Muerte en el Abbas. Atmósfera silenciosa. Los postigos corridos para que no entrara el sol. Los criados yendo de un lado a otro lentamente, de puntillas, hablando en susurros.
En aquel dormitorio donde con tanta frecuencia yo la había peinado, Judith yacía en su ataúd. Los criados pasaban frente a la puerta cerrada de prisa, apartando la mirada. Me causaba una extraña emoción verla allí tendida, con el blanco gorro escarolado y el blanco camisón, aparentemente más en paz que nunca en su vida.
Justin se encerró en su cuarto; nadie lo veía. La señora Rolt le llevaba bandejas a su pieza, pero las volvía a traer todas de nuevo con la comida intacta. En su boca había una torva expresión. Colegí que en la cocina diría: "Le pesa la conciencia. ¡Pobre señora! ¿Acaso es de extrañarse?" Y todos asentirían, debido a su ley no escrita de que los muertos eran santificados.
Los acontecimientos de ese día resaltan con claridad en mi mente. Recuerdo que corrí por el camino bajo el ardiente sol, que encontré al doctor Hilliard dormido en su jardín, con un periódico en la cabeza para protegerse del sol; que le solté bruscamente que había habido un accidente, y que regresé con él al Abbas. La casa estaba todavía silenciosa; el zapato se hallaba caído junto á Judith, pero el elefante estaba en el cuarto de juegos. Permanecí allí, junto al médico, mientras él tocaba la pobre cara de Judith.
—Esto es terrible —murmuró—. Terrible. Había estado bebiendo —continuó después de mirar su zapato, en lo alto de la escalera.
Yo asentí con la cabeza. El doctor Hilliard se incorporó.
—Nada puedo hacer por ella —dijo.
—¿Habrá sido instantáneo? —pregunté.
—Creo que sí —repuso él, encogiéndose de hombros—. ¿Nadie la oyó caer?
Expliqué que todos los criados se encontraban en el circo. Era la única ocasión del año en que la casa estaba vacía.
—¿Dónde está Sir Justin?
—Lo ignoro. Mi marido fue a Plymouth por asuntos de la finca, y Lady Saint Larston está en el jardín, con mi hijo.
Después de asentir con la cabeza, comentó:
—Parece usted alterada, señora Saint Larston.
—Fue una fuerte impresión.
—Exacto. Bueno, debemos tratar de comunicarnos con Sir Justin lo antes posible. ¿Dónde puede estar a esta hora del día?
Yo sabía dónde estaba Justin… con Mellyora; y entonces el miedo me atacó por primera vez. Ahora él estaba libre… libre para casarse con Mellyora. En un año —que sería un período respetable— se casarían. Tal vez en otro año más tendrían un hijo. Tan absorta había estado en tomar medidas para que el juguete de Carlyon no apareciese involucrado en el accidente, que no me había dado cuenta de que lo que yo temía podía suceder, al fin y al cabo.
El doctor Hilliard hablaba, dándome instrucciones; pero yo me limité a permanecer inmóvil y era como si toda la casa se burlara de mí.
* * *
Ese día, más tarde, los padres de Judith llegaron al Abbas. Su madre se parecía mucho a Judith; escultural, con los mismos ojos torturados. En esa ocasión eran torturados en verdad.
Fue al cuarto donde yacía Judith en su lecho, pues aún no le habían preparado el ataúd. Oí sus violentos sollozos y sus reproches.
—¿Qué le han hecho ustedes a mi hija? ¿Por qué permití que viniese a esta casa?
Los criados oyeron. En la escalera me encontré con la señora Rolt, que bajó los ojos para que yo no viese en ellos la excitación. Esa era una situación que encantaba a los sirvientes. Escándalo en altas esferas. Cuando hablaban de la muerte de Judith, hablarían también de su desdicha y de aquella última escena, cuando había delatado ante todos ellos sus celos de Mellyora.
* * *
Jane Carwillen llegó al Abbas, habiendo logrado que un caballerizo de Derrise la trajese. Doll, que la recibió, procuró impedirle entrar en la casa, pero ella hizo a un lado a la muchacha y exclamó:
—¿Dónde está mi joven señora? Llévenme hasta ella.
Al oír la conmoción, bajé al salón. Tan pronto como vi a la mujer, dije:
—Venga conmigo; la llevaré hasta ella.
Y abrí la marcha hacia el recinto donde yacía Judith en su ataúd.
Deteniéndose junto a él, Jane Carwillen contempló a
Judith. No lloraba, no hablaba, pero vi la congoja en su rostro, y supe que por su mente pasaban cien pequeños incidentes de la infancia de Judith.
—Y era tan joven —dijo por fin—. ¿Por qué tuvo que pasar esto?
—Estas cosas ocurren —susurré con dulzura.
Se volvió hacia mí con vehemencia.
—No tenía por qué ocurrir. Ella era joven. Tenía toda la vida por delante.
Se apartó, y cuando juntas abandonábamos el cuarto mortuorio, nos encontramos con Justin. La mirada de odio que le lanzó Jane Carwillen me sobresaltó.
La señora Rolt, que aguardaba en la sala, miró ávidamente a Jane Carwillen.
—Pensaba que a la señorita Carwillen le gustaría beber un vaso de vino como consuelo —dijo.
—No hay consuelo que usted ni nadie pueda darme —replicó la anciana.
—Siempre hay consuelo en un pesar compartido —insistió la señora Rolt—. Ábranos su corazón… y nosotros le abriremos el nuestro.
¿Era aquel un mensaje? ¿Significaba acaso: queremos decirle algo que creemos que usted debería saber?
Quizá Jane pensara eso, pues accedió a ir a la cocina y beber un vaso de vino. Media hora más tarde, sabiendo que Jane no había salido de la casa, busqué una excusa para bajar a la cocina.
Supe que los criados estaban hablando a Jane de esa ocasión en que Judith había acusado a su esposo y a Mellyora de ser amantes. Por primera vez se estaba diciendo que la muerte de Judith no era un accidente.
En la pesquisa judicial, el veredicto fue "muerte accidental". Al parecer, Judith se había hallado en un estado de semi-embriaguez, por lo cual, perdiendo pie en la escalera, había caído y había muerto.
Di testimonio, ya que la había encontrado, explicando cómo había entrado en la casa buscando el juguete de mi hijo; entonces había visto a Judith inerte al pie de la escalera y su zapato en uno de los escalones más altos. Nadie dudó de mí, aunque yo temía que mi nerviosidad me delatase. Se presumió que yo estaba alterada, lo cual era natural.
Sir Justin parecía haber envejecido diez años. Me di cuenta de que se hacía reproches. En cuanto a Mellyora, semejaba un espectro. Yo sabía que detestaba encontrarse con cualquiera de los criados. Lo había olvidado todo en cuanto a la entrevista que iba a tener, y tan aturdida estaba por lo sucedido, que ni siquiera podía pensar con claridad. ¡Qué distinta de mí era ella! De haber estado en su lugar, me repetía yo, en ese momento habría estado alborozada, viendo claro el futuro ante mí. Me habría burlado de las habladurías de los criados. ¿Qué motivos había para preocuparse cuando una pronto sería el ama de la casa, con poder para despedir a cualquiera de ellos? Ellos debían saberlo y acomodarían su actitud en consecuencia. Pero por el momento, no sabían con certeza qué giro iban a tomar los acontecimientos.
Pero tal vez yo fuese una de las personas más intranquilas de la casa. Estaba en juego el futuro de mi hijo, que ahora lo era todo para mí. No me gustaba observar mi propia vida con demasiada atención. Mi matrimonio no era satisfactorio, y en algunas ocasiones Johnny me desagradaba. Yo quería hijos; esa era la única razón por la cual lo toleraba. No lo amaba; jamás lo había amado; pero había entre nosotros un vínculo de sensualidad que oficiaba de amor. Con frecuencia había soñado en un amor que me daría todo lo que deseaba de la vida, y más especialmente entonces. Quería yo un marido a quien pudiese recurrir, que me consolara y que hiciese mi vida digna de vivirse aunque mis ambiciosos planes quedasen frustrados. Nunca me había sentido tan sola como en ese momento, porque había visto cómo, mediante un solo golpe del destino, los sueños podían ser destruidos. Me había sentido poderosa, capaz de obligar al destino a darme lo que yo quería; pero ¿acaso abuelita no me había dicho, una vez tras otra, que el destino era más poderoso que yo? Me sentía débil e indefensa, y sintiéndome así quería un brazo fuerte a mi alrededor. Pensaba cada vez más en Kim. Aquella noche en el bosque había sido importante en más de una manera. Había decidido mi futuro tanto como el de Joe.
A mi modo extraño y tortuoso, estaba enamorada de Kim, tal vez enamorada de una imagen; pero porque mis deseos siempre llegaban hondo, porque cuando quería algo lo quería apasionada y sinceramente, sabía que así era como debía amar a un hombre: profunda, apasionadamente. Y aquella noche, cuando era tan joven e inexperta que no comprendía plenamente mis sentimientos, había elegido a Kim, y luego había seguido construyendo su imagen. En el fondo de mis pensamientos estaba la creencia de que algún día Kim volvería, y que volvería por mí.
Y ahora, porque creía que podía perder todo lo que había querido para Carlyon, deseaba tener a mi lado un hombre fuerte que me consolara; me entristecía saber que ese hombre no era mi marido y que este matrimonio mío era un sórdido negociado… un matrimonio sin amor, un matrimonio entre un deseo tan feroz, por un lado, que había forzado este paso, y por el otro lado un deseo igualmente feroz pero, en mi caso, de poder y posición.
Aguardaba inquieta lo que iba a suceder; y entonces empecé a advertir que el destino me ofrecía otra oportunidad.
Habían comenzado los rumores.
Me di cuenta de esto cuando por casualidad oí un comentario hecho desde la cocina. La señora Rolt tenía una voz penetrante.
—Hay una ley para los ricos y otra para los pobres. Muerte accidental. Accidental… qué les parece. ¿Y dónde estaba él? ¿Y ella, dónde estaba? Bessie Culturther los vio, sí… caminando por el bosque de Trecannon… los caballos atados… iban tomados de la mano. Eso fue días antes. ¿Acaso hacían planes? ¿Y dónde estaban ellos cuando su señoría tuvo su muerte accidental? En fin, no conviene preguntar, ¿verdad?, porque son gente de alcurnia.
Rumores… Habladurías… Irían en aumento.
* * *
Así fue. Hubo habladurías, habladurías interminables. Todo era demasiado casual, decían las murmuraciones. Los acontecimientos no podían desarrollarse de modo tan simple. ¡Justin enamorado de Mellyora! ¡Mellyora a punto de marcharse! ¡La muerte repentina de la única persona que se interponía entre ambos! ¿Era natural suponer que Lady Saint Larston había tenido un accidente, precisamente en el momento adecuado para impedir que su marido perdiese a su amante?
¡Cuán generoso podía ser el destino para ciertas personas! Pero ¿por qué tenía que ser así? ¿Acaso el destino decía: "Ah, pero éste es Sir Justin y hay que darle lo que quiera"? El destino debía dar un empujoncito a los acontecimientos para que todo le saliera bien a Sir Justin Saint Larston. ¿Un empujoncito? ¡Sí que eran palabras bien elegidas!
¿Dónde había estado Sir Justin en el momento en que su esposa caía por las escaleras? En la pesquisa judicial había explicado que estaba entrenando a uno de sus caballos.
No preguntaron a Mellyora dónde había estado ella. De haberlo hecho, ella habría tenido que responder que también había estado entrenando a un caballo. Podía imaginarme la mesa grande en las habitaciones de los criados; estarían sentados alrededor de ella como si fueran detectives, reuniendo las piezas de la historia.
La hora había sido ingeniosamente elegida; la casa estaba en silencio, los criados en el circo, el señor Johnny ausente por negocios; la señora Saint Larston con su hijo y la anciana dama en el jardín. ¿Acaso Sir Justin había regresado a la casa? ¿Había conducido a su esposa por el corredor hasta lo alto de la escalera y la había arrojado abajo?
Los criados lo decían; lo decían en la aldea. En la pequeña oficina de correos, la señorita Penset sabía que la señorita Martin había estado escribiendo cartas a direcciones de diversas partes del país; y teniendo en cuenta aquella escenita, cuando una habitación del Abbas se había incendiado y la señorita Martin había sido vista en ropa de dormir con Sir Justin, y la pobre señora Judith había dicho simplemente lo que pensaba, no quedaban dudas de en qué había insistido su señoría. La señorita Penset habría oído el relato de esa escena desde varias partes. Siempre estaban la señora Rolt y la señora Salt, así como el señor Haggety, que se inclinaba sobre el mostrador y contemplaba el pecho de la señorita Penset bajo su corpiño de bombasí, sonriendo con aire entendido para sugerir que ella era una hermosa mujer. Ella podía extraer cualquier secreto a un hombre que la admiraba tanto como el señor Haggety. Luego estaba Doll, que nunca era muy discreta, y Daisy, a quien le parecía tan ingenioso imitar a Doll. ¿Y acaso el cartero no le había dicho que había llevado a la señorita Martin una carta cuyo matasellos indicaba que provenía de una de las direcciones donde ella había escrito?
La señorita Penset tenía el dedo sobre el pulso de la aldea; se daba cuenta de que una muchacha estaba embarazada aún antes de que esta misma lo supiese. Todos los dramas de la vida de la aldea eran para ella de sumo interés, y como administradora de correos estaba en una situación especial para percibirlos.
Por eso yo sabía que, en la oficina de correos, la gente hablaba con la señorita Penset; cuando yo entraba allí se hacía el silencio. Se me miraba con más simpatía que antes. Tal vez yo fuera una advenediza, pero al menos no era perversa, como ciertas personas. Además, mis asuntos habían pasado a ser ahora" de importancia secundaria.
* * *
Era el día del funeral. Llegaban flores sin cesar, y el olor a lirios impregnaba toda la casa. Parecía el olor a muerte.
Todos temíamos la dura prueba. Cuando me puse mi toca, la cara que vi en el espejo casi no parecía la mía. El negro no me sentaba bien; me había dividido el cabello al medio, lucía un pesado rodete en la nuca, largos aros de jade en las orejas y un collar de jade alrededor del cuello.
Mis ojos parecían enormes; mi rostro, más delgado y más pálido. Había estado durmiendo mal desde la muerte de Judith, teniendo sueños cuando lograba dormir. Soñaba constantemente con la plataforma de contratación en la feria de Trelinket, y con Mellyora que se acercaba y me tomaba la mano. Una vez soñé que, al mirarme los pies, vi que tenía pezuñas hendidas.
Con su negro sombrero de copa y su negra chaqueta, Johnny tenía un aspecto más digno que de costumbre. Entró y se detuvo a mi lado, junto al espejo.
—Se te ve… regia —dijo, e inclinándose, para no moverme la toca, me besó la punta de la nariz. De pronto rió diciendo—: Por Dios, cómo se habla en la vecindad…
Me estremecí; odiaba su aire de complacencia. Él continuó:
—Siempre se le ha mostrado como un ejemplo… mi bendito hermano. ¿Sabes cómo lo llaman ahora? —No quiero saberlo. Elevó las cejas.
—Eso no es muy propio de ti, mi dulce esposa. Habitualmente te gusta inmiscuirte en todo. Sólo puede haber una razón para que no quieras que te lo diga. Que ya lo sabes. Sí, amor mío, están diciendo que mi santo hermano asesinó a su esposa.
—Espero que les hayas dicho cuan absurdo era eso.
—¿Crees acaso que mis palabras habrían tenido algún peso?
—¿Quién dice tal cosa? ¿La administradora de correos? ¿Propagadores de escándalos como ella?
—No tengo dudas de que la respuesta para eso es "sí". Esa vieja arpía repetiría cualquier escándalo en el cual pudiera meter su lengua sucia. Eso es previsible. Pero es en lugares más elevados. A mi hermano le costará salir de esta situación.
—Pero todos sabían que ella bebía.
—Todos sabían que él quería deshacerse de ella.
—Pero si era su esposa…
Repitió burlonamente mis palabras. Luego agregó:
—¿Qué le ha dado a mi pequeña esposa, tan avispada? Vamos, Kerensa, ¿qué opinas?
—Que él es inocente.
—Tu espíritu es puro. Eres la única que piensa eso.
—Pero el veredicto…
—Muerte accidental. Eso abarca muchas cosas. Puedo decirte esto: nadie olvidará jamás, y cuando Justin se case con Mellyora Martin, como lo hará después de un intervalo respetable, ese rumor persistirá. Sabes cómo es en estas regiones. Las historias se trasmiten de generación en generación. Allí estará esta para siempre… como un esqueleto en la alacena, y nadie sabrá jamás con certeza cuándo alguna persona traviesa abrirá la puerta de esa alacena.
Tenía razón. Yo debía decir la verdad. Debía explicar que Judith había tropezado con el elefante, que yo lo había visto, que no había querido que mi hijo fuese culpado.
Me estremecí. No había dicho la verdad en la pesquisa judicial. ¿Cómo podía presentarme ahora? Y sin embargo, ¿cómo podía no hacerlo, cuando su propio hermano creía que Justin bien podía ser un asesino?
Sentándose en el borde de la cama, Johnny examinó las puntas de sus botas.
—No veo cómo podrán casarse jamás —declaró—. El único modo de eliminar este rumor es que no lo hagan.
Cómo brillaron mis ojos… de un modo inhumano. Si ellos no se casaban… si Justin nunca se casaba… no podría haber ninguna amenaza para el futuro de Carlyon.
La campana de la iglesia empezó a doblar.
—Es hora de que partamos —dijo Johnny, y me tomó de la mano—. ¡Qué fría estás! Anímate. No es mi funeral.
Lo odiaba. No le importaban los pesares de su hermano. Sólo se mostraba relamido y complaciente porque ya no podía salir perjudicado en la comparación, porque ya nadie volvería a mostrar a Justin como un ejemplo.
Me pregunté con qué clase de hombre me había casado… y esa pregunta fue reemplazada de inmediato por otra, más inquietante: ¿Qué clase de mujer era yo?
* * *
La prueba fue más dura todavía de lo que habíamos temido. No sólo la aldea de Saint Larston, sino toda la vecindad, a kilómetros a la redonda, parecía haber acudido a ver las exequias de Judith.
En la iglesia, el calor era sofocante; el olor a lirios era abrumador y el reverendo John Hemphill parecía dispuesto a no terminar nunca.
Justin, con su madre y los padres de Judith, estaba sentado en el primero de los bancos de Saint Larston; Johnny y yo en la segunda fila. Yo miraba con fijeza los hombros de Justin, preguntándome qué haría él. No soportaba mirar el ataúd, cargado de flores y puesto sobre trípodes; no podía mantener la atención fija en lo que decía el reverendo Hemphill; sólo podía contemplar el banco del rectorado, donde estaban sentadas ahora la señora Hemphill y sus tres hijas, y pensar en cuando estaba sentada allí con Mellyora, y en lo orgullosa que estaba porque ella me había dado un vestido de guinga y un sombrero de paja para ponerme.
Mi mente no cesaba de volver al pasado, recordándome todo lo que Mellyora había hecho por mí.
La ceremonia ya había concluido; ahora iríamos a la bóveda del cementerio. El reverendo John Hemphill bajaba del pulpito. ¡Oh, ese fúnebre olor!
Entonces vi a Jane Carwillen. Fue una visión extraordinaria… esa anciana, que casi doblada por la mitad, se acercaba lentamente al ataúd. Todos permanecíamos tan inmóviles que el golpeteo de su bastón en el pasillo repercutió en toda la iglesia. Todos quedaron tan sorprendidos, que nadie intentó detenerla.
Se detuvo junto al ataúd; luego alzó su bastón y con él señaló los bancos de Saint Larston,
—Mi pequeña señora se ha ido —dijo con voz queda; después, alzándola—: Maldigo a quienes le hicieron daño.
La señora Hemphill, siempre eficiente esposa del párroco, abandonó velozmente su banco y tomó de un brazo a Jane. Oí su voz calma, cortante:
—Vamos, venga conmigo. Sabemos cuán alterada está usted…
Pero Jane había ido a la iglesia a efectuar una protesta pública y no fue tan fácil sacarla de allí. Durante algunos segundos se quedó, mirando fijamente los bancos de Saint Larston. Luego sacudió su bastón, amenazante.
Mientras la señora Hemphill la conducía al fondo de la iglesia se oían sus fuertes sollozos; vi que la madre de Judith hundía la cara en las manos.
—Por qué la dejé casarse…
Sus palabras deben de haber sido audibles para muchos; en ese momento pareció que todos aguardaban una señal del cielo, alguna acusación desde las alturas, alguna violencia contra aquellos a quienes se creía los asesinos de Judith.
El padre de Judith puso un brazo en torno a su esposa; Justin salía de su banco cuando detrás de mí, donde estaban sentados los sirvientes del Abbas, hubo otro disturbio. Oí decir:
—Se ha desmayado.
Supe quién era antes de volverme. Fui yo quien acudió a ella; fui yo quien le aflojó el cuello de la blusa. Yacía allí., en el piso de la iglesia, con el sombrero caído, sus claras pestañas quietas sobre la pálida piel.
Quise clamar: "Mellyora, yo no olvido. Pero está Carlyon…"
Los criados aguardaban. Yo sabía lo que significaban sus expresiones.
¡Culpable en un sitio sagrado!
* * *
De vuelta en el Abbas. ¡Gracias al Cielo que las campanas habían cesado en su lúgubre doblar! ¡Gracias al Cielo que los postigos estaban abiertos, dejando entrar la luz!
Bebimos jerez y comimos lo que se había preparado para el funeral. Justin estaba sereno y distante. Ya estaba recobrando su serenidad. Pero qué desdichado parecía… acongojado, tal como debía verse a un esposo afligido.
La madre de Judith había sido llevada a su casa. Se temía que, si se quedaba, hubiese una escena de histeria. Procurábamos hablar de cualquier cosa, menos del funeral. Los aumentos de precios; la situación del gobierno; las virtudes del joven Disraeli; los defectos de Peel y Gladstone. Algunos problemas eran más específicamente nuestros. ¿Cerraría realmente la mina Fedder, y qué efecto tendría esto sobre la comunidad?
Yo era la anfitriona. De haber estado allí Judith, igual lo habría sido, yo, pero ahora se me aceptaba como tal, y así sería hasta que Justin tuviese una esposa.
¡Pero Justin jamás debía tener esposa!
Por fin había hecho frente a mi decisión íntima. Justin jamás debía tener un hijo legítimo, y para tenerlo debía tener esposa.
Justin nunca debía tener un hijo que pudiera ocupar el sitio de Carlyon.
Pero se casaría con Mellyora. ¿Podría hacerlo? Solamente si estaban dispuestos a enfrentar un escándalo perpetuo. ¿Le haría frente Justin?
Tan pronto como pude, fui al cuarto de Mellyora, que estaba en la semioscuridad, ya que nadie le había levantado los postigos. Tenía suelta la rubia cabellera y estaba tendida en la cama, con aire juvenil y desvalido, recordándome tanto los días de nuestra niñez.
—Oh, Mellyora —dije, y se me quebró la voz.. Me tendió una mano; yo la tomé, sintiéndome como Judas.
—¿Y ahora? —pregunté.
—Es el fin —repuso ella.
Sentí odio hacia mí misma.
—Pero ¿por qué? —susurré—. Ahora… son ustedes libres.
—¿Libres? —rió amargamente—. Nunca hemos sido menos libres.
—Eso es ridículo. Ella ya no se interpone entre ustedes. Podemos hablar con franqueza, Mellyora.
—Nunca ella se interpuso con más firmeza entre nosotros.
—Pero se ha ido.
—Tú sabes lo que están diciendo…
—Que él la mató… tal vez con tu ayuda. Apoyándose en los codos, se incorporó a medias; tenía la mirada extraviada.
—¡Cómo se atreven! Cómo pueden decir tales cosas de Justin.
—Al parecer, ella murió en ese momento preciso en que…
—No lo digas, Kerensa. Tú no crees eso.
—Por supuesto que no. Sé que él nada tuvo que ver con lo sucedido.
—Sabía que podía confiar en ti.
"Oh, no, Mellyora, no digas eso", quise gritar; por un momento no pude hablar, temerosa de que si lo hacía, iba a soltar la verdad.
—Ya hemos conversado —prosiguió ella—. Es el fin, Kerensa. Los dos lo sabemos.
—Pero…
—Debes comprender. No podría casarme con él. ¿No te das cuenta? Eso lo confirmaría todo… al menos eso pensarían todos. Sólo hay una manera de probar que Justin es inocente.
—¿Te irás? —pregunté.
—Él no quiere dejarme ir. Quiere que me quede aquí, contigo. Dice que tú eres fuerte y eres mi amiga. Confía en que tú me cuides.
Hundí la cara en las manos. No podía ocultar la mueca de desprecio que asomaba a mi boca. Me despreciaba a mí misma y ella no debía saberlo. Ella, que antes me había conocido tan bien, podría conocerme ahora.
—Dice que la vida sería demasiado difícil para mí… lejos de aquí. Dice que sabe qué existencia desdichada puede llevar una institutriz o una dama de compañía. Quiere que me quede aquí… para cuidar a Carlyon como lo estoy haciendo ahora… para conservarte como amiga.
—¿Y con el tiempo… cuando todos hayan olvidado… se casará contigo?
—Oh, no, Kerensa. Nunca nos casaremos. Él se marchará.
—¡Justin se marchará! —exclamé con cierta alegría en la voz. Justin renunciando a sus derechos, dejándonos el campo libre a mí y a mi gente.
—Es el único modo. Él cree que es lo mejor. Se irá al Oriente… China e India.
—No es posible que lo diga de veras.
—Así es, Kerensa. No soporta quedarse aquí y que debamos permanecer alejados. Sin embargo, no se casaría conmigo para tolerar los insultos que se lanzarían contra mí, él lo sabe. Quiere que me —quede contigo… y con el tiempo tal vez…
—¿Irás a reunirte con él?
—Quién sabe.
—¿Y está decidido a hacer esto? No puede decirlo de veras. Cambiará de idea.
—Sólo hay una cosa que podría hacerle cambiar de idea, Kerensa.
—¿A qué te refieres?
—Si se pudiese probar algo. Si alguien hubiese visto… Pero sabemos que nadie vio nada. Ya ves, no hay modo de probar que somos inocentes, salvo este solo… alejándonos uno del otro, renunciando a aquello por lo cual ellos creen que cometimos este crimen.
Ahora era el momento. Debía confesarle todo. Judith tropezó con el juguete de Carlyon, que lo había dejado allí, en el escalón más alto. Ella no lo vio. Lo sucedido era obvio, porque su zapato quedó enganchado en la tela. Me llevé el juguete porque no quería que la acción de Carlyon hubiese causado la muerte de Judith. No quería que ninguna sombra alcanzase a mi hijo. Pero había una nueva disyuntiva.
Yo podía exculpar a Justin y Mellyora; ellos podían casarse, podían tener un hijo.
No, yo no podía hacer eso. El Abbas era para Carlyon. Sir Carlyon. Qué orgullosa estaría yo cuando el título fuera suyo. Me había casado sin amor; había luchado con ahínco por lo que ansiaba; había soportado muchas cosas. ¿Acaso iba a renunciar a todo por el bien de Mellyora?
Tenía cariño a Mellyora. Pero ¿qué clase de amor era el de ella y Justin? De haber estado yo en el lugar de Mellyora, ¿habría permitido que mi amante se marchara? ¿Habría amado a un hombre que podía aceptar la derrota con tanta facilidad?
No, un amor como el de ellos no valía el sacrificio.
Yo debía seguir recordándome eso.
Si ellos se hubieran amado realmente, habrían estado listos para hacer frente a cualquier cosa el uno por el otro.
Yo estaba luchando por el futuro de mi hijo y nada debía interponerse en el camino.