CAPÍTULO 07

Era una mujer sin marido; sin embargo, no podía llamarme viuda. ¿Qué le había pasado a Johnny? Era un misterio tan desconcertante como el que había presentado Judith al caerse de la escalera.

Procuré mantener la calma. Dije a Carlyon que su padre se había marchado por un tiempo y eso lo satisfizo; sospeché que nunca había tenido mucho afecto por Johnny. Traté de prepararme para dos posibilidades: su regreso o una vida a pasar sin él.

No hubo conversaciones inmediatas sobre abrir la mina. Sospeché que eso vendría más tarde. Se me concedió una breve tregua, teniendo en cuenta la impresión de la desaparición de mi esposo.

Como en otras épocas, llevé mis problemas a abuelita. Ya casi nunca abandonaba su lecho y me apesadumbraba verla un poco más debilitada cada vez que nos reuníamos. Me hizo sentar junto a su cama mientras escudriñaba mi rostro.

—Así que ahora has perdido a tu Johnny —dijo.

—No lo sé, abuelita. Tal vez vuelva.

—¿Eso es lo que tú quieres, preciosa? —inquirió. Yo guardé silencio, pues jamás pude mentirle—. Te preguntas qué irá a pasar ahora, ¿eh? Es muy probable que esto haga volver al otro. ¿Y la hija del párroco?

—Mellyora piensa antes en mí que en sí misma.

Abuelita suspiró, diciendo:

—Esto lo decidirá. Si esto no lo hace volver a casa, nada lo hará.

—Debemos esperar y ver, abuelita.

Inclinándose, me apretó la mano.

—¿Quieres recobrar a tu marido, preciosa?

Quería una respuesta franca y estaba muy ansiosa.

—No sé —le contesté.

—Kerensa, ¿recuerdas…? —continuó ella.

Su voz se había reducido a un susurro; me apretaba la mano con más firmeza. Intuí que estaba por decirme algo de suma importancia.

—¿Sí, abuelita? —la apremié con suavidad.

—Estuve dándole vueltas en la mente…

De nuevo hizo una pausa; la miré con fijeza. Cerró los ojos y los labios se le movieron en silencio, como si hablara consigo misma.

—¿Recuerdas —dijo por fin— cómo te peiné y nos pusimos la peineta y la mantilla que Pedro me regaló?

—Sí, abuelita. Las guardaré siempre. Con frecuencia me peino así y me pongo la peineta y la mantilla.

Se dejó caer otra vez sobre sus almohadas; una expresión perpleja asomó a su cara.

—A Pedro le habría gustado ver a su nieta —murmuró.

Pero yo comprendí que no era eso lo que había estado a punto de decir.

* * *

Mellyora y yo estábamos solas en mi sala de recibo. Aquello se parecía mucho a otras épocas, esos días en que habíamos estado juntas en el rectorado. Ambas sentíamos esto, que nos acercaba todavía más.

—Este es un momento de espera, Mellyora —dije—. La vida cambiará pronto.

Ella movió la cabeza asintiendo, con la aguja suspensa en el aire; estaba cosiendo una camisa para Carlyon y trabajando así se la veía delicadamente femenina y desvalida.

—No hay noticias de Johnny… día tras día —reflexioné—. ¿Cuándo crees tú que abandonarán la búsqueda?

—No lo sé. Supongo que lo registrarán como desaparecido y lo seguirá siendo hasta que tengamos alguna noticia suya.

—¿Qué crees que le habrá sucedido, Mellyora? —dije; ella no contestó—. Había mucha animosidad contra él en Saint Larston —continué—. ¿Recuerdas lo furioso que estaba aquel día en que alguien le arrojó una piedra? Los pobladores de Saint Larston habrían podido matarlo porque él no quiso abrir la mina. Estaban en juego sus medios de vida. Sabían que yo estaría dispuesta a abrirla.

—Tú… Kerensa.

—Ahora seré yo el ama del Abbas… salvo que…

—El Abbas pertenece a Justin, Kerensa, siempre fue así.

—Pero se marchó y Johnny lo administraba todo en su ausencia. A menos que vuelva…

—No creo que vuelva jamás. Aunque no te lo dije antes, él procura tomar ahora una decisión. Cree que se quedará en Italia e ingresará en una orden religiosa.

—¿De veras? —dije, preguntándome si mi voz lograba ocultar mi júbilo. ¡Justin, monje! ¡Jamás se casaría! Ahora el camino estaba despejado para Carlyon. No podía haber nada que se interpusiera entre él y su herencia.

De pronto recordé a Mellyora sentada en casa, aguardando pacientemente como Penélope. Clavé en ella una aguda mirada.

—¿Y tú, Mellyora? Lo querías tanto, ¿lo amas aún? Guardó silencio antes de responder:

—Qué práctica eres, Kerensa. Jamás me comprenderías. Yo te parecería tan necia.

—Por favor, trata de entenderme. Es importante para mí…; me refiero a tu felicidad. He pensado por ti, Mellyora.

—Ya lo sé —sonrió ella—. A veces te enfurecías cuando se mencionaba el nombre de Justin… Yo sabía que era porque te apenabas por mí. Justin fue un héroe de mi niñez. Yo tenía hacia él una adoración infantil. Imagínalo… Él era el heredero de la Casa Grande, y el Abbas significaba algo para mí, tal como para ti. Me parecía simplemente perfecto, y supongo que mi sueño acariciado era que algún día él se fijara en mí. Era el príncipe del cuento de hadas, que debía haberse casado con la hija del leñador convirtiéndola en reina. Todo brotó de una fantasía pueril. ¿Comprendes?

Asentí con la cabeza.

—Pensé que nunca serías feliz cuando él se marchó.

—Yo también. Pero nuestro idilio era de sueño. Me refiero a su amor por mí y el mío por él. Si él hubiese estado libre, nos habríamos casado y tal vez habría sido un buen matrimonio; tal vez yo habría seguido adorándolo. Habría sido para él una buena esposa, sumisa, él habría sido un marido amable, tierno; pero nuestra relación siempre habría tenido esa cualidad de sueño, esa incorporeidad, esa irrealidad. Tú me lo hiciste ver.

—¿Yo? ¿De qué manera?

—Con tu amor por Carlyon, esa vehemente pasión tuya. Esos celos que he visto cuando crees que él se interesa demasiado por mí o por Joe. Tu amor es una cosa violenta, que todo lo consume, y he llegado a convencerme de que eso es el verdadero amor. Piensa en esto, Kerensa; si hubieses amado a Justin como yo creía amarlo, ¿qué habrías hecho tú? ¿Le habrías dicho adiós? ¿Le habrías permitido irse? No. Te habrías ido con él o te habrías quedado aquí luchando con altivez por el derecho a vivir juntos. Eso es amor. Nunca amaste así a Johnny, pero antes amabas así a tu hermano; amabas a tu abuelita y ahora todo tu amor es para Carlyon. Un día, Kerensa, amarás a un hombre y esa será la realización de tu ser. Creo que yo también amaré de esa manera. Somos jóvenes las dos, pero yo tardé más que tú en crecer. Ahora he crecido, Kerensa, y ninguna de las dos está realizada. ¿Me comprendes? Pero lo estaremos.

—¿Cómo puedes saberlo con certeza?

—Porque hemos crecido juntas, Kerensa. Hay entre nosotras un vínculo, una línea del destino que no podemos quebrar.

—¡Qué aire de sabiduría tienes esta mañana, Mellyora!

—Es porque las dos estamos libres… libres de la antigua vida. Es como empezar de nuevo. Johnny está muerto, Kerensa… de eso estoy segura. Creo que es cierto lo que dices. No lo mató una sola persona, sino varias, porque se interponía entre ellos y su medio de vida. Lo asesinaron para poder vivir ellos, sus esposas e hijos. Eres libre, Kerensa. Los hambrientos de Saint Larston te han liberado. Y yo estoy libre… libre de un sueño. Justin ingresará en una orden religiosa; ya no soñaré sentada mientras coso, ya no aguardaré una carta, ya no me sobresaltaré al oír que alguien llega. Y estoy en paz. Me he convertido en mujer. Es como ganar la libertad. También tú, Kerensa, ya que no me has engañado. Te casaste con Johnny, lo toleraste en aras de esta casa, la posición que él te brindaba, en aras de ser una Saint Larston. Tienes lo que querías y todas las cuotas están pagas. Es un nuevo comienzo para ti, tanto como para mí.

La miré pensando: "Tiene razón. No más reproches. Ya no tengo por qué estremecerme cuando miro a Nelly; la cicatriz que tiene en el lomo ya no es una cicatriz en mi alma. No arruiné la vida de Mellyora cuando salvé al Abbas para Carlyon. No tiene por qué haber más remordimientos."

Obedeciendo a un impulso, me acerqué a Mellyora y la rodeé con mis brazos. Ella me sonrió; me agaché y le besé la frente.

* * *

Durante las semanas subsiguientes hice dos descubrimientos.

El procurador de la familia vino al Abbas a verme. Traía noticias deprimentes. Hacía algunos años que la fortuna de los Saint Larston estaba en mengua y era necesario economizar en varios aspectos.

Judith Derrise había reforzado la situación con su dote, pero se la debía pagar durante varios años. Como estaba muerta y el matrimonio no tenía hijos, el resto de la dote no sería pagado. La afición de Johnny al juego había apresurado el desastre, que sería necesario retrasar con cuidadosos ahorros, y que nunca habría tenido lugar de no haber muerto Judith.

Para pagar sus deudas de juego, Johnny había cargado con pesadas hipotecas ciertas propiedades; en pocos meses habría que reunir capital. No parecía haber otra alternativa que vender el Abbas.

Era una situación similar a la que había amenazado a la familia varias generaciones atrás. En ese entonces, la mina de estaño había resultado ser fuente de riqueza y la familia conservó la antigua mansión.

Era vital actuar dentro de los pocos meses subsiguientes. ¿En qué sentido hacerlo?, quise saber.

El procurador me miró bondadosamente. Me compadecía. Mi esposo había desaparecido. No se podía rendir cuenta de grandes sumas de dinero pertenecientes al patrimonio familiar, pero habían pasado por las manos de Johnny, quien probablemente las hubiese perdido jugando. De cualquier manera, Johnny había desaparecido y me tocaba rescatar todo lo posible para mi hijo— Justin estaba a punto de renunciar al mundo y a todas sus posesiones, salvo una pequeña renta privada que iría al monasterio donde iba a pasar el resto de su vida.

—Creo, señora Saint Larston —dijo el procurador—, que debería usted abandonar el Abbas e irse a la Casa Dower, que está desocupada en este momento. Si viviera allí, reduciría usted considerablemente sus gastos.

—¿Y el Abbas?

—Tal vez encuentre usted un inquilino, pero dudo de que eso resuelva sus dificultades. Quizá sea necesario vender el Abbas…

—¡Vender el Abbas! Ha estado en poder de la familia Saint Larston durante generaciones.

Encogiéndose de hombros respondió:

—Muchas fincas como está están cambiando de manos actualmente.

—Y mi hijo…

—Bueno, es pequeño, no ha pasado muchos años en este lugar. Es posible que no sea necesario —agregó, ablandándose al ver mi congoja.

—Está la mina —dije—. Ya salvó una vez al Abbas; lo volverá a salvar.

* * *

Pedí a Saul Cundy qué fuese a verme. No lograba entender por qué había cesado la agitación por abrir la mina. Estaba decidida a iniciar el trabajo de inmediato, y lo primero y más importante a descubrir era si había o no estaño en la mina.

De pie junto a la ventana de la biblioteca aguardé a Saul, contemplando por sobre los jardines el prado y el círculo de piedras. Qué escena diferente habría cuando se oyesen las voces de los mineros y yo los viese ir a trabajar con sus picos y sus palas de madera. Necesitaríamos máquinas. Poco sabía yo de esa industria, salvo lo que había aprendido de abuelita, pero sí sabía que un tal Richard Trevithick había inventado un motor a vapor de alta presión que después de levantar el mineral, lo aplastaba y apisonaba en la superficie.

Qué extraño sería… tanto ruido, tanta actividad, tan cerca del círculo de antiquísimas piedras. Y bien, ya había sucedido antes y la industria moderna protegería a la antigua casa.

Estaño equivalía a dinero, y el dinero podía salvar al Abbas.

Me estaba impacientando cuando por fin Haggety anunció que Saul Cundy estaba afuera.

—Que pase enseguida —exclamé.

Entró con el sombrero en la mano, pero me pareció que le era difícil sostenerme la mirada.

—Siéntese —le dije—. Creo que sabe usted por qué le pedí que viniera…

—Sí, señora.

—Pues bien, sabrá usted que no hay noticias de mi marido, y que Sir Justin está lejos y no se halla en situación de administrar los negocios de aquí. Hace un tiempo usted encabezó una delegación y yo hice cuanto pude por convencer a mi marido de que ustedes tenían razón. Ahora voy a autorizar que se, haga una investigación. Si hay estaño en la mina de Saint Larston, habrá trabajo para todos aquellos que lo quieren.

Saul Cundy hacía girar su sombrero en las manos, con la mirada fija en la punta de sus botas.

—Señora —dijo—, sería inútil. La mina Saint Larston está agotada. Allí no hay estaño ni habrá trabajo para nosotros aquí, en este distrito.

Quedé consternada. Aquel gigante de lento hablar estaba destruyendo todos mis planes para salvar el Abbas.

—Qué disparate —dije—. ¿Cómo lo sabe usted?

—Porque nosotros ya investigamos, señora. Lo hicimos antes de que el señor Johnny fuese… antes de que el señor Johnny se marchase.

—¿Ustedes lo hicieron?

—Sí, señora. Teníamos que pensar en nuestro medio de vida… Por eso algunos de nosotros nos pusimos a trabajar en eso por las noches, y yo bajé para comprobar que no había estaño en la mina Saint Larston.

—No puedo creerlo…

—Es la verdad, señora.

—¿Usted bajó solo?

—Me pareció mejor, puesto que había peligro de derrumbe… y ya que fue idea mía en primer lugar.

—Pero… yo… yo haré que los expertos examinen esto.

—Le costará mucho dinero, señora… y nosotros, los mineros, conocemos el estaño cuando lo vemos. Hemos trabajado toda nuestra vida en la mina, señora. No se nos puede engañar.

—Así que por eso no hubo más agitación en cuanto a abrir la mina.

—En efecto, señora. Yo y los mineros iremos a Saint Agnes allí hay trabajo para nosotros. El mejor estaño de Cornualles viene del lado de Saint Agnes. Partiremos a fin de semana, llevándonos a las mujeres y los niños. Allí habrá trabajo para nosotros.

—Entiendo. Entonces no queda nada por decir.

Me miró y pensé que sus ojos se asemejaban a los de un perro de aguas. Parecía estar pidiéndome perdón. Sabría, por supuesto, que yo necesitaba el productivo estaño, porque sería de conocimiento común que no todo iba bien en el Abbas. Eran ahora Haggety, la señora Rolt y nuestros criados quienes se estarían preguntando cómo iban a vivir ellos.

—Lo lamento, señora —dijo.

—Les deseo buena suerte en Saint Agnes —repuse—. A usted y a todos los que vayan allá.

—Gracias, señora.

Sólo después de marcharse él advertí la doble significación de aquello.

Sabía, por supuesto, que los hombres a quienes había visto desde mi ventana eran los mineros. Esa misma noche habían bajado a la mina y habían descubierto que era improductiva. Entonces se me ocurrió pensar: eso fue antes de morir Johnny. Es decir, sabían que la mina no podía ofrecerles nada. ¿Por qué iban entonces a matar a Johnny? ¿Qué sentido tenía?

En tal caso, no eran esos hombres quienes lo habían matado. ¿Quién, pues? ¿Era posible que Johnny no estuviese muerto?

* * *

Discutí el futuro con Mellyora. Ella estaba recobrando su alegría; era como si hubiese escapado de un hechizo que había echado sobre ella Justin. Esta era la Mellyora que me había defendido en la feria. Su adoración por Justin la había tornado sumisa; ahora estaba recobrando su propia personalidad.

—Te ves como un dios benévolo que nos gobierna a todos —me dijo—. Nosotros, los demás, somos como reyes a quienes tú has puesto a cargo de nuestros reinos. Si no gobernamos como tú crees que deberíamos hacerlo, quieres hacerte cargo y gobernar por nosotros.

—¡Qué idea fantasiosa!

—No cuando lo piensas. Quisiste manejar la vida de Joe… la de Johnny… la de Carlyon…

Con una punzada de remordimiento pensé: "La tuya también, Mellyora. Aunque no lo sepas, también he gobernado tu vida."

Algún día debía decírselo, pues no estaría totalmente tranquila hasta que lo hiciese.

Decidí que debíamos mudarnos a la Casa Dower. Haggety y las Salt encontraron trabajo en otra parte. Tom Pengaster se casó por fin con Doll, y Daisy fue con nosotros a la Casa Dower. Los procuradores se hicieron cargo de la administración de la propiedad; los Polore y los Trelance se quedaron en sus cabañas y siguieron trabajando, mientras la señora Rolt permanecía en el Abbas como ama de llaves; Florrie Trelance venía de las cabañas para ayudarla.

El Abbas debía quedar amueblado, lo cual podía significar que, con cuidado, tal vez Carlyon, cuando fuese mayor de edad, pudiese vivir también allí. Parecía un arreglo temporal lo más satisfactorio posible. Cada día yo iba al Abbas para asegurarme de que todo se mantuviese en orden.

Carlyon estaba satisfecho con la Casa Dower; juntas Mellyora y yo le enseñábamos. Era un alumno dócil, aunque, brillante; con frecuencia lo veía mirar melancólicamente por una de las ventanas cuando brillaba el sol. Todos los sábados acompañaba a Joe en sus recorridas; esos eran sus días de fiesta.

Sólo habíamos tenido dos posibles inquilinos. A uno el Abbas le había parecido demasiado grande; el otro lo consideró fantasmal. Empecé a pensar que iba a quedar vacío, a la espera de nuestro regreso.

Siempre me había asombrado el modo en que muchos acontecimientos importantes me reventaban encima de pronto. Pensaba que debía haber alguna advertencia, alguna pequeña premonición. Pero casi nunca las hay.

Esa mañana me levanté un poco tarde, pues me había quedado dormida. Cuando me vestí y bajé a desayunar, hallé esperándome una carta de los agentes que se ocupaban de la casa. Esa tarde me enviarían un cliente; esperaban que las tres sería una hora conveniente.

Se lo dije a Mellyora durante el desayuno.

—Quién sabe qué pasará esta vez —comentó ella—. A veces pienso que jamás hallaremos un inquilino.

A las tres me encaminé hacia el Abbas, pensando cuan desdichada sería cuando no pudiera entrar y salir como quisiera. Pero tal vez nos hiciésemos amigas de los nuevos inquilinos. Tal vez recibiésemos invitaciones a cenar. Qué extraño… ir a cenar al Abbas como invitada. Sería como en aquella ocasión, cuando había ido al baile.

La señora Rolt no era dichosa; echaba tristemente de menos los antiguos días y, sin duda, todas las habladurías en torno a la mesa.

—No sé a dónde iremos a parar —solía decir cada vez que yo la veía—. Válgame, el Abbas es ahora un lugar triste y silencioso. Nunca vi nada parecido.

Yo sabía que ansiaba un inquilino, alguien a quien espiar, de quien murmurar.

Poco después de las tres alguien llamó a la puerta. Me quedé en la biblioteca mientras la señora Rolt iba a franquear la entrada al visitante. Me sentía melancólica; no quería que nadie viviera en el Abbas, y sin embargo sabía que alguien debía hacerlo.

Golpearon la puerta y apareció la señora Rolt con una expresión de asombro en la cara. Después oí una voz; la señora Rolt se apartó y yo creí estar soñando, porque era como un sueño… un largo sueño acariciado que se hacía realidad.

Kim venía hacia mí.

* * *

Aquellas fueron, creo, las semanas más felices de mi vida. Ahora es difícil dejar constancia exacta de lo que sucedió. Recuerdo que él me levantó en sus brazos; recuerdo su cara junto a la mía, sus ojos risueños.

—No les permití que mencionaran mi nombre. Quería sorprenderte.

Recuerdo a la señora Rolt de pie en el vano; su distante murmullo: " ¡Válgame!"

Kim no había cambiado mucho; así se lo dije. Me miró antes de responder.

—Tú sí. Yo solía decir que te estabas convirtiendo en una mujer muy fascinante. Ahora ya lo eres.

¿Cómo podré describir a Kim? Estaba alegre, lleno de bríos, burlón, bromista y con todo, al mismo tiempo, tierno. Tenía ingenio, mas nunca lo usaba para hacer daño a otros; creo que eso era lo que lo convertía en una persona muy especial. Se reía con la gente, nunca de ella. Hacía sentir a una que era importante para él… tan importante como lo era él para una. Quizá yo lo viese en un rosado resplandor porque estaba enamorada de él; tan pronto como volvió supe que estaba enamorada de él y que lo había estado ya desde esa noche en que él había salvado a Joe.

Me dijo que su padre había muerto; cuando se retiró como marino, ambos se habían establecido en Australia, donde compraron una granja. La habían comprado barata y obtuvieron dinero criando ganado; después, repentinamente, él había decidido que tenía dinero suficiente; la vendió por una cifra elevada y volvió a su país con una fortuna. ¿Qué opinaba yo de esa historia de triunfos?

Yo pensé que era maravilloso. Pensé que todo era maravilloso… la vida, todo… porque él había regresado.

Tanto hablamos, que el tiempo pasó volando. Le conté todo lo ocurrido desde su partida; cómo Mellyora y yo habíamos trabajado en el Abbas, cómo yo me había casado con

Johnny. Kim me tomó las manos y me miró con suma atención.

—¿Así que te casaste, Kerensa?

Le hablé de la desaparición de Johnny, del alejamiento de Justin al morir Judith, de cómo habían empezado tiempos difíciles para nosotros y por eso se alquilaba el Abbas.

—¡Cuántas cosas sucedieron aquí! —exclamó él—. ¡Y yo sin saberlo!

—Pero debes de haber pensado en nosotros. De lo contrario, no habrías querido volver.

—He pensado en ustedes continuamente. Con frecuencia decía: "Quién sabe lo que está pasando allá, en mi patria. Un día iré a ver…" Y allí estaba Kerensa casándose con Johnny, y Mellyora… Mellyora, como yo, nunca se casó. Debo ver a Mellyora. Y tu hijo, debo verlo. ¡Kerensa con un hijo! ¡Y lo llamaste Carlyon! Oh, recuerdo a la señorita Carlyon… Vaya, Kerensa, eso es propio de ti.

Lo llevé a la Casa Dower. Mellyora, que acababa de regresar de un paseo con Carlyon, miró a Kim con fijeza, como si fuese una visión. Luego, riendo —y casi llorando, creo— se echó en sus brazos.

Los observé. Se saludaban como amigos que eran. Pero ya mi amor por Kim empezaba a tomar posesión de mí. No me gustaba que su atención se apartase ni por un momento de mí.

* * *

Visitaba todos los días a abuelita Be porque algo me decía que no podría hacerlo durante mucho tiempo más. Solía sentarme allí, junto a su lecho; entonces ella me hablaba del pasado, que era lo que le encantaba hacer. Había ocasiones en que parecía perderse en el pasado, como quien vaga en una niebla; en otras solía estar lúcida y muy perspicaz. Un día me dijo:

—Kerensa, nunca has estado tan bella como ahora. Es la belleza de una mujer enamorada.

Me ruboricé. Temía hablar de este sentimiento que abrigaba hacia Kim. Me sentía supersticiosa al respecto. Quería olvidar lo sucedido antes; deseaba otro tipo de vida, gobernada por emociones diferentes.

Me sentía frustrada porque cada día se estaba haciendo más claro para mí que quería casarme con Kim. Y ¿cómo podía hacerlo cuando no sabía si mi marido estaba vivo o no?

Abuelita quería hablar sobre Kim y estaba decidida a ello.

—De modo que él ha vuelto, preciosa. Nunca olvidaré la noche en que trajo a Joe desde el bosque. Fue tu amigo desde esa noche.

—Sí —repuse—. Qué asustadas estábamos entonces, pero no teníamos por qué estarlo.

—Es un buen hombre, y fue él quien habló con el señor Pollent. Cuando pienso en lo que le debe nuestro Joe, lo bendigo con todas mis fuerzas, sí señor.

—También yo, abuelita.

—Ya lo veo. Hay otra cosa que quisiera ver, nieta mía —dijo. Aguardé y ella prosiguió con suave voz—: Nunca hubo barreras entre nosotras dos. Tampoco debe haberlas jamás. Quisiera verte casada y feliz, Kerensa, como no lo has estado todavía.

—¿Con Kim? —pregunté con voz queda.

—Sí, él es el hombre para ti.

—También yo lo creo, abuelita. Pero tal vez nunca sepa si estaré libre para casarme.

Cerró los ojos, y cuando yo pensaba que tal vez se habría extraviado en los sinuosos senderos del pasado, dijo repentinamente:

—Muchas veces lo tuve en la punta de la lengua para decírtelo y pensé: "No, mejor que no" Pero ya no digo "no", Kerensa. No creo que vaya a estar contigo mucho tiempo más, hija.

—No lo digas, abuelita. Si tú no estuvieras, no podría soportarlo.

—Oh, hija mía, has sido un verdadero consuelo para mí. Con frecuencia he pensado en el día en que llegaste con tu hermanito… ¡viniste en busca de abuelita Be! Ese fue uno de los días felices de mi vida, que he tenido muchos. Es una gran cosa casarte con el hombre a quien amas, Kerensa, y tener hijos suyos. Me parece que es una de las verdaderas razones para vivir. No elevarse por sobre la propia cuna, ni obtener mansiones. Quisiera que conozcas la clase de felicidad que yo tuve, Kerensa, y se la puede hallar dentro de cuatro paredes de barro y paja. Debes saberlo ahora, niña, porque ahora tienes el brillo del amor y si estoy en lo cierto, eres libre.

—Abuelita, ¿tú sabes que Johnny está muerto?

—No lo vi morir, pero sé lo que pasa y creo tener razón…

Me acerqué más a la cama. ¿Acaso ella soñaba? ¿Pensaba realmente en Johnny, o su mente se había perdido en el pasado?

Leyó mis pensamientos, ya que con dulce sonrisa dijo: —No, Kerensa, mi mente está despejada y ahora te diré todo lo que ocurrió y que condujo a esto. No te lo dije antes porque no estaba segura de que te conviniera saberlo. ¿Puedes rememorar una noche en que viniste a verme desde el Abbas? Entonces eras doncella de compañía de la que cayó por la escalera, y estando aquí viste una sombra en la ventana… ¿Lo recuerdas, Kerensa?

—Sí, abuelita, recuerdo.

—Era alguien que se asomó porque quería verme y quiso asegurarse de que nadie la veía venir. Era Hetty Pengaster; estaba embarazada de cinco meses y asustada. Dijo que temía ser descubierta por su padre, tan estricto, y ella comprometida con Saul Cundy y no podía ser de él. Estaba asustada, pobre muchacha. Quería borrar todas las señales de sus andanzas y empezar de nuevo. Había comprendido que Saul era el hombre para ella y deseaba no haber escuchado cuando el otro fue a cortejarla…

—¿Su hijo era de Johnny? —pregunté con voz queda.

Abuelita continuó:

—Le dije: "Dime quién es el padre", pero ella se negó. Dijo que no debía revelarlo, él se lo había dicho. Dijo que él iba a hacer algo por ella, tendría que hacerlo. La noche siguiente se iba a encontrar con él, y ella le haría ver que debía hacer algo por ella. Creía que tal vez se casaría con ella, pero me di cuenta de que se engañaba. Luego se fue, aturdida como estaba. Su padre era tan estricto y ella estaba comprometida con Saul. Se fue asustada de Saul. Saul no era hombre de permitir que otro le quitara lo que era suyo…

—¿Y ella no te dijo que el otro hombre era Johnny?

—No, no me lo dijo, pero lo temí. Sabía que él andaba detrás de ti y eso me hizo decidir que averiguaría quién era ese hombre. Le dije: "¿No temes que alguien los vea encontrarse, y que Saul o tu padre se enteren?" Me contestó que no, que ellos siempre se encontraban en el prado junto a las Vírgenes y la vieja mina, y que ese lugar era muy seguro, pues a la gente no le gustaba ir allí después de oscurecer. Te lo digo, yo estaba preocupada. Quería saber si era Johnny, tenía que saberlo por ti.

—Y era él, abuelita, por supuesto. Siempre supe que ella le gustaba.

—Todo ese día estuve inquieta, y me decía: "Kerensa desentrañará su destino, igual que tú." Y pensaba en cómo yo había ido en busca de Sir Justin, engañando a mi Pedro, y como ahora me decía que todo había sido para mejor. Y pensando en Pedro me arreglé el cabello con la peineta y la mantilla, y me quedé sentada preguntándome qué haría cuando averiguase que Johnny era el padre del hijo de Hetty. Primero debía estar segura, de modo que esa noche fui al parque y allí aguardé. Me oculté tras la Virgen más grande y los vi encontrarse. Había cuarto de luna y las estrellas brillaban, me bastó para ver. Hetty lloraba y él le imploraba. No pude oír lo que se decía, pues ellos no se acercaron a las piedras lo suficiente. Creo que ella les tenía miedo. Tal vez pensaba que, igual que una de esas vírgenes, sería convertida en piedra. Estaban cerca del pozo de la mina; creo que ella amenazaba con arrojarse allí si él no se casaba con ella. Sé que ella no iba a hacerlo, solamente amenazaba. Pero él estaba asustado. Colegí que procuraba convencerla de que se fuera de Saint Larston. Me aparté de las piedras para tratar de oír lo que decían, y la oí decir: "Me mataré, Johnny. Me arrojaré allí abajo." Y él le contestó: "No seas tonta. No harías tal cosa. No me engañarás. Vete con tu padre y díselo. Él te hará casar a tiempo." Entonces ella se enfureció de veras; se detuvo un momento en suspenso allí en el borde. Tuve ganas de gritarle a él: "Déjala tranquila. ¡Ella no lo hará!" Pero no la dejó tranquila. La tomó por el brazo… de pronto la oí gritar y luego… él quedó allí solo.

—¡ Él la mató, abuelita!

—No podría decirlo con certeza. No pude ver con la claridad suficiente… y aunque así hubiese sido, no podría estar segura. Un segundo ella estuvo allí, suspensa en el borde, amenazando con arrojarse; al siguiente ya no estaba.

Los acontecimientos ocupaban ordenadamente su sitio; lo extraño de la conducta de Johnny, su deseo de marcharse, su temor de que la mina fuese reabierta. Entonces miré con fijeza a abuelita, recordando que él debía de haber vuelto directamente a pedirme que me casara con él. Abuelita continuó con lentitud:

—Durante un segundo o dos él permaneció inmóvil, como una de las doncellas que fueron convertidas en piedra. Después miró desesperado a su alrededor y me vio allí de pie, a la luz de ese cuarto de luna, con el cabello oscuro peinado en alto, mi mantilla, mi peineta. Y dijo: "Kerensa". Con voz queda… casi un susurro, pero me llegó en el silencio de la noche. Luego volvió a mirar la mina y abajo, la oscuridad; y yo eché a correr, eché a correr lo más velozmente que podía, cruzando el círculo de piedras y el prado. Había llegado al camino cuando le oí llamar de nuevo. "Kerensa. ¡Kerensa, ven aquí!"

—Abuelita —dije—, él creyó que era yo quien estaba allí de pie. Creyó que fui yo quien vio lo sucedido.

Ella asintió con un movimiento de cabeza.

—Regresé a mi cabaña y me pasé la noche sentada, pensando qué debía hacer. Y luego, por la mañana, Mellyora me trajo tu carta. Habías huido a Plymouth para casarte con Johnny Saint Larston.

—Entiendo —dije con lentitud— Me propuso matrimonio como soborno, para que no dijera nada. Y yo creí que era porque no podía vivir sin mí. ¿Qué clase de matrimonio fue?

—Por su parte, para protección, para evitar que se le acusara de asesinato; por la tuya, una mansión de la que siempre ansiaste ser el ama. Tuviste un gran sueño, Kerensa, y por él pagaste caro.

Al saber esto me sentí aturdida. Mi vida parecía tener otro sentido. El azar la había moldeado tanto como mis propios tejemanejes, y Hetty Pengaster, a quien yo siempre había menospreciado, había cumplido un papel tan importante como yo. Y Johnny no me había deseado con tanta desesperación a mí: sólo mi silencio.

—Jamás me dijiste nada, abuelita —dije, casi en tono de reproche.

—Después de que te casaste, no… ¿De qué habría servido? Y cuando anunciaste que tendrías un hijo, supe que había hecho bien al guardar silencio.

—Fue horrible —me estremecí—. Johnny creyó que yo exigía el matrimonio á cambio de mi silencio… De haberlo sabido, nunca me habría casado con él.

—¿Ni siquiera por el nombre de Saint Larston, preciosa?

Nos miramos y respondí sinceramente, como siempre lo hacía con abuelita.

—En esa época yo habría hecho cualquier cosa por el nombre de Saint Larston.

—Fue una lección que debías aprender, nieta mía. Tal vez ya la hayas aprendido. Tal vez sepas que se puede hallar tanta felicidad dentro de cuatro paredes de barro como en una mansión. Si lo aprendiste, no importa mucho lo que hayas tenido que pagar por la lección. Y ahora puedes empezar de nuevo.

—¿Será posible?

Ella asintió con un movimiento de cabeza.

—Sí, escucha… Johnny no quería abrir la mina, y Saul Cundy estaba decidido a que lo hiciera. Saul quería averiguar si había estaño en la mina. Iba a bajar para averiguarlo, y así lo hizo. Pero encontró también a Hetty. Habrá sabido por qué estaba ella allí abajo, y habrá sabido también que Johnny era el culpable, pues habría oído murmuraciones. Y Johnny que se marchó y se casó contigo el día en que ella desapareció… bueno, es algo que habla por sí mismo.

Contuve el aliento.

—¿Crees que Saul asesinó a Johnny debido a lo que encontró en la mina?

—Eso no puedo saberlo, pues no lo vi. Pero Saul no dijo nada de haber encontrado a Hetty, y yo sé que ella estaba allí abajo. ¿Por qué Saul no dijo que la había encontrado allí? Porque era un hombre que nació odiando a la gente acomodada y estaba resuelto a que Johnny pagara su culpa. Johnny podía negar a los trabajadores el derecho a ganarse la vida; Johnny podía despojar a un hombre de su novia. Saul no confiaba en la ley, pues con suma frecuencia decía que había una para los ricos y otra para los pobres.

Entonces tomó la ley en su propia mano. Colijo que acechó a Johnny cuando volvía de jugar y lo mató; y ¿dónde es más probable que lo haya ocultado sino en el pozo de la mina? ¡Para hacer compañía a Hetty! Luego se fue… se marchó a Saint Agnes… lejos de Saint Larston.

—Es una terrible historia, abuelita.

—Fue una amarga lección, pero siempre tuviste que aprender tú misma las lecciones. De nada servía que yo tratase de enseñarte. Encuentra a tu hombre, Kerensa; ámalo como yo amé a mi Pedro, dale hijos… y no te importe si vives en una mansión o en una cabaña con paredes de arcilla y paja. La felicidad no pregunta quién eres antes de sentarse a tu mesa. Viene y se sienta con quienes saben darle la bienvenida y tenerla como huésped gustoso. Esto ha terminado, cariño mío, y ahora me voy contenta. Todo se presenta bien para ti. He visto en tus ojos amor por un hombre, Kerensa. He visto amor por mí, amor por Joe, amor por Carlyon, y ahora por un hombre. Es mucho amor para darlo una persona, preciosa. Pero Joe tiene su propia vida por construir, y lo mismo la tendrá Carlyon algún día; y yo no puedo estar contigo eternamente. Por eso me alegro de que haya un hombre a quien ames, y ahora me iré contenta…

—No hables de irte, abuelita. No debes morir. ¿Crees acaso que alguna vez podré prescindir de ti?

—Es bueno oírlo, mi dulce nietita, pero si creyera que es cierto me entristecería. Prescindirás de mí, porque el hombre a quien amas estará a tu lado y crecerás en amor y sabiduría. Paz y amor… eso significa nuestro nombre, muchacha; también es el significado de la buena vida. Has madurado, hija mía. No buscas lo que no te conviene. Ama y sé feliz… es tiempo de qué llegues a eso. La mujer que hoy eres no es la misma que eras ayer. Conviene que lo recuerdes. Nunca llores el pasado. Nunca digas que fue una tragedia. Di que fue experiencia. Gracias a eso soy lo que soy ahora… y tanto mejor, porque pasé a través del fuego.

—Haz abrir la mina, niña. Allí lo encontrarás. De eso estoy segura. A él y a Hetty. Se reavivará el viejo escándalo, pero eso es mejor que estar atada toda tu vida a un hombre desaparecido.

—Lo haré abuelita —respondí. Pero en ese momento se me ocurrió algo que me hizo contener el aliento de horror. Abuelita me miraba esperando; exclamé:

—No puedo hacerlo. Está Carlyon…

—¿Qué pasa con Carlyon?

—¿No te das cuenta? Dirían que es el hijo de un asesino.

Abuelita guardó silencio un rato. Después dijo:

—Tienes razón, eso no conviene. Es algo que arrojaría una sombra sobre él durante toda su vida… Pero ¿y tú, querida mía? Entonces ¿nunca estarás libre para casarte?

Parecía una elección entre Kim y Carlyon; pero yo conocía la índole sensible y tierna de Carlyon y jamás permitiría que se le llamara hijo de un asesino.

Abuelita empezó a decir con lentitud:

—Hay una salida, Kerensa. Se me está ocurriendo. Ya no podrán saber cuándo murió Hetty. Si bajaran a la mina la encontrarían allí… y también a Johnny. Colijo que Saul Cundy mató a Johnny, y colijo que Saul se encuentra ya a kilómetros de distancia. Deja estar las cosas un tiempo; después haz abrir la mina. Todavía vienen muchos a verme. Difundiré la versión de que Hetty volvió y se la ha visto. Qué tal si Johnny iba a Plymouth para ver a Hetty, Saul lo descubrió… y los sorprendió. Bueno, él sabía que no había estaño en la mina, ¿por qué no iba a matarlos y esconder allá abajo sus cuerpos?

Yo la miraba con incredulidad, pensando: "Haces que la vida vaya adonde quieres…" Ese era su credo. Y bien, ¿por qué no?

Parecía más vital que en mucho tiempo. Todavía no estaba lista para morir, al menos mientras me pudiera ser útil. ¡Cuánto la quería yo! ¡Cómo confiaba en ella! Cuando estaba con ella, me hacía sentir que todo era posible.

—Abuelita, no creo que Johnny haya asesinado a Hetty. Fue un accidente —dije con firmeza.

—Fue un accidente —repitió ella, tranquilizadora. Me comprendía; el padre de Carlyon no debía ser un asesino.

Tampoco debía ser sospechoso de asesinato.

Era como en otros tiempos. Nos dábamos fuerzas mutuamente.. Yo sabía que iba a ser libre, y al mismo tiempo nos aseguraríamos de que no había peligro de que la mácula del crimen tocase a Carlyon.

* * *

Aguardamos un mes. En ese lapso hice un viaje a Saint Agnes, para ver si lograba averiguar algo respecto de Saul Cundy. No se encontraba allí; supe que había estado en ese lugar algunos días, aunque no para trabajar. Se creía que él y su familia se habían ido para siempre del país, ya que habían desaparecido completamente sin que nadie supiese adonde habían ido.

Este era un triunfo, en verdad. Volví y se lo dije a abuelita.

—No esperes más —me dijo ésta—. No eres de las que esperan. No me queda mucho tiempo y quisiera verte tranquila antes de morir.

* * *

Me encerré en mi dormitorio. Los expertos habían estado trabajando toda la mañana. Había oído decir que era necesario garantizar la seguridad antes de efectuarse el descenso; una mina abandonada durante tanto tiempo podía presentar ciertos peligros: inundaciones, derrumbes y otros desastres. Sería costoso averiguar si convenía explotar comercialmente la mina.

Kim vino a caballo a la Casa Dower. Me alegré de que Mellyora hubiese salido con Carlyon. Daisy subió a decirme que Kim estaba abajo; le contesté que enseguida iría a recibirlo. Me miré en el espejo. Era yo una mujer joven, muchos dirían que en la flor de la vida. En mi vestido matinal color lavanda, con encaje en el cuello y las mangas, estaba hermosa. Abuelita tenía razón; estar enamorada hacía que una resplandeciese. Mi cabello tenía más brillo. Lo tenía peinado en alto; el fulgor de mis ojos los hacía parecer más grandes. Complacida conmigo misma bajé al encuentro de Kim, sabía que quizás ese mismo día demostraría ser una mujer libre.

Cuando abrí la puerta de la sala de recibo lo vi de pie junto a la chimenea, con las piernas separadas, las manos en los bolsillos; en sus labios había una tierna sonrisa que, me sentí segura, era para mí.

Se me acercó, me tomó las dos manos con los ojos risueños, levemente burlones.

—¡Kerensa! —dijo. Hasta pronunciaba mi nombre como si le divirtiese.

—Fuiste muy amable al venir. Ladeó la cabeza y sonrió.

—¿Eso te divierte? —pregunté.

—De manera agradable.

—Me alegro de poder divertirte agradablemente.

Riendo, me atrajo hacia la ventana.

—Qué ruido están haciendo hoy en el prado.

—Sí. Por fin están poniendo manos a la obra.

—Y el resultado significa mucho para ti.

Enrojecí, temiendo por un instante que él conociese la verdadera razón. La mirada de Kim parecía haberse tornado más penetrante durante su ausencia; había en él un aire de sabiduría que me resultaba atractivo, pero que me alarmaba un poco.

—Es importante que podamos explotar de nuevo la mina.

Llamé a Daisy para que trajese vino y los bizcochos especiales que siempre se había reservado para los visitantes del Abbas; una costumbre que, como muchas otras, yo había llevado a la Casa Dower.

Sentados a una mesita sorbimos el vino. Mirando a su alrededor dijo Kim:

—Es un sitio más cálido que cuando yo vivía aquí. Es una extraña sensación, Kerensa, volver a una casa que uno ha tenido por hogar y descubrir que es el hogar de otras personas, diferentes muebles, diferentes caras, diferente atmósfera…

—Siempre solía envidiarte porque vivías en la Casa

Dower.

—Lo sé, lo veía en tu rostro. Tenías la cara más expresiva del mundo, Kerensa. Jamás pudiste ocultar tus sentimientos.

—Qué alarmante. Espero que no sea así ahora.

—¡Qué desdén! ¡Qué orgullo! Nunca vi a nadie tan desdeñosa ni tan orgullosa.

—Era una niña iracunda…

—Pobre Kerensa —rió él—. Te recuerdo de pie dentro de la pared… la pared rota. La Séptima Virgen. ¿Recuerdas cuánto nos interesaba esa historia en aquella época?

—Sí, por eso fui a mirar.

—Todos fuimos. Todos nos encontramos allí.

Me parecía verlo todo con claridad. Yo, Mellyora, Justin, Johnny y Kim.

—Temo que te fastidiamos horriblemente. Te hicimos enojar mucho. Me parece verte ahora… volviéndote para sacar la lengua. Jamás lo he olvidado.

—¡Ojalá tuvieses algo más agradable para recordar! —Estuvo la señorita Carlyon, en el baile. Magnífica de terciopelo rojo. Y estuvo aquella noche en el bosque… Ya ves, Kerensa, cómo recuerdo el pasado. ¡Tú y Mellyora en la fiesta! ¡Mellyora que te llevó sin que la anfitriona lo supiese! —rió—. Hizo que ese baile valiera 4a pena para mí. Siempre me han aburrido, pero aquel baile… Nunca lo he olvidado. A menudo me he reído recordando cómo obtuvo Mellyora tu invitación…

—Siempre hemos sido como hermanas.

—Eso me alegra —dijo él. Miró dentro de su vaso y yo pensé: "Ojalá supiese que estoy libre. Cuando sepa que estoy libre, me dirá que me ama."

Kim quería hablar del pasado. Me hizo contarle del día en que yo me había ofrecido para trabajar en la feria de Trelinket, y cómo Mellyora había llegado y me había contratado. Seguí explicándole luego cuan tristemente había muerto el reverendo Charles Martin, y cómo nosotras nos habíamos encontrado sin dinero.

—Como Mellyora y yo no podíamos separarnos, yo me convertí en doncella de compañía y Mellyora en una verdadera esclava…

—¡Pobre Mellyora!

—La vida fue difícil para las dos.

—Pero tú siempre supiste cuidarte.

Ambos reímos. Le tocaba el turno de hablar. Se refirió a su vida solitaria en la Casa Dower. Había tenido cariño a su padre, pero la circunstancia de que éste se hallara siempre, ausente, en el mar, había significado que él quedara a cargo de los criados.

—Nunca tuve la sensación de tener un verdadero hogar, Kerensa.

—¿Y tú querías un hogar?

—No lo sabía, pero sí. ¿Quién no quiere eso? Los criados eran amables conmigo… pero no era lo mismo. Yo frecuentaba mucho el Abbas, era un lugar que me fascinaba. Sé lo que tú sentías al respecto… porque en cierto modo, yo sentía lo mismo. Hay algo en él… ¿Quizá sean las leyendas que acompañan a tales casas lo que nos intriga? Yo solía decirme: "Cuando crezca tendré una fortuna. Viviré en una casa como el Abbas". No deseaba tanto la casa como todo aquello que la acompañaba. Ansiaba ser miembro de una familia grande. Ya ves, Kerensa, soy un hombre solitario. Siempre lo he sido, y mi sueño era tener una gran familia… que creciese en todas las direcciones.

—¿Quieres decir que deseas casarte, tener hijos y ser un ilustre anciano… con nietos y biznietos siempre cerca de ti?

Sonreí, porque ¿acaso no era ése mi sueño también? ¿Acaso no me veía yo como la ilustre anciana señora del Abbas? Entonces nos imaginé a los dos juntos; Kim y yo, ya viejos. Serenos y felices, observaríamos jugar a nuestros nietos. Entonces, en lugar de mirar adelante, yo estaría mirando atrás… rememorando una vida que me había dado todo cuanto yo había pedido.

—No es una mala ambición —dijo tímidamente él. Luego me contó cuan solitaria había sido la vida en la granja; cuánto había anhelado el hogar—. Y mi hogar, Kerensa, era todo esto… el Abbas… las personas a quienes había conocido.

Comprendí. Le dije que su sueño era el mío. Nos interrumpió la llegada de Mellyora y Carlyon; Carlyon reía y le gritaba mientras cruzaban el jardín.

Ambos fuimos a la ventana para mirarlos. Viendo una sonrisa en los labios de Kim, pensé que me envidiaba mi hijo.

* * *

Más tarde Kim llegó a caballo a la Casa Dower. Lo vi llegar y noté en su rostro una expresión azorada. Cuando entró en la sala yo lo estaba aguardando allí.

—Kerensa —dijo y acercándose a mí, me tomó las manos y me miró a la cara.

—Sí, Kim.

—Traigo malas noticias. Ven al salón y siéntate.

—Dímelo enseguida, Kim. Podré soportarlo.

—¿Dónde está Mellyora?

—No importa, dímelo ya.

—Kerensa…

Me rodeó con un brazo y me apoyé en él, sabiendo que fingía ser una débil mujer, ansiosa de apoyarme en él porque su preocupación por mí era muy dulce.

—Kim, me tienes en suspenso. Es la mina, ¿verdad? No sirve.

Sacudió negativamente la cabeza.

—Kerensa, sufrirás una fuerte impresión…

—Tengo que saber, Kim. ¿No te das cuenta…?

Apretándome las manos continuó:

—Han descubierto algo en la mina. Encontraron a…

Alcé mis ojos hacia los suyos, tratando de ver la expresión de triunfo detrás de la ansiedad. No pude ver otra cosa que su preocupación por mí.

—Se trata de Johnny —prosiguió—. Han encontrado a Johnny.

Bajé los ojos; lancé un gritito. Él me condujo a un sofá y allí se sentó sosteniéndome. Yo me apoyé en él; habría querido lanzar un grito de triunfo: ¡Estoy libre!

* * *

Nunca había habido tanto alboroto en Saint Larston. Los cadáveres de Johnny y de Hetty Pengaster fueron hallados en la mina; se recordó entonces que, en los últimos tiempos, había habido versiones de que Hetty había sido vista en Plymouth, e inclusive más cerca de Saint Larston. Muchos recordaban que Johnny había estado prendado de ella antes, y que con frecuencia había ido a Plymouth. Hetty había abandonado repentinamente Saint Larston al casarme yo. Pues bien, lo más natural era que Johnny la estableciera en Plymouth para quitarla de en medio al casarse.

Todo parecía muy sencillo. Saul Cundy había entrado en sospechas, había vigilado, había sorprendido juntos a Johnny y Hetty y se había vengado. Esta vez había buscado justicia tomando la ley en sus propias manos. Sabiendo que no había estaño en la mina, puesto que era él quien había bajado a comprobarlo, le había parecido seguro arrojar allí los cuerpos de las víctimas.

El cuerpo de Hetty sólo fue reconocible por un relicario que tenía puesto, y en el cual los Pengaster identificaron uno que le había regalado Saul Cundy; el de Johnny se hallaba en mejor estado de conservación, lo cual causó perplejidad por un tiempo. Después se difundió la versión de que al caer, el cuerpo de Johnny podía haber removido algo de tierra que había llevado consigo al fondo del pozo, con lo cual habría quedado parcialmente aislado. Esto fue aceptado en general y así se explicó la diferencia.

La investigación continuó. La policía quería interrogar a Saul Cundy y fue a Saint Agnes en su busca, pero cuando no se lo pudo encontrar, pues al carecer había abandonado el país, esto robusteció la conjetura, y la versión que los lugareños habían urdido se aceptó como auténtica.

Mientras la búsqueda de Saul continuaba hubo un período de ansiedad, pero con el trascurrir del tiempo pareció cada vez más seguro que no se le encontraría jamás.

Nadie sabría nunca la verdad… aunque abuelita y yo podíamos conjeturarla con bastante exactitud. Pero ni siquiera nosotras sabíamos si Johnny había matado a Hetty o no. Supongo que indirectamente él era responsable, pero no sabíamos si realmente la había enviado a la muerte. Teníamos la certeza de que Saul había matado a Johnny. El hecho de haber descubierto el cuerpo de Hetty, y el de haberse fugado, así lo indicaban.

Pero el secreto estaba a salvo. Jamás se podría llamar "hijo de asesino" a mi Carlyon.

No había en la mina estaño suficiente como para que explotarla fuese provechoso; pero, la mina me había dado lo que yo quería. Había demostrado que yo era viuda y libre para casarme con el hombre a quien amaba.

* * *

El día en que oyó la noticia abuelita, pareció debilitarse de pronto. Fue como si ya cumplida su labor, habiendo visto los resultados que buscaba, estuviese lista para irse en paz.

Una terrible tristeza me dominó, pues por mucha alegría y felicidad que tuviera, estaba convencida de que nunca podrían ser completas para mí si la perdía.

Pasé con ella sus últimos días. Essie me recibió muy bien y también Joe se alegró mucho de tenerme allí. Carlyon estaba con él, y como yo no quería que estuviese en el cuarto de la enferma, se pasaba todo el tiempo con Joe.

Recuerdo la última tarde de la vida de abuelita. Estaba sentada junto a su lecho, con lágrimas en las mejillas… yo, que no recordaba haber llorado nunca, salvo de cólera.

—No te apenes, mi dulce nietita —decía ella—. No llores por mí cuando ya no esté. Preferiría que me olvidaras para siempre, antes de que mi recuerdo te cause pena.

—Oh, abuelita, ¿cómo podría olvidarte jamás? —exclamé.

—Entonces recuerda los momentos felices, hija.

—Momentos felices… ¿Qué momentos felices puede haber para mí cuando no estés?

—Eres demasiado joven, no querrás que tu vida esté atada a la de una vieja. He tenido mi día y tú tendrás el tuyo. Tendrás felicidad y placer por delante, Kerensa. Son tuyos. Tómalos. Consérvalos. Has recibido una lección, muchacha. Apréndela bien.

—No me dejes, abuelita —rogué—. ¿Cómo podré arreglarme sin ti?

—¿Es mi Kerensa quien habla? ¿Mi Kerensa, que está dispuesta a enfrentarse con el mundo?

—Contigo, abuelita… no sola. Siempre estuvimos juntas; no puedes abandonarme ahora.

—Escúchame, preciosa. Tú no me necesitas. Amas a un hombre y así es como debe ser. Hay un momento en que las aves dejan el nido. Vuelan solas. Tienes un fuerte par de alas, Kerensa. No temo por ti. Has volado alto, pero volarás más alto aún. Ahora harás lo que sea bueno y justo. Tienes toda la vida por delante. No te inquietes, dulce bien, me alegro de morir. Estaré junto a mi Pedro, pues dicen algunos que seguimos viviendo después de morir. No siempre lo creí, pero quiero creerlo ahora… y como casi todos, creo lo que quiero creer. Vamos, cariño mío, no llores. Debo irme y tú quedarte, pero te dejo feliz. Eres libre, mi amor. El hombre de tu corazón te aguarda. No importa dónde estén, mientras estén juntos. No te preocupes por la pobre abuelita Be cuando tienes al hombre a quien amas.

—Abuelita, quiero que vivas y estés con nosotros. Quiero que conozcas a nuestros hijos. No puedo perderte, porqué algo me dice que nada será igual sin ti.

—Ah, hubo un tiempo en que eras tan orgullosa y feliz, cuando acababas de convertiría en la señora Saint Larston… Entonces no creo que pensaras en otra cosa sino en hacer la gran dama. Pues ahora, preciosa, serás de nuevo la misma, salvo que esta vez no será por una mansión y por el hecho de ser una elegante dama; será por amor a tu hombre… y no hay en el mundo felicidad que se compare con ésa. Ahora, querida mía, poco tiempo nos queda, así que debemos decir lo que se debe decir. Suéltame el cabello, Kerensa. —Te molestaría, abuelita.

—No, suéltamelo, te digo. Quiero sentirlo en torno a mis hombros —insistió ella, y la obedecí—. Es negro todavía… Aunque en los últimos tiempos he estado demasiado cansada para darle el tratamiento adecuado. Él tuyo debe quedar igual, Kerensa. Debes permanecer bella, porque él te ama en parte por eso. La cabaña está tal como la dejé, ¿no es cierto?

—Sí, abuelita —repuse, pues era verdad.

Al irse a vivir con Essie y Joe, ella había estado ansiosa por conservar su cabaña. En los primeros tiempos había ido allá con frecuencia, y aún utilizaba las hierbas que allí guardaba para sus preparados. Más tarde había enviado a Essie en busca de lo que necesitaba, o a veces me había pedido que lo fuese a buscar.

Nunca me había gustado ir a la cabaña. Había odiado mis recuerdos de otras épocas, porque uno de mis mayores deseos había sido olvidar que alguna vez había vivido en tan humilde situación. Eso era necesario, me decía yo, para que pudiese representar con éxito mi papel de gran dama.

—Entonces ve allá, cariño mío, y en el aparador del rincón hallarás mi peineta y mi mantilla, que son tuyas, y allí estará también la receta para tu cabello, que lo conservará negro y brillante todos los días de tu vida. Es fácil de preparar con las hierbas adecuadas; ¡vieja como soy, no tengo un solo cabello gris! Prométeme que irás, preciosa…

—Lo prometo.

—Y quiero que me prometas otra cosa, mi niña adorada. No apesadumbrarte. Recuerda lo que dije. Llega un momento en que las hojas se marchitan en los árboles y yo no soy más que una pobre hoja seca a punto de caer.

Hundí la cara en su almohada y empecé a sollozar. Ella me acariciaba los cabellos como a una niña, mientras yo le imploraba que me consolara.

Pero la muerte estaba en el recinto; había ido en busca de abuelita Be y ella no tenía ningún poder, ninguna poción lista para contener a la muerte.

Murió esa noche. Cuando fui a verla por la mañana siguiente se la veía tan tranquila, allí acostada, con la cara rejuvenecida, el negro cabello pulcramente trenzado, como una mujer que está lista para irse en paz porque su labor está cumplida.

* * *

Fue Kim, junto con Carlyon y Mellyora, quienes me consolaron después de morir abuelita Be. Todos hicieron lo posible por arrancarme de mi melancolía; yo me consolé porque durante esos días tuve la certeza de que Kim me amaba, y estaba convencida de que él esperaba a que yo me recobrara de la impresión sufrida por el descubrimiento del cadáver de Johnny y la muerte de abuelita.

Solía encontrarlos a él y a Mellyora hablando, de mí, planeando cómo distraer mis pensamientos de los sucesos recientes. Como resultado se nos agasajaba a menudo en el Abbas y Kim visitaba con frecuencia la Casa Dower. Nunca hubo un día en que no nos reuniéramos.

Carlyon también hacía lo posible. Siempre había sido dulce, pero durante esos días fue mi acompañante constante; entre los tres me sentía rodeada de amor.

El otoño se había asentado con los habituales ventarrones del sudoeste; los árboles eran rápidamente despojados de sus hojas. Solamente los cortos abetos se inclinaban y oscilaban al viento, tan verdes y brillantes como siempre; en los setos colgaban las telarañas, y en los finos hilos fulguraban las gotas de rocío como cuentas de cristal.

El viento amainó y la niebla llegó flotando desde la costa. Esa tarde pendía en trozos cuando me encaminé a la cabaña de abuelita.

Le había prometido que iría en busca de la fórmula que ella tanto había deseado darme; me la llevaría junto con la peineta y la mantilla, y las guardaría con cariño en recuerdo de ella. Joe había dicho que no debíamos dejar abandonada la cabaña. La ordenaríamos bien y la alquilaríamos. ¿Por qué no?, pensé. Era agradable ser dueños de alguna propiedad, por pequeña que fuese, y la cabaña que fuera construida en una noche por el abuelo Be tenía cierto valor sentimental.

Siempre me había parecido que la cabaña, estando a cierta distancia del resto de la aldea y rodeado por un bosquecillo de abetos, se encontraba aparte. Me alegré de eso entonces.

Trataba de fortalecerme, porque desde la muerte de abuelita no había visitado la cabaña y sabía que iba a ser una dolorosa experiencia.

Debía tratar de recordar sus palabras. Debía tratar de hacer lo que ella querría. Es decir, olvidar el pasado, no entristecerme, vivir feliz y juiciosa como ella lo habría querido.

Tal vez fuese la quietud de la tarde; tal vez fuese mi misión, pero de pronto tuve una sensación de inquietud, una extraña percepción de que no estaba sola; de que en alguna parte, no lejos de allí, alguien me observaba… con perversas intenciones.

Tal vez oí algún ruido en esa tarde silenciosa; tal vez había estado tan sumida en mis pensamientos, que no lo reconocí como una pisada; pero sin embargo tuve la incómoda sensación de que era seguida, y mi corazón empezó a latir con rapidez.

—¿Hay alguien allí? —pregunté en voz alta.

Escuché. Todo a mi derredor, el silencio era absoluto.

Me reí de mí misma. Me estaba obligando a visitar la cabaña, cosa que no quería hacer. Tenía miedo, no de algo maligno, sino de mis propios recuerdos.

Apresuré el paso hasta la cabaña y entré. Debido a aquel susto repentino en el bosquecillo, eché el pesado cerrojo. Me quedé apoyada en la puerta, mirando alrededor de mí esas paredes familiares de arcilla y paja. ¡El talfat, donde yo había pasado tantas noches! Qué sitio acogedor me había parecido durante mis primeros días en la cabaña, cuando había traído a Joe en busca de un refugio con abuelita.

Las lágrimas me cegaban; no debía haber venido tan pronto.

Procuraría ser juiciosa. El sentimentalismo siempre me había impacientado y allí estaba ahora, llorando. ¿Era esa la muchacha que se había abierto paso desde la cabaña hasta la mansión? ¿Era esa la muchacha que había negado a Mellyora el hombre a quien ésta amaba?

"Pero no estás llorando por otros", me dije. "Estás llorando por ti misma."

Entré en el depósito y encontré la fórmula, tal como me había dicho abuelita. El cielo raso estaba húmedo. Para que viviese alguien en la cabaña, habría que repararlo. Sin duda sería necesario hacer algunas renovaciones. Tuve la idea de agregarle dependencias, convirtiéndola en una casita acogedora.

Entonces, de pronto, me quedé inmóvil, porque estaba segura de que alguien probaba el picaporte de la puerta, sigilosamente.

Cuando se ha vivido muchos años en una casa se conocen todos sus ruidos; el chirriar especial del talfat; la tabla del piso que está suelta, el sonido peculiar del picaporte al levantarse, el crujido de la puerta.

Si alguien estaba afuera, ¿por qué no golpeaba? ¿Por qué probaban la puerta con tanto sigilo?

Salí del depósito, entré en la habitación de la cabaña, fui rápidamente a la puerta y allí aguardé a que el picaporte se moviese. No sucedió nada. Y entonces, de pronto, la ventana se oscureció momentáneamente. Yo, que tan bien conocía la cabaña, percibí de inmediato que alguien estaba allí de pie, mirando hacia adentro.

No me moví. Estaba aterrada. Me habían empezado a temblar las rodillas, y cubría mi piel un frío sudor, aunque no sabía por qué tenía que estar tan asustada.

¿Por qué no corrí a la ventana para ver quién espiaba? ¿Por qué no grité "Quién está allí", como en el bosquecillo?

Entonces no pude decirlo. Sólo pude quedarme acurrucada contra la puerta.

El cuarto se iluminó repentinamente; supe entonces que quien había estado mirando por la ventana ya no estaba allí.

Me sentía muy asustada. No sabía por qué, ya que no era timorata por naturaleza. Debo de haber permanecido allí, sin atreverme a moverme, durante un lapso que parecieron diez minutos, pero que no pueden haber sido más de dos. Apretaba la fórmula, la peineta y la mantilla como si fueran un talismán que podía protegerme del mal.

—Abuelita —susurraba—, protégeme, abuelita.

Era casi como si su espíritu estuviese allí, en la cabaña, como si me estuviese diciendo que me recobrara, que fuese valiente como antes.

¿Quién habría podido seguirme hasta allí?, pensaba yo. ¿Quién podía querer hacerme daño?

¿Mellyora, por arruinarle la vida? Como si Mellyora pudiese hacer daño a alguien.

¿Johnny? Porque se había casado conmigo cuando no tenía por qué hacerlo. ¿Hetty? Porque él se había casado conmigo cuando era tan importante que se casara con ella.

¡Temía a los fantasmas!

Eso era un disparate. Abrí la puerta de la cabaña y salí; no había nadie a la vista.

—¿Hay alguien allí? —grité—. ¿Alguien me busca?

No hubo respuesta. Apresuradamente cerré la puerta con llave y eché a correr, atravesando el bosquecillo hasta el camino.

No me sentí a salvo hasta que pude divisar la Casa Dower; pero al cruzar el jardín vi que había fuego encendido en la sala; Kim estaba de visita.

Con él estaban Mellyora y Carlyon; todos conversaban con animación. Cuando golpeé la ventana, todos miraron hacia mí; en sus rostros era evidente el agrado.

Cuando me reuní con ellos junto al fuego pude decirme que había imaginado el misterioso episodio en la cabaña.

* * *

Las semanas empezaron a pasar. Para mí fue un período de espera… y hubo momentos en que creí que Kim sentía lo mismo. A menudo me parecía que estaba a punto de hablarme. Carlyon se había hecho amigo suyo, aunque nadie podía reemplazar a Joe en el afecto y la estima de Carlyon. Pero se le permitía disponer de los establos del Abbas y para él era como si aún viviese allí. Así quería Kim que fuese, y esta actitud me causaba sumo placer, pues parecía un indicio de sus intenciones. Haggety había vuelto a su antiguo puesto, seguido por la señora Salt y su hija. Entonces fue como si nos hubiésemos mudado a la Casa Dower por mera conveniencia, y como si el Abbas fuese nuestro hogar, igual que antes.

Éramos como una íntima familia; Kim y yo, Carlyon y Mellyora. Y yo era su centro, porque ellos estaban inquietos por mí.

Una mañana Haggety me trajo un mensaje de Kim. Se quedó esperando mientras yo lo leía, ya que, según me dijo, debía llevar la respuesta. Decía así:

"Mi querida Kerensa: Tengo algo que decirte. Hace un tiempo que me proponía decírtelo, pero dadas las circunstancias pensé que aún no estarías lista para tomar una decisión. Si es demasiado pronto, deberás perdonarme y lo olvidaremos por un tiempo. ¿Dónde será mejor que hablemos? ¿Aquí en el Abbas, o prefieres que yo vaya a la Casa Dower? ¿Te conviene las tres de la tarde? Afectuosamente, Kim".

Me sentí jubilosa. "¡Ahora!", me dije. "Este es el momento." Y sabía que nada en mi vida había sido tan importante para mí.

Decidí que fuera en el Abbas… ese lugar del destino. Haggety aguardó a mi lado mientras yo escribía:

"Querido Kim: Gracias por tu mensaje. Me interesa en grado sumo escuchar lo que quieres decirme, y quisiera ir al Abbas esta tarde a las tres. Kerensa."

Mientras Haggety tomaba el mensaje y salía, me pregunté si él, la señora Rolt y las Salt estarían hablando de mí y de Kim; me pregunté si reirían diciéndose que en el Abbas pronto habría una nueva ama… la antigua ama.

Yendo a mi habitación, estudié mi imagen en el espejo. No tenía el aspecto de una mujer que se había enterado recientemente del asesinato de su marido. Tenía los ojos brillantes; en mis mejillas había un tenue color… cosa poco habitual en mí, pero que me sentaba muy bien, ya que se avenía con el resplandor de mis ojos. En ese momento eran sólo las once. Poco después Mellyora y Carlyon volverían de su paseo. No debían sospechar lo alterada que yo estaba, de modo que debería tener cuidado durante la merienda.

Decidí lo que me pondría. Lástima que estaba de luto. No se debería estar de luto cuando se recibía una propuesta de matrimonio. No obstante, tendría que hacer un simulacro de llevar luto durante un año; el matrimonio no podría tener lugar hasta que ese año terminase. ¿Un año desde la muerte de Johnny, o desde su descubrimiento? ¿Qué se esperaría de mí? ¿Acaso debía soportar un año de viudez? Contaría desde la noche en que Johnny había desaparecido.

Qué viuda alegre iba a ser… Pero debía ocultar mi felicidad, como había logrado hacerlo con tanto éxito hasta entonces. Nadie había supuesto mi júbilo cuando se halló el cadáver de Johnny.

¿Un toque de blanco sobre mi vestido negro? ¿Y el de seda color lavanda? Era de medio luto; y si lo tapaba con un abrigo negro y me ponía mi toca negra con el ondulante velo de viuda… Podía quitarme la capa y la toca mientras bebía el té… ya que seguramente iba a tomar té. Haríamos nuestros planes junto a la mesa del té. Yo serviría el té como si ya fuese el ama de la casa.

El vestido color lavanda, decidí. Nadie lo vería. Cruzaría el prado desde la Casa Dower hasta el Abbas, pasando frente a las Vírgenes y la antigua mina. Decidí que, ahora que estaba demostrada la inutilidad de la mina, haríamos retirar todo signo de ella. Sería peligrosa para nuestros hijos.

Durante la merienda, tanto Carlyon como Mellyora advirtieron el cambio en mí.

—Nunca te he visto con tan buen aspecto —me dijo Mellyora.

—Parece que te hubiesen dado algo que quisiste durante mucho tiempo —añadió Carlyon—. ¿Es así, mamá?

—No he recibido ningún regalo esta mañana, si a eso te refieres.

—Pensé que tal vez sí —insistió él—, Y me preguntaba qué sería.

—Te estás asentando —agregó Mellyora—, Estás llegando a un acuerdo con la vida.

—¿Qué acuerdo? —inquirió Carlyon.

—Quiere decir que le gustan las cosas tal como son.

"Cuando regrese, sabrán", pensé.

Tan pronto como terminó la merienda, me puse el vestido de seda color lavanda y me peiné con sumo cuidado, utilizando la peineta española. Eso me hacía más alta, dándome un aspecto regio; digna señora del Abbas. Quería que Kim estuviese orgulloso de mí. Como no podía usar la toca debido a la peineta, me puse la capa, que cubría adecuadamente mi vestido, y quedé lista. Era temprano. Tenía que esperar, así que me senté junto a la ventana y miré hacia donde apenas podía divisar la torre del Abbas entre los árboles, y supe que era allí donde quería estar, más que en ninguna otra parte del mundo… allí, con Kim y el futuro.

Abuelita tenía razón; yo había aprendido mi lección. Estar enamorada era el sentido mismo de la existencia. Y yo estaba enamorada… no de una casa esta vez, sino de un hombre. Si Kim hubiera dicho que quería recorrer el mundo; si hubiera dicho que quería que yo lo acompañara de regreso a Australia, yo lo habría hecho… de buen grado. Habría sentido nostalgia del Abbas toda la vida, pero no habría querido volver a él sin mi familia.

Pero no hacía falta pensar en eso. La vida me ofrecía la perfección: Kim y el Abbas.

Por fin pude partir. Era una tarde templada; un sol otoñal hacía brillar las plumosas ramas de los abetos. Nunca la tierra había parecido ofrecer tanto; el penetrante aroma de los pinos, la hierba y el suelo húmedo; la calidez del sol era acariciadora, al igual que la tenue brisa del suroeste que parecía traer exóticos olores desde el mar. Esa tarde estaba yo enamorada de la vida como nunca lo había estado antes.

No debía llegar demasiado temprano; por eso me interné en el prado para detenerme dentro de ese círculo de piedras que, quién sabe cómo, se habían convertido en un símbolo de mi vida. Ellas también habían amado la vida, pero eran las vírgenes insensatas. Eran cual mariposas que despertaron al sol; habían bailado en sus rayos demasiado locamente y habían caído muertas. Convertidas en piedra. Pobres seres desdichados. Pero era la ausente, la séptima, la que siempre ocupaba el primer lugar en mis pensamientos cuando me encontraba allí.

Entonces pensé en mí misma inmóvil dentro de la pared, y en todos nosotros allí reunidos. Era como el comienzo de un drama teatral… todos los personajes principales congregados. Algunos actores habían encontrado la tragedia; otros, la felicidad eterna. El pobre Johnny, que había tenido una muerte violenta; Justin, que había optado por la reclusión; Mellyora que había sido castigada por el destino porque no había tenido la fuerza suficiente para luchar por lo que anhelaba; y Kerensa y Kim, que darían al relato su final feliz.

Rogué entonces que mi matrimonio fuese fructífero. Tenía a mi hijo idolatrado y tendría otros… de Kim y míos. Carlyon tendría el título nobiliario y el Abbas, ya que era un Saint Larston y el Abbas había sido propiedad de los Saint Larston desde que alguien podía recordar; pero yo planearía futuros brillantes para los hijos e hijas que Kim y yo tendríamos.

Crucé los jardines rumbo al Abbas. Me detuve ante el gran pórtico y llamé; apareció Haggety.

—Buenas tardes, señora. El señor Kimber la espera en la biblioteca.

Cuando entré, Kim vino a mi encuentro. Pude intuir su excitación. Recibió mi capa y no evidenció sorpresa alguna al ver que yo había dejado de lado el luto. Miraba mi rostro, no mi vestido.

—¿Hablamos primero y bebemos té luego? —inquirió—. Hay mucho por conversar.

—Sí, Kim —repuse con presteza—. Hablemos ahora.

Entrelazando su brazo con el mío, me condujo a la ventana, donde nos quedamos uno junto al otro, contemplando los jardines. Viendo desde allí el círculo de piedras en el prado, pensé que aquel era el escenario perfecto para su propuesta.

—He estado pensando mucho en esto, Kerensa —dijo—, y si hablé demasiado pronto después de tu tragedia… debes perdonarme.

—Por favor, Kim —le contesté formalmente—, estoy lista para oír lo que quieras decirme.

Vaciló todavía; después prosiguió:

—Antes sabía mucho acerca de este lugar. Sabes que solía pasar aquí casi todas mis vacaciones escolares. Justin era mi mejor amigo y creo que su familia se compadecía de un muchacho solitario. Con frecuencia acompañaba al padre de Justin en sus recorridas por la finca. Solía decir él que ojalá sus propios hijos tuviesen tanto interés como yo en el lugar…

Moví la cabeza afirmativamente. Ni Justin ni Johnny habían brindado al Abbas el cuidado que merecía. Justin jamás se habría marchado como lo hizo, si realmente hubiese amado a ese lugar. En cuanto a Johnny, para él no significaba otra cosa que el suministro de fondos con los cuales jugar.

—Yo solía desear que fuese mío. Te digo todo esto porque quiero que sepas que percibo muy bien el estado en que se encuentra. Sin la atención adecuada, una finca tan grande como esta empieza pronto a deteriorarse. Y hace mucho tiempo que no tiene tal atención. Necesita capital y mucho trabajo… yo podría darle lo que necesita. Tengo el capital, pero sobre todo tengo amor por el Abbas. ¿Me entiendes, Kerensa?

—Completamente. Me he dado cuenta de todo eso. El Abbas necesita un hombre… un hombre fuerte… que lo entienda y lo ame, y que esté dispuesto a dedicarle tiempo.

—Yo soy ese hombre. Puedo salvar al Abbas. Si no se hace algo, declinará. ¿Sabías que los muros necesitan atención, que hay hongos en la madera en un sector, que hace falta rellenar la ebanistería en más de veinte lugares? Quiero comprar el Abbas, Kerensa. Sé que esto es cuestión de los abogados. No sé bien todavía cuál es la posición de Justin, pero quería hablar primero contigo para saber qué piensas al respecto, porque sé que tú amas esta casa. Sé que te entristecería mucho verla decaer. Quiero que me autorices a iniciar negociaciones. ¿Qué opinas, Kerensa?

¡Qué opinaba yo! Había ido a escuchar una propuesta de matrimonio y me veía frente a una proposición comercial.

Miré su cara. Estaba enrojecida; en sus ojos había una expresión distante, como si no percibiese aquel recinto" ni a mí, como si estuviese mirando el futuro. Lentamente dije:

—Yo creía que esta casa sería de Carlyon algún día. Él heredará el título si Justin no se casa y tiene un hijo… lo cual es ahora sumamente improbable. Esto es un poco inesperado…

Me tomó la mano; mi corazón dio un vuelco de súbita esperanza.

—Soy un imbécil carente de tacto, Kerensa —dijo—. Debí haber abordado la cuestión de otra manera… no soltarla así, de pronto. Toda clase de planes me dan vueltas en la cabeza. No es posible explicártelo todo ahora…

Fue suficiente. Creí entender. Aquel no era sino el comienzo de un plan. Quería comprar el Abbas y luego pedirme que fuese su ama.

—Estoy un poco atontada ahora, Kim —dije—. Quería tanto a abuelita, y sin ella…

—¡Mi queridísima Kerensa! Nunca debes sentirte perdida y sola. Sabes que yo estoy aquí para cuidarte… y también Mellyora, Carlyon…

Me volví hacia él, apoyé una mano en su chaqueta; él la tomó y la besó con rapidez. Fue suficiente. Yo sabía. Siempre había sido impaciente. Quería tenerlo todo arreglado tan pronto como sabía cuánto lo anhelaba.

Por supuesto, era demasiado pronto para que él me propusiera matrimonio. Eso era lo que Kim me estaba diciendo. Primero compraría el Abbas; lo pondría en condiciones, y cuando estuviera restaurado en su antigua dignidad, me pediría que fuese su ama.

Suavemente dije:

—Kim, sin duda tienes razón. El Abbas te necesita. Por favor, sigue adelante con tus planes. Estoy segura de que eso es lo mejor que puede ocurrirle al Abbas… y a todos nosotros.

Quedó encantado. Por un glorioso instante pensé que me iba a abrazar. Sin embargo, desistió y exclamó, dichoso:

—¿Llamaremos pidiendo el té?

—Lo haré yo —repuse. Lo hice, mientras él me sonreía. Acudió al llamado la señora Rolt.

—Té, por favor, señora Rolt —dijo él—, para la señora Saint Larston y yo.

Y cuando lo trajeron, fue igual que haber vuelto a casa. Sentada a la mesa redonda, serví de la tetera de plata, como me lo había imaginado. La única diferencia era que no me comprometería con Kim hasta después.de un lapso adecuado. Pero tenía la certeza de que era sólo una postergación, de que él había puesto en claro sus intenciones, y lo único que me quedaba por hacer era tener paciencia hasta que mis sueños se tornasen realidades.

* * *

Kim iba a comprar el Abbas y la finca Saint Larston. Era una negociación complicada, pero mientras aguardábamos a que finalizase, él efectuaría ya ciertas reparaciones.

Nunca dejaba de consultarme a este respecto, lo cual significó que hubiese muchas entrevistas entre ambos. Después Mellyora y Carlyon solían reunirse con nosotros en el Abbas —habitualmente para el té— o bien él regresaba conmigo a la Casa Dower. Esos fueron días placenteros, cada uno de los cuales acortaba el período de espera.

Había jornaleros en el Abbas, y un día, cuando Kim me llevó a ver las tareas que se efectuaban, vi a Reuben Pengaster trabajando allí.

Yo compadecía a Reuben y a todos los Pengaster, pues colegía el golpe que habían sufrido al hallarse él cadáver de Hetty. Según habían dicho Doll a Daisy, el hacendado Pengaster se había encerrado en su cuarto tres días con sus noches sin probar bocado cuando se enteró de la noticia. La casa había quedado de luto. Yo sabía que Reuben había querido entrañablemente a su hermana, pero cuando lo vi trabajando en el Abbas, parecía estar más contento que en mucho tiempo.

Estaba cepillando madera, y le temblaba la mandíbula como si disfrutara de una broma secreta.

—¿Cómo va todo, Reuben? —le preguntó Kim. —Bastante bien, señor, me parece.

Giró los ojos hacia mí y su sonrisa fue casi radiante.

—Buenas tardes, Reuben —dije.

—Buenas tardes tengas tú, señora.

Kim empezó a explicarme lo que sucedía mientras nos alejábamos. Entonces recordé que deseaba encargar ciertas renovaciones en la cabaña y se lo mencioné a Kim.

—Pide a Reuben que vaya contigo y te dé un presupuesto. Lo hará con gusto.

Volví en busca de Reuben.

—Quiero que se hagan algunas reparaciones en la cabaña, Reuben —le dije.

—¡Oh, sí! —repuso. Siguió cepillando, pero me di cuenta de que estaba complacido.

—¿Podrías venir a echar una ojeada?

—Oh, sí —repitió.

—Pienso agregar dependencias a la cabaña para convertirla en una casita. Los cimientos son buenos —continué—. ¿Crees que eso sería posible?

—Me parece que sí. Tendría que verla bien, pues.

—Bueno, ¿quieres venir en algún momento?

Interrumpió su labor, rascándose la cabeza.

—¿Cuándo quisieras que lo haga, señora? ¿Mañana, después de terminar mi trabajo aquí?

—Eso sería excelente.

—Pues bien… como a las seis.

—Ya estará oscureciendo. Querrás verla a la luz del día. Volvió a rascarse la cabeza.

—Me parece que podría estar allí a las cinco. Eso nos daría una hora de luz diurna, ¿eh?

—Entonces muy bien, Reuben, mañana a las cinco… en la cabaña. Allí estaré.

—Muy bien, señora.

Reanudó su tarea, mientras la mandíbula se le sacudía de regocijo secreto. Eso me indicó que no estaba irritado, lo cual me alegró. Reuben era ingenuo, y Hetty había estado mucho tiempo ausente; probablemente él había olvidado cómo era. Volví junto a Kim.

—Y bien, ¿ya se citaron? —preguntó este.

—Sí, Reuben se mostró complacido al respecto.

—Nunca es más feliz que cuando trabaja —repuso Kim mientras consultaba su reloj—. Volvamos a la biblioteca. Mellyora y Carlyon llegarán en unos minutos.

* * *

Mientras iba hacia la cabaña, recordé la última ocasión en que la había visitado y me sentí de nuevo inquieta. Al internarme en el bosquecillo, miraba sin cesar por sobre el hombro, imaginando que tal vez me siguieran. Iba con tiempo; llegaría exactamente a las cinco. Tenía la esperanza de que Reuben fuese puntual; cuando él llegara se desvanecerían mis fantasías.

Antes nunca había lamentado el aislamiento de nuestra cabaña, sino que me había agradado. Pero cuando abuelita estaba allí, todo había parecido tan seguro. Por un momento me abrumó la tristeza, y el saber que el mundo ya no sería el mismo para mí, ahora que abuelita no estaba en él.

La cabaña parecía distinta. Antes había sido refugio y hogar; ahora era cuatro paredes de arcilla y paja, aislada de las demás cabañas; un lugar donde el picaporte podía levantarse de manera alarmante, donde una sombra podía aparecer en la ventana.

Llegué a la puerta y abriéndola, entré mientras miraba ansiosamente a mi alrededor. La cabaña siempre había sido oscura porque la ventana era pequeña. Deseé haber esperado una mañana luminosa para pedir a Reuben que fuese allí. Sin embargo, suponía que podría indicarle lo que deseaba que se hiciese, y eso era todo lo necesario por el momento.

Miré de prisa en derredor y fui al depósito para comprobar que nadie se ocultaba allí. Aunque riéndome de mí misma, de todos modos cerré la puerta con pasador.

Me había convencido de que en la ocasión anterior, probablemente fuese algún gitano o vagabundo el que había probado la puerta y mirado por la ventana, quizá buscando algún sitio donde volver de noche, para usarlo como refugio. Al encontrar la puerta cerrada y ver alguien allí, el intruso se había marchado rápidamente.

Examiné el cielo raso del depósito. Sin duda alguna, necesitaba atención. Si hacía» construir más habitaciones encima de él —quizá conservando la habitación principal con su talfat— tendría un lugar bastante interesante.

El corazón me dio un vuelco de terror. Era igual que la vez anterior. Alguien estaba levantando el picaporte.

Corrí a la puerta, y cuando me apoyaba en ella, vi la sombra en la ventana.

La miré con fijeza; entonces me eché a reír.

—¡Reuben! —exclamé—. Así que eres tú… Aguarda un momento, te dejaré entrar.

Reía de alivio cuando él entró en la cabaña… el simpático, el conocido Reuben, no un siniestro desconocido.

—Bueno —dije con vivacidad—, no es el mejor momento del día para nuestro negocio.

—Oh, será un momento bastante bueno, señora.

—Bien, quizá para nuestros fines. Tendrás que venir otra vez una mañana. Ya ves, hacen falta muchas reparaciones… pero pienso construir encima. Tendremos un plan. Pero hay algo que sí quiero… este cuarto debe quedar tal como está. Siempre quise que quedase así… con el antiguo talfat a lo largo de toda la pared. ¿Ves, Reuben?

Mientras yo hablaba, él me miraba, pero respondió:

—Oh, sí que veo, señora.

—Construiremos arriba y a los lados. Bien podemos tener una linda casita aquí. Habrá que derribar algunos árboles; es una lástima, pero necesitaremos terreno adicional.

—Oh, sí, señora —replicó él. No se movió, sino que se quedó mirándome.

—Bueno —continué—, ¿quieres que echemos una ojeada mientras aún hay un poco de luz diurna? Temo que no quede mucha.

—Para nuestra Hetty no queda nada —dijo él.

Me volví y le lancé una mirada penetrante. Tenía la cara fruncida, como si estuviese a punto de llorar.

—Hace mucho que ella vio por última vez la luz del día —prosiguió.

—Lo lamento —dije con suavidad—.Fue terrible. No sé decirte cuánto lo lamento.

—Yo te diré cuánto lo lamento, señora.

—Debemos aprovechar todo lo posible la luz. Pronto oscurecerá.

—Sí, pronto oscurecerá para ti, como" para nuestra Hetty.

Algo en su voz, algo en el modo en que no cesaba de mirarme, comenzó a alarmarme. Recordé que Reuben eran un desequilibrado; recordé aquella ocasión en que lo había visto cambiar una mirada con Hetty en la cocina de los Pengaster, después de matar él un gato. Recordé también que la cabaña era solitaria, que nadie sabía de mi presencia allí; y recordé esa otra ocasión en que había estado sola y asustada en la cabaña, y me pregunté si había sido Reuben quien me siguiera entonces hasta allí.

—¿Ahora, el techo? —dije con vivacidad—. ¿Qué opinas del techo?

Por un instante miró hacia arriba.

—Me parece que algo habrá que hacer con el techo.

—Escucha, Reuben —dije—. Fue un error venir a esta hora. Ni siquiera es un día luminoso, lo cual habría ayudado. Lo que haré es darte la llave de la cabaña, y quiero que vengas una mañana y efectúes un minucioso examen del lugar. Cuando lo hayas hecho podrás hacerme un informe y yo decidiré qué podemos hacer. ¿De acuerdo?

Reuben asintió con la cabeza. Yo continué:

—Temo que ahora no podamos hacer nada, está demasiado oscuro. Nunca hubo mucha luz aquí, ni en los días más soleados. Pero a la mañana será mejor.

—Oh, no —contestó él—. Lo mejor es ahora. La hora ha sonado. Este es el momento.

Procurando no hacer caso de eso, me acerqué a la puerta.

—¿Y bien, Reuben? —murmuré.

Pero él estaba delante de mí, cerrándome el paso.

—Quiero decirte algo —empezó.

—Sí, Reuben.

—Quiero hablarte de nuestra Hetty…

—En otra ocasión, Reuben.

De pronto su mirada fue colérica.

—No —dijo.

—¿Y entonces, qué?

—Nuestra Hetty está fría y muerta. —Se le frunció la cara—. Era linda… como un pajarito, así era nuestra Hetty. No estuvo bien. Él debía casarse con ella, y tú lo obligaste a casarse contigo en cambio. Sobre eso nada puedo hacer… Saul se hizo cargo de él.

—Ya pasó eso, Reuben —susurré tranquilizadoramente, y traté de pasar junto a él, pero volvió a detenerme.

—Recuerdo cuando se cayó la pared —dijo—. Entonces la vi. Allí estuvo un instante… y al siguiente, ya no. Me recordó a alguien.

—Tal vez no viste nada en realidad, Reuben —dije, contenta de que él hubiera dejado de hablar de Hetty y hablase en cambio de la Séptima Virgen.

—Un instante ella estuvo allí —murmuró Reuben— y al siguiente se había ido. Si yo no hubiese quitado las piedras, hasta ahora estaría allí. Emparedada estaba, a causa de su pecado. ¡Se acostó con un hombre, aunque había hecho la sagrada promesa! Y allí estaría ahora… ¡de no haber sido por mí!

—No fue culpa tuya, Reuben. Y estaba muerta. No importó que se la perturbara cuando estaba muerta.

—Todo por mi culpa —insistió él—. Se parecía a alguien…

—¿A quién? —pregunté débilmente.

Sus ojos dementes se posaron de lleno en mi rostro.

—Se parecía a ti —dijo.

—No, Reuben, tú imaginaste eso.

—Ella pecó —repitió él, sacudiendo la cabeza—. Tú pecaste. Nuestra Hetty pecó. Ella pagó… pero tú no.

—No debes preocuparte, Reuben —lo apremié, tratando de hablar con calma—. Debes tratar de olvidar todo eso. Ya pasó. Ahora debo irme.

—No —repuso él—, porque aún no ha pasado. Pasará, pero todavía no.

—Pues no te preocupes más, Reuben.

—No estoy preocupado —replicó él—, porque pronto estará hecho.

—Está bien, entonces. Te daré las buenas noches. Puedes guardar la llave, está allí sobre la mesa.

Con mucho esfuerzo, procuré sonreír. Debía abalanzarme y pasar frente a él; debía correr. Iría en busca de Kim y le diría que lo que siempre habíamos temido en cuanto a Reuben, estaba sucediendo. La tragedia de la desaparición de su hermana y el descubrimiento de su cadáver habían desequilibrado totalmente su pobre cerebro. Reuben ya no estaba levemente loco, sino totalmente.

—Tomaré la llave —dijo, y cuando miró la mesa, di un paso hacia la puerta. Pero él estuvo enseguida a mi lado, y cuando sentí sus dedos en mi brazo, percibí de inmediato su fuerza.

—No te vayas —ordenó.

—Debo irme, Reuben. Me estarán esperando…

—Otras esperan también —dijo él.

—¿Quiénes?

—Ellas —replicó—. Hetty y ella… la de la pared.

—No sabes lo que dices, Reuben.

—Sé lo que debo hacer. Se lo prometí a ellas.

—¿A quiénes? ¿Cuándo?

—Le dije: "Hetty, no te preocupes, mi pequeña. Se te ha perjudicado. Él se habría casado en vez de asesinarte, pero ya ves, estaba ella… Salió de la pared y te perjudicó, y fui yo quien la dejó salir. Ella es mala… debe volver a la pared. No te preocupes. Estarás en paz".

—Reuben, ya me voy…

Sacudió la cabeza.

—Irás adonde debes estar. Yo te llevaré.

—¿Adónde?

Acercó su cara a la mía y prorrumpió en esa risa horrible que me obsesionará durante el resto de mi vida.

—Ya sabes tú, querida mía, dónde debes estar.

—Reuben, tú me seguiste antes hasta aquí.

—Sí —repuso—. Tú te encerraste adentro… Pero de nada habría servido. Yo no estaba preparado. Tenía que estar preparado. Ahora lo estoy…

—¿Preparado para qué?

Sonrió y aquella risa volvió a llenar la cabaña.

—Déjame ir, Reuben —le imploré.

—Te dejaré ir, mi pequeña señora. Te dejaré ir adonde debes estar. No es aquí… en esta cabaña. No es en este mundo. Te volveré a poner donde estabas cuando yo te perturbé.

—Reuben, escúchame, por favor. Has interpretado mal. No viste a nadie en la pared. Te lo imaginaste debido a los relatos… y si viste algo, nada tuvo que ver con nosotros.

—La dejé salir —insistió él—. Fue algo terrible de hacer… Mira lo que le hiciste a nuestra Hetty.

—No le hice nada a Hetty. Lo que le haya pasado se debió a lo que ella misma hizo.

—Ella era como un pajarito… una pequeña paloma mensajera.

—Escucha, Reuben…

—Ya no es hora de escuchar. Tengo tu nidito ya preparado para ti. Allí descansarás, tan cómoda como estabas hasta que yo te perturbé. Y entonces ya no podrás perjudicar a nadie más… y podrás contar a Hetty lo que hice.

—Hetty está muerta. No puedes contarle nada.

De pronto se le frunció la cara.

—Nuestra Hetty está muerta —murmuró—. Nuestra palomita mensajera está muerta… Y él también. Saul se ocupó de eso. Saul decía siempre que había una ley para ellos y otra para gente como nosotros… y quiso que se hiciera justicia. Pues yo también. Es por ti, Hetty. No te inquietes más. Ella volverá al sitio donde debe estar.

Cuando me soltó, me moví hacia la puerta, pero escapar era imposible. Oí su risa, que llenaba la cabaña, y vi sus manos… ¡sus manos tan fuertes y hábiles! Las sentí en torno a mi cuello… apretando, quitándome la vida.

* * *

El frío aire nocturno me revivió. Me sentía enferma y descompuesta; me dolía la garganta. Tenía los miembros entumecidos y luchaba por respirar.

Envuelta en la oscuridad como estaba, percibí que me sacudía incómodamente. Traté de gritar, pero no hubo ningún sonido. Sabía que era llevada a alguna parte, ya que de vez en cuando un dolor me estremecía el cuerpo. Procuré mover los brazos, pero no pude; entonces comprendí de pronto que los tenía atados a la espalda.

Recobré la memoria. La risa de Reuben; su cara semienloquecida junto a la mía; la oscuridad de la cabaña que durante tanto tiempo fuera mi hogar y mi refugio; el horror que la había convertido en un lugar siniestro…

Se me estaba llevando a alguna parte, y era Reuben quien me llevaba. Me encontraba amarrada e indefensa, como un animal que es llevado al matadero.

"¿Adónde voy?", pensé. Pero lo sabía.

Tenía que gritar pidiendo auxilio. Tenía que avisar a Kim que me hallaba en poder de un demente. Sabía lo que él iba a hacer. En su cerebro demente me había identificado con una visión… real o imaginaria, ¿quién podía saberlo?, y para él yo era la Séptima Virgen de Saint Larston.

Esto no podía ser. Yo lo había" imaginado. Esto no podía sucederme a mí.

Traté de llamar a Kim, pero sólo emití un sonido estrangulado. Me di cuenta de que tenía el cuerpo cubierto por Un trozo de materia áspera, probablemente arpillera.

Nos habíamos detenido. Fue retirada la cobertura y me encontré mirando las estrellas. Era de noche entonces, y yo sabía dónde estaba, pues ahora podía ver el jardín tapiado y el muro… tal como había estado aquel día, cuando todos juntos habíamos estado allí, Mellyora, Johnny, Justin, Kim y yo. Y ahora yo estaba allí sola… sola con un loco.

Oí su risa grave, esa risa horrible que siempre me perseguiría. Me había empujado cerca de la pared. ¿Qué le había ocurrido a esta? Allí estaba el agujero, tal como en aquella otra ocasión; allí estaba el hueco.

Reuben me había sacado a rastras de la carretilla en la cual me había traído desde la cabaña; pude oír su pesada respiración cuando me empujó dentro del hueco.

—¡Reuben…! —exhalé—. No… por amor de Dios, Reuben…

—Temí que estuvieses muerta —dijo él—. No habría sido correcto. Me alegro muchísimo de que aún estés viva.

Traté de hablar, de suplicarle. Traté de llamar. La garganta magullada se me oprimió, y aunque ejercí toda mi voluntad, no logré emitir ni un sonido.

Allí estaba yo… de pie en ese lugar, tal como aquel día. Reuben no era más que una oscura sombra, y como desde lejos le oí reír. Vi el ladrillo en su mano y supe lo que iba a hacer.

Al desmayarme pensé de pronto: "Todo lo que he hecho me trajo hasta esto, tal como todo lo que ella hizo la trajo a este mismo lugar." Habíamos recorrido una senda similar, pero yo no lo había sabido. Yo había creído que podía encauzar la vida hacia donde quería… pero quizás ella también.

A través de una bruma de dolor y duda, oí una voz, una voz muy querida.

—¡Dios santo! —decía, y luego—: Kerensa. ¡Kerensa!

Me sentí levantada en dos brazos, tierna, compasivamente.

—Mi pobre, pobre Kerensa…

Era Kim quien había venido en mi busca, Kim quien me había salvado; Kim quien me llevaba en sus brazos desde la oscuridad de la muerte, al Abbas.

* * *

Estuve enferma varias semanas. Me hicieron quedar en el Abbas, y allí estaba Mellyora para cuidarme.

Había sido una prueba terrible, mucho peor de lo que pensé al principio; cada noche despertaba bañada en sudor, soñando que estaba de pie dentro de la pared hueca, mientras unos demonios se esforzaban febrilmente por encerrarme en ella.

Mellyora venía a cuidarme y estuvo conmigo noche tras noche. Una de ellas desperté sollozando en sus brazos.

—Mellyora, yo merecía morir, pues he pecado —dije.

—Calla —trató de calmarme ella—. No debes pensar tales cosas.

—Pero lo hice… tan profundamente como ella. Más aún. Ella quebró su juramento, yo quebré el mío. Quebré el juramento de amistad, Mellyora.

—Has tenido malos sueños.

—Malos sueños de una mala vida.

—Has tenido una terrible experiencia. No hay por qué temer.

—A veces creo que Reuben está en el cuarto, que grito y nadie me oye…

—Se lo llevaron a Bodmin. Hacía mucho que estaba enfermo. Empeoraba gradualmente…

—¿Desde que se fue Hetty?

—Sí.

—¿Cómo fue que Kim llegó a tiempo para salvarme?

—Porque vio que alguien había removido la pared.

Cuando habló con Reuben al respecto, este le dijo que la pared había vuelto a derrumbarse. Dijo que al día siguiente la repararía. Pero Kim no lograba entender cómo podía haberse derrumbado, cuando se la había reconstruido no mucho tiempo atrás… oh, tú recuerdas cuando… éramos niños.

—Lo recuerdo bien —le contesté—. Estuvimos todos juntos allí…

—Todos lo recordamos —respondió Mellyora—. Entonces tú no llegaste a casa y yo fui en busca de Kim… naturalmente.

—Sí —repuse con dulzura—, naturalmente fuiste en busca de Kim.

—Como yo sabía que habías ido a la cabaña, fuimos primero allí. La puerta estaba abierta de par en par… Entonces Kim se asustó. Echó a correr… porque Reuben le había dicho algo extraño acerca de Hetty… y debe de habérsele ocurrido la idea…

—¿Conjeturó lo que iba a hacer Reuben?

—Conjeturó que algo extraño estaba pasando, y que tal vez lo averiguásemos al llegar a la pared. Gracias a Dios, Kerensa.

—Y a Kim —murmuré.

Luego me puse a pensar en todo lo que debía a Kim. Probablemente la vida de Joe y su felicidad actual; mi vida, mi futura felicidad.

"Kim", pensé, "pronto estaremos juntos y todo lo que antes ocurrió será olvidado. Sólo habrá futuro para nosotros… para mí y para ti, mi Kim."

Desperté por la noche, sollozando. Había tenido una pesadilla. Estaba de pie en la escalera, con Mellyora, y ella me mostraba el elefante de juguete. Yo le decía: "Esto es lo que la mató. Ahora estás libre, Mellyora… libre."

Al despertar vi a Mellyora de pie junto a mí, con la rubia cabellera peinada en dos trenzas que, gruesas y relucientes, parecían sogas doradas.

—Mellyora —dije.

—Tranquilízate. No fue más que una pesadilla.

—Estos sueños… ¿acaso no hay modo de escapar de ellos?

—Pasarán cuando recuerdes que son tan sólo sueños.

—Es que son parte del pasado, Mellyora, Oh, tú no sabes. Me temo que he sido malvada.

—Vamos, Kerensa, deja de decir tales cosas.

—Dicen que la confesión hace bien al alma. Mellyora, quiero confesar…

—¿Ante mí?

—Es a ti a quien perjudiqué.

—Te daré un sedante, debes tratar de dormir.

—Dormiré mejor con la conciencia liviana. Debo decírtelo, Mellyora. Debo hablarte del día en que Judith murió. No fue como todos creyeron. Sé cómo murió.

—Has tenido malos sueños, Kerensa.

—Sí, por eso debo decírtelo. No me perdonarás… no en el fondo de tu corazón, aunque dirás que sí. Guardé silencio cuando debí haber hablado. Arruiné tu vida, Mellyora.

—¿Qué estás diciendo? No debes alterarte. Vamos, toma esto y procura dormir.

—Escúchame. Judith tropezó. ¿Recuerdas a Nelly… el elefante de juguete de Carlyon?

Se mostró alarmada; evidentemente creía que yo desvariaba. Insistí:

—¿Lo recuerdas?

—Pero, por supuesto. Todavía está por allí, en alguna parte.

—Judith tropezó en él. La cicatriz… El desgarrón; tú lo remendaste. Lo hizo el tacón de Judith. Estaba caído en la escalera y ella tropezó con él. Escondí el elefante, primero porque no quería que culparan a Carlyon y después… después porque pensé que, si se demostraba que era un accidente, Justin no se marcharía; se habría casado contigo; habrían tenido un hijo que tendría todo… todo lo que yo quería para Carlyon.

El silencio reinaba en la habitación. Sólo se oía el tic-tac del reloj sobre la repisa de la chimenea. El silencio mortal del Abbas por la noche. En alguna parte de esta casa dormía Kim; también Carlyon.

—¿Me oíste, Mellyora? —insistí.

—Sí —respondió ella con voz queda.

—¿Y me odias… por dar forma a tu vida… por arruinarla?

Guardó silencio un rato; pensé: "La he perdido. He perdido a Mellyora. Primero abuelita, ahora Mellyora. Pero ¿qué me importa? Tengo a Carlyon. Tengo a Kim."

—Hace tanto tiempo de todo eso —dijo por fin Mellyora.

—Pero habrías podido casarte con Justin. Podrías ser el ama del Abbas. Podrías tener hijos. Oh, Mellyora, ¡cuánto debes odiarme!

—Jamás podría odiarte, Kerensa: además…

—Cuando lo recuerdes todo… cuando se te presente todo con claridad… cuando recuerdes todo lo que has perdido, me odiarás.

—No, Kerensa.

—Oh, eres tan buena… demasiado buena. A veces odio tu bondad, Mellyora. Te hace tan débil… Te admiraría más si te enfurecieras conmigo.

—Es que ahora no podría hacer eso. Estuvo mal de tu parte, sí… Fue una maldad tuya. Pero ya pasó. Y ahora quiero decirte gracias, Kerensa. Porque me alegro de que hayas hecho lo que hiciste.

—¿Te alegras… te alegras de haber perdido al hombre a quien amabas… te alegras de una vida solitaria?

—Tal vez nunca amé a Justin, Kerensa. Oh, no soy tan sumisa como tú crees. Si lo hubiese amado, jamás lo habría dejado irse. Si él me hubiese amado, jamás se habría ido. Justin amaba la vida solitaria. Ahora es tan feliz como nunca lo ha sido. Y yo también. Si nos hubiésemos casado, habría sido un grave error. Tú nos salvaste de él, Kerensa. Por malos motivos, sí… pero nos salvaste. Y yo me alegro de estar salvada. Ahora soy tan feliz… Jamás habría podido tener una felicidad así, de no haber sido por ti. Eso es lo que debes recordar.

—Tratas de consolarme, Mellyora. Siempre lo hiciste. No soy una niñita para que se me tranquilice.

—No me proponía decírtelo aún. Esperaba a que estuvieses mejor, entonces íbamos a celebrar. Todos estamos muy entusiasmados al respecto. Carlyon está tramando una gran sorpresa. Será una fiesta grandiosa y solamente esperamos a que te mejores.

—¿Para celebrar… qué?

—Este es el momento para decírtelo… para poner sosiego en tu espíritu. No les importará que te lo haya dicho… aunque pensábamos hacer de ello una ocasión festiva.

—No entiendo.

—Lo supe tan pronto como volvió. Y él también. Sabía que era la razón principal por la que quiso regresar.

—¿Quién?

—Kim, por supuesto. Me ha pedido que me case con él. Oh, Kerensa, la vida es maravillosa. Así que fuiste tú quien me salvó. Ya ves que sólo puedo tenerte gratitud. Pronto nos casaremos.

—Tú… y Kim… oh, no. ¡Tú y Kim! Riendo contestó:

—Todo este tiempo has estado apenada, pensando en Justin. Pero el pasado quedó atrás, Kerensa. Ya no tiene importancia lo que ocurrió antes, sino lo que hay por delante. ¿Comprendes?

Me recliné y cerré los ojos.

Sí, comprendía. Veía mis sueños en ruinas. Veía que no había aprendido nada del pasado.

Contemplaba un futuro tan oscuro como los huecos entre las paredes. Estaba emparedada con mi desdicha.

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