes de rebajarse a convertirse en institutriz en la pobre residencia de un párroco rural".

—En el diario hay cierta noticia interesante —anunció.

—¿Aja? —Mellyora siempre evidenciaba interés. Con frecuencia me decía: "Pobre Kelly, no encuentra mucha diversión en la vida. Qué disfrute de sus honorables y de sus nobles."

—Habrá una boda allá en el Abbas. Mellyora no dijo palabra.

—Sí —prosiguió la señorita Kellow, en aquel modo suyo, enloquecedor y lento, indicando que deseaba mantenernos en suspenso el mayor tiempo posible—. Justin Saint Larston está comprometido para casarse.

No imaginaba que pudiera yo sentir tan agudamente el pesar de otra persona. Al fin y al cabo, no era cosa de mi incumbencia con quién se casara Justin Saint Larston. Pero, ¡pobre Mellyora, que había abrigado tantos sueños! También de estoy pude yo aprender una lección. Era un desatino soñar, salvo que se hiciera algo por lograr que un sueño se hiciese real. Y ¿qué había hecho jamás Mellyora? ¡Solamente sonreírle atractivamente al pasar ellos; vestirse con especial cuidado cuando la invitaba a tomar el té en el Abbas! Cuando mientras tanto él la veía como a una niña.

—¿Con quién se casará? —preguntó Mellyora, hablando con mucha claridad.

—Pues, parece extraño que se lo haya anunciado en este preciso momento —continuó la señorita Kellow, todavía deseosa de retrasar el desenlace—, con Sir Justin tan enfermo y propenso a morir en cualquier momento. Pero es posible que sea ésa precisamente la razón.

—¿Quién? —repitió Mellyora.

La señorita Kellow ya no pudo seguir ocultándolo.

—La señorita Judith Derrise —dijo.

Sir Justin no murió, pero quedó paralizado. Nunca volvimos a verlo ir de caza a caballo, o a pie hacia el bosque, con su escopeta sobre el hombro. El doctor Hilliard lo visitaba dos veces por día, y la pregunta más frecuente en Saint Larston era: " ¿Sabe cómo se encuentra él hoy?"

Todos preveíamos su muerte, pero él seguía viviendo; y entonces aceptamos el hecho de que no iba a morir todavía, aunque estaba paralizado y no podía caminar.

Después de haber oído la noticia, Mellyora se fue a su cuarto y no quiso ver a nadie… ni siquiera a mí. Dijo que le dolía la cabeza y quería estar sola.

Y cuando por fin entré, la hallé muy sosegada, aunque pálida. Lo único que dijo fue:

—Es esa Judith Derrise. Es una de las sentenciadas. Traerá el desastre a Saint Larston. Eso es lo que me preocupa.

Entonces pensé que ella no habría podido gustar seriamente de Justin. Él no era más que el centro de un sueño pueril. Yo había imaginado que sus sentimientos por él eran tan intensos como los míos por elevarme de la categoría en la cual había nacido. Pero no podía ser así. De lo contrario, a ella le habría dado lo mismo, con quienquiera que él hubiese dispuesto casarse. Eso pensaba yo, y me parecía bastante juicioso.

* * *

No había motivo para que se demorase la boda, que tuvo lugar seis meses después de que viésemos el anuncio.

Alguna gente de Saint Larston fue a la boda en la iglesia de Derrise. Mellyora estaba nerviosa, preguntándose si ella y su padre recibirían invitación, pero no tenía motivos para preocuparse. No hubo ninguna.

Pasamos el día de la boda juntas, sentadas en el jardín, y estábamos muy solemnes. Era algo así como esperar a que alguien fuese ejecutado.

Oíamos noticias a través de los criados, y se me ocurrió pensar qué buen sistema de espionaje teníamos. Los criados del rectorado, los del Abbas y los de la finca Derrise formaban una camarilla y así las noticias eran trasmitidas y circulaban.

La novia lucía una magnífica túnica de encaje y terciopelo; muchas novias de la familia Derrise habían llevado puesto su velo y su ramo de azahar. Me pregunté si la que viera al monstruo y enloqueciera habría llevado puesto ese velo. Cuando se lo mencioné a Mellyora, ésta repuso:

—No era una Derrise, sino una forastera. Por eso no sabía dónde estaba encerrado el monstruo.

—¿Viste a Judith? —inquirí.

—Una sola vez. Ella estaba en el Abbas y los Saint Larston daban una de sus recepciones. Es muy alta, muy delgada y bella, con cabello negro y grandes ojos oscuros.

—Al menos es bella, y supongo que ahora los Saint Larston serán más ricos, ¿no es cierto? Ella tendrá una dote.

Mellyora se volvió hacia mí. Estaba furiosa, lo cual era insólito en ella. Me tomó por los hombros y me sacudió diciendo:

—Deja de hablar de riquezas. Deja de pensar en ellas. ¿Acaso no hay nada más en el mundo? Te digo que ella traerá el desastre al Abbas. Está sentenciada, como todos ellos.

—Eso a nosotras no puede importarnos.

Tenía los ojos ensombrecidos por algo parecido a la furia.

—Son nuestros vecinos. Por supuesto que importa.

—No veo por qué. Ellos no se interesan por nosotros, ¿por qué interesarnos nosotros por ellos?

—Son mis amigos.

—¡Amigos! No se molestan mucho por ti. Ni siquiera te invitaron a la boda.

—Yo no quería ir a la boda de él.

—No por eso está bien que no te hayan invitado.

—Oh, Kerensa, cállate ya. Jamás volverá a ser igual, te lo aseguro. Nada volverá jamás a ser igual. Todo ha cambiado, ¿no te das cuenta?

Sí, me daba cuenta. No había cambiado tanto como que estaba cambiando; y la razón era que ya no éramos niñas. Pronto Mellyora tendría diecisiete años, y yo los tendría pocos meses más tarde. Nos peinaríamos alto y seríamos jovencitas. Estábamos creciendo; ya estábamos pensando con nostalgia en los largos días soleados de la niñez.

* * *

La vida de Sir Justin ya no estaba en peligro, y su hijo mayor había llevado una esposa al Abbas. Era el momento de celebrar y los Saint Larston habían decidido ofrecer un baile. Tendría lugar antes de finalizar el verano y se esperaba que la noche fuese cálida, para que los invitados pudieran disfrutar de la belleza de los terrenos, tanto como de los esplendores de la casa.

Se enviaron invitaciones; hubo una para Mellyora y su padre. Los recién casados habían ido de luna de miel a Italia y el baile era para celebrarlo a su regreso. Sería un baile de máscaras, una grandiosa celebración. Oímos decir que era deseo de Sir Justin, quien no podría participar, que se efectuase el baile.

No estaba yo muy segura de lo que pensaba Mellyora acerca de la invitación; parecía variar entre el entusiasmo y la melancolía. Al crecer, cambiaba; antes había sido tan serena. Yo estaba envidiosa y no podía ocultarlo.

—Ojalá pudieras venir tú, Kerensa —me decía—. Oh, cuánto me gustaría verte allí. Esa vieja mansión significa algo para ti, ¿verdad?

—Sí —repuse—, una especie de símbolo.

Ella movió la cabeza, asintiendo. Era frecuente que nuestros espíritus armonizaran y no tuve que explicárselo. Durante algunos días anduvo de un lado a otro con pensativo ceño, y cuando yo mencionaba el baile, se encogía de hombros con impaciencia, haciendo a un lado el tema.

Unos cuatro días después de recibida la invitación, salió del gabinete de su padre con grave expresión.

—Papá no está bien —dijo—. Hace un tiempo que lo sé.

También yo lo había sabido; su piel parecía tornarse más amarilla cada día.

—Dice que no podrá ir al baile —continuó ella.

Yo me había estado preguntando qué clase de ropa se pondría, pues era difícil imaginárselo, salvo como párroco.

—¿Significa eso que no irás? —Imposible ir sola.

—¡Oh… Mellyora!

Se encogió de hombros con impaciencia, y esa tarde salió con la señorita Kellow en el cochecito tirado por la jaca. Desde mi ventana oí al cochecito, y cuando me asomé y las vi me sentí ofendida, porque Mellyora no me había pedido que fuese con ellas.

Al regresar irrumpió en mi cuarto con los ojos centelleantes, las mejillas levemente ruborizadas. Sentándose en mi cama se puso a saltar. Después se detuvo y, poniendo la cabeza de costado, dijo:

—Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?

Lancé una exclamación ahogada.

—Mellyora, quieres decir que…

—Estás invitada —asintió ella—. Bueno, exactamente tú no, porque ella no tiene la más remota idea… pero tengo una invitación para ti y será tan divertido, Kerensa. Mucho más que ir con papá o con cualquier señora de compañía que él me hubiera podido encontrar.

—¿Cómo lo conseguiste?

—Esta tarde fui a ver a Lady Saint Larston. Ocurre que es su día de recepción… Como eso me dio una oportunidad de hablarle, le dije que papá estaba indispuesto y no podía llevarme al baile, pero que en mi casa se alojaba una amiga mía… así que, ¿podría transferirse a ella la invitación? Fue muy cortés.

—Mellyora… pero ¡cuando lo sepa!

—No lo sabrá. Cambié tu nombre, por si acaso ella te conoce. Obtuvo la impresión de que eres mi tía, pese a que no dije tal cosa. Es un baile de máscaras. Ella nos recibirá en la escalinata. Tendrás que aparentar más edad… la suficiente para llevar a una señorita a un baile. Esto me entusiasma tanto ahora, Kerensa. Tendremos que decidir qué vamos a ponernos. ¡Disfraces! ¡Imagínatelo! Todos tendrán un aspecto maravilloso. De paso, serás la señorita Carlyon.

—Señorita Carlyon —murmuré, y luego—: ¿De dónde puedo sacar un disfraz?

Puso la cabeza a un costado.

—Deberías haber practicado más con tu costura. Ya ves, como papá está preocupado por el dinero, no puede darme mucho para comprar un vestido, y tendremos que hacer dos con uno solo.

—¿Cómo puedo ir sin vestido?

—No te des por vencida tan fácilmente. "La vida es tuya para hacer de ella lo que quieras." ¿Qué me dices de eso? Y aquí estás tú diciendo "no puedo, no puedo, no puedo" ante el primer obstáculo. —Repentinamente me abrazó diciendo—: Es divertido tener una hermana… ¿Qué fue eso que dijo tu abuelita sobre compartir cosas?

—Que si compartías tus alegrías las duplicabas; si compartías tus pesares los reducías a la mitad.

—Es verdad. Ahora que tú vendrás, me siento tan excitada… —Me apartó de sí y volvió a sentarse en la cama—. Lo primero que debemos hacer es decidir qué vestidos nos gustaría ponernos; después veremos cómo conseguirlos.

Imagínate parecida a uno de esos cuadros que hay en la galería del Abbas. Ah, tú no los has visto. Terciopelo, creo. Serías una hermosa española con tu cabello negro peinado en alto, una peineta y una mantilla. Ya entusiasmada, repuse:

—Tengo sangre española, mi abuelo fue español. Podría conseguir la peineta y la mantilla.

—Listo, ya ves. Terciopelo rojo para ti, creo. Mi madre tenía un vestido de noche de terciopelo rojo. Nadie ha tocado sus cosas. —Otra vez de pie, me tomó las manos y me hizo girar—. Las máscaras son fáciles… Se las recorta de terciopelo negro, y haremos dibujos en ellas con cuentas. Tenemos tres semanas para prepararnos.

Yo estaba mucho más entusiasmada que ella. Era cierto que mi invitación era un poco indirecta, y que jamás habría sido hecha si Lady Saint Larston hubiese sabido quién iba a recibirla; pero de todos modos yo iría. Iba a lucir un vestido de terciopelo rojo que había visto y me había probado. Sería necesario alterarlo y reformarlo; pero podíamos hacerlo. La señorita Kellow nos ayudó, no muy afablemente, pero era una costurera experta.

Yo estaba complacida porque mi vestido no costaría nada, y todo el dinero que el reverendo Charles había dado a Mellyora (y que no era mucho) se gastaría en ella. Decidimos que el Vestido de ella sería griego, así que compramos terciopelo blanco y seda de color dorado, en la cual cosimos lentejuelas doradas. Era una túnica suelta, con engarces dorados; con el cabello cayéndole sobre los hombros y su máscara de terciopelo negro, Mellyora estaba muy hermosa.

Con el trascurrir del día, no hablábamos de otra cosa que del baile y la salud de Sir Justin. Nos aterraba que él muriese y hubiese que cancelar el baile.

* * *

Fui a contárselo a abuelita Be.

—Iré de dama española —le dije—. Es lo más maravilloso que me ha sucedido en mi vida.

Ella me miró con cierta tristeza; después dijo:

—No cuentes demasiado con ello, preciosa.

—No cuento con nada —repuse—. Tan sólo me recuerdo que entraré en el Abbas… como invitada. Estaré vestida de verdadero terciopelo. Abuelita, ojalá vieras el vestido que me pondré.

—La hija del párroco siempre fue buena contigo, querida. Sé siempre su amiga.

—Lo seré, por supuesto. Ella está tan contenta de que yo la acompañe, como yo de ir con ella. Aunque la señorita Kellow piensa que yo no debería ir.

—Ojalá no encuentre algún modo de revelar a Lady Saint Larston quién eres.

—No se atrevería —repuse sacudiendo la cabeza, triunfante.

Abuelita fue al depósito; la seguí y miré mientras ella abría el cajón y sacaba las dos peinetas y mantillas.

—Me agrada ponerme las m(as algunas noches —dijo—. Entonces, cuando me encuentro aquí sola, imagino que Pedro está conmigo. Porque así era como le gustaba verme. Ven, déjame probarte esto. —Levemente me levantó el cabello y clavó la peineta atrás. Era una peineta alta, incrustada de diamantes—. Estás igual que yo a tu edad, preciosa. Ahora la mantilla… —Me cubrió con ella la cabeza y se apartó—. Cuando esté puesta como se debe, no habrá ninguna que se te iguale —declaró—. Me gustaría peinarte yo misma, nieta mía.

Era la primera vez que me llamaba así; pude intuir que se enorgullecía de mí.

—Por la noche ven al rectorado, abuelita —dije—. Entonces podrás venir a mi habitación y peinarme.

—¿ Estará permitido?

Entrecerré los ojos al responder:

—Allí no soy una criada… en realidad, no. Sólo tú puedes peinar mi cabello, así que debes hacerlo.

Apoyó una mano en mi brazo y me sonrió diciendo:

—Ten cuidado, Kerensa. Ten cuidado siempre.

* * *

Había llegado una invitación para mí. Decía que Sir Justin y Lady Saint Larston solicitaban la presencia de la señorita Carlyon en el baile de disfraces. Mellyora y yo nos pusimos casi histéricas de risa cuando la leímos, y Mellyora no cesaba de llamarme señorita Carlyon, imitando la voz de Lady Saint Larston.

No había tiempo que perder. Cuando nuestros vestidos estuvieron terminados, nos los probábamos todos los días, y yo me ejercitaba en usar la peineta y la mantilla. Sentadas juntas, hacíamos nuestras máscaras, cosiendo en ellas cuentas negras para que relucieran. Esos días fueron algunos de los más felices de mi vida.,

Practicábamos baile.. Según Mellyora, era muy fácil cuando se tenía juventud y pies ágiles. Simplemente había que seguir a la pareja de baile; descubrí que podía bailar bien y me encantaba.

Durante estos días, no advertíamos que el reverendo Charles empalidecía cada vez más. Pasaba gran parte del tiempo en su gabinete. Sabía cuan entusiasmadas estábamos y creo —aunque esto no se me ocurrió hasta después— que no quería ensombrecer en lo más mínimo nuestro placer.

* * *

Por fin llegó el día del baile. Mellyora y yo nos pusimos nuestros trajes; abuelita fue al rectorado para peinarme. Me cepilló el cabello y puso en él su preparado especial, para que resplandeciese y brillase. Luego vinieron la peineta y la mantilla. Cuando vio el efecto, Mellyora palmoteó admirada.

—Todos se fijarán en la señorita Carlyon —dijo.

—Se ve bien aquí, en el dormitorio —le recordé—. Pero piensa en tantas bellas vestiduras que lucirán esas personas ricas. Diamantes y rubíes…

—Y ustedes dos sólo tienen juventud —comentó abuelita, riendo—. Colijo que algunas de esas personas estarían dispuestas a dar sus diamantes y sus rubíes a cambio de eso.

—Kerensa se ve distinta —hizo notar Mellyora—. Y aunque todas tendrán el mejor aspecto posible, ninguna se parecerá del todo a ella.

Nos pusimos nuestras máscaras y, una junto a la otra, reímos al examinar nuestras imágenes en el espejo.

—Ahora tenemos un aire misterioso —dijo Mellyora.

Abuelita volvió a su casa mientras la señorita Kellow nos conducía al Abbas. El cochecito parecía incongruente entre tantos bellos carruajes, pero eso no hizo más que divertirnos; por mi parte, me estaba acercando a la culminación de un sueño.

Al entrar en el salón quedé anonadada; traté de ver todo al mismo tiempo y, en consecuencia, no tuve más que una confusa impresión. Un candelabro con velas que parecían miles; tapices colgados en las paredes; jarrones con flores cuyo aroma llenaba el aire; gente por todas partes. Era como haberse introducido sin darse cuenta en una de esas cortes extranjeras de que había oído hablar en las lecciones de historia. Más tarde supe que muchos vestidos de las damas eran italianos del siglo XIV, y varias de ellas llevaban el cabello sujeto con redecillas enjoyadas. Brocados, terciopelos, sedas y rasos. Era una esplendorosa congregación; y lo que aumentaba el interés eran las máscaras que todos llevábamos puestas. Yo estaba agradecida por ellas; podía sentirme más como una de ellos cuando no había peligro de ser descubierta.

Debíamos quitarnos las máscaras a medianoche; pero entonces el baile habría terminado y aquella situación, similar a la de Cenicienta, habría dejado de preocuparme.

En un extremo del salón había una ancha y bella escalinata, por la cual subimos en pos de la multitud hasta el sitio donde Lady Saint Larston, con su máscara en la mano, estaba recibiendo a sus invitados.

Nos encontrábamos en un recinto largo y alto, a ambos lados del cual había retratos de los Saint Larston. Pintados con sus suntuosas sedas y terciopelos, habrían podido ser participantes de la fiesta. Por todo el salón había plantas perennes, y sillas doradas como yo nunca había visto antes. Yo quería examinarlo todo con atención.

Percibía junto a mí la presencia de Mellyora. Comparada con casi todas las mujeres, ella estaba ataviada con suma sencillez, pero yo pensé que estaba más hermosa que cualquiera de las otras, con su dorado cabello y el oro que ceñía su esbelta cintura.

Un hombre de verde jubón de terciopelo y largas calzas verdes se nos acercó diciendo:

—Dime si me equivoco, pero creo haber adivinado. Es por los rizos dorados.

Supe que esa voz era la de Kim, aunque no lo habría reconocido con esa ropa.

—Se te ve hermosa —continuó—. Y también a la dama española.

—Kim, no debiste adivinar tan pronto —se quejó Mellyora.

—No, debí haber simulado perplejidad. Debí haber hecho muchas preguntas, y luego adivinado poco antes de la medianoche.

—Al menos sólo adivinaste mi identidad —dijo Mellyora.

Kim se volvió hacia mí y vi sus ojos a través de la máscara; los supuse risueños, con las arrugas a su alrededor; casi desaparecían cuando él reía.

—Me confieso desconcertado.

Mellyora lanzó un suspiro de alivio.

—Pensé que vendrías con tu padre —prosiguió Kim.

—Su salud no le permite venir.

—Lo lamento. Pero me alegro de que eso no te haya impedido venir.

—Gracias a mi… dama de compañía.

—Oh, ¿de modo que la hermosa española es tu dama de compañía? —preguntó, fingiendo atisbar detrás de mi máscara—. Parece demasiado joven para ese papel.

—No hables de ella como si no estuviese aquí. Eso no le agradará.

—Y yo ansío tanto obtener su aprobación. ¿Sólo habla español?

—No, habla inglés.

—Pues todavía no ha dicho nada.

—Es posible que hable únicamente cuando tiene algo por decir.

—Oh, Mellyora, ¿estás reprendiéndome? Dama española —continuó, dirigiéndose a mí—, confío en que mi presencia no te ofenda.

—No me ofende.

—Vuelvo a respirar. ¿Me permiten ustedes conducirlas al buffet?

—Sería muy agradable —dije, hablando con lentitud y" cautela, pues tenía miedo, ahora que estaba allí, entre las personas con quienes siempre había anhelado alternar, de que con alguna inflexión de mi voz, algún rastro de acento o entonación, pudiera delatar mis orígenes.

—Vengan, entonces —dijo Kim, y poniéndose entre las dos, nos tomó por los codos y nos guió entre la muchedumbre.

Nos sentamos a una de las mesitas junto a la plataforma donde se habían instalado grandes mesas repletas de comida. Jamás había visto yo tanta comida en mi vida. Como las empanadas y los pasteles eran el plato principal tanto para los ricos como para los pobres, había más de éstos que de cualquier otra cosa. Pero… ¡qué empanadas y qué pasteles! La corteza era de un vivo color pardo dorado, y algunos pasteles habían sido hechos en formas fantásticas. En el centro había uno que era un modelo del Abbas, con las torres almenadas y el portal en arcada. Todos lo miraban expresando su admiración. Los pasteles estaban decorados con figuras de animales, que indicaban lo que contenían: ovejas, cerdos, aves. Había grandes fuentes de crema cuajada…. pues la gente acomodada, que podía conseguirla, siempre comía sus pasteles con crema. Había carnes de todas clases; tajadas de vaca y de jamón; había sardinas servidas de distintas maneras. Había toda clase de bebidas; hidromiel, ginebra y vinos traídos de todas partes del mundo. Era gracioso ver a Haggety a cargo de ellas, inclinándose obsequiosamente, tan distinto del vanidoso mayordomo que había pretendido emplearme en la feria de Trelinket. Cuando pensé en lo que él habría dicho si supiese que ahora tendría que servir a la muchacha a quien pudo haber empleado, ganas tuve de reventar de risa.

Cuando se es joven y se ha conocido el hambre, siempre se puede comer con— fruición, por más alterada que se esté. Yo hice justicia al pastel de oveja y las sardinas en aceite que nos trajo Kim, mientras sorbía el hidromiel servido por Haggety.

Era la primera vez que lo probaba y me gustó el sabor a miel; pero sabía que era embriagador y no tenía ninguna intención de embotar mis sentidos en aquella velada, la más estimulante de mi vida.

Kim nos miraba comer complacido, y yo sabía que estaba intrigado conmigo. Intuía que él se daba cuenta de que me había conocido con anterioridad, y que se estaba preguntando dónde. Me regocijaba obligarle a adivinar.

—Miren, aquí viene el joven Borgia —dijo mientras nosotras bebíamos hidromiel.

Miré y lo vi; vestía de terciopelo negro; tenía una gorrita en la cabeza y un bigote postizo. Miró a Mellyora, luego a mí. Su mirada se detuvo en mí. Inclinándose, dijo en actitud teatral:

—Creo haber conocido a la bella griega en nuestros senderos de Saint Larston.

Supe de inmediato que era Johnny Saint Larston porque reconocí su voz, como antes la de Kim.

—Pero estoy seguro de no haber visto antes a la beldad hispana —agregó.

—Nunca deberías estar demasiado seguro de nada —adujo Mellyora.

—Si la hubiera visto una vez, nunca la habría olvidado, y ahora su imagen permanecerá conmigo todos los días de mi vida.

—Qué extraño, no se puede ocultar realmente la identidad poniéndose simplemente una máscara —comentó Mellyora.

—La voz, los gestos delatan —añadió Kim.

—Y nosotros tres nos conocemos —prosiguió Johnny—, Eso me causa gran curiosidad en cuanto a la desconocida que está entre nosotros.

Acercó su silla a la mía y yo empecé a sentirme inquieta.

—Eres amiga de Mellyora —insistió— Sé tu nombre, eres la señorita Carlyon.

—No debes molestar a tus invitadas —le dijo Mellyora, remilgada.

—Mi querida Mellyora, toda la finalidad de un baile de disfraz consiste en adivinar la identidad de quienes están contigo, antes de que todos se quiten las máscaras.

¿No lo sabías acaso? Señorita Carlyon, mi madre me dijo que Mellyora traería una amiga, ya que su padre no podía venir. Una dama de compañía… una tía, me parece. Eso fue lo que dijo mi madre. ¿Seguramente no eres la tía de Mellyora?

—Me niego a decirte quién soy —repliqué—. Tendrás que esperar a que todos se quiten las máscaras.

—Mientras yo pueda estar junto a ti en ese interesante momento, puedo esperar.

La música había comenzado, y una pareja alta, elegante, estaba iniciando la danza. Sabía que el hombre, con traje de época de la Regencia, era Justin, y supuse que la mujer alta, delgada, de cabello oscuro, sería su esposa.

No podía apartar mis ojos de Judith Saint Larston, quien hasta poco tiempo atrás había sido Judith Derrise. Lucía un vestido de terciopelo carmesí, de color muy similar al mío, pero ¡cuánto más suntuoso era el suyo! En torno a su cuello resplandecían diamantes; también los había visto en sus orejas y en sus dedos largos y finos. Llevaba el cabello peinado al estilo Pompadour, lo cual la hacía un poco más alta que Justin, quien era muy alto. Se la veía muy atractiva, pero lo que advertí más que nada en ella fue cierta tensión nerviosa. Noté también cómo se aferraba a la mano de Justin, y hasta al bailar daba la impresión de estar decidida a no soltarlo jamás.

—¡Cuan atractiva es! —comenté.

—Mi nueva cuñada —murmuró Johnny, siguiéndola con la mirada.

—Una bella pareja —agregué.

—Mi hermano es el miembro guapo de la familia, ¿no te parece?

—Difícil es decirlo hasta que tenga lugar el desenmascaramiento.

—¡Oh, ese desenmascaramiento! Entonces te pediré tu veredicto. Pero para entonces espero haberte demostrado que el hermano de Justin tiene otras cualidades, que compensan su falta de personalidad. ¿Bailamos?

Me alarmé, pues temía que si bailaba con Johnny Saint Larston, pondría de manifiesto que nunca había bailado antes con un hombre.

De haber sido Kim, habría temido menos, porque ya había demostrado yo que, en una emergencia, se podía confiar en él; de Johnny no estaba segura. Pero Kim ya se alejaba con Mellyora.

Johnny me tomó la mano y me la apretó ardorosamente, diciendo:

—¿Me temes acaso, dama española?

Reí tal como habría podido reír años atrás. Luego dije a mi manera lenta, cuidadosa:

—No veo motivo para temer.

—Es un buen comienzo.

Los músicos, que estaban en un balcón situado en un extremo del salón de baile, tocaban un vals. Recordando cómo bailábamos el vals en el dormitorio con Mellyora, tuve la esperanza de que mi modo de bailar no delataría mi falta de experiencia. Pero fue más fácil de lo que yo pensaba; tuve la habilidad suficiente para no despertar sospechas.

—Qué bien se complementan nuestros pasos —dijo Johnny.

* * *

En el baile perdí de vista a Mellyora y me pregunté si Johnny se había propuesto, que así fuera; cuando nos sentamos juntos en los sillones dorados y otro hombre me pidió bailar con él, sentí cierto alivio al escapar de Johnny. Conversamos —mejor dicho, lo hizo mi pareja— sobre otros bailes, sobre la cacería, sobre la cambiante situación del país, y yo escuchaba, con cuidado de nunca delatarme.

Esa noche aprendí que si una joven escucha y asiente con rapidez, se hace popular. Pero no era un papel que yo pensara desempeñar de modo permanente. Luego fui conducida de vuelta a mi asiento, donde Johnny aguardaba con impaciencia. Cuando Mellyora y Kim se reunieron con nosotros, bailé con Kim. Disfruté mucho de eso, aunque no fue tan fácil como antes con Johnny; supongo que porque Johnny bailaba mejor. Y mientras tanto, no cesaba de pensar: Estás realmente aquí, en el Abbas. Tú, Kerensa Carlee… Carlyon por una noche.

Comimos y bebimos más; yo no quería que la velada concluyese jamás. Sabía que aborrecería quitarme mi vestido de rojo terciopelo y soltarme el cabello. Atesoraba en mi espíritu cada pequeño incidente para poder contárselo a Mellyora al otro día.

Tomé parte en el cotillón; algunos de mis acompañantes fueron paternales, otros intentaron conquistarme. A todos los manejé con una habilidad que supuse grande, y me preguntaba por qué había estado alguna vez nerviosa.

Bebí un poco de lo que Johnny y Kim habían traído a nuestra mesa junto con la comida. Mellyora estaba un poco alicaída; creo que ansiaba tener la oportunidad de bailar con Justin.

Yo estaba bailando con Johnny cuando éste dijo:

—Aquí hay demasiada gente. Salgamos.

Siguiéndolo, bajé la escalinata y salí al jardín, donde bailaban algunos invitados. Era un espectáculo cautivante. La música podía oírse con nitidez por las ventanas abiertas, y las ropas de hombres y mujeres tenían un aspecto fantástico a la luz de la luna.

Bailando sobre el césped llegamos al seto que separaba los jardines del Abbas del campo donde se encontraban las "seis vírgenes" y la antigua mina.

—¿Adónde me llevas? —inquirí.

—A ver las vírgenes.

—Siempre quise verlas a la luz de la luna —dije.

Una lenta sonrisa asomó a sus labios; de inmediato me di cuenta de que acababa de darle un indicio de que yo no era una forastera en Saint Larston que había ido para el baile, puesto que conocía la existencia de las vírgenes.

—Pues las verás —susurró.

Me tomó la mano y, juntos, corrimos sobre la hierba. Cuando me apoyé en una de las piedras se me acercó y trató de besarme, pero lo contuve.

—¿Por qué me atormentas? —preguntó.

—No deseo ser besada.

—Eres un ser extraño, señorita Carlyon. Provocas y luego te vuelves remilgada. ¿Es justo eso?

—Vine a ver a las vírgenes a la luz de la luna.

Johnny, que había apoyado las manos en mis hombros, me sujetó contra la piedra.

—Seis vírgenes. Es posible que haya aquí siete esta noche.

—Has olvidado el relato —dije—. Fue porque no eran vírgenes…

—Exactamente. Señorita Carlyon, ¿te convertirás tú en piedra esta noche?

—¿A qué te refieres?

—¿No conoces acaso la leyenda? Cualquiera que se detenga aquí a la luz de la luna y toque una de estas piedras, corre peligro.

—¿Por qué causa? ¿Jóvenes impertinentes?

Acercó su rostro al mío. Tenía aspecto satánico, con su bigote postizo y sus ojos que relucían a través de la máscara.

—¿No has oído la leyenda? Oh, pero tú no provienes de estas regiones, ¿verdad, señorita Carlyon? Debo contártela. Si alguien pregunta "¿Eres virgen?" y no puedes contestar "Sí", te convertirás en piedra. Te lo pregunto ahora.

Procuré zafarme.

—Quiero volver a la casa.

—No has contestado a mi pregunta.

—Creo que no te conduces como un caballero.

—¿Tan bien sabes cómo se comportan los caballeros?

—Suéltame.

—Cuando respondas a mis preguntas. Ya hice la primera. Ahora quiero una respuesta a la segunda. —No responderé preguntas.

—Entonces —dijo él—, me veré obligado a satisfacer mi curiosidad e impaciencia.

Y con rápido ademán, me arrancó la máscara, y cuando la tuvo en la mano le oí lanzar una súbita exclamación ahogada de asombro.

—¡Así que… señorita Carlyon! Carlyon —dijo; luego se puso a canturrear—: Suenen campanas, alguien está en el pozo. ¿Quién la puso allí? ¿Acaso pecó? Estoy en lo cierto, ¿verdad? —rió—. Sí que te recuerdo. No eres una muchacha a quien se olvide con facilidad, señorita Carlyon. ¿Y qué haces en nuestro baile?

Le quité la máscara antes de replicar: —Vine porque fui invitada.

—¡Jum! Y qué bien nos engañaste a todos. Mi madre no tiene la costumbre de invitar moradores de las cabañas a los bailes de Saint Larston.

—Soy amiga de Mellyora.

—Sí… ¡Mellyora! Vaya, ¿quién la habría creído capaz de algo así? Me pregunto qué dirá mi madre cuando yo se lo diga…

—Pero no lo harás —dije, y me irrité conmigo misma porque parecía haber un tono de súplica en mi voz.

—Pero ¿no te parece que es mi deber? —se burló él—. Por supuesto, es posible que, a cambio de una retribución, acepte participar en el engaño.

—No te acerques —le advertí—. No habrá ninguna retribución.

Poniendo la cabeza de lado, me miró con —expresión intrigada.

—Te das ínfulas, mi bella de las cabañas:

—Vivo en el rectorado —repliqué—. Se me está educando allí.

—Tra-la-la —se mofó—. ¡Tra-la-la!

—Y ahora deseo volver al baile.

—¿Sin máscara? ¿Indudablemente conocida por algunos de los criados? ¡Oh, señorita Carlyon!

Me aparté de él y eché a correr. No había motivo para que yo volviese al salón de baile. De todos modos, la velada estaba arruinada para mí. Regresaría al rectorado y procuraría al menos preservar mi dignidad.

Johnny me persiguió y me sujetó por el brazo.

—¿Adónde vas?

—Puesto que no volveré al salón de baile, eso no te concierne.

—¿Así que nos abandonas? Vamos, no hagas eso, por favor. Sólo te hacía una broma. ¿No reconoces una broma cuando la oyes? Es algo que debes aprender. No quiero que abandones el baile. Quiero ayudarte. ¿Podrías reparar la máscara?

—Sí, con aguja e hilo.

—Te los traeré si vienes conmigo.

Vacilé, pues no confiaba en él; mas la tentación de volver era tan grande, que no la pude resistir.

Me condujo hasta un muro que cubría la hiedra, y apartándola reveló una puerta. Al transponerla llegamos al jardín tapiado, y delante de nosotros estaba el sitio donde se habían descubierto los huesos. Me estaba llevando al sector más antiguo del Abbas.

Abrió una puerta llena de pesados tachones y nos encontramos en un húmedo pasadizo. En la pared colgaba una lámpara que despedía una tenue luz. Johnny la descolgó y, sosteniéndola en alto sobre su cabeza, me miró mostrando los dientes. Su aspecto era satánico; quise huir, pero sabía que si lo hacía, no podría volver al baile. Por eso cuando él dijo:

—¡Ven conmigo! —lo seguí subiendo una escalera de caracol, cuyos peldaños eran empinados y estaban desgastados por los pies que los habían hollado durante cientos de años. Johnny se volvió hacia mí y, con voz hueca, dijo:

—Estamos en esa parte de la casa que seguramente fue el antiguo convento. Aquí es donde vivieron nuestras vírgenes. ¿No te parece pavoroso?

Asentí. En lo alto de la escalera, Johnny Saint Larston se detuvo. Vi un corredor y en él, evidentemente, una hilera de celdas. Cuando, siguiendo a Johnny, entré en una de ellas, vi un anaquel de piedra tallado en la pared, que tal vez habría sido el lecho de una monja; vi también una estrecha hendedura, sin vidrio que la protegiera, que podía haber sido su ventana.

Johnny depositó la lámpara en el suelo y sonriéndome, dijo:

—Ahora necesitamos aguja e hilo. ¿O no los necesitamos?

Alarmada, repuse:

—Estoy segura de que aquí no los encontrarás.

—No importa. Hay en la vida cosas más importantes, te lo aseguro. Dame la máscara.

Me negué y me aparté, pero él estaba a mi lado. Tal vez me habría asustado mucho, si no hubiera recordado que aquel era sólo Johnny Saint Larston, a quien yo consideraba un muchacho no mucho mayor que yo. Con un gesto que lo tomó totalmente por sorpresa, y empleando toda mi fuerza, lo empujé apartándolo de mí. Cayó de espaldas, tropezando con la lámpara.

Aquella era mi oportunidad. Eché a correr por el pasillo, apretando en la mano mi máscara, buscando la escalera de caracol por donde habíamos subido.

No logré encontrarla, pero llegué a otra que conducía hacia arriba; y aunque sabía que no debía seguir internándome en la casa cuando lo que quería era salir de ella, no me atrevía a retroceder por miedo a encontrarme con Johnny. Había una soga adherida a la pared, que servía de pasamano porque los peldaños eran muy empinados; advertí que no utilizarla podía ser peligroso. Esa era una parte de la casa que pocas veces se utilizaba, pero esa noche, presumiblemente por si acaso algún invitado se extraviaba y se encontraba en aquel sector, se habían colocado faroles a intervalos. La luz era mortecina y apenas bastaba para mostrar el camino.

Descubrí más alcobas como aquélla donde me había llevado Johnny. Me detuve a escuchar, preguntándome si sería juicioso desandar mis pasos. Mi corazón parecía volar; no podía contenerme de mirar furtivamente a mi alrededor. Estaba preparada para ver, en cualquier momento, las espectrales figuras de las monjas viniendo hacia mí. Ese era el efecto que tenía sobre mí el estar sola en aquella parte de la casa, la más antigua. El alborozo del baile parecía estar muy lejos… no sólo en la distancia, sino en el tiempo.

Tenía que alejarme de allí con rapidez.

Cautelosamente procuré desandar mis pasos, pero cuando llegué a un corredor, sabiendo que no había pasado antes por él, comencé a sentirme frenética. Pensaba: ¿y si jamás volvían a encontrarme? ¿Y si me quedaba encerrada para siempre en esa parte de la casa? Sería como estar emparedada. Vendrían en busca de los faroles… pero ¿para qué? Se apagarían gradualmente, uno por uno, y a nadie se le ocurriría volver a encenderlos hasta que hubiese otro baile de recepción en el Abbas.

Sentía pánico. Más probable era que fuese descubierta vagando por la casa, y reconocida. Sospecharían de mí y me acusarían de tratar de robar. Siempre sospechaban de personas como yo.

Traté de pensar con calma en lo que sabía sobre la casa. El antiguo sector era la parte desde donde se veía el jardín tapiado. Allí era donde debía de estar yo… quizá cerca del sitio donde se habían descubierto los huesos de la monja. El pensarlo me hizo estremecer. Los pasadizos eran tan oscuros, y nada cubría el piso del corredor, que era de fría piedra, igual que la escalera de caracol. Me pregunté si sería cierto que cuando algo violento le pasaba a alguien, su espíritu se aparecía en el escenario de sus últimas horas en la tierra. Pensé en esa monja, traída por aquellos corredores desde una de esas alcobas que tal vez hubiese sido su celda. ¡Qué terrible desesperación habrá habido en su alma! ¡Qué aterrada habrá estado!

Cobré valor. Comparada con la de ella, mi situación era cómica. Me dije que yo no tenía miedo. De ser necesario, diría exactamente cómo había llegado a esa situación. Entonces Lady Saint Larston estaría más fastidiada con Johnny que conmigo.

Al final del corredor de piedra hallé una pesada puerta que abrí con cautela. Fue como penetrar en otro mundo. El corredor estaba alfombrado, y en la pared colgaban lámparas a intervalos frecuentes; pude oír, aunque amortiguado, el sonido de música que antes había perdido.

Me sentí aliviada. Ahora debía encaminarme a los vestuarios. Allí habría alfileres. Creía inclusive haber visto algunos en un pequeño recipiente de alabastro. Me extrañó no haberlo pensado antes; tenía la misteriosa sensación de que pensar en la séptima virgen me había ayudado, calmando mi mente, que estaba sobreexcitada por la mezcla de vino, al que no estaba acostumbrada, y extraños acontecimientos.

Aquella mansión era muy vasta. Según había oído decir, contenía cien habitaciones. Me detuve frente a una puerta y, con la esperanza de que me condujese al sector donde tenía lugar el baile, hice girar suavemente el tirador y la abrí. Entonces lancé una ahogada exclamación de horror, pues a la luz mortecina de la lámpara cubierta que había junto al lecho, durante esos primeros segundos me pareció estar contemplando un cadáver. Había un hombre apoyado en almohadas; tenía la boca y un ojo corridos hacia abajo, a la derecha. Era una visión grotesca, y al verla tan pronto, después de mis imaginativos pensamientos en el corredor, creí estar viendo un fantasma, pues aquella era una cara muerta… o casi. Después, horrorizada e inmóvil, algo me dijo que me habían visto, pues la figura que ocupaba el lecho emitió un extraño sonido. Cerré la puerta con rapidez, mientras mi corazón latía con violencia.

El hombre a quien yo había visto en la cama era una parodia de Sir Justin; me horrorizaba pensar que alguien que había sido tan robusto, tan arrogante, pudiera quedar así.

No sé cómo habré llegado a los aposentos de la familia. Si me encontraba entonces con alguien, diría que estaba buscando los vestuarios y me había perdido. Apretando de nuevo en mi mano la máscara rota, vacilé frente a una puerta semiabierta. Miré adentro y vi un dormitorio; en la pared, dos lámparas despedían una luz mortecina. De pronto se me ocurrió que posiblemente en aquella mesa de tocador hubiese algunos alfileres. Comprobé que el corredor estaba desierto, entré en la habitación y, en efecto, sobre el espejo, atado con cintas de raso, había un alfiletero con alfileres clavados en él. Tomé varios, e iba hacia la puerta cuando oí voces en el corredor.

Un pánico repentino me dominó. Tenía que salir pronto de esa habitación. Volví a experimentar viejos temores, tales como los que había sentido aquella noche en que desapareció Joe. Si Mellyora era encontrada en uno de esos cuartos y decía que se había extraviado, todos le creerían; si me encontraban a mí (y sabían quién era yo), me someterían a la humillación de la sospecha. No debía ser descubierta allí.

Miré en torno y vi que había dos puertas. Sin pensar, abrí una y entré. Me encontré en un armario donde colgaban ropas. Como no había tiempo para escapar, cerré la puerta y contuve el aliento.

En algunos aterradores segundos, supe que alguien había entrado en el recinto. Oí cerrarse la puerta y aguardé, tensa, a que me descubrieran. Debía decir a todos que Johnny había intentado seducirme, y quién era yo. Debía lograr que me creyeran. Debía abrir enseguida la puerta y explicarlo. Si me atrapaban parecería totalmente culpable; si salía y explicaba de inmediato, como habría hecho Mellyora, era más probable que me creyesen. Pero ¿y si no me creían?

Había vacilado demasiado.

—Pero ¿qué pasa, Judith? —preguntó una voz; una voz cansina que reconocí como de Justin Saint Larston.

—Tenía que verte, querido. Nada más que estar contigo a solas por unos minutos. Necesitaba tranquilizarme. Seguramente entenderás.

¡Judith, la esposa de Justin! Su voz era como yo lo habría supuesto. Hablaba en frases cortas, como si le faltara el aliento; y de inmediato se manifestaba una sensación de tensión.

—Judith, no debes alterarte tanto.

—¿Alterarme? Cómo puedo evitarlo cuando… te vi bailando con esa muchacha…

—Escúchame, Judith —dijo él; su voz sonaba lenta, casi arrastrada, pero quizá fuese por contraste con la de ella—. No es más que la hija del párroco.

—Es hermosa. Tú lo crees así, ¿verdad? Y es joven… tan joven… Y pude ver su expresión… cuando bailaban juntos, tú y ella.

—Judith, esto es totalmente absurdo. Conozco a esa niña desde que estaba en la cuna. Tuve que bailar con ella, naturalmente. Tú sabes cómo son las cosas en estas celebraciones.

—Pero es que parecían… parecían…

—¿No bailabas tú? ¿O acaso estuviste siempre observándome?

—Tú sabes lo que siento. Percibía tu presencia, Justin. La tuya y la de esa muchacha. Puedes reírte si quieres, pero había algo. Yo necesitaba tranquilizarme.

—Pero de veras, Judith, no hay nada sobre lo cual tranquilizarte. Eres mi esposa, ¿verdad? ¿Eso no es suficiente?

—Eso lo es todo. ¡Exactamente todo! Por eso no podía soportar…

—Pues entonces olvidémoslo. Y no deberíamos estar aquí, no podemos desaparecer aquí. —Está bien, pero bésame, Justin.

Un silencio durante el cual sentí que ellos debían oír los latidos de mi corazón. Había tenido razón al no hacerme ver. Tan pronto como se marcharan saldría furtivamente, repararía enseguida mi máscara con los alfileres, y entonces todo estaría bien.

—Ven, Judith, vámonos.

—Otra vez, querido. Oh, querido, ojalá no tuviéramos que volver con esa gente tan pesada.

—Pronto terminará.

—Querido…

Silencio. La puerta que se cerraba. Quise salir corriendo, pero me obligué a permanecer donde estaba hasta contar diez. Luego, cautelosamente, abrí la puerta, atisbé la pieza vacía, me precipité a su puerta, y con un suspiro de gratitud llegué al corredor.

Casi huí de esa puerta abierta, procurando librarme de la imagen de uno de ellos abriendo la puerta y encontrándome escondida en el armario. Eso no había ocurrido, pero, ah, era una advertencia de no volver a hacer jamás algo tan tonto.

La música sonaba más fuerte, pues había llegado a la escalinata donde Lady Saint Larston nos había recibido. Ahora sabía cómo seguir. En mi ansiedad había olvidado mi máscara, hasta que vi a Mellyora con Kim.

—¡Tu máscara! —exclamó ella. La mostré diciendo:

—Está rota, pero encontré unos alfileres.

—Vaya, creo que es Kerensa —dijo Kim.

Lo miré avergonzada. Mellyora se encaró con él.

—¿Por qué no? —dijo con vehemencia—. Kerensa quería venir al baile. ¿Por qué no iba a venir? Dije que era una amiga mía y lo es.

—¿Por qué no, en efecto? —admitió Kim.

—¿Cómo fue que se rompió? —quiso saber Mellyora. —Supongo que mis costuras no fueron lo bastante fuertes.

—Qué raro… Déjame ver —y tomó la máscara—. Ah, ya veo. Dame los alfileres. Ahora la arreglaré. Aguantará. ¿Sabías que sólo falta una hora para la medianoche?

—Perdí la noción del tiempo.

Mellyora arregló la máscara; me satisfizo ocultarme tras ella.

—Acabamos de salir a los jardines —dijo Mellyora—. La luz de la luna es magnífica.

—Lo sé. También estuve allí.

—Ahora volvamos al salón de baile —dijo Mellyora—. No queda mucho tiempo.

Acompañadas por Kim, regresamos. Un hombre se acercó para invitarme a bailar; sentí regocijo al estar enmascarada y bailando de nuevo, mientras me felicitaba por haberme salvado. Entonces recordé que Johnny Saint Larston sabía quién era yo, pero no asigné realmente mucha importancia a eso. Si se lo decía a su madre, yo le revelaría de inmediato a ella cómo se había conducido él; y tenía la impresión de que ella no estaría más complacida con él que conmigo.

Más tarde bailé con Kim, y me alegré, pues quería saber cuáles eran sus reacciones. Evidentemente la situación le hacía gracia.

—Carlyon —dijo—. Eso es lo que me intriga. Pensé que eras la señorita Carlee.

—Mellyora me dio ese nombre.

—¡Ah… Mellyora!

Le conté todo lo sucedido mientras él se hallaba ausente en la Universidad, cómo Mellyora me había visto en la feria, llevándome a casa. Él me escuchaba con atención.

—Me alegro de que haya ocurrido —dijo luego—. Es bueno para ti y para ella.

Resplandecí de placer. Qué distinto era de Johnny Saint Larston.

—¿Y tu hermano? —preguntó él—. ¿Cómo le va con el veterinario?

—¿Lo sabías ya?

Rió al contestar:

—Me interesan bastante sus progresos, ya que fui yo quien mencioné a Pollent qué buen ayudante sería para él.

—¿Tú… hablaste con Pollent?

—Así es. Le hice prometer que daría una oportunidad al muchacho.

—Entiendo. Supongo que debería agradecerte.

—No lo hagas si prefieres no hacerlo.

—Pero mi abuelita está tan complacida. A Joe le va bien. El veterinario está satisfecho con él y… —oí el tono de orgullo en mi voz— él está satisfecho con el veterinario.

—Buenas noticias. Pensé que un muchacho que arriesgaba tanto por salvar a un pájaro debía de tener algún don especial. Así que… todo va bien.

—Sí —repetí—, todo va bien.

—Permíteme decir que creo que has crecido tal como pensé que crecerías.

—¿Y cómo es eso?

—Te has convertido en una señorita sumamente fascinadora.

Cuántas emociones experimenté aquella noche, pues bailando con Kim conocí la felicidad absoluta. Deseé que pudiera continuar eternamente… Pero los bailes concluyen rápido cuando se tiene la pareja elegida por una, y demasiado pronto, los relojes que se había llevado al salón para dar la medianoche se pusieron a sonar al mismo tiempo. La música cesó; era tiempo de quitarnos las máscaras.

Johnny Saint Larston, que pasó cerca de nosotros, me sonrió diciendo:

—Aunque no es una sorpresa, igual es un placer.

Y su burlona sonrisa era intencionada.

Kim me llevó afuera, para que nadie más supiese que la señorita Carlyon era, en realidad, la pobretona Kerensa Carlee.

Mientras Belter nos conducía de vuelta al rectorado, ni Mellyora ni yo hablamos gran cosa. Ambas seguíamos oyendo la música, atrapadas en el ritmo de la danza. Era una noche que jamás olvidaríamos; más tarde hablaríamos de ella, pero entonces aún estábamos confusas y embelesadas.

En silencio fuimos a nuestras habitaciones. Aunque estaba físicamente cansada, no tenía ganas de dormir. Mientras me dejara puesta mi roja túnica de terciopelo, todavía era una señorita que iba a los bailes; pero cuando me la quitara, la vida se tornaría menos regocijante. A decir verdad, la señorita Carlyon se convertiría en Kerensa Carlee.

Pero evidentemente no podía quedarme de pie frente al espejo, contemplando soñadoramente mi reflejo toda la noche. Por eso, a la luz de dos velas, me quité de mala gana la peineta del cabello, me lo dejé caer sobre los hombros, me desvestí y colgué la túnica de terciopelo rojo.

—Te has convertido en una señorita sumamente fascinadora —dije.

Luego pensé en lo interesante que iba a ser mi vida, pues era cierto que la vida nos pertenece para hacer de ella lo que deseamos.

Dormir fue difícil. No cesaba de pensar en mí misma bailando con Kim, defendiéndome de Johnny, ocultándome en el armario, y ese momento de espanto en que había abierto la puerta del cuarto de Sir Justin y lo había visto.

No fue sorprendente, pues, que cuando por fin me dormí tuviese una pesadilla. Soñé que Johnny me había emparedado y que yo me estaba asfixiando, mientras Mellyora trataba de quitar los ladrillos con las manos desnudas, y yo sabía que no podría salvarme a tiempo.

Al despertar gritando, encontré a Mellyora de pie junto a mi lecho. Tenía el dorado cabello alrededor de los hombros, y no se había puesto un peinador sobre su camisón.

—Despierta, Kerensa —me dijo—. Tienes una pesadilla.

Me senté en la cama y clavé la mirada en sus manos.

—¿Qué te ocurría? —insistió ella.

—Soñé que estaba emparedada y que tú tratabas de salvarme. Me estaba asfixiando.

—No me extraña nada; estabas sepultada bajo las ropas, y recuerda cuánto bebiste además.

Se sentó en mi cama, riéndose de mí; pero yo aún sentía los efectos de mi pesadilla.

—¡Qué noche! —exclamó ella, soñadora, sujetándose las rodillas con las manos.

Al disiparse la sensación de pesadilla, recordé lo que había oído desde el armario. Era el baile de Mellyora con Justin lo que había provocado los celos de Judith.

—Bailaste con Justin, ¿verdad? —inquirí.

—Por supuesto.

—A su esposa no le gustó que él bailara contigo.

—¿Cómo lo sabes?

Le conté lo que me había ocurrido. Se le dilataron los ojos, se incorporó de un salto, me tomó por los hombros y sacudiéndome, dijo:

—Kerensa, ¡debí de haber imaginado que te sucedería algo! Cuéntame cada palabra que oíste cuando estabas en el armario.

—Ya lo hice… hasta donde puedo recordar. Estaba horriblemente asustada.

—Me lo imagino. ¿Cómo se te ocurrió tal cosa?

—No lo sé. Pensé simplemente que era lo único que podía hacer en ese momento. ¿Tenía razón ella, Mellyora?

—¿Razón?

—De estar celosa. Mellyora rió al responder:

—Está casada con él —y yo no supe con certeza si su ligereza ocultaba cierta amargura.

Guardamos silencio por un rato, cada cual absorta en sus propios pensamientos. Fui yo quien lo rompió diciendo:

—Creo que siempre te agradó Justin.

Era un momento de confidencias e indiscreciones. La magia del baile nos acompañaba todavía, y nuestra intimidad era mayor esa noche que en ninguna otra ocasión anterior.

—Es distinto de Johnny —dijo ella.

—Por el bien de su esposa, ojalá lo sea.

—Cerca de Johnny, nadie estaría a salvo. Justin no parece fijarse en los demás.

—¿Te refieres a griegas de largo cabello dorado?

—Me refiero a todos. Parece distante…

—Tal vez debería haber sido monje, en vez de casarse.

—¡Qué cosas dices! —exclamó Mellyora.

Y entonces se puso a hablar de Justin: la primera vez que ella y su padre habían sido invitados a tomar el té con los Saint Larston; cómo ella se había puesto para esa ocasión un vestido de muselina con puntillas; cuan amable había sido Justin. Advertí que sentía hacia él una especie de adoración pueril, y tuve la esperanza de que no hubiera más que eso, pues no quería que sufriera.

—De paso, Kim me dijo que se marchará —agregó ella.

—¿Ah, sí?

—A Australia, según creo.

—¿Enseguida? —pregunté con voz que sonó turbada, pese a mis intentos de controlarla.

—Por mucho tiempo. Partirá en barco con su padre, pero dijo que quizá se quede un tiempo en Australia porque tiene allá un tío.

El embrujo de la fiesta parecía haberse desvanecido. Mellyora preguntó:

—¿Estás cansada?

—Bueno, debe de ser ya muy tarde.

—Más bien de madrugada.

—Deberíamos dormir un poco.

Ella movió la cabeza, asintiendo, y se fue a su habitación. Qué raro, cómo ambas parecíamos haber perdido súbitamente todo nuestro alborozo. ¿Era acaso porque ella pensaba en Justin y en su esposa, que lo amaba apasionadamente? ¿Era porque yo pensaba en Kim, que se marcharía y se lo había dicho a ella y no a mí?

* * *

Más o menos una semana después del baile, el doctor Hilliard visitó al rectorado. Yo me encontraba en el jardín de adelante cuando su berlina se detuvo y él me saludó en voz alta. Yo sabía que el reverendo Charles lo había estado viendo en los últimos tiempos, y conjeturé que había venido a comprobar cómo se encontraba su paciente.

—El reverendo Charles Martin no está en casa —le dije.

—Bien. He venido a ver a la señorita Martin. ¿Ella está en la casa?

—Oh, sí.

—Entonces, tenga la amabilidad de avisarle que estoy aquí.

—Ciertamente —repuse—. Entre usted, por favor.

Lo conduje a la sala de recibo y fui en busca de Mellyora. Estaba en su habitación, cosiendo, y se mostró alarmada cuando le dije que el doctor Hilliard quería verla.

Media hora más tarde partía la berlina, la puerta de mi cuarto se abrió de pronto y entró Mellyora. Tenía la cara blanca, sus ojos parecían más oscuros; jamás la había visto así hasta entonces.

—Oh, Kerensa, esto es terrible —exclamó.

—Dime qué está pasando.

—Se trata de papá. Dice el doctor Hilliard que está gravemente enfermo.

—Oh… Mellyora…

—Dice que papá tiene una especie de tumor, y que él le había aconsejado consultar a otro médico más. Papá no me lo dijo. Yo no sabía que estaba consultando a esos médicos. Pues ahora ellos creen saber qué le ocurre. No puedo soportarlo, Kerensa. Dicen que él va a morir.

—Pero no pueden saberlo.

—Están casi seguros de ello. Tres meses, opina el doctor Hilliard.

—¡Oh, no!

—Dice que papá no debe seguir trabajando, ya que está al borde de un colapso. Quiere que se acueste y descanse…

Hundió la cara en sus manos; yo me le acerqué y la rodeé con mis brazos. Nos abrazamos.

—No pueden estar seguros —insistí.

Pero yo no creía tal cosa. Ahora sabía que había visto la muerte en el rostro del reverendo Charles.

* * *

Todo había cambiado. Cada día el reverendo Charles empeoraba un poco más. Mellyora y yo lo atendíamos. Ella insistía en brindarle todos los cuidados y yo insistía en ayudarla.

David Killigrew había llegado a la parroquia. Era un clérigo que reemplazaría al párroco en sus tareas hasta que, como decían ellos, pudiera arreglarse algo. En realidad querían decir: hasta que el reverendo Charles muriese.

Llegó el otoño; Mellyora y yo casi nunca salíamos. Dábamos pocas lecciones, aunque la señorita Kellow estaba todavía con nosotras, porque pasábamos casi todo nuestro tiempo en la habitación del enfermo y sus alrededores. La casa era extrañamente distinta; y creo que todos agradecíamos la presencia de David Killigrew, quien tenía casi treinta años y era una de las personas más dulces que he conocido en mi vida. Iba en silencio por toda la casa, causando muy pocas molestias; sin embargo, podía predicar un buen sermón y ocuparse de los asuntos de la parroquia con una eficiencia asombrosa.

A menudo iba a sentarse junto al reverendo Charles y le hablaba sobre la parroquia. También solía hablar con nosotros; y en poco tiempo casi nos olvidamos de lo que significaba su presencia en la casa, pues parecía miembro de la familia. Nos animaba y nos hacía sentir que agradecía nuestra compañía; en cuanto a los criados, le tomaron tanto afecto como la gente del rectorado. Durante mucho tiempo pareció que esta situación iba a continuar indefinidamente.

Llegó la Navidad… una triste Navidad para nosotros. La señora Yeo hizo algunos preparativos en la cocina porque, como decía, los criados lo esperaban; y ella pensaba que ése habría sido el deseo del reverendo. David estuvo de acuerdo con ella y se puso a preparar las tortas y budines tal como lo había hecho todos los años.

Salí con David a buscar muérdago, y mientras él lo cortaba, pregunté:

—¿Por qué hacemos esto? Ninguno de nosotros tiene ganas de festejar.

Mirándome con tristeza respondió:

—Es mejor conservar las esperanzas.

—¿Lo es? ¿Cuando no podemos evitar el saber que se aproxima el final… y cuál será ese final?

—Vivimos por la esperanza —me contestó él. Admití que era cierto. Clavando en él una mirada penetrante; le pregunté:

—¿Cuál es su esperanza?

Guardó silencio un rato; luego dijo:

—Supongo que la que todo hombre abriga… un hogar, mi propia familia.

—¿Y sabe que sus esperanzas se realizarán?

Acercándose más a mí, replicó:

—Si consigo un puesto eclesiástico.

—¿Y hasta entonces, no?

—Tengo una madre a quien cuidar. Mi primera obligación es hacia ella.

—¿Adónde se encuentra ahora?

—Está al cuidado de su sobrina, quien se quedará en nuestra casita hasta mi regreso.

Se había pinchado el dedo con el muérdago; se lo chupó con aire avergonzado y advertí que se ruborizaba. Estaba turbado. Pensaba que, cuando muriera el reverendo Charles,> era muy posible que se le ofreciera el empleo.

En la Nochebuena, los cantores de villancicos vinieron al rectorado y cantaron suavemente "La primera Navidad" bajo la ventana del reverendo Charles.

En la mesa de la cocina, la señora Yeo preparaba el árbol de Navidad, atando entre sí dos aros de madera y adornándolos con retama negra y plantas perennes. Lo colgaría en la ventana del cuarto del enfermo, tan sólo para fingir que no estábamos demasiado tristes para celebrar la Navidad.

David se ocupó de los servicios religiosos de un modo que dio satisfacción a todos; oí que la señora Yeo comentaba a Belter que, si aquello debía pasar, esa era la mejor manera.

Kim vino de visita la víspera de Reyes. Desde entonces, siempre he odiado la víspera de Reyes, diciéndome con frecuencia que esto se debía a que entonces se quitaron todos los adornos navideños y ese fue el final de las festividades hasta el año siguiente.

Vi llegar a Kim en la yegua que siempre montaba, y pensé en qué aspecto gallardo y viril tenía —ni maligno como Johnny, ni santo como Justin—, precisamente el aspecto que debía tener un hombre.

Sabía para qué venía, pues él nos había dicho que iría a despedirse. Se le había notado triste a medida que se aproximaba el momento de la partida.

Salí a recibirlo, pues creía que yo era la persona de quien lamentaba separarse.

—Vaya, si es la señorita Kerensa —exclamó.

—Te vi llegar.

Belter había ido a recibir su caballo, y Kim echó a andar hacia la entrada.

Yo quería demorarlo, tenerlo para mí sola antes de que él se reuniera con Mellyora y la señorita Kellow que, yo lo sabía, estaban en la sala de recibo.

—¿Cuándo partirás? —pregunté, procurando ocultar mi tono de desolación.

—Mañana.

—No creo que desees irte en lo más mínimo.

—Una parte mínima de mí lo desea —replicó él—. Lo demás aborrece irse.

—Entonces, ¿por qué irte?

—Mi querida Kerensa, ya se han hecho todos los arreglos.

—No veo motivo alguno para que no se los pueda cancelar.

—Lamentablemente, yo sí —repuso él.

—Kim, si no quieres irte… —dije apasionadamente.

—Pero quiero cruzar los mares y ganar una fortuna.

—¿Para qué?

—Para volver rico y famoso.

—¿Por qué?

—Para poder establecerme y fundar una familia.

Esas eran casi exactamente las mismas palabras que había empleado David Killigrew. Tal vez aquel fuese un deseo compartido por todos.

—Entonces lo conseguirás, Kim —dije con seriedad.

Riendo e inclinándose hacia mí, me dio un leve beso en la frente. Me sentí alocadamente feliz, y casi de inmediato, desesperadamente triste.

—Parecías una profetisa —me dijo como disculpándose por el beso. Después, en tono ligero, continuó—: Creo que eres alguna clase de bruja… la clase más simpática, por supuesto. —Nos quedamos un rato sonriéndonos hasta que prosiguió—: Este viento tan penetrante no puede ser bueno… ni siquiera para las brujas.

Enlazó su brazo con el mío y juntos entramos en la casa. En la sala de recibo aguardaban Mellyora y la señorita Kellow. Tan pronto como llegamos, la señorita Kellow hizo servir el té.

Kim habló principalmente de Australia, sobre la cual parecía saber mucho. Resplandecía de entusiasmo y a mí me encantaba escucharlo, viendo vívidamente el país que él describía: el puerto con sus depresiones y sus arenosas playas bordeadas de follaje; el brillante plumaje de extrañas aves; el calor húmedo que lo hacía sentir a uno como si estuviese en un baño de vapor; en ese momento sería verano allá, nos dijo. Habló del paraje adónde iba; de lo barata que era la tierra, y también la mano de obra. Pensé acongojada en esa noche en que mi hermano había caído en una trampa y este hombre lo había conducido a lugar seguro. De no haber sido por Kim, mi hermano Joe podría ser "mano de obra barata" en el otro extremo del mundo.

"Oh, Kim", pensé, "ojalá me marchara yo contigo."

Pero no estaba segura de que esto fuese cierto. Quería vivir en el Abbas de Saint Larston como una dama. ¿Deseaba realmente vivir en algún solitario paraje, en un país extraño y yermo, aunque fuese con Kim?

Mi alocado sueño era que Kim se quedara, que Kim fuera dueño del Abbas en lugar de los Saint Larston. Quería compartir el Abbas con Kim.

—Kerensa está pensativa —Kim me estaba observando inquisitivamente. ¿Tiernamente?, me pregunté.

—Me estaba imaginando todo eso. Tú lo haces parecer tan real.

—Aguarda a que yo vuelva.

—¿Y entonces?

—Tendré muchas cosas para contarles. Al partir, nos estrechó la mano a todas; luego nos besó, primero a Mellyora, luego a mí. —Regresaré. Ya verán —dijo.

Seguí recordando esas palabras mucho después de marcharse él.

* * *

No fue que oyera una conversación precisa; fueron pequeñas alusiones que yo captaba de vez en cuando las que me hicieron entender lo que pensaban los demás.

Nadie abrigaba duda alguna de que el reverendo Charles se moría. A veces parecía estar un poco mejor, pero nunca progresaba en realidad; una semana tras otra veíamos extinguirse su vigor.

Constantemente me preguntaba yo qué nos sucedería cuando él muriese, pues era evidente que la situación vigente en ese momento no era más que una componenda.

La señora Yeo me proporcionó el primer indicio cuando hablaba de. David Killigrew. Me di cuenta de que lo aceptaba como el nuevo amo de la casa; estaba convencida (y advertí que muchos otros lo habían pensado así) de que cuando muriese el reverendo Charles, David Killigrew ocuparía su puesto. Pasaría a ser el párroco del lugar. ¿Y Mellyora? Bueno, como Mellyora era hija de un párroco, sería razonable suponer que sería buena esposa para otro párroco.

Como a ellos esto les parecía correcto y razonable, sugerían que era inevitable. Mellyora y David. Eran buenos amigos. Ella le estaba agradecida, y él sin duda la admiraba. Suponiendo que ellos tuviesen razón, ¿qué sería de mí?

No abandonaría a Mellyora. David siempre me había dado muestras de la mayor amistad. Debía quedarme en el rectorado, prestando utilidad. ¿En carácter de qué? ¿Criada de Mellyora? Ella jamás me trataba como a una criada. Yo era la hermana que ella siempre había querido tener, y que se llamaba igual que la que ella había perdido.

* * *

Pocas semanas después de la partida de Kim, me encontré con Johnny Saint Larston cerca de la finca de los Pengaster. Yo había ido a ver a mi abuela, llevándole una cesta llena de comida, y estaba preocupada porque ella, aunque había hablado con animación del día que había pasado en la casa del veterinario, donde se la había invitado para la Navidad, estaba delgada y sus ojos parecían brillar menos que de costumbre. Advertí también que tosía demasiado.

Me dije que mi ansiedad se debía a que venía de una casa donde había un enfermo. Porque el reverendo Charles se encontraba mal, me parecía que cualquier persona de su edad estaba en peligro.

Abuelita me había contado lo cómodo que estaba Joe en casa del veterinario, y que lo trataban como a un miembro de la familia. Era una situación excelente, pues el veterinario, aunque tenía cuatro hijas, no tenía ningún hijo varón, por lo cual le complacía tener como ayudante a un joven como Joe.

Cuando salí de la cabaña me sentía un tanto melancólica; muchas sombras amenazaban mi vida: enfermedad en la casa que había llegado a considerar como mi propio hogar; temor por la salud de abuelita; también Joe, en cierto modo, sentado a la mesa del veterinario y no a la del doctor Hilliard.

—¡Hola! —Johnny, que estaba sentado en el molinete que comunicaba con los campos de Pengaster, se bajó de un salto y ajustó su paso al mío—. Tenía la esperanza de que nos encontráramos.

—¿De veras?

—Permíteme que lleve tu cesta. —No hace falta, está vacía.

—¿Y adónde vas, mi linda doncella?

—Pareces tener afición por los versos infantiles. ¿Se debe acaso a que no has crecido todavía?

—"Mi rostro es mi fortuna, señor" —citó él—. Es cierto, señorita… ejem… Carlyon. Pero cuida esa lengua afilada que tienes. De paso, ¿por qué Carlyon? ¿Por qué no Saint Ives, Marazion? ¡Carlyon! Aunque te diré que te queda bien.

Apresurando el paso, repuse:

—Realmente tengo prisa.

—Qué lástima. Tenía la esperanza de que pudiésemos renovar nuestras relaciones. Te habría visitado antes, no lo dudes, pero estuve ausente y acabo de regresar.

—Me figuro que pronto volverás a irte.

—¿Quieres decir que así lo esperas? Oh, Kerensa, ¿por qué no ser mi amiga? Yo quiero serlo, lo sabes.

—Tal vez tu método para trabar amistad sea erróneo.

—Entonces debes enseñarme el método correcto.

Y cogiéndome por el brazo me obligó a girar, hacia él. En sus ojos brillaba una luz que me alarmó. Pensé en cómo había buscado a Hetty Pengaster en la iglesia, y en cómo lo había visto yo sobre el molinete. Probablemente venía de algún encuentro con ella.

Zafando mi brazo le dije:

—Déjame tranquila. Y no solamente ahora… siempre. Yo no soy Hetty Pengaster.

Se sobresaltó; de eso no hubo dudas, ya que escapé con facilidad. Eché a correr y, cuando miré por sobre el hombro, él estaba todavía inmóvil, siguiéndome con su mirada fija.

* * *

Hacia fines de enero, el reverendo Charles se agravó tanto que el médico le administró sedantes, cuyo resultado eran largas horas de sueño. Mellyora y yo solíamos quedarnos conversando en voz baja, mientras cosíamos o acaso leíamos, y de vez en cuando una de nosotras se levantaba y se asomaba al cuarto del enfermo. David Killigrew nos acompañaba a cada momento de que podía disponer, y las dos estábamos de acuerdo en que su presencia nos serenaba. A veces la señora Yeo nos llevaba comida; y siempre miraba al joven clérigo con afecto. Le había oído decir a Belter que, cuando terminara aquel desdichado asunto, su primera tarea sería alimentar bien al joven sacerdote. Bess o Kit solían entrar a encender el fuego, y las miradas que ambas prodigaban a él y a Mellyora me resultaban significativas, aunque tal vez no para él ni para Mellyora.

Los pensamientos de esta última estaban ocupados con su padre.

Una melancólica paz impregnaba toda la casa. Una muerte inevitable era inminente, pero eso tenía que pasar; y entonces, cuando todo hubiera concluido, lo dejaríamos atrás y nada cambiaría, por cuanto quienes ahora servían a una persona servirían a otra.

Mellyora y David. Sería inevitable. Con el tiempo, Mellyora se tranquilizaría; dejaría de tener sueños acerca de un caballero cuya devoción había sido dada a otra mujer.

Alcé la vista y sorprendí la mirada de David fija en mí. Cuando se dio cuenta de que yo lo había visto, sonrió. En esa mirada hubo algo revelador. ¿Me había equivocado acaso?

Me sentí turbada. No era así como se preveía que se desarrollasen los acontecimientos.

Durante los pocos días subsiguientes, supe que lo que yo había sospechado era real.

* * *

Después de aquella conversación, ya no tuve dudas. No fue exactamente una propuesta de matrimonio, porque David no era hombre de proponer matrimonio hasta hallarse en condiciones de poder mantener a una esposa. Como clérigo con una madre anciana a quien mantener, no estaba en tal situación. Pero si adquiría el puesto eclesiástico en Saint Larston, como debía de creerlo puesto que todos lo creían, la cuestión sería diferente.

Él y yo estábamos solos, sentados junto al fuego, ya que Mellyora se encontraba junto al lecho de su padre. Entonces me dijo:

—¿Considera usted que este es su hogar, señorita Carlee?

Admití que así era.

—He sabido cómo llegó usted aquí —prosiguió.

Yo sabía que eso era inevitable. Como tema de habladurías, ya había dejado de interesar, salvo, por supuesto, cuando aparecía un recién llegado que no conocía la historia.

—La admiro por lo que ha hecho —continuó él—. Creo que es usted una persona… una persona maravillosa. Imagino que tiene la esperanza de no abandonar jamás el rectorado.

—No estoy segura —repuse.

Con sus palabras, me había hecho pensar cuáles eran mis esperanzas. Vivir en el rectorado no había sido mi sueño. La noche en que, vestida de rojo terciopelo y enmascarada, había subido por la ancha escalinata para ser recibida por Lady Saint Larston, se había parecido más a un sueño realizado que mi vida en el rectorado.

—Por supuesto, no está usted segura. Hay en la vida cuestiones que requieren mucha reflexión. También yo he estado examinando mi vida. Verá usted, señorita Carlee, un hombre en mi actual situación no puede darse el lujo de casarse, pero si esa situación llegase a cambiar…

Hizo una pausa y yo pensé: "Me está pidiendo que me case con él cuando el reverendo haya muerto y él lo haya reemplazado." Le avergonzaba estar pensando en un futuro para el cual debía esperar a que muriera otra persona.

—Creo —continuó diciendo— que sería usted una excelente esposa para un párroco, señorita Carlee.

—¿Yo? No opino lo mismo —Reí.

—Pero ¿por qué no?

—Todo estaría mal. Mi formación personal, para empezar.

Castañeteando los dedos replicó:

—Usted es usted misma. Es lo único que importa.

—Mi carácter…

—¿Qué hay de malo en él?

—No tiene nada de serio ni devoto.

—Mi querida señorita Carlee, se subestima usted.

—Qué poco me conoce. —Volví a reír.

¿Cuándo me había subestimado yo? ¿Acaso no había sentido siempre en mí un poder que, según creía, me llevaría adonde yo quisiese ir? A mi modo era tan arrogante como lo era Lady Saint Larston al suyo. Verdaderamente, pensé, el amor es ciego, ya que se me estaba haciendo cada vez más evidente que David Killigrew se estaba enamorando de mí.

—Estoy seguro —prosiguió— de que usted tendría éxito en todo lo que emprendiera. Además…

No terminó la frase, ya que en ese momento entró Mellyora, con la cara sumida y ansiosa.

—Creo que está peor —anunció.

* * *

Era la época de Pascuas y la iglesia estaba adornada con narcisos cuando murió el reverendo Charles Martin. Nuestra casa se hallaba de duelo y Mellyora estaba inconsolable, pues aunque desde hacía tiempo sabíamos que la muerte era inevitable, cuando llegó fue de todos modos un golpe. Mellyora pasó el día en su habitación y no quiso ver a nadie; luego preguntó por mí. Me senté a su lado mientras ella hablaba de él; qué bueno había sido con ella, cuan perdida se sentía sin él; rememoraba un ejemplo tras otro de su bondad, de su amor y preocupación por ella; luego se echaba a llorar silenciosamente y yo lloraba con ella, pues había tenido afecto al reverendo; y además detestaba ver a Mellyora tan acongojada.

Llegó el día del funeral, y el doblar de la campana pareció llenar la casa. Mellyora estaba hermosa con sus negras ropas y el velo sobre la cara; el negro no me quedaba tan bien, pues era morena, y el vestido que llevaba puesto bajo el negro abrigo era demasiado suelto para mí.

Los caballos que hacían cabriolas, los negros penachos ondulantes, la música con sordina, la solemnidad del servicio fúnebre, la espera en torno á la tumba, donde yo había estado junto a Mellyora cuando ella me contó que había tenido una hermana llamada Kerensa; todo esto fue lóbrego y melancólico.

Peor aún, sin embargo, fue volver al rectorado, que parecía estar vacío porque aquel hombre tan callado, a quien tan poco habíamos visto, ya no estaba allí.

Los participantes en el funeral volvieron al rectorado, entre ellos Lady Saint Larston y Justin; ellos hacían que nuestra sala de recibo, donde se sirvieron emparedados de jamón y vino, pareciera pequeña y simple… aunque me había parecido imponente al verla por primera vez. Justin estuvo casi todo el tiempo junto a Mellyora. Fue benévolo, cortés, y parecía estar auténticamente preocupado. David estaba a mi lado. Yo estaba convencida de que muy pronto me pediría ciertamente que me casara con él, y yo no sabía qué decirle, sabiendo que otros preveían que se casaría con Mellyora. Mientras los visitantes comían sus emparedados y bebían el vino que se había ordenado a Belter servir, yo me imaginaba como ama de la casa, con la señora Yeo y Belter recibiendo mis órdenes. Qué distinta, podría decirse, de la muchacha que se había puesto sobre la plataforma de contratación en la feria de Trelinket. Un largo camino, en verdad. En el poblado siempre recordarían. "La esposa del párroco vino de las cabañas, sí señor." Me envidiarían y jamás me aceptarían del todo. Pero ¿debía importarme eso?

Y sin embargo… yo había tenido un sueño. Esta no sería su realización. David Killigrew no me gustaba como Kim, y ni siquiera estaba segura de querer estar junto a Kim, que tan lejos del Abbas se encontraba.

Cuando los visitantes se marcharon, Mellyora fue a su habitación. El doctor Hilliard, quien había decidido que yo era una joven juiciosa, llegó y pidió verme.

—La señorita Martin está muy aturdida —dijo—. Le daré a usted un leve sedante para ella, pero no quiero que lo tome a menos que lo necesite. Se la ve exhausta. Pero si no puede dormir, déselo usted.

Y me sonrió a su manera un tanto brusca. Me respetaba. Entonces empecé a soñar que podía hablar con él, interesarlo en Joe. Aborrecía comprobar que mis sueños, inclusive los que eran para otros, no se realizaban.

Esa noche entré en el cuarto de Mellyora y la encontré sentada junto a la ventana del dormitorio, contemplando el cementerio por sobre el jardín.

—Te vas a resfriar —le dije—. Acuéstate.

Sacudió la cabeza negativamente; entonces le cubrí los hombros con una pañoleta y, acercando una silla, me senté a su lado.

—Oh, Kerensa, ahora todo será diferente. ¿No lo sientes tú?

—Así debe ser.

—Siento como si estuviera en una especie de limbo… flotando entre dos vidas. La antigua vida ha concluido; la nueva está por empezar.

—Para las dos —respondí.

Me apretó la mano.

—Sí, un cambio para mí significa un cambio para ti. Parece ahora, Kerensa, que tu vida se entrelaza con la mía.

Me pregunté qué haría ella ahora. Creía poder quedarme en el rectorado si lo deseaba, pero ¿y Mellyora? ¿Qué les ocurría a las hijas de párrocos? Si no tenían dinero, pasaban a ser institutrices de niños; pasaban a ser acompañantes de señoras ancianas. ¿Cuál sería el destino de Mellyora? ¿Y el mío?

Ella no parecía estar inquieta por su propio futuro; seguía pensando en su padre.

—Yace allí afuera —dijo—, con mi madre y mi hermana… la pequeña Kerensa. Quién sabe si su espíritu ya voló al cielo.

—No deberías quedarte aquí, meditando. Ya nada puede traerlo de vuelta, y recuerda que él no habría querido que fueses desdichada. Su mayor preocupación era siempre hacerte feliz.

—Era el mejor padre del mundo, Kerensa, y sin embargo ahora podría desear que hubiera sido duro y cruel algunas veces, así no tendría que sentirlo tanto.

Se echó a llorar en silencio; yo la rodeé con un brazo. La conduje a su cama y le administré el sedante que me había dado el doctor Hilliard. —Luego me quedé junto a su cama hasta que ella se durmió, mientras procuraba atisbar en el futuro.

* * *

El futuro no iba a ser tal como yo lo había imaginado. Era como si un destino malévolo nos estuviera recordando que el hombre propone y Dios dispone.

En primer lugar, David Killigrew no obtuvo el puesto eclesiástico en Saint Larston. En cambio llegó al rectorado el reverendo James Hemphill, con su esposa y tres hijas.

Tristemente, David emprendió el regreso para ser de nuevo cura, para archivar sus sueños de matrimonio y para compartir su vida con su madre viuda. Dijo que debíamos escribirnos… y tener esperanzas.

Lo único que preocupaba a la señora Yeo y a Belter, así como a Bess y Kit, era si los Hemphill requerirían sus servicios.

Mellyora parecía haber crecido en esas semanas; supongo que también yo, pues de pronto comprobamos que la seguridad nos había sido arrebatada.

Mellyora me llevó a su dormitorio, donde podíamos hablar tranquilas. Se la veía muy seria, pero al menos el temor por su propio futuro se había superpuesto a la congoja por su padre. Ya no había tiempo para lamentos.

—Siéntate, Kerensa —dijo—. He sabido que mi padre dejó tan poco, que me será necesario ganarme la vida.

La miré; había adelgazado y parecía delicada con su vestido negro. Se había recogido el cabello, lo cual, no sé por qué, le daba un aire desvalido. La imaginé en alguna majestuosa mansión—, como institutriz, no del todo una de las criadas y, sin embargo, considerada como inadecuada para relacionarse con la familia. Me estremecí.

¿Y mi propio destino, qué? De una cosa estaba convencida; sería más capaz de cuidarme que ella.

—¿Qué piensas hacer? —le pregunté.

—Quiero hablarlo contigo —respondió—. Porque, verás, esto también te afecta. Tendrías que irte de aquí.

—Tendremos que hallar un modo de ganarnos la vida. Lo consultaré con abuelita.

—Kerensa, no me gustaría que nos separemos.

—Tampoco a mí.

Pálida, me sonrió.

—Si pudiéramos estar juntas en alguna parte… Pensé que si podíamos instalar una escuela… o algo así.

—¿Dónde?

—Aquí, en alguna parte de Saint Larston. Era un plan descabellado; advertí que ella no creía en él, pese a lo que decía. «

—¿Cuándo tendremos que irnos? —pregunté,

—Los Hemphill llegarán a fin de mes. Eso nos deja tres semanas. La señora Hemphill es muy bondadosa; dijo que no debía preocuparme si quería quedarme un tiempo más.

—No pensará encontrarme aquí. Supongo que podría irme con mi abuela.

Frunció la cara y se apartó.

Yo habría podido llorar junto con ella. Sentía que se me arrebataba todo lo que había logrado. No, no todo. Al llegar al rectorado era una muchacha ignorante; ahora era una joven casi tan culta como Mellyora. Podía ser institutriz, lo mismo que ella.

Esa idea me dio seguridad y valor. Hablaría con mi abuela; no me desalentaría aún.

* * *

Pocos días más tarde, Lady Saint Larston hizo llamar a Mellyora. Sólo puedo decir que "la hizo llamar" porque no fue como las invitaciones que Mellyora había recibido con anterioridad; esa fue una orden.

Mellyora se puso su negra capa y su negro sombrero de paja, y la señorita Kellow, que se marcharía al finalizar la semana, la llevó al Abbas.

Regresaron en una hora, más o menos. Mellyora fue a su cuarto llamándome para que fuese a verla.

—Ya lo arreglé todo —exclamó. No la entendí; ella continuó rápidamente—: Lady Saint Larston me ofreció un puesto y lo he aceptado. Seré su dama de compañía. Al menos no tendremos que irnos lejos.

—¿Irnos?

—¿Creíste acaso que te abandonaría? —sonrió y fue como en otras épocas —. Oh, ya sé que no nos gustará mucho… pero al menos es algo definido. Seré su dama de compañía, y hay trabajo para ti también.

—¿Qué clase de trabajo?

—Doncella de la esposa de Justin Saint Larston.

—¡Doncella!

—Sí, Kerensa. Puedes hacerlo. Tienes que ocuparte de sus ropas, peinarla… prestar servicios en general. No creo que sea muy difícil… y además, te gustan las ropas. Piensa en lo ingeniosa que fuiste con el vestido de terciopelo rojo.

Yo estaba tan consternada, que no podía hablar. Mellyora se apresuró a continuar:

—Cuando me lo preguntó, dijo que era lo mejor que podía hacer por mí. Dijo que creía debernos algo, y que no podía dejarme en la miseria. Le dije que habías estado tanto tiempo conmigo, que te consideraba como a una hermana, y que no te abandonaría. Entonces pensó un rato y dijo que la señora Saint Larston necesitaba una doncella, y que te tomarían. Le contesté que estaba segura de que estarías agradecida…

Estaba sin aliento y había en sus ojos un resplandor inconfundible. Quería ir a vivir en el Abbas, aun como dama de compañía de Lady Saint Larston. Yo sabía por qué. Era porque no toleraba pensar en irse de Saint Larston mientras Justin estuviese allí.

* * *

De inmediato fui a ver a la abuelita Be y le conté lo sucedido.

—Bueno, siempre quisiste vivir en esa casa —comentó.

—¡Como criada!

—Sólo hay un modo de que pueda ser de otra forma —agregó ella.

—¿Cuál?

—Casándote con Johnny Saint Larston.

—Yo jamás…

Apoyó la mano en mi cabeza, pues me hallaba sentada en una banqueta, junto a su sillón.

—Eres atractiva, hija mía.

—La gente como él no quiere casarse con gente como yo… por más atractivas que seamos.

—Como regla no, es cierto. Pero tampoco es la regla que tú hayas sido algo así como adoptada y educada, ¿verdad?

Sacudí la cabeza negativamente.

—Bueno, ¿acaso ese no es un signo? No esperas que te sucedan las cosas que suceden a la gente común, ¿verdad?

—No, pero no me gusta Johnny. Además, él nunca se casaría conmigo, abuelita. Hay algo en él que me dice que jamás lo haría. Es diferente conmigo que con Mellyora, aunque ahora tal vez no lo sea. Me desea, ya lo sé, pero no se interesa por mí en lo más mínimo.

Abuelita movió la cabeza, asintiendo.

—Por ahora es así —repuso—. Las cosas cambian. Ten cuidado cuando estés en esa casa, preciosa. Ten especial cuidado de Johnny. —Suspiró—. Tenía la esperanza de que te casaras con un párroco o con un médico, por ejemplo. Eso es lo que habría querido ver.

—Si todo hubiese resultado tal como pensábamos, abuelita, no sé si me habría casado con David Killigrew.

—Lo sé —repuso mientras me acariciaba el cabello—. Tienes la mirada puesta en esa casa… Ella te hizo algo, Kerensa. Te ha embrujado.

—Oh, abuelita, ojalá que el párroco no hubiese muerto.

—Llega un momento en que todos debemos morir. No era joven y le había llegado la hora.

—También está Sir Justin. —Me estremecí al recordar lo que había visto al abrir una puerta que no correspondía—. Sir Justin y el reverendo Charles. Son dos, abuelita.

—Es natural. Has visto las hojas de los árboles cuando llega el otoño. Se marchitan, caen y se secan. Caen una por una. Es que han llegado al otoño. Pues algunos de nosotros llegamos a nuestro otoño; entonces uno tras otro caemos rápidamente de los árboles.

Me volví hacia ella, horrorizada.

—Tú no, abuelita. Tú no debes morir.

—Aquí estoy —rió ella—. Mi turno no parece haber llegado todavía, ¿verdad?

En esos momentos tuve miedo… miedo de lo que el futuro guardaba para mí en el Abbas, miedo de un mundo donde no estaría la abuelita Be.

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