CAPÍTULO 03

De pie junto a la ventana de mi cuarto me decía: "Estás aquí. ¡Vives aquí!", y pese a las circunstancias, me sentía alborozada.

La habitación era pequeña, y cercana a las que ocupaban Justin y Judith Saint Larston. En lo alto de la pared había una campana, y cuando sonaba, era mi obligación acudir junto a mi ama. Los accesorios eran pocos, como para una doncella de servicio; había una camita, un aparador, una cómoda, dos sillas y una mesa de tocador con un espejo de vaivén encima. Eso era todo. Pero había tapetes en el suelo, y las mismas cortinas de grueso terciopelo que colgaban en los aposentos ricamente amueblados. Desde la ventana divisaba, por sobre los jardines, el seto vivo que los separaba del prado; llegaba a ver las Seis Vírgenes y la mina abandonada.

Mi ama no me había visto aún, y yo me preguntaba si me aprobaría. Ahora que Sir Justin estaba paralizado, Lady Saint Larston tomaba casi todas las decisiones en aquella casa, y como ella había decidido que yo fuese la doncella de su nuera, pues lo era.

Habíamos tenido una fría recepción, muy distinta del modo en que se nos había acogido cuando llegamos con nuestros disfraces. Belter, empleado ahora por los Hemphill, nos llevó en coche.

—Buena suerte —dijo, saludando con la cabeza primero a Mellyora y luego a mí; su expresión sugería que la íbamos a necesitar.

Nos recibió la señora Rolt, un poco socarronamente, me pareció, como si más bien le complaciera vernos en esa situación, especialmente a mí.

—Enviaré arriba a una de mis criadas, a ver si su señoría está lista para recibirlas —dijo.

Luego nos condujo a una de las puertas de atrás, subrayando con una sonrisita afectada que habíamos cometido el error de presentarnos en el gran pórtico de piedra que conducía al salón principal. En el futuro, nos dijo la señora Rolt, no debíamos usar esa puerta.

La señora Rolt nos llevó a la cocina principal, un recinto enorme, con techo abovedado y pisos de piedra; sin embargo en ella hacía calor, gracias a un horno que parecía (y sin duda lo era) lo bastante grande como para asar un buey. Sentadas a la mesa, dos muchachas limpiaban vajilla.

—Sube y dile a su señoría que llegaron la nueva dama de compañía y la nueva doncella. Quería verlas en persona.

Una de las muchachas se dirigió hacia la puerta.

—¡Tú no, Daisy! —se apresuró a exclamar la señora Rolt—. ¡Dios me valga! ¡Ir así a presencia de su señoría! Tu cabello parece como si te hubiesen arrastrado a través de un seto para atrás. Ve tú, Doll.

Noté que la nombrada Daisy tenía una cara regordeta, inexpresiva; ojos de grosella, con cabello tieso que le crecía casi desde las cejas, gruesas e hirsutas. Doll era más menuda, más ágil y, a diferencia de su compañera, tenía una expresión vivaz que tal vez fuese taimada. De la cocina pasó a un cuarto adyacente; oí correr el agua. Cuando salió llevaba puesto un delantal limpio. La señora Rolt movió la cabeza con aprobación, y una vez que Doll salió, dedicó su atención a nosotras.

—Su señoría me dijo que tú comerás con nosotras en el salón de los criados —dijo, dirigiéndose a mí—. El señor Haggety te indicará tu lugar. —Luego, a Mellyora—: Tengo entendido que usted comerá en su propia habitación, señorita.

Me sentí enrojecer; supe que la señora Rolt lo advertía y no le desagradaba. Preví batallas venideras; tuve que contenerme de soltar abruptamente que yo comería con Mellyora; sabía que esto sería prohibido y yo quedaría doblemente humillada.

Contemplé con fijeza el cielo raso abovedado. Esos recintos para cocina, con sus hornos y sus asadores, habían sido utilizados desde los primeros días; más tarde descubrí que había bodegas, despensas, almacenes y cuartos de refrigeración adjuntos. La señora Rolt continuó:

—Todos lamentamos su reciente desgracia, señorita. El señor Haggety decía hace poco que las cosas no serán iguales, con el nuevo reverendo en la parroquia y usted, señorita, aquí en el Abbas.

—Gracias —repuso Mellyora.

—Pues decíamos… el señor Haggety y yo… que ojalá se adapte usted bien. Su señoría necesita una acompañante desde que Sir Justin enfermó.

—También yo lo espero —se apresuró a responder Mellyora.

—Por supuesto, usted sabrá cómo se manejan las cosas en una casa grande, señorita.

Me miró y aquella sonrisa asomó a sus labios. Me estaba diciendo que había una enorme diferencia entre mi situación y la de Mellyora. Mellyora era la hija del párroco y una dama, por nacimiento y por crianza. Comprendí que la señora Rolt pensaba en mí de pie en la plataforma, en la feria de Trelinket, y que así me vería siempre.

Volvió Doll anunciando que su señoría nos recibiría enseguida, y la señora Rolt nos indicó que la siguiéramos. Subimos unos doce escalones de piedra, en lo alto de los cuales había una puerta de bayeta verde que conducía a las partes principales de la casa. Atravesamos varios corredores hasta que llegamos al salón principal y subimos la escalinata que yo recordaba desde la noche del baile.

—Esta es la parte donde vive la familia —dijo la señora Rolt, y me dio un codazo—. Por qué tienes los ojos tan saltones, queridita. Deduzco que estás pensando en lo grandioso que es todo, ¿eh?

—No —repliqué—. Pensaba en lo lejos que deben de estar las cocinas del comedor. ¿No se enfría la comida en el tránsito?

—¿Tránsito, eh? Que eso no te preocupe, queridita. Nunca comerás en esos comedores —y lanzó un graznido de burla.

En la mirada de Mellyora leí una advertencia y una súplica. Me estaba diciendo: No pierdas la paciencia. Haz la prueba. Es nuestra única posibilidad de estar juntas.

Creí reconocer algunos de los corredores por donde había huido, aterrada, la noche del baile. Por fin nos detuvimos ante una puerta, que la señora Rolt golpeó.

Cuando se le ordenó entrar dijo, con una voz muy distinta de la que había usado para nosotras:

—Señora, vinieron la nueva dama de compañía y la nueva doncella.

—Que pasen, señora Rolt.

La señora Rolt hizo un brusco movimiento de cabeza y entramos en la habitación. Era espaciosa y alta, con enormes ventanas por donde se veían los jardines; en la enorme chimenea ardía un fuego; el cuarto me pareció lujosamente amueblado, pero mi atención estaba fija en la mujer que estaba sentada muy erguida en un sillón, junto al fuego.

—Acérquense —dijo imperiosamente, y luego—: Está bien, señora Rolt. Aguarde afuera hasta que se le llame.

Al avanzar nosotras, la señora Rolt se retiró.

—Por favor, señorita Martin, siéntese —indicó Lady Saint Larston. Mellyora se sentó, mientras yo permanecía de pie, ya que no fui invitada a sentarme—. Aunque no discutimos muy extensamente cuáles serán sus tareas, eso es algo que usted, por supuesto, descubrirá con el paso del tiempo. Confío en que lea usted bien. Mi vista no es tan buena como antes y necesitaré que me lea todos los días. Comenzará sus tareas sin demora. ¿Escribe usted con buena letra? Necesitaré que se ocupe de mi correspondencia. Estas son cuestiones que por lo común se habrían resuelto antes de emplearla, pero como hemos sido vecinas pensé que en su caso se podía tener más amplitud de criterio. Se le ha asignado una habitación cómoda. Está junto a mi dormitorio, para que pueda estar usted cerca si la necesito durante la noche. ¿Ya le dijo la señora Rolt dónde comerá?

—Sí, Lady Saint Larston.

—Bueno, parece estar todo resuelto. Se la acompañará a su habitación y podrá usted desempacar. Y esta es Carlee —agregó volviéndose hacia mí e inspeccionándome fríamente con los impertinentes que colgaban de su cintura.

—Kerensa Carlee —dije, tan orgullosamente como aquel día, cuando estuve dentro de la pared.

—He oído parte de tu historia. Te tomé porque la señorita Martin me rogó que lo hiciera. Confío en que no nos desilusionarás. Creo que la señora de Justin Saint Larston no se encuentra en casa en este momento. Se te indicará tu cuarto, donde deberás esperar a que ella te haga llamar, cosa que sin duda hará cuando regrese, pues sabe que debías llegar hoy. Ahora, dile a la señora Rolt que entre.

Abrí la puerta con presteza, al tiempo que la señora Rolt retrocedía apresuradamente habiendo estado, según conjeturé, agachada con el oído pegado al ojo de la cerradura.

—Señora Rolt —ordenó Lady Saint Larston—, acompañe a sus habitaciones a la señorita Martin y a Carlee.

—Sí, señora.

Cuando salíamos, percibí la mirada de Lady Saint Larston fija en mí y me sentí deprimida. Aquello era más humillante de lo que yo había imaginado. Mellyora parecía haber perdido todos sus bríos. A mí no me pasaría eso. Me sentía desafiante y furiosa.

Me prometí que pronto sabría orientarme por esa casa. Cada pieza y cada corredor me serían familiares. Recordaba la noche en que había huido de Johnny, y el pánico que entonces había sufrido. Ciertamente no iba a permitir que Johnny me humillara aunque, por el momento, tuviera que someterme a los insultos de su madre.

—La familia tiene todos sus aposentos de este lado de la casa —explicaba la señora Rolt—. Este es el de su señoría, y el suyo al lado, señorita Martin. Más lejos, por el corredor, es donde el señor Justin y su esposa tienen el suyo. Tú también estarás allí —agregó, haciéndome una señal con la cabeza.

Y así fui conducida a mi cuarto… el cuarto de una criada… pero no una criada común, me recordé. Una doncella. Yo no era igual que Doll o Daisy. Tenía dotes especiales y muy pronto haría que el personal de cocina lo supiera.

Mientras tanto, debía andar despacio. Miré mi imagen en el espejo. No me parecía para nada a mí misma. Tenía puesta una capa negra y una toca negra. El negro nunca me quedaba bien, y la toca de luto ocultaba mi cabello y era realmente horrenda.

Después me acerqué a la ventana y contemplé los jardines y las Seis Vírgenes.

Fue entonces cuando irle dije: "Estás aquí. Vives aquí." Y no pude sino sentirme triunfante, pues era allí donde quería estar. Mi melancolía me abandonó. Sentí alborozo y entusiasmo. Estaba en la casa como criada, pero eso de por sí era un desafío.

Cuando estaba junto a la ventana se abrió la puerta, y supe de inmediato quién era. Era alta y morena —aunque no tan morena como yo—, agraciada, vestía un traje gris de montar y le brillaba la piel, presumiblemente por su reciente ejercicio. Era bella y no parecía desprovista de bondad. Supe que era mi patrona, Judith Saint Larston.

—Tú eres Carlee —dijo—. Me dijeron que habías llegado. Me alegro de que estés aquí. Mi guardarropa es un revoltijo. Tú podrás ponerlo en orden.

Aquel modo cortante de hablar me recordó inmediatamente aquellos instantes de pánico en el armario.

—Sí… señora.

Como estaba de espaldas a la ventana, me encontraba en la sombra; la luz le daba de lleno en la cara; advertí sus inquietos ojos del color del topacio, las fosas nasales más bien anchas, los labios plenos, sensuales.

—¿Ya deshiciste tu maleta?

—No —repuse.

No pensaba llamarla "señora" más de lo absolutamente necesario. Ya me estaba felicitando porque consideraba que mi patrona iba a ser más benévola y más considerada que la de Mellyora.

—Pues cuando lo hayas hecho, ven a mi cuarto. ¿Sabes dónde está? No, por supuesto que no. ¿Cómo podrías? Te lo mostraré.

Siguiéndola, salí de mi habitación y di unos pasos por el corredor.

—Esta puerta comunica con mi dormitorio y el tocador. Cuando estés lista, golpea.

Moví la cabeza, asintiendo y regresé a mi pieza. Me sentía mejor en su compañía que en la de la señora Rolt. Me quité la horrenda toca y me sentí todavía mejor. Me acicalé el cabello, que tenía peinado encima de la cabeza, y el ver esos relucientes rollos negros me tranquilizó. Bajo la capa negra tenía puesto un vestido también negro, de

Mellyora. Ansiaba poner un toque de color escarlata o verde esmeralda en el cuello, pero no me atrevía, pues se suponía que estaba de luto. Sin embargo, me prometí que me pondría un cuello blanco lo antes posible.

Tal como se me había indicado, me dirigí a la habitación, llamé discretamente y se me pidió que entrara. Ella estaba sentada frente a su espejo, contemplando ociosamente su imagen, y no se volvió. Advertí la cama grande, con sus colgaduras de brocado, al pie una larga banqueta tapizada; la suntuosa alfombra y las cortinas, la mesa de tocador ante la cual estaba sentada ella, con su madera tallada y los enormes candelabros a ambos lados del espejo, sostenido por cupidos dorados. Y por supuesto, aquel armario que tan bien recordaba yo.

Había visto mi imagen en el espejo y se volvió para mirarme con fijeza, posando los ojos en mi cabello. Sabía que al quitarme la toca me había trasformado, y que por esa causa ella no estaba tan complacida conmigo como antes.

—¿Qué edad tienes, Carlee?

—Casi diecisiete años.

—Eres muy joven. ¿Crees que podrás hacer este trabajo?

—Oh, sí. Sé peinar y me gusta cuidar ropas.

—No tenía idea… —Se mordió el labio—. Creí que eras mayor. —Se acercó a mí, siempre mirándome—. Quisiera que revises mi guardarropa. Ponlo en orden. Me enganché el zapato en el encaje de un vestido de noche. ¿Sabes arreglar encaje?

—Oh, sí —le aseguré, aunque jamás lo había hecho.

—Es una labor muy delicada.

—Puedo hacerla.

—Necesitaré que prepares mis cosas todas las tardes, a las siete. Subirás el agua para mi baño. Me ayudarás a vestirme.

—Sí —repuse—. ¿Qué vestido quiere ponerse esta noche?

Ella me había desafiado y yo iba a demostrar mi eficiencia.

—Oh… el de raso gris.

—Muy bien.

Me volví hacia el armario. Ella se sentó junto al espejo y se puso a jugar nerviosamente con los peines y cepillos, mientras yo iba al ropero y sacaba las ropas. Jamás había visto nada tan magnífico. No pude resistirme a acariciar los terciopelos y los rasos. Encontré el vestido gris, lo examiné y lo estaba extendiendo sobre la cama cuando entró Justin Saint Larston.

—¡Mi amor! —Fue como un susurro, pero yo oí el tono subyacente de incansable pasión. Levantándose, había ido a su encuentro; pese a mi presencia, lo habría abrazado si él la hubiese alentado un poco—. Me preguntaba qué te habría ocurrido. Te esperaba…

—¡Judith! —dijo él; su voz fue fría, como una advertencia.

Ella rió diciendo:

—Ah, esta es Carlee, la nueva doncella.

Nos miramos. Justin no había cambiado mucho, en realidad, con respecto a ese hombre muy joven que estaba presente cuando fui sorprendida en la pared. Su mirada no indicó que me reconociera. Había olvidado aquel incidente tan pronto como terminó; la niña de las cabañas no había dejado ninguna impresión en él.

—Bueno, ahora tendrás lo que deseabas.

—No deseo en el mundo otra cosa que…

Casi imponiéndole silencio, Justin se dirigió a mí:

—Ya puedes irte. Te llamas Carlee, ¿verdad? La señora Saint Larston te llamará cuando te necesite.

Incliné levemente la cabeza. Al cruzar la habitación sentí que ella me observaba y lo observaba al mismo tiempo. Sabía lo que estaba pensando, merced a lo que había oído estando oculta en el armario, en esa misma pieza. Era una mujer violentamente celosa; no soportaba que él mirase a otra mujer… ni siquiera a su propia criada.

Toqué los rollos de cabello que tenía sobre la cabeza; tuve la esperanza de que mi complacencia no fuese evidente. Al volver a mi pieza, pensaba que la riqueza no hacía necesariamente feliz a la gente. Era bueno recordarlo cuando alguien tan orgulloso como yo se encontraba de pronto en una situación humillante.

* * *

Esos primeros días en el Abbas siempre resaltarán con claridad en mi mente. La casa misma me fascinaba todavía más que la gente que en ella vivía. La rodeaba una dudosa atmósfera de intemporalidad. Cuando se estaba sola, era muy fácil creerse en otra época. Desde que oyera la historia de las Vírgenes, mi imaginación estaba cautiva; con frecuencia me había imaginado explorando el Abbas… y esta era una de esas poco habituales ocasiones en que la realidad sobrepasaba a la imaginación.

Esas altas habitaciones, con sus cielorrasos tallados y decorados, algunos pintados, otros con inscripciones en latín o en dialecto de Cornualles, eran, un deleite para mí. Me gustaba tocar la suntuosa tela de las cortinas, quitarme los zapatos y sentir la mullida alfombra. Me agradaba sentarme en los sillones y canapés e imaginarme dando órdenes; y a veces hablaba conmigo misma como si yo fuese el ama de la casa. Eso se convirtió en un juego del que yo disfrutaba, y nunca me perdía una oportunidad de jugarlo. Pero aunque tanto admiraba los aposentos, lujosamente amueblados, que la familia utilizaba, me sentía atraída una y otra vez hacia esa parte de la casa que casi nunca se usaba y que evidentemente había formado parte del antiguo convento. Era allí donde Johnny me había llevado la noche del baile. La rodeaba un aroma que repelía y fascinaba al mismo tiempo; un olor húmedo, oscuro; un olor a pasado. Las escaleras, que parecían surgir de pronto y enroscarse por algunos peldaños para luego terminar en una puerta o en un corredor; la piedra que había sido desgastada por millones de pisadas; esos extraños y pequeños— aposentos, con ventanas que parecían hendiduras, que habían sido las celdas de las monjas; y bajo tierra estaban las mazmorras, ya que la casa había tenido una prisión. Descubrí la capilla —oscura y húmeda— con su antiquísimo tríptico, sus bancos de madera, su piso de baldosas de piedra, su altar donde había velas que parecían preparadas para que los ocupantes de la casa acudiesen a orar. Pero yo sabía que nunca se la utilizaba ya, puesto que los Saint Larston iban a orar a la iglesia de Saint Larston.

En esa parte de la casa habían vivido las seis vírgenes; sus pies habían pisado esos mismos corredores de piedra; sus manos habían aferrado la soga al subir los empinados peldaños.

Empecé a querer a esa casa; y puesto que amar era ser feliz, no era desdichada, en esos días, a pesar de pequeñas humillaciones. Me había hecho valer en la sala de los criados, y más bien había gozado de la batalla que allí se hubo de librar, especialmente porque, según me lo aseguraba, yo había sido la vencedora. No era hermosa con los rasgos finamente cincelados de Judith Saint Larston ni con el sutil encanto de porcelana de Mellyora, pero con mi resplandeciente cabello negro, mis grandes ojos que eran muy buenos para expresar desdén, y mi orgullo, era más sorprendentemente atractiva que ellas. Era alta y delgada casi hasta la flacura, y poseía una indefinible cualidad de extranjera que, empezaba a darme cuenta, podía utilizarse en mi beneficio.

Haggety era consciente de ella. Me había colocado en la mesa junto a él mismo, una circunstancia que desagradaba a la señora Rolt; lo sabía porque la había oído protestar.

—Oh, querida mía, por favor —respondió él—, después de todo es la doncella de compañía, como usted debería saber. Es un poco diferente de esas criadas suyas.

—Y a mí me gustaría saber de dónde vino.

—Eso no tiene remedio. Lo que debemos tener en cuenta, es lo que ella es.

¡Lo que ella es!, pensé mientras me pasaba las manos por las caderas. Cada día, a cada hora, me estaba reconciliando más y más con mi vida. Humillaciones, sí, pero la vida en el Abbas podía ser más regocijante que en cualquier otra parte. Y yo vivía allí.

Sentada a la mesa, en la sala de los criados, tenía la oportunidad de estudiar a los ocupantes de la casa que vivían en la planta baja. A la cabecera de la mesa, el señor Haggety —ojillos porcinos, labios propensos a aflojarse ante un plato o una mujer suculentos, gobernando el gallinero—, el rey de la cocina, el mayordomo del Abbas. Lo seguía en importancia la señora Rolt, el ama de llaves, que se autodenominaba viuda, pero muy probablemente utilizara el "señora" como título de cortesía, esperando que algún día el señor Haggety le hiciera la pregunta y el "señora" fuese suyo en derecho cuando hubiese cambiado su apellido, de Rolt a Haggety. Mezquina, taimada, decidida a mantener su puesto: jefa de personal bajo las órdenes del señor Haggety. Después la señora Salt, cocinera, devota de la comida y las habladurías; su talante era lúgubre; habiendo sufrido en su vida matrimonial, había abandonado a su marido, a quien se refería como "aquel" cada vez que era posible; lo había abandonado al venir al Abbas desde la misma punta de Cornualles al oeste de Saint Ives; y expresaba grandes temores de que "algún día él la encontrara. Estaba también su hija, Jane Salt; una mujer de unos treinta años que era doncella, silenciosa, dueña de sí misma, devota de su madre. Luego Doll, hija de un minero, más o menos veinte años, con terso cabello rubio y una afición al azul brillante, que lucía cuando disponía de una o dos horas para salir de conquista, como decía. La simplota Daisy trabajaba con ella en las cocinas, la seguía por todas partes, la imitaba y anhelaba salir de conquista; la conversación de ambas parecía limitarse a dicho tema. Todos estos criados vivían en la casa, pero estaban además los sirvientes externos, que entraban para las comidas. Polore, la señora Polore y el hijo de ambos, Willy. Polore y Willy estaban asignados a los establos, mientras que la señora Polore cumplía tareas domésticas en el Abbas. Había dos cabañas en el cercado; la otra estaba ocupada por el señor y la señora Trelance y la hija de ambos, Florrie. Parecía haber la opinión de que Florrie y Willy debían casarse; todos, salvo la pareja interesada, lo consideraban una excelente idea; solamente Willy y Florrie se resistían. Pero como decía la señora Rolt:

—Ya llegarán a eso a su debido tiempo.

Por eso eran muchos los integrantes del grupo que se sentaba alrededor de la mesa grande del refectorio después de que la familia había comido. Juntas, la señora Rolt y la señora Salt se ocupaban de que nada nos faltara; en todo caso comíamos mejor que los que se sentaban abajo, en el majestuoso comedor.

Empecé a gozar de la conversación, que era muy reveladora, pues poco era lo que les faltaba saber a esas personas en cuanto a los asuntos de la casa o del poblado.

Doll siempre podía animar la mesa con relatos sobre las aventuras de su familia en las minas. La señora Rolt declaraba que, a veces lo que decía Doll le daba escalofríos, y aprovechaba la oportunidad para acercarse más al señor Haggety en busca de protección. El señor Haggety no era muy receptivo; habitualmente estaba ocupado buscando mi pie bajo la mesa, pues parecía creer que ese era un modo de comunicarme que me aprobaba.

La señora Holt solía contar sus horripilantes relatos sobre su vida con "aquel". Los Polore y los Trelance nos contaban cómo se estaba instalando el nuevo vicario, y que la señora Hemphill era una verdadera entremetida, sin duda alguna… andaba fisgoneando de un lado a otro. Tenía la nariz metida en la cocina antes de que se hubiese tenido tiempo de quitarle el polvo a una silla para que ella se sentara. Fue esa primera noche misma, en torno a la mesa de los criados, cuando me enteré de que Johnny estaba en la Universidad y no vendría al Abbas por unas semanas. Me sentí complacida. Su ausencia me daría la oportunidad de establecer mi situación en la casa.

* * *

Me había adaptado al ritmo de los días. Mi ama no era falta de bondad, ni mucho menos; a decir verdad, era generosa; durante esos primeros días me dio un vestido verde del cual se había cansado; mis obligaciones no eran arduas. Yo hallaba placer en peinarle el cabello, cuya textura era mucho más fina que la del mío; me interesaban sus ropas. Tenía largos períodos de libertad, en los cuales solía ir a la biblioteca, tomar un libro y pasarme horas en mi cuarto leyendo mientras esperaba a que ella hiciese sonar la campana llamándome.

La vida de Mellyora no era tan fácil. Lady Saint Larston había decidido hacer pleno uso de sus servicios. Debía leer para ella durante varias horas por día; debía masajearle la cabeza cuando ella sufría una jaqueca, lo cual era frecuente; debía ocuparse de la correspondencia de Lady Saint Larston, llevar mensajes en su nombre, acompañarla cuando iba de visita en su carruaje; a decir verdad, casi nunca estaba libre. Antes de terminar la primera semana, Lady Saint Larston decidió que Mellyora, que había cuidado a su padre enfermo, podía ser útil con Sir Justin. Por eso, cuando Mellyora no estaba a disposición de Lady Saint Larston, estaba en el cuarto del enfermo.

¡Pobre Mellyora! Pese a que comía en su habitación y ser tratada como si fuese casi una dama, su suerte era mucho más dura que la mía.

Era yo quien la visitaba en su cuarto. Tan pronto como mi ama salía —pues tenía la costumbre de ir a dar largos paseos a caballo, con frecuencia sola—, yo iba al cuarto de Mellyora, con la esperanza de encontrarla allí. Pocas veces podíamos estar mucho tiempo juntas antes de que sonara la campana y ella tuviera que dejarme. Entonces yo solía leer hasta que ella volvía.

—Mellyora, ¿cómo puedes soportar esto? —le dije un día.

—Y tú, ¿cómo puedes? —me preguntó ella a su vez.

—Para mí es diferente, nunca estuve habituada a tener mucho. Además, no tengo que trabajar tan duro como tú.

—Es inevitable —respondió ella filosóficamente.

La miré; sí, era satisfacción lo que yo veía en su rostro. Me extrañaba que ella, la hija del rectorado, que siempre se había salido con la suya, que había sido mimada y adorada, se introdujera fácilmente en esa vida de servidumbre. "Mellyora es una santa", pensé.

Me gustaba tenderme en su cama, mirándola mientras ella, sentada en una silla, esperaba lista para levantarse de un salto al primer tintineo de la campana.

Un atardecer le dije:

—¿Qué opinas de este lugar, Mellyora?

—¿Del Abbas? ¡Vaya, es una casa antigua maravillosa!

—¿No puedes evitar el que ella te entusiasme? —insistí.

—No. Tú tampoco, ¿verdad?

—¿Qué piensas cuando esa vieja trata de intimidarte?

—Procuro poner en blanco mi mente, y que no me importe.

—No creo que pudiera ocultar mis sentimientos como lo haces tú. Tengo suerte. Judith no es tan mala.

—Judith… —repitió lentamente Mellyora.

—Está bien: la esposa de Justin Saint Larston. Es una mujer extraña. Siempre parece sobreexcitada, como si la vida fuese terriblemente trágica… como si tuviese miedo… ¡Fíjate!, estoy hablando de esa manera jadeante, como lo hace ella.

—Justin no es feliz con ella —dijo Mellyora con lentitud.

—Colijo que es tan feliz como se puede ser con cualquiera.

—¿Qué sabes tú de eso?

—Sé que él es tan frío como… como un pez, y ella tan ardiente como un horno encendido.

—Dices disparates, Kerensa.

—¿Ah, sí? Los veo más que tú. No olvides que mi cuarto está junto al de ellos.

—¿Disputan?

—Él nunca disputaría, es demasiado frío. No le importa nada y a ella le importa… demasiado. Ella no me desagrada. Después de todo, si ella no le gustaba, ¿por qué se casó con ella?

—Calla. No sabes lo que dices. No comprendes.

—Sé, por supuesto, que él es un caballero antiguo, luminoso y resplandeciente. Siempre sentiste eso por él.

—Justin es un buen hombre. Tú no lo comprendes. He conocido a Justin toda mi vida…

De pronto se abrió la puerta del cuarto de Mellyora, y en el vano apareció Judith, con los ojos desencajados, las fosas nasales ensanchadas. Nos miró, a mí tendida en la cama y a Mellyora que se había levantado a medias de su silla.

—Oh… no pensaba… —dijo.

Me levanté de la cama y dije:

—¿Me necesitaba usted, señora?

La pasión se había extinguido en su rostro, donde vi entonces un inmenso alivio.

—¿Me buscaba usted? —insistí servicialmente. Ahora hubo un destello de gratitud.

—Oh, sí, Carlee. Yo… pues… pensé que estarías aquí. Me acerqué a la puerta; ella vaciló. —Quiero… quiero que esta noche vengas un poco antes. Cinco o diez minutos antes de las siete.

—Sí, señora —repuse.

Judith inclinó la cabeza y salió. Mellyora me miró con asombro.

—¿Qué quiso decir eso? —susurró.

—Creo saberlo —respondí—. Quedó sorprendida, ¿verdad? ¿Sabes por qué? Fue porque me encontró aquí cuando esperaba encontrar…

—¿A quién?

—A Justin.

—Debes de estar loca.

—Bueno, es una Derrise. ¿Recuerdas aquel día en que estuvimos en los páramos y me contaste la historia de ellos?

—Sí, lo recuerdo.

—Dijiste que había locura en la familia. Y bien, Judith está loca… loca por su marido. Por eso irrumpió aquí de esa manera. ¿No viste cuan complacida quedó al comprobar que estabas conmigo, no con él?

—Es una locura.

—En cierto modo.

—¡Quieres decir que ella tiene celos de mí y de Justin! —Tiene celos de cualquier mujer atractiva que entra en la visión de él.

Miré a Mellyora. No podía ocultarme la verdad. Estaba enamorada de Justin Saint Larston; siempre lo había estado.

Me sentí muy inquieta.

* * *

Ya no había cestas con comida para llevar a abuelita.

Bien podía imaginarme a la señora Rolt o a la señora Salt elevando sus voces escandalizadas si yo hubiese sugerido hacerlo. Pero todavía encontraba tiempo para visitarla de vez en cuando; y fue en una de esas ocasiones cuando me preguntó si, en el camino de regreso al Abbas, entregaría unas hierbas a Hetty Pengaster. Hetty las estaba esperando, y como yo sabía que era una de las mejores dientas de abuelita, accedí a ir.

Fue así como, una tarde calurosa, me encontré yendo desde la cabaña de abuelita hacia Larnston Barton, la finca de los Pengaster.

Viendo a Tom Pengaster que trabajaba en el campo, me pregunté si sería cierto— que estaba cortejando a Doll, como ésta había sugerido a Daisy. Sería un buen matrimonio para Doll. La Barton era una finca próspera, y algún día la heredaría Tom, no su hermano Reuben, que estaba "enredado por los duendes" y hacía tareas varias.

Pasé bajo los altos árboles donde anidaban las cornejas. Cada mayo, la matanza de cornejas en Larnston Barton era una verdadera ceremonia; y los pasteles de corneja, preparados por la señora Pengallon, que era cocinera en la finca Barton, eran considerados como un manjar. Siempre se enviaba al Abbas un pastel, que era benévolamente aceptado. La señora Salt lo había mencionado hacía poco: cómo ella lo había servido con crema cuajada, y cómo la señora Rolt había comido demasiado y sufrido en consecuencia.

Llegué a los establos —los había para unos ocho caballos, así como dos casillas abiertas— y me dirigí a las dependencias exteriores. Pude ver el palomar y oír el monótono arrullo de estos pájaros, que parecían repetir siempre una misma frase.

Cuando pasaba frente al montadero, vi a Reuben Pengaster que se acercaba bordeando el palomar y sosteniendo un ave en las manos. Reuben andaba de un modo extraño, al medio galope. Siempre había habido algo extraño en Reuben. En Cornualles dicen que en una carnada suele haber un winnick, lo cual significa uno que no alcanza el nivel de los demás; y Reuben era el winnick de los Pengaster. Siempre me repugnaron los subnormales, y aunque era pleno día, con el sol brillando luminoso, no pude contener un ligero estremecimiento mientras Reuben venía hacia mí con ese andar peculiar suyo. Tenía la cara lisa, como la de una persona muy joven; sus ojos eran azules como la porcelana, y su cabello muy rubio; era la posición de su mandíbula y el modo en que se separaban sus flojos labios lo que lo delataba como "enredado por los duendes".

—Hola, qué tal —me gritó—. ¿Adónde vas, pues?

Al hablar acariciaba la cabeza del ave, y me di cuenta de que percibía su presencia mucho más que la mía.

—Traje algunas hierbas para Hetty —le dije.

—¡Hierbas para Hetty! —rió él; tenía una risa aguda, inocente—. ¿Para qué las quiere ella? Para ponerse linda. —Su expresión se tornó belicosa—. A mí me parece que nuestra Hetty es bastante linda sin ellas.

Por un segundo avanzó la mandíbula, como si estuviese listo para atacarme por sugerir que no era así.

—Es cosa de Hetty decir si quiere las hierbas —repuse bruscamente.

Aquella risa inocente volvió a resonar.

—Me parece que sí —replicó—. Aunque Saul Cundy la considera bella como pocas.

—Sin duda.

—Podría decirse que está comprometida —agregó casi tímidamente. Era inconfundible su amor hacia su hermana y su orgullo por ella.

—Ojalá que sean felices.

—Serán felices. Saul es un hombre muy bueno. El capitán Saul… los mineros tienen que fijarse cómo se portan, eh… con Saul. Si Saul les dice "vayan", ellos van, y si Saul les dice "vengan" ellos vienen. Me parece que el señor

Fedder no es más importante que el capitán Saul Cundy.

No quise discutir esa cuestión, ya que estaba ansiosa por entregar esas hierbas e irme.

—¿Dónde está Hetty ahora? —pregunté.

—Me parece que debe de estar en la cocina con la anciana madre Pengallon.

Vacilé, pensando si darle el envoltorio y pedirle que se lo llevase a Hetty, pero decidí lo contrario.

—Iré a buscarla —dije.

—Te llevaré hasta ella —prometió y echó a andar a mi lado—. Cucú, cucú, cucú —murmuró a la paloma. Momentáneamente recordé a Joe cuando, tendido en el talfat, curaba la pata de un palomo. Noté lo grandes que eran sus manos y la suavidad con que sostenían al pájaro.

Me condujo detrás del cortijo y dirigió mi vista hacia la teja que, en el caballete del tejado, servía de adorno. Había una escalera apoyada en la pared; Reuben estaba efectuando una tarea en el cortijo.

—Algunas de esas tejas están sueltas —dijo confirmando esto—. Eso no conviene. ¿Y si alguna de la Gente Pequeña viniese y las pisara a medianoche?

De nuevo aquella aguda risa que estaba empezando a irritarme. Tanto que deseé que Reuben se marchase.

Sabía que él se refería a lo que llamábamos el pisky-pow, esa baldosa del techo donde se suponía que los "pis-kies", o duendes, venían a bailar después de la medianoche. Se decía que, si se hallaba en mal estado de conservación, esto enfurecía a los duendes, cuya ira podía traer mala suerte a una casa. Era natural, supongo, que alguien a quien se consideraba "enredado por los duendes" creyese en tales leyendas.

—Ahora está bien, yo me ocupo de eso —continuó, Reuben—. Luego pensé que podía echar una ojeada a mis pajaritos.

A través de un lavadero con piso de piedra me condujo a un pasillo embaldosado, donde abrió de un tirón una puerta para mostrarme una inmensa cocina con dos grandes ventanas, una chimenea abierta además del horno, losas rojas y la enorme mesa del refectorio; de las vigas de roble colgaban un jamón, trozos de tocino y manojos de hierbas.

Sentada a esta mesa, pelando patatas, se encontraba la señora Pengallon, que había sido cocinera y ama de llaves de la casa desde la muerte de la señora Pengaster; una mujer voluminosa, de aspecto consolador, que en ese momento parecía inusitadamente melancólica. Hetty estaba en la cocina, planchando una blusa.

—Vaya —dijo Hetty al entrar nosotros—, Dios me bendiga si no es Kerensa Carlee. Válgame, nos sentimos honrados. Entra. Es decir, si no eres demasiado ilustre para gente como nosotros.

—Déjate de bromas —dijo la señora Pengallon—. No es más que Kerensa Carlee. Entra, querida mía, y dime si has visto por allí a mi Tabs.

—¿Entonces perdió usted a su gato, señora Pengallon? —pregunté sin hacer caso a Hetty.

—Hace ya dos días, querida mía. No es propio de él… Antes ha estado ausente todo el día, pero siempre volvió a casa a la hora de cenar… siempre ronroneando para pedir su platillo de leche.

—Lo siento, no lo he visto.

—Estoy muy preocupada, pensando en lo que puede haberle pasado. No puedo evitar el pensar que ha caído en alguna trampa. Sería terrible que hubiera ocurrido eso, querida mía, y no puedo quitármelo de la mente. Estuve pensando en ir á ver a tu abuela, tal vez ella podría decirme algo. Hizo verdaderas maravillas por la señora Toms. Respira mucho mejor, y no hizo más que lo que dijo tu abuela… tomó telarañas, las hizo una pelota y se las tragó. A mí me parece magia y tu abuela es una mujer maravillosa.

—Sí, es una mujer maravillosa —asentí.

—Y cuando la veas, dile que no volvió a molestarme aquél orzuelo en el ojo desde que me lo froté con la cola de Tabs, como ella me dijo. ¡Oh, mi pobrecito Tabs! No sé dónde puede estar, y no tendré descanso hasta encontrarlo.

—Tal vez lo estén alimentando en otra parte, señora Pengallon —sugerí.

—No lo creo, querida mía. Él conoce su propio hogar. Nunca se quedaría tanto tiempo ausente. Es muy apegado a su hogar, mi Tabs. ¡Oh, válgame Dios, ojalá volviese a mí!

—Tendré los ojos abiertos —le dije. —Y pregunta a tu abuelita si puede ayudarme… —Bueno, señora Pengallon, no regresaré allá por el momento.

—Oh, no —intervino maliciosamente Hetty—. Ahora trabajas en el Abbas, junto con Doll y Daisy. Doll está casi de novia con Tom, así que nos cuenta. Válgame, yo no querría trabajar para esa familia.

—No creo probable que tengas tal oportunidad —le repliqué.

Reuben, que nos observaba con atención mientras hablábamos, se sumó a la risa de Hetty.

—Vine a traer tus hierbas —dije fríamente.

Hetty se apoderó de ellas, las metió en el bolsillo de su vestido y yo me dispuse a salir.

—Y no olvides preguntarle a tu abuela —insistió la señora Pengallon—. No descanso de noche, preguntándome qué le habrá sucedido a mi Tabs.

Fue entonces cuando intercepté una mirada entre Hetty y Reuben. Quedé alarmada, pues me pareció… maligna. Ambos compartían algún secreto, y me pareció que aunque les hacía gracia, no ocurría lo mismo con otros. Entonces tuve un gran deseo de salir de la cocina de los Pengaster.

Estaba demasiado inmersa en mis propios asuntos para darme cuenta de lo que le estaba ocurriendo a Mellyora. Con frecuencia oía voces airadas en las habitaciones cercanas a la mía, y conjeturaba que Judith estaba reconviniendo a su marido por alguna supuesta negligencia. Estas escenas empezaban a volverse algo monótonas, y aunque mi ama no me desagradaba, mi simpatía (si es que mis sentimientos eran tan profundos como para merecer tal nombre) era para Justin, pese a que casi nunca me dirigía la palabra; y la única ocasión en que parecía consciente de mi presencia era cuando Judith lo avergonzaba con sus excesivas demostraciones de afecto. No creía que su esposa le interesara mucho, y bien podía imaginarme lo fatigoso que debía ser que alguien le exigiera a uno cariño continuamente.

Con todo, era una situación que yo aceptaba y no advertí la creciente tensión, ni tampoco el efecto que estaba teniendo en las personas involucradas: Justin, Judith… y Mellyora. Siendo tan egocéntrica, olvidé temporalmente que la vida de Mellyora podía tomar un giro tan dramático como la mía.

Sucedieron dos cosas que parecieron muy importantes.

La primera fue mi descubrimiento casual de lo que había sucedido al gato de la señora Pengallon. Fue Doll quien delató la información. Me preguntó si abuelita Be le prepararía algunas hierbas para el cutis, tal como las que había dado a Hetty Pengaster. Le contesté que sabía cuáles eran, y que la próxima vez que fuera a visitar a mi abuela le traería un poco. Entonces se me ocurrió mencionar que cuando entregué las de Hetty, la señora Pengallon estaba preocupada por su gato.

Doll se echó a reír por lo bajo, diciendo:

—Jamás volverá a ver a ese gato.

—Supongo que habrá encontrado un nuevo hogar. —¡Sí, bajo tierra! —exclamó Doll. Cuando la miré inquisitivamente se encogió de hombros—. Oh, fue Reuben quien lo mató. Yo me hallaba presente cuando lo hizo. Él estaba realmente enloquecido. El viejo gato mató una de sus palomas… y él mató al viejo gato. Lo mató, sí, con sus propias manos.

—¡Y ahora no se atreve a decírselo a la señora Pengallon!

—Reuben dice que se lo tiene merecido. Ella sabía que el viejo gato perseguía a sus palomas. ¿Conoces el palomar? Atrás hay un jardincillo cuadrado, y allí enterró Reuben al gato… y a la paloma también. Uno es el mártir, dijo. Otro el asesino. Ese día estaba realmente fuera de sus cabales, te lo aseguro.

Aunque cambié de tema, no olvidé, y ese día fui a ver a mi abuela y le hablé del gato y de lo que yo había descubierto.

—Está sepultado detrás del palomar —le dije—. Así, si te lo pregunta la señora Pengallon, podrás decírselo.

Abuelita quedó complacida. Entonces me habló de su renombre como mujer sabia y me explicó la importancia de advertir todo cuanto sucedía. No debía desconocerse ningún pequeño detalle de la vida, porque nunca se sabía cuándo sería necesario.

En esa ocasión no me llevé las hierbas de Doll porque no quería que ella supiese que yo había ido a ver a mi abuela. Al día siguiente, la señora Pengallon visitó a abuelita, rogándole que utilizara su magia y encontrara el gato.

Abuelita pudo indicarle el jardincillo situado tras el palomar de Reuben. Cuando la señora Pengallon vio la tierra recién removida y halló el cuerpo de su idolatrado gato, quedó llena de furia contra quien había matado al animalito y de congoja por su pérdida. Pero cuando estas emociones se mitigaron un poco, la anonadó la admiración por la habilidad de mi abuela, y durante algunos días el tema principal en las cabañas fue el poder de abuelita Be.

A su puerta comenzaron a llegar obsequios, y hubo un verdadero banquete en la cabaña. Yo fui a verla y ambas nos reímos de lo sucedido. Convencida de tener la abuela más sabia del mundo, estaba decidida a ser como ella.

Le llevé sus hierbas a Doll, cuya creencia en ellas era tan grande, que fueron totalmente eficaces y le desaparecieron por entero las manchas en la espalda, para las cuales las necesitaba.

Abuelita Be poseía facultades sobrenaturales. Abuelita Be conocía acontecimientos que no podía haber presenciado; podía curar achaques. Era una persona a tener en cuenta; y como todos sabían cuánto me quería, se me debía tratar con especial cuidado.

Y la circunstancia de que nosotras mismas habíamos causado esta situación aprovechando un poco de buena suerte, era doblemente satisfactoria.

Volvía a tener mi sueño de lograr todo aquello que había emprendido. Estaba convencida de que no podría fracasar.

* * *

Sentados junto a la mesa, cenábamos. Había sido un día agotador. Judith había salido a caballo con Justin. Habían partido de mañana temprano, encantadora ella en su traje gris perla con el pequeño toque de verde esmeralda en la garganta. Cuando estaba contenta se la veía muy bella, y ese día estaba satisfecha porque Justin la acompañaba. Pero yo sabía que no podía estar mucho tiempo satisfecha; siempre estaba vigilante, y cualquier pequeño gesto, cualquier inflexión de la voz de Justin, podían impulsarla a pensar si acaso él se estaba cansando de ella. Entonces empezarían los problemas; ella formularía preguntas interminables, le requeriría apasionadamente si él la amaba todavía, cuánto la amaba. Había oído la voz alta de ella y la baja de él. Cuanto más intensa se ponía ella, más remoto estaba él. Yo no creía que él la manejase tan bien como podría hacerlo; estaba convencida de que él percibía esto, pues a veces veía su expresión de alivio cuando ella salía de una habitación.

Pero esa mañana ambos habían partido de buen ánimo, y yo me regocijé, porque esto significaba que tendría un poco de tiempo disponible. Iría a ver a abuelita; tener esperanzas de pasar un rato con Mellyora era inútil, pues Lady Saint Larston la tenía todo el día ocupada. ¡Pobre Mellyora! Mi suerte era más liviana que la suya; sin embargo, a veces me parecía verla absolutamente feliz… otras veces no estaba segura. Pero una cosa sí sabía; se estaba poniendo cada vez más bella desde nuestra llegada al Abbas.

Pasé la mañana con abuelita Be, y por la tarde temprano Judith volvió sola. Estaba aturdida, tanto que se confió en mí… porque sentía necesidad de hablar con alguien, supongo.

Ella y Justin habían ido a merendar con la familia de ella. Más tarde ambos habían partido juntos y… Ella se interrumpió y conjeturé que habían disputado. Los imaginé merendando en la lúgubre casa; quizás estuviese presente la madre de ella, un tanto confusa… y todo el tiempo se estarían preguntando qué haría luego ella. Aquella casa estaba llena de sombras, y sobre ella flotaría la leyenda del monstruo. Imaginé a Justin deseando no haberse casado jamás con ella, preguntándose tal vez por qué lo habría hecho. Lo imaginé formulando algún comentario que la habría alterado… luego las apasionadas exigencias de que él demostrara su cariño, y los altercados.

Juntos habrían partido de Derrise; él habría fustigado coléricamente a su caballo alejándose de ella… cualquier cosa por escapar; y ella habría llorado. Me daba cuenta de que había estado llorando. Demasiado tarde, habría tratado de seguirlo, se habría dado cuenta de que lo había perdido de vista y entonces habría empezado a preguntarse dónde estaba él.

Judith había regresado al Abbas en su busca, y al no encontrarlo quedó anonadada por celosa ansiedad.

Yo estaba arreglando uno de sus vestidos cuando ella irrumpió en el cuarto.

—Kerensa —dijo, pues había conjeturado que no me gustaba ser llamada por mi apellido, y uno de sus encantos era su deseo de complacer a todos, con tal de que el hacerlo no le exigiese demasiado—. ¿Dónde está la dama de compañía?

—¿La señorita Martin? —balbuceé.

—Por supuesto. Por supuesto. ¿Dónde está? Encuéntrala… enseguida.

—¿Quiere usted hablar con ella? —Hablarle… No, quiero saber si está aquí.

Entendí. Fugazmente me pregunté si Justin estaría con Mellyora. Qué compañera serena y agradable parecería Mellyora después de esta mujer exigente, apasionada. En ese momento se me ocurrió, sí, que estaba surgiendo una situación peligrosa… no para mí, salvó que cuanto afectaba a Mellyora me afectaría también, ya que nuestras vidas habían quedado entrelazadas. Tal vez habría meditado sobre esto, salvo por lo que pronto iba a ocurrir y que me afectó más personalmente.

Con voz queda dije que iría en busca de Mellyora. Llevé a mi ama de vuelta a su habitación, la hice tenderse en la cama y la dejé.

No tardé mucho en hallar a Mellyora; estaba en el jardín con Lady Saint Larston, que juntaba rosas. Mellyora caminaba a su lado, llevando la cesta y las tijeras. Pude oír las imperiosas órdenes de Lady Saint Larston y las dóciles respuestas de Mellyora.

Entonces pude volver junto a mi ama y decirle que Mellyora se encontraba en el jardín, con su patrona.

Judith se tranquilizó, pero estaba exhausta. Me alarmé bastante, pues pensé que iba a enfermar. Me dijo que le dolía la cabeza; le masajeé la frente frotándosela con agua de colonia. Corrí las cortinas y la dejé que durmiera, pero ella no descansó más de diez minutos antes de necesitarme otra vez.

Tuve que cepillarle el largo cabello, lo cual, según dijo, la calmaba. Cada vez que oía un movimiento abajo se precipitaba a la ventana con la esperanza, lo supe, de que fuera Justin que volvía.

Esta situación no podía continuar. Tarde o temprano debía ocurrir algo que la modificara. Era como el anuncio de una tormenta; y lo natural era que las tormentas se desataran. Empezaba a estar un poco inquieta por Mellyora.

Y así era como me sentía cuando bajé a la sala para cenar con los demás sirvientes. Estaba cansada porque las emociones de Judith se me habían comunicado en alguna medida, y pensaba mucho en Mellyora.

Tan pronto como me senté, supe que la señora Rolt tenía alguna noticia que anhelaba revelarnos; pero era típico de ella que se reservara el mejor bocado durante el mayor tiempo posible. Cuando comía siempre dejaba los mejores trozos en su plato hasta el final; me divertía verla contemplarlos con anticipación mientras comía. Ese aspecto tenía en ese momento.

La señora Salt hablaba con su voz grave y monótona sobre su marido, y su hija Jane era la única que realmente le prestaba atención. Doll se tocaba a cada rato el cabello, donde se había atado una nueva cinta azul, y estaba cuchicheándole a Daisy que Tom Pengaster se la había regalado. Haggety se sentó a mi lado, acercando un poco más la silla. Echándome su aliento en la cara dijo:

—Hoy hubo problemas entre la gente de alcurnia, ¿eh, querida mía?

—¿Problemas? —repetí.

—Me refiero a él y ella, por supuesto.

La señora Rolt nos observaba con los labios fruncidos, la mirada desaprobatoria. Se estaba diciendo que yo provocaba al pobre señor Haggety; tal creencia le convenía más que la verdad, y era una mujer que siempre se engañaría creyendo lo que deseaba creer. Y mientras nos observaba sonreía taimadamente, pensando en la sabrosa noticia con la que se proponía sorprendernos.

No contesté al señor Haggety porque me desagradaba discutir a Judith y Justin en las piezas de la servidumbre.

—Ja —continuó Haggety—. Ella entró furiosa, la vi..

—Bueno —intervino solemnemente la señora Rolt—, eso demuestra qué el dinero no lo es todo.

Haggety lanzó un suspiro piadoso.

—Creo que tenemos mucho que agradecer…

—A todos les llegan los pesares —prosiguió la señora Rolt, dándome un indicio de la noticia que se estaba reservando—, ya sean gente acomodada o personas como nosotros.

—Nunca dijo usted nada más cierto, querida mía —suspiró Haggety.

La señora Salt se dispuso a cortar el pastel de carne que había preparado esa mañana, y la señora Rolt hizo señas a Daisy de que llenara los jarros con cerveza fuerte.

—Me parece que se avecinan disgustos —dijo la señora Salt—. Y si alguien reconoce los disgustos cuando los ve avecinarse, esa soy yo. Vaya, recuerdo…

Pero la señora Rolt no iba a permitir que la cocinera siguiese divagando con sus recuerdos.

—Es lo que podría llamarse una relación unilateral, y esas no son buenas para nadie, si quieren preguntármelo.

Haggety aprobó con un movimiento de cabeza, y volvió hacia la señora Rolt sus ojos, algo saltones, mientras su pie tocaba el mío bajo la mesa.

—Claro que una cosa les diría —continuó la señora

Rolt, que se complacía en fingir siempre que sabía mucho sobre las relaciones entre ambos sexos—, el señor Justin no es hombre de caer en esa clase de problemas.

—¿Con otra mujer, quiere decir usted, querida mía? —inquirió Haggety.

—Eso quise decir exactamente, señor Haggety. Ese es el problema, si me lo pregunta usted. Una caliente que quema y el otro frío que hiela. A mi parecer, él no desea una sola mujer, mucho menos dos.

—Son una familia violenta —intervino el señor Trelance—. Tuve un hermano que trabajó allá en Derrise.

—Todos conocemos esa historia —lo hizo callar la señora Rolt.

—Y según dicen —intervino Doll, acalorada—, esa última vez, cuando había luna llena…

—Basta, Doll —dijo la señora Rolt, quien no permitía a los criados de inferior categoría discutir a la familia, lo cual era un privilegio de los criados superiores.

—Recuerdo que una vez —dijo la señora Trelance en tono soñador— vi por aquí a la señorita Martin… eso fue cuando su padre vivía. Qué bonita muchacha. Estaba a caballo y Justin le ayudaba a bajar de él… y entonces a Trelance le dije "fíjate qué lindo cuadro", y Trelance me contestó que si la hija del párroco llegaba a ser algún día el ama del Abbas, no podríamos tener otra más bonita ni más dulce.

La señora Rolt fijó en la señora Trelance una mirada colérica.

—Pues ahora es la dama de compañía, y sería inaudito que la dama de compañía fuese el ama.

—Bueno, ahora ella no podría serlo… ya que él está casado —dijo la señora Salt—. Aunque, como los hombres son hombres… —Sacudió la cabeza y hubo silencio alrededor de la mesa.

La señora Rolt dijo con brusquedad:

—El señor Justin no es "los hombres", señora Salt. Y no debe usted creer que todos los hombres son como ese marido suyo, porque yo puedo decirle lo contrario. —Sonrió secretamente; luego continuó, con una voz solemne llena de promesas—: Y hablando de disgustos…

Todos guardábamos silencio, esperando a que ella continuara. Había llegado al bocado escogido; tenía toda nuestra atención y estaba preparada.

—Su señoría me hizo llamar esta tarde. Quería que yo me ocupara de hacer preparar la habitación de cierta persona. No estaba muy complacida, eso les aseguro. Hubo un problema terrible. Tan pronto como llegó el señor Justin, lo hizo llamar. Me dijo que debía vigilar, y que tan pronto como llegara él debía ir a verla. Vigilé, pues, y lo vi entrar. Abajo estaba ella… la señora Judith… hecha un mar de lágrimas y aferrándose a él. "Oh, querido… querido… dónde has estado…"

Hubo risitas en torno a la mesa, pero ahora la señora Rolt tenía prisa por continuar.

—Yo puse fin a todo. "Su señoría quiere que vaya usted a verla enseguida, señor Justin", le dije. "Dio órdenes de que no haya ninguna demora." Bueno, él se mostró complacido… cualquier cosa por alejarse de ella con su "querido, querido"… y subió derecho a ver a su señoría. Bueno, yo sabía lo que había pasado, aunque ella no me dijo por qué, pero mientras lustraba en el corredor, frente al aposento de su señoría, la oí decir casualmente: "Es por causa de cierta mujer. Qué ignominia… Gracias a Dios que su pobre padre no puede entender. Si pudiera, eso lo mataría." Me dije entonces que los pesares llegan tanto a la gente acomodada como a las personas de nuestra categoría, y es la verdad. —Hizo una pausa; llevándose a los labios su jarro de cerveza, bebió; chasqueó los labios y nos miró triunfante—. El señor Johnny vuelve a casa. Lo enviaron de vuelta. Ya no lo quieren allá, desde que se deshonró con esa mujer.

Clavé la mirada en mi plata; no quería que ninguno de ellos advirtiera el efecto que esas palabras habían tenido en mí.

* * *

La presencia de Johnny cambió la casa. Yo sabía que estaba decidido a ser mi amante, y la circunstancia de encontrarme ahora instalada en la casa como criada le regocijaba y complacía.

El primer día de su regreso fue a buscarme. Yo estaba leyendo, sentada en mi cuarto, cuando entró. Me incorporé enfurecida, pues él no había pedido permiso para entrar.

—Me alegro de verte, hermosa doncella —dijo con una irónica reverencia.

—¿Quiere llamar, por favor, si me necesita?

—¿Es la costumbre? —Es lo que yo espero.

—Siempre esperarás más de lo que recibas, señorita… Carlyon.

—Me llamo Kerensa Carlee.

—Jamás lo olvidaré, aunque en una ocasión adoptaste Carlyon. Te has vuelto muy bella, querida mía.

—¿Qué quería usted de mí?

—Todo —replicó él con burlona sonrisa—. Precisamente todo.

—Soy doncella de su cuñada.

—Sé todo a ese respecto. Por eso vine desde Oxford… Me llegó la noticia, ¿comprendes?

—Tengo la idea de que volvió usted por una razón muy distinta.

—¡Por supuesto que la tienes! Las criadas escuchan a las puertas. Y juraría que hubo cierta consternación cuando llegó la noticia.

—No escucho a las puertas. Pero conociéndolo, y sabiendo por qué suele enviarse de vuelta a los hombres jóvenes…

—Qué bien informada te has vuelto. Recuerdo que antes… pero ¿por qué rememorar cosas viejas? El futuro promete ser mucho más interesante… Espero con ansia nuestro futuro, Kerensa.

—No veo cómo el suyo y el mío puedan tener nada en común.

—¿No lo ves? Entonces sí que necesitas ser educada.

—Estoy satisfecha con mi educación.

—Nunca estés satisfecha, mi querida Kerensa. Es imprudente. Empecemos sin demora esa educación tuya. Así…

Quiso apoderarse de mí, pero lo contuve airadamente. Se encogió de hombros.

—¿Tiene que haber galanteo? ¡Oh, Kerensa, qué pérdida de tiempo! ¿No crees que ya hemos desperdiciado demasiado?

—Trabajo aquí… desgraciadamente —repuse con ira—. Pero no significa que sea servidora suya. Entiéndalo… por favor.

—Vamos, Kerensa, ¿acaso no sabes que sólo quiero complacerte?

—Eso es fácil, pues. Si se mantiene apartado de mi camino, de buena gana me mantendré apartada del suyo… y eso me dará un gran placer.

—¡Qué palabras! ¡Qué ínfulas y qué donaires! No lo habría creído de ti, Kerensa. ¿Entonces no recibiré ni un beso siquiera? Bueno, ahora estaré aquí… y tú también. Bajo el mismo techo. ¿No es acaso una idea deliciosa?

Dicho esto se marchó, pero en sus ojos había una expresión siniestra. Me alarmé, pues mi puerta no tenía cerrojo.

La noche siguiente, después de cenar, Justin, Johnny y Lady Saint Larston se retiraron al gabinete de su señoría, donde hubo una larga y seria conversación. Haggety, que les había servido vino allí, nos contó en la cocina que el señor Johnny era reprendido, y que se discutía seriamente su futuro. Al parecer, todos estaban preocupados, menos Johnny.

Yo estaba guardando las ropas de Judith cuando ésta subió. Le cepillé el cabello, tal como me ordenó. Eso la apaciguaba. Decía que yo tenía magia en los dedos. Yo había descubierto que tenía un don para peinar. Era mi mayor logro como doncella de compañía. Probaba distintos estilos en su cabello, y a veces los copiaba con el mío. Esto encantaba a Judith, y como era generosa por naturaleza, con frecuencia me daba algún pequeño obsequio y procuraba complacerme, cuando lo recordaba; pero principalmente sus pensamientos se referían a su marido.

Prepararla para acostarse era un ritual, y esta noche había en ella un aire de satisfacción.

—Estarás enterada del problema con el señor Johnny, Kerensa —dijo.

—Sí, señora, lo he oído.

—Es lamentable —continuó encogiéndose de hombros—. Inevitable, empero. No se parece a… su hermano.

—No, señora. Dos hermanos no podrían ser más distintos.

Sonrió, más tranquila de lo que yo la había visto antes. Le trencé la cabellera y se la até alrededor de la cabeza. Se la veía hermosa en su ondeante bata de casa.

—Está usted muy bella esta noche, señora —le dije, porque sentía la necesidad de consolarla… quizá a causa de lo que había oído en la cocina.

—Gracias, Kerensa —replicó ella.

Poco después de eso me dejó ir, diciendo que esa noche no me necesitaría más.

Me dirigí al cuarto de Mellyora y la encontré sentada junto a la ventana, contemplando el jardín iluminado por la luna. Sobre una mesa cercana estaba su bandeja, símbolo de su solitaria vida.

—Así que por una vez estás libre —dije.

—No por mucho —comentó haciendo una mueca—. Dentro de unos minutos debo ir a sentarme junto a Sir Justin.

—Te hacen trabajar demasiado.

—Oh, no me molesta.

Se la veía radiante. El aspecto, pensé, de una mujer enamorada. "Oh, Mellyora", pensé, "temo que serías muy vulnerable."

—Pobre Sir Justin —continuó ella—. Es terrible verlo cómo está y pensar en lo que era. Recuerdo a papá…

—Es injusto que te hagan cuidarlo a él también —dije. —Podría ser peor.

"Sí", pensé. "Podrías tener que trabajar como una esclava en una casa donde no estuviera Justin. A eso te refieres, ¿verdad?"

Después me pregunté qué le había ocurrido a mi relación con Mellyora. Antes le habría dicho las cosas que estaba pensando en ese momento.

No era que nosotras hubiésemos cambiado. Era simplemente que aquella peligrosa situación era un asunto tan delicado, tan importante para Mellyora que no desearía discutirlo ni recibir consejos, ni siquiera de mí.

—Y ahora —agregué, cambiando de tema—, Johnny ha vuelto.

—¡Oh… Johnny! No es totalmente inesperado. Johnny siempre será Johnny.

Lo dijo en tono casi complaciente, sugiriendo cuan diferente era Justin. Entonces pensé en. Judith, que había dicho casi lo mismo. Dos mujeres… ambas enamoradas del mismo hombre… profunda y apasionadamente, pues aunque Mellyora era serena y Judith estaba muy lejos de serlo, ambas eran víctimas de una honda emoción.

—Ojalá que él no hubiese vuelto —dije.

—¿Le tienes miedo?

—No exactamente miedo, pero él puede ser una molestia. Oh, no temas. Sabré cómo manejarlo.

—De eso estoy segura.

Se volvió para mirar por la ventana y yo supe que no pensaba en Johnny y yo, porque todos sus pensamientos eran para Justin, y así sería en el futuro. Estaba tan obsesionada por su amor como Judith; afortunadamente para Mellyora, su carácter era más equilibrado.

Algún vínculo se había cortado entre nosotras, ya que al profundizarse su emoción hacia otra persona, quedaba menos tiempo en su vida para otras.

Le pregunté entonces si había tenido alguna noticia de Kim; ella se sobresaltó y por algunos segundos pareció que le costaba recordarle.

—Kim… oh, no. Él no quiso escribir. Siempre decía que no escribía cartas, pero que algún día iba a volver.

—¿Crees que lo hará?

—Por supuesto. Siempre estuvo seguro de ello. Fue una especie de promesa, y Kim siempre cumple sus promesas.

Experimenté gran satisfacción. Me lo imaginé regresando a Saint Larston, entrando un día en el Abbas. Podía imaginarme su voz: "Vaya, Kerensa, te has convertido en una señorita fascinadora." Y cuando viese a Mellyora, obsesionada por Justin, se haría más amigo mío que de ella. Yo estaba segura de que era posible hacer de la vida lo que una quisiera, pero ¿también se podría traer de vuelta a la gente que una quería traer? Debía preguntarlo a abuelita.

Mellyora dijo que era hora de que volviese junto a Sir Justin; me despedí de ella y volví a mi cuarto. Me quedé un rato junto a la ventana, pensando en Kim y en la noche del baile. Luego fui al espejo y encendí allí las velas. ¿Había cambiado mucho yo desde esa noche? Me había vuelto mayor, más juiciosa, más cabal. Había leído mucho. Me estaba haciendo digna… ¿de Kim? No; de la persona que me proponía ser.

Me quité los alfileres del cabello y lo sacudí en torno a mis hombros.

Denso, exuberante, era más bello que el de Judith. Diestramente comencé a enroscarlo en lo alto de mi cabeza. ¿Dónde estaba mi peineta española? ¿Dónde estaba mi mantilla? Los ajusté y me quedé arrobada con mi propia imagen. ¡Narciso!, me burlé. Enamorada de ti misma.

Me acerqué a la ventana. Allá afuera estaba el círculo de piedras que nunca parecía estar lejos de mis pensamientos. Siempre me había prometido hacerle una visita a la luz de la luna. ¿Por qué no? Estaba libre. Creía que Johnny se hallaba encerrado hablando con su hermano, y no había peligro de que anduviese por allí. Ese era el momento.

Pronto llegué allí. Qué interesantes parecían a la luz de la luna. ¡Vivas! ¡Las Seis Vírgenes! Y yo hacía la séptima. ¿Realmente había sucedido como decía la leyenda? ¿De veras habían bailado allí? ¿Por su altanería habían sido castigadas y convertidas en piedra, para permanecer en aquel sitio mientras pasaban los siglos? ¡Qué afortunadas eran! Una muerte repentina era preferible a otra prolongada. Pensé en la séptima… la que fuera arrastrada al muro hueco; la que fue encerrada a morir, y me colmó una momentánea melancolía.

¡Pasos! El son de un silbido grave. Me apoyé en una de las piedras, aguardando, mientras algún instinto me decía quién me había seguido hasta allí.

—¿Así que la séptima vino esta noche?

Me sentí furiosa conmigo misma por haber ido. Después de todo, Johnny me había visto salir de la casa. En ese momento lo odié.

Había entrado en el círculo de piedras y me sonreía.

—¡La señorita Carlyon en persona! —exclamó— La dama española.

—¿Hay alguna razón para que no deba peinarme como quiero?

—Hay muchas razones para que lo hagas, ya que te sienta muy bien.

—Desearía que no me siga usted.

—¿Seguirte? Pero ¿por qué no voy a visitar a las Vírgenes si quiero? No son exclusivamente tuyas, ¿o sí?

—Ya que vino usted a ver las Vírgenes, me iré.

—No hay prisa. Prefiero la séptima antes que las otras seis todas juntas. Las mujeres de piedra no son de mi preferencia. Sin embargo, la séptima pretende hacerme creer que está compuesta del mismo inflexible material. Le demostraré que no.

—¿Le resulta imposible creer que no deseo sus insinuaciones?

—Totalmente imposible.

—En tal caso es usted más arrogante de lo que yo imaginaba.

—Te diré algo, mi dama española. En ciertas circunstancias no rechazarías mis requerimientos. —No le entiendo.

—Siempre has tenido una altísima opinión de ti misma. Si te dijera: "Kerensa, ¿quieres casarte conmigo?", considerarías muy seriamente mi propuesta y certifico que no tardarías mucho en reconocer sus méritos. Si eres tan arrogante, es simplemente porque crees que te trataría como a cualquier criada de servicio.

Contuve el aliento, porque sus palabras habían conjurado un cuadro de mí misma viviendo en el Abbas, tal como siempre lo había ansiado. Esto había parecido imposible, pero si me casaba con Johnny, mi sueño se haría realidad. Sobresaltada me di cuenta de que ese era el único modo que podría serlo. Pero casi de inmediato supe que Johnny se burlaba de mí.

Con altanería dije:

—No quiero escuchar ninguna sugerencia que usted haga.

Rió al contestar:

—Sólo porque sabes que la que quieres oír es la que yo jamás ofrecería. Kerensa… —agregó, sujetándome por él brazo cuando quise apartarme. Acercó su cara a la mía, y la llamarada de deseo que vi en sus ojos me alarmó. Procuré ocultar mi temor golpeándole el brazo, pero él no me soltó, sino que mantuvo su rostro junto al mío, sonriéndome—. Puedo ser tan decidido como tú —dijo.

—No sabe cuán decidida puedo ser cuando se trata de librarme de usted.

—En tal caso lo veremos, ¿verdad? —dijo. Pese a mis esfuerzos, no logré zafarme. Me atrajo hacia él y sentí sus dientes contra los míos. Mantuve los míos firmemente cerrados, odiándolo. Lo odié con tal vehemencia que hallé cierto placer en mi odio. En ese momento, Johnny Saint Larston despertó en mí una emoción que jamás había sentido yo antes. De ella no estaba ausente el deseo. Tal vez, pensé más tarde cuando estuve sola y procuraba analizar mis sentimientos, aquel deseo que sentía fuese por una casa, por una categoría en la vida que no fuese aquélla en la cual había nacido, por la realización de un sueño. Tan fuerte era mi deseo de esas cosas, que quizá pudiese despertar otra clase de deseo cualquiera que pudiese proporcionármelas; y las palabras de Johnny sobre matrimonio habían puesto una idea en mi mente.

De una cosa estaba segura; él no podía sospechar ni por un instante que despertaba en mí otra cosa que desprecio y ansia por librarme de él.

Alejándome de él dije:

—Más vale que tenga cuidado. Si trata de perseguirme me quejaré, y teniendo en cuenta su reputación, pienso que me creerán.

Supe entonces que él había percibido algún cambio en mis sentimientos, y que esperaba que yo cediera; por eso lo tomé descuidado y con un pequeño empujón me zafé, igual que en otra ocasión. Luego me volví y eché a andar hacia la casa con arrogancia.

Cuando llegué a mi pieza, me miré al espejo.

"¿Es posible?", me preguntaba. "¿Pensaría Johnny Larston en casarse conmigo? Y si lo hacía, ¿aceptaría yo?"

Yo estaba temblando. ¿De esperanza? ¿De miedo? ¿De placer? ¿De repugnancia? No sabía con certeza de qué.

* * *

La luz de la luna tocaba mi habitación. Sobresaltada, me senté. Algo acababa de despertarme.

Me encontraba en peligro. Un sentido adicional parecía estar diciéndomelo. Quedé consternada, pues alguien estaba en mi pieza. Vi el contorno de una figura que, sentada en un sillón, me observaba.

Lancé un grito ahogado, ya que la figura se había movido. Pensé: "Siempre creí que el Abbas estaba hechizado. Ahora lo sé."

Oí una risa grave y entonces supe que mi visitante era Johnny, tal como habría debido suponerlo.

—¡Usted! —exclamé—. ¡Cómo se atreve!

Sentándose en el borde de mi cama, me miró.

—Soy muy atrevido, Kerensa, especialmente cuando se refiere a ti.

—Mejor será que se marche… sin demora.

—Oh, no ¿No crees que será mejor que me quede?

Salté de la cama. Él se incorporó, pero sin acercarse a mí; simplemente se quedó mirándome con fijeza.

—Siempre me pregunté cómo te peinarías el cabello de noche. Dos largas trenzas… ¡Qué recatada! Aunque me gustaría verlo suelto.

—Si no se marcha de inmediato gritaré pidiendo auxilio.

—En tu lugar no haría tal cosa, Kerensa.

—Yo no soy usted y le repito, lo haré.

—¿Por qué no puedes ser razonable?

—¿Por qué no puede usted conducirse como un caballero?

—¿Contigo… que de ningún modo eres una dama?

—Lo odio, Johnny Saint Larston.

—Bueno, hablaste como la niñita de las cabañas. Pero prefiero que me odies a que seas indiferente.

—No siento nada por usted… nada en absoluto.

—No sientes nada por la verdad. Sabes que me odias y ansias que te haga el amor, pero piensas que la dama en la que tratas de convertirte debería insistir en el matrimonio antes de recibir un amante.

Corrí a la puerta, y abriéndola de un tirón, dije:

—Le daré diez segundos, Johnny Saint Larston. Si no sale antes, y si trata de tocarme, gritaré hasta despertar a su hermano y la esposa de él.

Al darse cuenta de que yo hablaba en serio, quedó momentáneamente desanimado. Pasando a mi lado, salió al corredor; su mirada era colérica y malévola. Quedé horrorizada, pues comprendí que él creía realmente que yo me convertiría en su amante esa noche.

Entré en mi cuarto, cerré la puerta y me apoyé en ella, temblando. Me preguntaba: ¿cómo iba a descansar tranquila, sabiendo que a cualquier hora de la noche él podía entrar en mi cuarto?

No podía volver a la cama. Me acerqué a la Ventana y miré afuera. La luz lunar me mostró los jardines y, más allá, el prado con el círculo de piedras.

Allí me quedé inmóvil un rato. Oí que un reloj daba la medianoche. Y entonces vi a Johnny. Se alejaba de la casa con paso decidido. Permanecí quieta, mirándolo, mientras él bordeaba el campo y tomaba el camino hacia el poblado. Ese camino conducía también hacia Larnston Barton.

Cierto instinto me dijo que, habiendo fracasado conmigo, Johnny iba en busca de Hetty Pengaster.

* * *

Sigilosamente fui por el corredor al cuarto de Mellyora y golpeé la puerta con suavidad. Como no tuve respuesta, entré. Mellyora dormía.

Me quedé unos segundos contemplándola. Qué hermosa e inocente se la veía allí tendida. También Mellyora, pensé, estaba indefensa, en esa casa. Pero Justin jamás entraría en su pieza sin ser invitado. Pese a ello, Mellyora era más vulnerable que yo.

—Mellyora —susurré—. No te alarmes. Soy yo… Kerensa.

—¡Kerensa! —se sobresaltó ella—. ¿Qué es lo que ocurre?

—Ahora, nada malo… Pero no quiero volver a mi cuarto.

—¿A qué te refieres? ¿Qué pasó?

—Entró Johnny. No me siento segura si él puede entrar cuando quiere.

—¡Johnny! —repitió ella despectivamente. Asentí con la cabeza.

—Está tratando de seducirme y le temo…

—¡Oh… Kerensa!

—No te alarmes. Sólo quiero quedarme contigo. Se apartó y yo me deslicé en la cama. —Estás temblando —dijo ella.

—Fue bastante horrible.

—¿No te parece que… deberías irte?

—¿Irme del Abbas? ¿Y adonde?

—No sé… a alguna parte.

—¿A trabajar en alguna otra casa, a estar a disposición de otra persona?

—Tal vez sería mejor para las dos, Kerensa.

Era la primera vez que ella admitía sus dificultades y sentí temor. En ese momento yo estaba segura de que jamás abandonaría el Abbas por mi propia voluntad.

—Puedo manejar a Johnny —dije.

—Pero este último asunto…

—Si tengo que denunciarlo, haremos entender a todos de quién es la culpa.

—Qué fuerte eres, Kerensa.

—He tenido que cuidarme toda la vida. Tú has tenido tu padre que te cuidó… No te preocupes por mí, Mellyora.

Guardó silencio un rato; luego dijo:

—Quizá para las dos, Kerensa…

—Podríamos "ir más lejos y pasarlo peor" —cité. Sentí el alivio en el pequeño suspiro que lanzó.

—¿Dónde encontraríamos puestos juntas? —inquirió.

—Ah, ¿dónde?

—Y después de todo, Saint Larston es nuestro hogar.

Quedamos un rato calladas. Luego dije:

—¿Puedo compartir tu habitación en el futuro, mientras él esté aquí?

—Sabes que puedes.

—Entonces yo no tendré nada que temer —agregué.

Las dos tardamos largo rato en dormirnos.

Judith supo, por supuesto, que yo dormía en la pieza de Mellyora, y cuando sugerí el motivo no hizo ninguna objeción.

Durante las semanas subsiguientes, Mellyora y yo volvimos a estrechar nuestros vínculos, ya que compartir una habitación significaba compartir confidencias. Nuestra relación se parecía más a lo que había sido en el rectorado, que nunca desde nuestra llegada al Abbas, y desde que sus sentimientos hacia Justin nos habían distanciado un poco.

Durante ese período recibí una carta de David Killigrew. Decía que pensaba en mí constantemente; su madre estaba tan fuerte como siempre físicamente, pero cada día se tornaba un poco más olvidadiza; él trabajaba mucho, pero no veía esperanzas de obtener un cargo eclesiástico, cosa que, según sugería, debía hacer antes de pedirme que me casara con él.

Yo apenas si podía recordar su aspecto. Me sentía culpable porque él era tan formal y yo, en una época, había pensado en casarme con él tal como en ese momento, en el fondo de mi corazón, pensaba en casarme con Johnny Saint Larston.

¿Qué clase de mujer era yo, me preguntaba, que estaba dispuesta a volverme a un lado y a otro en aras de la conveniencia?

Procuraba hallar excusas para mí misma. Había urdido un sueño, y la realización de ese sueño era lo más importante en mi vida. Quería lograr una posición que me permitiera no sufrir más humillaciones. Quería dar consuelo a mi abuelita en su vejez; quería hacer de Joe un médico. Era irónico que Johnny —a quien yo creía odiar— fuera el único que tenía en su poder la llave de todo eso. Era una llave de la cual se desprendería a regañadientes; pero tal vez, si se le apremiaba…

Johnny me observaba con ojos abrasadores. Me deseaba más que nunca, y sin embargo, no tomaba ninguna actitud. Yo sospechaba que había ¿do a mi cuarto y lo había hallado vacío. Conjeturaría dónde me encontraba yo, pero no se atrevía a ir a la pieza de Mellyora.

Yo seguía oyendo la voz alterada de Judith en los aposentos que compartía con Justin; y sabía que ella se estaba volviendo cada vez más inquieta.

En cuanto a Mellyora, parecía vivir en un estado de exultación. Yo creía saber por qué, pues un día los había visto juntos a ella y Justin desde mi ventana. Se habían encontrado accidentalmente, y sólo habían cambiado una palabra; pero yo lo vi seguirla con la mirada al pasar ella; la vi volverse para mirarlo a él, y durante unos segundos se quedaron inmóviles, contemplándose.

Se habían delatado. Las sospechas de Judith tenían alguna base.

Se amaban, y lo habían admitido, si no en palabras, con una mirada.

* * *

Estábamos sentados a la mesa cuando empezó a retumbar la campana desde la habitación de Sir Justin. Durante unos segundos nos miramos con fijeza; luego Haggety, seguido por la señora Rolt, subió a toda prisa la escalera.

Todos nos mirábamos, ya que la campana siguió sonando hasta que ellos llegaron al aposento, y comprendíamos que esa no era una llamada común.

En pocos instantes, Haggety regresó a la cocina. Polore debía ir de inmediato en busca del doctor Hilliard.

Cuando Polore se hubo marchado, nos quedamos junto a la mesa, pero sin comer. La señora Salt dijo lúgubremente:

—Este será el final, ya verán. Y si me lo fueran a preguntar, será una feliz liberación.

Afortunadamente el doctor Hilliard estaba en casa, y en menos de media hora volvió con Polore. Pasó largo rato en la habitación de Sir Justin.

Una tensión había caído sobre la casa; todos hablaban susurrando. Cuando se marchó el doctor Hilliard, Haggety nos dijo que Sir Justin había tenido otro ataque. Aún estaba vivo pero, en opinión suya, no pasaría de esa noche.

Cuando fui junto a Judith a preparar sus cosas para la noche, la encontré más tranquila que de costumbre; me dijo que Justin estaba con su padre, toda la familia se encontraba allí.

—Esto no es totalmente inesperado, señora —le dije.

Sacudió la cabeza al responder:

—Tarde o temprano tenía que ocurrir.

—¿Y este es… el final, señora?

—¿Quién puede saberlo? Todavía no ha muerto.

Pronto, pensé, ella será Lady Saint Larston, y Justin será el jefe de la casa. Para mí sería igual. Pero… ¿y Mellyora? Yo estaba convencida de que Justin detestaba ver cómo su madre intimidaba a Mellyora. Cuando él fuera Sir Justin, ¿qué podría hacer para impedirlo? ¿Delataría sus sentimientos?

La vida nunca permanece estacionaria, pensé. Un pequeño cambio aquí, un pequeño cambio allá… y lo que era seguro y normal deja de serlo. Pensé en la séptima virgen de la leyenda, que había meditado no lejos de donde yo me encontraba, que había tomado los hábitos y sin duda creía vivir el resto de su vida en tranquila seguridad. Después amó y se sometió al amor; y el resultado fue una prolongada agonía en la pared del convento.

El doctor Hilliard venía dos veces diarias, y cada mañana creíamos que Sir Justin estaría muerto antes de concluir el día. Pero él resistió durante una semana.

Mellyora lo asistía constantemente. Quedó excusada de sus obligaciones de leer y juntar flores. Yo regresé a mi propia habitación, porque ella hacía falta en el cuarto del enfermo y, como allí yo estaba sola, no tenía sentido que estuviese en el de ella.

Durante esos seis días poco descansó, pero no parecía necesitarlo. Había adelgazado un poco, lo cual le sentaba bastante bien, y la rodeaba cierto resplandor. Yo, que tan bien la conocía, comprendí que por un tiempo se contentaba con saber que Justin la amaba.

Tal vez, pensé, podrían seguir así durante el resto de sus vidas. La suya sería una relación de ideales, no mancillada por ninguna necesidad física. Justin jamás sería un hombre apasionado, y Mellyora estaría pronta a adaptarse a su modalidad. Sería un amor sublimado; siempre los mantendría separados la llameante espada del decoro y las convenciones.

Qué contraste era esa atracción profana que Johnny sentía por mí, y acaso yo por él.

* * *

Sir Justin murió; la atmósfera se aligeró al iniciarse los preparativos para el funeral. En todas las ventanas se corrieron celosías; íbamos por la casa en lóbrega oscuridad. Sin embargo, no había verdadera tristeza, pues nadie había amado a Sir Justin y su muerte se preveía desde mucho tiempo atrás.

Era cuestión de: "Sir Justin ha muerto. Viva Sir Justin". Los criados adoptaron de modo natural la nueva manera de hablar. Judith había pasado a ser "mi señora", mientras casi imperceptiblemente, Lady Saint Larston, la Anciana Dama, se desplazaba a un segundo plano.

Todos los allegados a la casa lucían fajas de crespón en torno a los brazos… "en señal de respeto", decía la señora Rolt. En las cocinas se efectuó una colectaba la cual Mellyora y yo fuimos invitadas a agregar nuestra parte, y hubo gran alboroto cuando llegó la corona mortuoria: "Las puertas del Cielo se abren de par en par", que había sido elegida por la señora Rolt.

Cuando pregunté si ellos creían que Sir Justin iría al Cielo, ya que, por lo que había oído decir, su vida no había sido ejemplar, fui mirada con ojos escandalizados. Doll lanzó un leve chillido mientras miraba sobre el hombro, esperando casi, según explicó, que el espíritu de Sir

Justin entrase en la cocina y me diese muerte con la vara de cobre que Daisy había traído del lavadero y había olvidado llevar de vuelta.

¿Acaso no sabía yo que era peligroso hablar mal de los muertos? ¿No sabía que los muertos estaban santificados? No importaba que Sir Justin hubiera poseído muchachas contra su voluntad; no importaba que hubiese enviado hombres, mujeres y niños a prisión o al destierro por el solo pecado de entrar sin permiso en sus propiedades; ahora estaba muerto y era, por consiguiente, un santo.

Sentí impaciencia hacia ellos; no temía al espectro de Sir Justin, pero tratar de explicarlo era inútil.

Las negras sordinas habían cumplido su obligación; los caballos con jaeces de terciopelo se habían llevado su sagrada carga y el funeral había terminado.

Yo no temía ya a Johnny. A decir verdad, ansiaba volver a encontrarme con él. Mientras Sir Justin estaba tan enfermo, yo había ido a ver a mi abuelita y le hablé de Johnny. Ella se quedó muy pensativa; luego dijo.

—El hecho de que hablara de matrimonio indicaría que pensaba en eso.

—Únicamente como algo que nunca podría tener lugar —objeté.

Abuelita sacudió la cabeza mientras me miraba con afecto.

—Vamos, Kerensa —dijo—. Juraría sin vacilar que, si te vistieses como una dama y te llevasen adonde nadie te conociera, te tomarían por una.

Yo sabía que esto era cierto, pues a ese fin había dedicado todas mis fuerzas. Era el primer paso, y esencial.

—Abuelita, él jamás se casaría conmigo —dije—. Su madre nunca lo permitiría. Y tampoco su hermano.

Entrecerré los ojos, pensando en Justin, que desde ese momento sería el jefe de la familia. Justin tenía un secreto… su amor por Mellyora. Pero ¿acaso era un secreto? ¿No lo sospechaban ya los sirvientes? Con todo, él era vulnerable, y con tal secreto, ¿estaba en situación de perjudicarme?

—Eso piensas ahora, cariño mío. Pero ¿quién sabe lo que encierra el futuro? ¿Quién habría creído que alguna vez leerías y escribirías igual que uno de ellos?

—¡Quién lo habría creído! —repetí. Luego, tomándole la mano, agregué—: Abuelita, ¿podrías darme alguna poción…?

Entonces ella retiró la mano riendo, burlona.

—¡Y yo creía que eras culta! ¿Has olvidado lo que te dije? A ti te toca hacer el futuro. Puedes tener lo que quieras… si estás dispuesta a pagar el precio por ello. Cualquiera puede. ¡Pero nunca debes olvidar que el precio ha de pagarse y que a veces es más de lo que tú habías previsto, Kerensa! —Estaba muy seria—. Escucha lo que te digo… Y no lo olvides.

* * *

Estaba tendida en la cama de Mellyora. Cuando la casa estuviese en silencio, regresaría a mi propia habitación.

—Pero ¿quieres hacerlo, Kerensa? —había preguntado ella—. ¿Te sientes a salvo?

—¡A salvo de Johnny! —repuse con desdén—. No te preocupes por mí. Sé manejar a Johnny.

Unió las manos a la espalda y miró el cielo raso. Una vez más, sólo pude describir su expresión como exaltada. —Deberías decírmelo, Mellyora —sugerí.

—¿Decírtelo?

—Algo ha sucedido, ¿verdad?

—Sabes muy bien qué ha sucedido. Hubo una muerte en esta casa.

—No fue inesperada, ni mucho menos.

—La muerte siempre causa emoción, inesperada o no.

—No me parece que estés muy emocionada.

—¿No?

Me pareció ver que las confidencias temblaban en sus labios. Quería decírmelo, pero aquel secreto no era solamente suyo. Yo estaba resuelta a que me lo dijese. Me pareció oír la voz de abuelita: "Es importante averiguarlo todo…"

—No puedes engañarme, Mellyora. Algo ha ocurrido, sí.

Se volvió para mirarme y noté que estaba sorprendida. Me recordó una delicada gacela que ha oído un rumor en la vegetación y que, si bien quiere satisfacer su curiosidad, sabe que es más juicioso escapar.

Pero de mí no iba a escapar.

—Y tiene algo que ver con Justin —proseguí con firmeza.

—Sir Justin —dijo suavemente ella.

—Ahora es Sir Justin, de acuerdo, y jefe de la familia.

—¡Qué distinto de su padre será! Los arrendatarios lo amarán. Será bondadoso, y tan justo como sugiere su nombre…

Hice un ademán de despedida. No quería un panegírico del nuevo Sir Justin.

—Será perfecto en todo sentido —dije—, salvo que ha cometido la estupidez de casarse con la mujer equivocada.

—¿Qué estás diciendo, Kerensa?

—Me oíste perfectamente. Digo solamente lo que está desde hace mucho tiempo en tus pensamientos… y acaso en los suyos también.

—Jamás debes decir eso a ninguna otra persona, Kerensa. »

—Claro que no. Esto es entre nosotras dos. Sabes que yo siempre estaría de tu parte, Mellyora. Eres mi íntima amiga… somos como hermanas… no, más aún, porque jamás olvidaré que me sacaste de la plataforma de contratación e hiciste de mí casi tu hermana… en cierto modo, tú hiciste de mí lo que soy, Mellyora. El vínculo que nos une es más fuerte inclusive que un vínculo de sangre.

Súbitamente se volvió hacia mí y se arrojó contra mí; la abracé estrechamente mientras su cuerpo se sacudía en callados sollozos.

—Deberías decírmelo —insistí—. Sabes que me preocupa todo lo que te ocurre. Amas a Justin… a Sir Justin. Hace mucho que lo sé.

—¿Quién podría evitar el amar a un hombre así, Kerensa?

—Bueno, yo lo consigo bastante bien, lo cual es una suerte. No convendría que todos se enamoraran de él. Sé desde hace tiempo cuáles son tus sentimientos… pero ¿y los de él?

Se apartó y, levantando su rostro hacia el mío, respondió:

—Me ama, Kerensa. Cree que siempre me amó, aunque no lo supo… hasta que fue demasiado tarde.

—¿Te lo ha dicho?

—No lo habría hecho. Pero fue cuando estábamos los dos sentados junto al lecho de su padre. Era más de medianoche. La casa estaba tan silenciosa, y hubo un momento en que fue imposible ocultar la verdad.

—Si te amó siempre, ¿por qué se casó con Judith? —inquirí.

—Verás, Kerensa, me consideraba una niña. Parecía mucho mayor que yo, y como me conoció cuando yo era apenas una niña, siguió pensando en mí como si lo fuese. Y luego llegó Judith…

—¡Ah, Judith! Mira, se casó con ella.

—No quería hacerlo, Kerensa. Se casó contra su voluntad.

—¿Y qué clase de hombre es, que se casa contra su voluntad?

—No comprendes. Se casó porque es bueno y amable…

Me encogí de hombros, viendo que ella luchaba consigo misma, pensando si debía decírmelo. Como no pudo soportar mi tácita crítica a Justin, decidió hacerlo.

—Antes de enfermarse, su padre quería que él se casara, pero Justin se negaba porque no quería casarse sin estar enamorado. Su padre estaba furioso; hubo muchas escenas y fue durante una de ellas que sufrió su primer ataque. Justin quedó horrorizado, ¿entiendes?, ya que se sintió responsable. Y cuando su padre enfermó tanto, Justin pensó que si hacía lo que él quería, eso contribuiría a que se recuperara. Por eso se casó con Judith. Pronto supo que era un terrible error…

Callé. Estaba convencida de que Justin le había dicho la verdad. Ella y Justin eran de la misma especie. Qué admirablemente se adecuaban uno al otro. "Si ella se hubiese casado con Justin", pensé, "yo habría venido aquí en un carácter muy distinto." Oh, ¡por qué Mellyora no se había casado con Justin!

Los imaginé… uno a cada lado de aquel anciano moribundo que había jugado tal papel en sus vidas… sus confidencias susurradas, sus anhelos.

—¿Qué van a hacer, Mellyora? —pregunté. Sus ojos se dilataron de incredulidad.

—¿Hacer? ¿Qué podemos hacer? Está casado con Judith, ¿verdad?

No dije nada. Sabía que, por un tiempo, le bastaba con saber que él la amaba; pero ¿durante cuánto tiempo se contentaría con eso ella… o él?

* * *

En todas las ventanas, las celosías estaban subidas. Yo sentía que en todas partes había un cambio sutil. Nada podría volver a ser totalmente igual. La anciana Lady Saint

Larston había hablado, con poco entusiasmo, de ir a la Casa Dower, pero cuando Justin la instó a quedarse en el Abbas, había aceptado encantada.

Un nuevo Sir Justin. Una nueva Lady Saint Larston. Pero esos eran nombres, simplemente. Yo veía que los ojos de Justin seguían a Mellyora, y sabía que esa confesión de ellos había modificado su relación, por más que ellos creyesen lo contrario. Cuánto tiempo, me pregunté, creían ellos poder ocultar su secreto a gente como la señora Rolt, Haggety y la señora Salt.

Pronto habría más habladurías en las cocinas. Tal vez ya hubieran empezado. Y cuánto tardaría en enterarse Judith… ¡ella, que vigilaba a su marido durante cada segundo en que estaba en su compañía! Ya sospechaba que sus sentimientos hacia Mellyora eran peligrosamente fuertes.

Esta atmósfera estaba llena de peligro… tensa y silenciosa, a la espera de un desastre.

Pero eran mis propios asuntos los que me absorbían, porque la pasión de Johnny hacia mí iba en aumento, y cuánto más distante me ponía yo, más decidido estaba él. Nunca repitió el intento de penetrar en mi dormitorio, pero cada vez que yo salía, lo encontraba caminando junto a mí. A veces me adulaba, otras veces rabiaba, pero la conversación era toda sobre un solo tema.

Una y otra vez le dije que estaba perdiendo su tiempo; él respondía que yo estaba haciendo perder tiempo a los dos.

—Si esperas matrimonio, esperarás mucho tiempo —dijo colérico.

—Ocurre que tiene usted razón. Espero matrimonio, pero no con usted. David Killigrew quiere casarse conmigo tan pronto como obtenga un puesto eclesiástico.

—¡David Killigrew! ¡Así que piensas ser la esposa de un párroco! Vaya broma.

—Su sentido del humor es algo infantil, por supuesto.

No hay en esto nada de gracioso, se lo aseguro. Es una cuestión muy seria.

—¡Pobre Killigrew! —resopló y me dejó sola.

Pero estaba intranquilo. Supe entonces que poseerme se había convertido en una obsesión para él.

* * *

Cada vez que era posible, yo iba a ver a abuelita. De nada disfrutaba más que de estirarme en el talfat y hablar con ella como antes, cuando era niña. Sabía que mis asuntos eran para ella tan importantes como para mí, y ella era la única persona del mundo con quien yo podía ser absolutamente franca.

Discutimos la posibilidad de un matrimonio con David Killigrew. Abuelita sacudió la cabeza negativamente al respecto.

—Sería bueno para algunas, preciosa, pero colijo que tú siempre seguirías ansiando otra cosa.

—¿No dirás que Johnny Saint Larston es el hombre para mí?

—Si te casaras con él, te estarías casando con un sueño, Kerensa.

—¿Y eso no sería bueno?

—Sólo tú puedes hacerlo bueno o malo, preciosa.

—En tal caso, ¿podría yo hacer bueno o malo un matrimonio con David?

Ella movió la cabeza afirmativamente. Entonces pasé a contarle mi último encuentro con Johnny, y luego hablarle de la vida en el Abbas. Nunca cesaba yo de hablar del Abbas. Me gustaba hacérselo ver como yo lo veía… las antiguas escaleras de caracol y celdas de piedra donde habían vivido las monjas; lo que más me interesaba era la parte antigua del Abbas, pero lo amaba todo; y cuando pensaba en casarme con David Killigrew pensaba en abandonar el Abbas y tenía la sensación de despedirme de un amante.

—Estás enamorada de una casa —comentó abuelita—. Bueno, quizá sea más seguro amar una casa que a un hombre. Si es tuya pues es tuya, y no tienes por qué temer que te traicione.

* * *

Judith se había acostado temprano debido a un dolor de cabeza, dejándome libre por toda la noche. Eran las nueve, y como deseaba ver a abuelita, me escabullí de la casa y me dirigí a la cabaña.

Estaba sentada, fumando su pipa y, como siempre, se alegró de verme. Nos sentamos a conversar; le dije que la actitud de Johnny parecía estar cambiando y que no lograba entenderlo. En los últimos tiempos había estado un poco frío, y a veces me parecía que estaba abandonando la persecución, otras, sin embargo, parecía más decidido que nunca.

Abuelita encendió dos velas, pues ya teníamos encima el crepúsculo y mi conversación, como siempre, se había vuelto hacia la casa misma, cuando de pronto me sobresaltó un movimiento en la ventana. Tuve el tiempo justo para ver que una oscura forma se alejaba con presteza. ¡Alguien había estado mirándonos!

—Abuelita, hay alguien afuera —dije.

Abuelita se levantó con lentitud, pues ya no era ágil, y se dirigió a la puerta. Luego, volviéndose hacia mí, sacudió la cabeza.

—Allí no hay nadie —dijo.

—Pero alguien estaba mirándonos —insistí mientras la seguía hasta la puerta y atisbaba en las tinieblas—, ¿Quién está allí? —grité. No hubo respuesta—. ¿Quién pudo haber sido? ¿Quién pudo haber estado allí afuera espiándonos? ¿Y durante cuánto tiempo, me pregunto?

—Probablemente haya sido alguien que quería verme a solas —fue la cómoda explicación de abuelita—. Volverán… es decir, si realmente necesitan verme.

La inquieta sensación de haber sido espiada siguió acompañándome. No lograba disponerme a conversar, y como se estaba haciendo tarde, me di cuenta de que era tiempo de regresar al Abbas.

Di las buenas noches a abuelita y la dejé. Pero no cesaba de preguntarme quién había mirado por la ventana y decidido no entrar.

* * *

No tuve oportunidad de volver a ver a abuelita hasta que hube tomado mi decisión. Me decía que eso, en cierto modo, era bueno, pues la decisión tenía que ser mía. Debía tomarla con los ojos abiertos; tenía que sobrellevar yo misma toda la responsabilidad.

Judith había estado tediosa. Yo estaba descubriendo facetas de su carácter que hasta entonces no conocía. Tenía un genio violento que, cuando se manifestaba, era más vehemente aún por haber estado contenido. Yo conjeturaba que el futuro en aquella casa iba a ser muy tempestuoso. Judith no toleraría durante mucho tiempo más la presencia de Mellyora.

Y cuando Mellyora se marchase… ¿qué sería de mí?

Sin embargo, eso no era lo que me preocupaba en el futuro inmediato. Judith tenía una de sus jaquecas; debía cepillarle el cabello, masajearle la frente. A veces detestaba el olor del agua de colonia que ella empleaba. Siempre me recordaría mi vasallaje hacia esa mujer.

—Qué torpe eres, Carlee —dijo. Que usara mi apellido era signo de su irritación. Procuraba deliberadamente ofenderme porque ella estaba ofendida—. Me estás tirando del cabello. Eres una inútil, una inútil. A veces no sé por qué te empleo.

Aunque si lo pienso bien, no te contraté yo. Te encontraron para mí. ¿Qué soy yo en esta casa…? Yo trataba de tranquilizarla.

—Mi señora, no se siente usted bien. Quizá debería descansar.

Detestaba llamarla "mi señora". Si Mellyora hubiese sido mi señora, yo me habría jactado de mi amistad con Lady Saint Larston, pero para mí ella sería Mellyora, no mi señora.

Sin embargo, Mellyora jamás podría ser Lady Saint Larston mientras esa mujer viviera.

—No te quedes allí como una tonta. Trénzame el cabello. Y no tironees; ya te lo advertí antes.

Me quitó el cepillo, y al hacerlo, las púas me desgarraron la piel de un dedo, haciéndolo sangrar. Lo miré consternada mientras ella lanzaba el cepillo al otro lado de la habitación.

—¡Oh, sí que se te ha tratado brutalmente! —se mofó—. Y bien merecido lo tienes.

Tenía los ojos desencajados. Yo pensé: ¿acaso en pocos años Lady Saint Larston saldrá a bailar en el páramo cuando haya luna llena?

Aquellos Derrise estaban sentenciados… sentenciados a la demencia por un monstruo. Y Judith era uno de los sentenciados.

Esa noche me dominaba una rencorosa furia. Odiaba a quienes me humillaban, y Judith me estaba humillando. Me dijo que más me valía tener cuidado. Se desharía de mí. Escogería su propia doncella de compañía. Ahora era Lady Saint Larston y no había ninguna razón para que se le impusiese nada.

Le sugerí tomar uno de los polvos calmantes que el doctor Hilliard había recetado para ella, y con gran sorpresa mía, aceptó. Se lo di, y el efecto fue evidente en unos diez minutos. La tempestad estaba pasando; dócilmente me permitió llevarla a la cama.

Volví a mi cuarto, y aunque era tarde, peiné mi cabello al estilo español, poniéndome luego mi peineta y mi mantilla. Esto siempre me calmaba y se me había vuelto una costumbre. Con el cabello así solía recordar la fiesta, el baile con Kim y cómo él me había dicho que era fascinadora. En el fondo de mi mente encerraba un sueño: que Kim regresaba y me tenía cariño. Por algún milagro él era el dueño del Abbas; nos casábamos y vivíamos allí felices para siempre.

Mientras, sentada junto a la ventana, contemplaba el paisaje a la luz de la luna, sentía el deseo de ir hasta las piedras, pero estaba cansada. Tomé un libro para sosegarme leyendo, y me apoyé en la cama totalmente vestida, pues quería dejarme la peineta en el cabello; el leer nunca dejaba de consolarme; me recordaba lo lejos que había llegado, y que había logrado lo que casi todos habrían considerado imposible.

Seguí leyendo y leyendo, y era pasada la medianoche cuando oí ruido de pasos que se acercaban furtivos a mi aposento.

Salté de la cama y apagué mis velas. Me encontraba de pie tras la puerta cuando Johnny la abrió y entró.

Aquel era un Johnny diferente. Yo no sabía qué lo había cambiado; sólo sabía que jamás lo había visto así antes. Estaba tranquilo, serio, y había en él una extraña decisión.

—¿Qué quiere? —le pregunté.

Alzó un dedo advirtiéndome que callara.

—Salga o gritaré —le dije.

—Quiero hablarte. Necesito hablarte.

—Yo no deseo hablar.

—Tienes que escucharme. Tienes que darme apoyo. —No le entiendo…

Se me acercó, perdida ya toda su fiereza; era como un niño, implorándome, lo cual era extraño en Johnny.

—Me casaré contigo —dijo.

—¡Qué!

—Dije que me casaré contigo.

—¿Qué juego está jugando?

Tomándome por los hombros, me sacudió.

—Tú lo sabes —dijo—. Tú lo sabes. Es el precio que estoy dispuesto a pagar. Te digo que me casaré contigo.

—¿Y su familia?

—Hará un gran alboroto. Pero yo digo: al infierno con la familia. Me casaré contigo, lo prometo.

—No estoy segura de que yo me casaré con usted.

—Por supuesto, lo harás. Era lo que estabas esperando. Hablo en serio, Kerensa… nunca hablé más en serio en toda mi vida. No quiero casarme. Habrá problemas. Pero te digo que me casaré contigo.

—No es posible.

—Me iré a Plymouth…

—¿Cuándo?

—Esta noche. No… ya es de mañana. Hoy, entonces. Tomaré el primer tren. Partiré a las cinco. ¿Vendrás conmigo?

—¿Por qué esta repentina decisión?

—Tú lo sabes. ¿Por qué fingir?

—Creo que está loco.

—Siempre te deseé, y esta es la manera. ¿Vendrás conmigo?

—No confío en usted.

—Debemos confiar el uno en el otro. Me casaré contigo. Obtendré la licencia especial. Lo juro.

—¿Cómo sé que…?

—Mira. Tú sabes lo que ha ocurrido. Estaremos juntos. Una vez hecho, hecho estará. Me casaré contigo, Kerensa.

—Necesito tiempo para pensarlo.

—Te daré hasta las cuatro. Prepárate. A esa hora partiremos. Empacaré algunas cosas. Haz lo mismo tú. Entonces iremos en el coche liviano hasta la estación… a tiempo para tomar el tren.

—Esto es una locura —dije.

Me atrajo hacia sí, y no pude comprender su abrazo, en el que había deseo, pasión y tal vez odio. —Así lo quieres tú. Así lo quiero yo. Luego partió.

Me senté junto a la ventana. Pensé en la humillación sufrida esa misma noche. Pensé en la realización de mi sueño. Podía tornarse cierto tal como yo lo había soñado.

No estaba enamorada de Johnny, pero alguna sensualidad en él tocaba algo en mí. Yo estaba destinada a casarme y parir hijos… hijos que serían Saint Larston.

Ya el sueño se estaba volviendo más ambicioso. Justin y Judith no tenían hijos. Veía a mi hijo: Sir Justin. Yo, ¡madre del heredero del Abbas!

Cualquier cosa valía la pena por eso. Casarme con Johnny… cualquier cosa.

Me senté y escribí una carta a Mellyora; agregué otra, pidiéndole que la entregase a abuelita.

Estaba decidida.

Por eso partí en el tren de las cinco a Plymouth. Johnny cumplió su palabra, y poco después me convertí en la esposa de Johnny Saint Larston.

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