Se pueden olvidar los episodios desagradables de la vida durante días, semanas, meses tal vez, y luego ocurre algún incidente que los revive en toda su inquietante claridad. Yo era la clase de persona que buscaba excusas por mis pecados, que podía obligarme a ver las excusas como verdad. Me estaba volviendo cada vez más esa clase de persona. Pero la verdad es como un espectro que lo persigue a uno durante toda su vida, y que aparece repentinamente cuando uno está descuidado, para perturbarlo, para recordarle que no importa cuántas envolturas agradablemente coloreadas se pongan sobre la verdad, un solo ademán brusco puede arrancarlas en un instante.
Allí estaba yo, sentada a mi escritorio, planeando la cena festiva de esa noche. Vendrían los Fedder. Tenían negocios que discutir con Johnny. Aunque nada complacido, Johnny había tenido que invitarlos. Yo sabía muy bien que Johnny y los negocios no se avenían muy bien.
Era innegable el hecho de que los asuntos de la finca no eran tan hábilmente administrados como antes, cuando Justin estaba en el Abbas. Yo sabía que Johnny, si recibía cartas que le resultaban desagradables, las arrojaba en un cajón y procuraba olvidarse de ellas. Hubo quejas de diversas procedencias. Los agricultores decían que en la época de Sir Justin se había hecho esto y aquello, que ahora se descuidaba. Quedaban sin hacer reparaciones de cabañas que debían hacerse; y la circunstancia de que Johnny estuviese dispuesto a prometer cualquier cosa que le pidieran no ayudaba en nada, puesto que no tenía ninguna intención de cumplir sus promesas. Al principio había sido muy popular; ahora todos sabían que no podían confiar en él.
Dos años hacía desde la partida de Justin. Ahora estaba en Italia y pocas veces escribía. Yo siempre esperaba que un día llegase una carta para Mellyora, pidiéndole que se reuniera con él.
Cuando se ha perjudicado profundamente a alguien, los propios sentimientos hacia esa persona cambian. Había momentos en que casi odiaba a Mellyora; en realidad me odiaba a mí misma, pero como para una persona de mi carácter siempre es difícil hacer eso, la única salida es odiar a quien ha hecho que uno se odie a sí mismo. Cuando me dominaban esos estados de ánimo, procuraba ser más dulce con ella. Sería nodriza e institutriz de Carlyon hasta que éste tuviese edad para ir a la escuela, pero yo había insistido en que se la tratara como a un miembro de la familia, comiendo con nosotros y hasta viniendo a las cenas festivas; la gente la conocía como la señorita Martin, hija del difunto párroco, antes que como la institutriz y niñera del Abbas. Yo había enseñado a Carlyon a llamarla tía Mellyora. En ocasiones, poco era lo que yo no habría hecho por Mellyora.
Mellyora había cambiado; parecía mayor, estaba más silenciosa. Era extraño, pero a medida que yo me tornaba más llamativa ella parecía volverse más descolorida. Usaba su hermoso cabello» rubio en lisas trenzas alrededor de la cabeza; yo llevaba el mío enroscado en alto, primorosamente, para que no perdiera ni un poco de su belleza. Ella vestía de gris y de negro, que sentaban bien a su piel clara, pero tan modestos. Yo pocas veces usaba negro; no me sentaba bien, y cuando lo hacía, siempre me lo ponía con un toque de vivo color; escarlata o mi verde jade favorito. Tenía vestidos de noche de gasa escarlata y seda verde jade; a veces usaba lavanda y una combinación de azul oscuro dominado por rosado.
Ahora yo era la señora del Abbas; no había nadie que se interpusiese en mi camino, y en los dos años transcurridos desde la partida de Justin había estabilizado mi posición. El desafecto de Justin me había ayudado considerablemente. Casi estaba convencida de que Haggety y la señora Rolt olvidaban durante largos períodos que yo no había nacido ni me había criado para la función que desempeñaba tan perfectamente.
Lady Saint Larston había muerto tranquilamente el año anterior, mientras dormía, por lo cual había tenido lugar otro funeral en el Abbas. Pero ¡qué distinto fue del de Judith! Serena, silenciosa y convencionalmente, tal como había vivido su vida, la dejó la anciana dama.
Y desde su muerte, mi posición se había tornado más segura todavía.
Alguien llamó a la puerta.
—Entre —dije con el tono adecuado de autoridad, ni arrogante ni condescendiente, dando simplemente una orden con naturalidad. Entraron la señora Rolt y la señora Salt.
—Oh, señora, es por la cena de esta noche —dijo la señora Salt.
—Estuve pensando en ella —dije.
Las miré, consciente de mí misma: la blanca mano sobre la mesa, sosteniendo levemente el lapicero; mi anillo de bodas con la esmeralda cuadrada, el que era un anillo de Saint Larston y Lady Saint Larston me había dado después de partir Justin. Mis pies en blancas chinelas de cuero asomando bajo la falda de mi vestido de noche, que estaba adornado con cintas de raso; mi cabello en un rodete encima de la cabeza… simple y elegantemente ataviada con las ropas matinales de una gran dama.
—Una sopa clara para empezar, señora Salt. Después creo, lenguado con una salsa que dejaré a su criterio. Perdiz o pollo… y la carne asada. Debe ser una comida simple porque, según tengo entendido por la señora Fedder, la digestión está dando algunas molestias al señor Fedder.
—No es de extrañarse, señora —dijo la señora Rolt—. Es por todo lo que se dice acerca de la mina. Aunque no creo que los Fedder tengan mucho motivo para preocuparse… Colijo que deben de haber estado preparándose para este momento. Pero ¿sabe usted, señora, si es verdad que la mina cerrará?
—No he oído nada —repuse con calma, antes de volverme hacia la señora Salt—. Un soufflé, creo, y además torta de manzana con crema.
—Muy bien, señora —dijo la señora Salt.
—Y Haggety estaba pensando en los vinos, señora —intervino la señora Rolt.
—Debe ver al señor Saint Larston con respecto a los vinos —repliqué.
—Bueno, señora, es que… —empezó a decir la señora Rolt.
Incliné la cabeza. Esta era una de esas mañanas en que ambas se estaban volviendo demasiado parlanchinas. En casi todas las ocasiones yo podía someterlas completamente.
Con altanería incliné la cabeza y tomé mi lapicero. Ellas cambiaron miradas, y salieron murmurando:
—¡Gracias, señora!
Las oí hablar en voz baja, cuchicheando al cerrarse la puerta. Arrugué el entrecejo. Era como si sus dedos inquisitivos hubiesen abierto la puerta de una alacena que yo prefería mantener cerrada. ¿Era lo que Johnny había dicho una vez sobre esqueletos en alacenas? ¿Los de Justin y Mellyora? En fin, yo estaba dispuesta a admitir que también tenía mis esqueletos.
Procuré alejar el recuerdo de aquellos dos antiguos rostros maliciosos, mientras tomaba mi lapicero y empezaba a revisar las cuentas del mes anterior, que Haggety había puesto sobre mi escritorio pocos días atrás, de acuerdo con mis órdenes.
De nuevo llamaron a la puerta.
—¡Entre!
Esta vez era Haggety en persona.
¡Malditos recuerdos! Pensé en su pie tocando el mío bajo la mesa. Aquella lucecita en su mirada que significaba: "Debemos entendernos mutuamente. Rindo homenaje verbal a la señora Rolt, pero eres tú la que me gusta en realidad."
Cuando recordaba lo odiaba; y debía obligarme a considerarlo simplemente como el mayordomo, muy eficiente si se cerraban los ojos a sus defectos: demasiadas libertades con las criadas, ciertos sobornos de los proveedores, un pequeño ajuste de cuentas para que saliesen en su favor. La clase de fallas que se podrían tener con cualquier mayordomo.
—¿Y bien Haggety? —Seguí escribiendo, tan sólo porque había recordado.
—Ejem, señora… ejem… —tosió él.
Entonces tuve que alzar la vista. En su rostro no había insolencia, tan sólo turbación. Aguardé pacientemente. —Se trata del vino, señora.
—Para esta noche, sí. Debe usted ver al señor Saint
Larston a ese respecto.,
—Ejem… señora. Es que tendremos apenas lo suficiente para esta noche y después…
Lo miré con asombro.
—¿Por qué no se ha ocupado usted de que la bodega esté bien provista?
—Señora. El mercader, señora… reclama el pago.
Sentí un leve rubor en las mejillas.
—Esto es extraordinario —dije.
—No, señora. Hay una cuantiosa suma pendiente… y…
—Mejor será que me deje ver la cuenta, Haggety.
Una sonrisa de alivio pasó por su cara.
—Bien, señora, he anticipado ese pedido, podría decirse. Aquí está… Si la paga usted, señora, no habrá problemas, se lo aseguro.
Sin mirar el estado de cuentas que me ofrecía, dije:
—Semejante trato es muy irrespetuoso. Tal vez deberíamos cambiar de vinero.
Haggety buscó a tientas y sacó otra cuenta.
—Pues, señora, podría decirse que tenemos dos… y con ambos la situación es la misma.
En el Abbas, siempre había sido tradición que las cuentas de vinos fuesen cosa del hombre de la casa. Aunque yo me ocupaba de otros gastos, desde la partida de Justin la bodega había sido una cuestión entre Haggety y Johnny.
—Veré que esto tenga la inmediata atención del señor Saint Larston —dije y agregué—: No creo que quede complacido con estos mercaderes. Tal vez sea necesario encontrar otros. Pero, por supuesto, no se debe permitir que las bodegas queden vacías. Debió usted sacar a luz este asunto antes. Haggety frunció la cara como si estuviera por llorar. —Señora, se lo dije al señor Johnny… al señor Saint Larston… casi una docena de veces.
—Está bien, Haggety, comprendo. Se le fue de la memoria. Ya veo que no tiene usted la culpa.
Cuando Haggety salió, miré de inmediato las cuentas de los vineros. Con horror vi que entre los dos debíamos unas quinientas libras.
¡Quinientas libras! Con razón se negaban a suministrarnos más hasta que pagásemos. ¿Cómo podía Johnny haber sido tan descuidado?
Un súbito temor me había dominado. ¿Qué estaba haciendo Johnny con el dinero que venía de la propiedad? Yo tenía mi asignación, con la cual saldaba cuentas domésticas y compraba lo que me hacía falta. ¿Por qué iba Johnny con tanta frecuencia a Plymouth… con mucha más frecuencia que antes Sir Justin? ¿Por qué había quejas continuas acerca de la finca?
Era tiempo de que yo hablase con Johnny.
Aquél fue un día intranquilo.
Guardé cuidadosamente las cuentas de vinos, pero no pude olvidarlas. Esas cifras no cesaban de bailar ante mis ojos; pensé en mi vida con Johnny.
¿Qué sabíamos el uno del otro? Él seguía admirándome; yo aún le atraía, no con el mismo ardor apasionado que al comienzo, no con ese abandono que le había hecho arriesgar el desagrado de su familia para hacerme su esposa; pero allí había pasión física. Johnny seguía encontrándome diferente de otras mujeres. Me lo decía una y otra vez. ¿Qué otras mujeres?, pregunté uña vez, pensando qué otras mujeres había en la vida de Johnny. "Todas las otras mujeres del mundo", repuso él. Y yo no estaba tan interesada en la cuestión como para insistir. Siempre me sentía obligada a retribuir a Johnny por mi posición, la realización de un sueño, todo lo que él me había dado. Y sobre todo me había dado a Carlyon, mi hijo bendito, que gracias a Johnny era un Saint Larston y algún día podría ser Sir Carlyon. Por esto debía yo estar agradecida. Siempre recordaba esto y procuraba retribuirle siendo la clase de esposa que él necesitaba. Creía serlo. Compartía su lecho; administraba su casa; era un crédito para él cuando la gente podía olvidar mis orígenes, que eran como una sombra, visible algunos días, cuando el brillante sol la descubría, pero con frecuencia oculta y olvidada. Yo nunca le hacía preguntas acerca de su vida. Sospechaba que tal vez hubiese otras mujeres. Los Saint Larston (con la excepción de suponiendo que Mellyora estaría preparándolo para salir, y pensando que iríamos juntos.
Cuando estaba con Carlyon, yo podía dejar de lado todo inquietante temor. Abrí de un tirón la puerta del cuarto de juegos: estaba vacío. Estando viva la anciana Lady Saint Larston, yo había hecho redecorar los cuartos infantiles, y ella y yo nos habíamos hecho muy amigas mientras tenía lugar esa operación. Juntas habíamos elegido el empapelado; un empapelado maravilloso, azul y blanco, con el dibujo del sauce repetido una y otra vez. Todo era blanco y azul; un diseño blanco sobre cortinas azules, una alfombra azul.. El cuarto estaba lleno de sol, pero no se veían señales dé Carlyon ni de Mellyora.
—¿Dónde están?—llamé.
Mis ojos se dirigieron al asiento de la ventana, donde estaba apoyado Nelly. Nunca podía ver ese objeto sin sufrir una fuerte impresión. Había dicho a Carlyon: "Este es un juguete de niñito pequeño. ¿Quieres guardarlo? Vamos a buscar algunos juguetes para niños grandes." Él me lo había quitado con firmeza, fruncida de pesar la cara. Imaginaba, creo, que el objeto podía oír mis palabras y ofenderse.
"Es Nelly", dijo con dignidad, y abriendo la puerta de un armario lo puso adentro, como si temiese por su seguridad.
En ese momento lo levanté. Mellyora había remendado pulcramente la tela desgarrada, pero era tan visible como una cicatriz. Si ella hubiese sabido…
Aquella mañana era desagradable, porque demasiadas cosas que debían olvidarse volvían para mirarme con mueca burlona.
Volví a poner a Nelly en el asiento de la ventana y abrí la puerta que comunicaba con la pieza contigua, donde Carlyon comía. Al hacerlo me vi frente a frente con Mellyora.
—¿Lo has visto? —preguntó, y advertí cuan ansiosa estaba.
—¿Qué?
—Carlyon… ¿Está contigo?
—No.
—Entonces, ¿dónde…?
Nos miramos con fijeza, consternadas. Percibí ese sentimiento de angustia, aturdimiento y desesperación que podía causarme la idea de que cualquier daño afectase a Carlyon.
—Creí que estaría contigo —insistió ella.
—Quieres decir que… no está aquí.
—Hace diez minutos que lo busco.
—¿Cuánto hace que lo echaste de menos?
—Lo dejé aquí… después del desayuno. Estaba dibujando a su caballito…
—Tenemos que encontrarlo —ordené—. Debe de estar aquí, en alguna parte.
Bruscamente pasé junto a ella. Quería acusarla, reconvenirla por su descuido. Eso se debía a que el elefante de juguete en la ventana me había recordado vívidamente cuánto la había perjudicado yo a ella.
—Carlyon, ¿dónde estás? —llamé con aspereza.
Ella se sumó a mí; pronto comprobamos que no estaba en ninguna parte de los cuartos infantiles.
Ahora el miedo espantoso, angustiante, era una certeza. Carlyon se había perdido. No tardé en tener a todos los ocupantes de la casa buscándolo. Era necesario registrar cada recoveco del Abbas, interrogar a cada sirviente. Pero yo no estaba convencida de que ellos buscarían adecuadamente. Debía buscar yo misma; por eso recorrí toda la casa… recorrí cada aposento llamando a mi hijo para que saliese si estaba oculto, implorándole que no me asustara más.
Pensé en todas las cosas que podían haberle hecho daño. Lo imaginé pisoteado hasta morir por caballos al galope, secuestrado por gitanos, cogido en una trampa… estropeado como lo había sido el pobre Joe. Y allí estaba yo, en la parte antigua de la casa, donde las monjas habían vivido, meditado y orado; me parecía sentir que la desesperación me vencía y que estaba sola con mi congoja. Tuve entonces la horrible sospecha de que mi hijo había sufrido algún daño. Fue como si el espíritu de la monja estuviese a mi lado, como si ella se identificase conmigo, como si su pena fuese la mía; y entonces supe que, si perdía a mi hijo, sería como estar emparedada por un dolor que sería tan perdurable como los muros de piedra.
Me esforcé por alejar de mí el maligno hechizo que parecía envolverme.
—No —clamé en voz alta—. Carlyon, hijo mío… ¿Dónde estás? ¡Sal de tu escondite y deja ya de asustarme!
Al salir corriendo de la casa me encontré con Mellyora, y la miré esperanzada, pero ella sacudió la cabeza diciendo:
—No está en la casa.
Empezamos a explorar los alrededores gritando su nombre. Cerca de los establos vi a Polore.
—¿Está perdido el pequeño amo? —preguntó.
—¿Lo ha visto? —inquirí a mi vez.
—Hace más o menos una hora, señora. Me estuvo hablando sobre su caballito. Se enfermó por la noche y yo se lo estaba diciendo.
—¿Estaba preocupado?
—Pues, señora, él siempre tuvo cariño a ese caballito. Le habló, le dijo que no se inquietara, que pronto mejoraría. Luego regresó a la casa, lo vi.
—¿Y desde entonces no lo ha visto?
—No, señora. Desde entonces no lo he visto.
Ordené que todos tomaran parte en la búsqueda. Se debía abandonar todo. Era necesario encontrar a mi hijo. Habíamos establecido que no se hallaba en la casa; no podía estar lejos, ya que Polore lo había visto en los establos tan sólo una hora atrás.
No puedo explicar todo lo que sufrí durante la búsqueda. Una y otra vez surgieron esperanzas y quedaron rotas. Tenía la sensación de vivir años de tormento. Culpaba a Mellyora. ¿Acaso no debía cuidarlo ella? "Si algo le ha sucedido", pensé, "habré pagado con creces todo lo que le hice a Mellyora."
Ella estaba pálida y desolada; no la había visto tan desdichada desde que se fuera Justin. Recordando que ella amaba a Carlyon, me pareció que mi dolor sería siempre suyo. Compartíamos nuestros pesares… salvo en una sola ocasión, cuando ella perdió y yo gané.
Al ver que Johnny entraba a caballo en el establo, lo llamé.
—¿Qué demonios…? —empezó él. —Carlyon se ha perdido.
—¡Que se ha perdido! ¿Dónde?
—Si lo supiéramos, no estaría perdido —repliqué. Tan grande era mi pesar, que debí darle cauce parcial en ira. Me temblaban los labios sin que pudiera controlarlos—. Estoy asustada —dije.
—Estará jugando en alguna parte.
—Hemos registrado la casa y los alrededores… —repuse.
—Miré a mi alrededor desesperada; entonces divisé el reflejo del sol sobre las Vírgenes.
Entonces fui presa de un súbito temor. Pocos días atrás yo le había mostrado las piedras, que le habían fascinado. "No te acerques a la, vieja mina, Carlyon, prométemelo." Él lo había prometido sin vacilar, y no era propenso a faltar a su palabra. Pero y si mis palabras mismas habían despertado en él alguna curiosidad, si había quedado tan fascinado que no pudo resistir la tentación de observar la mina, si había olvidado su promesa… Después de todo, aún era muy pequeño. Volviéndome hacia Johnny, le apreté un brazo diciendo:
—Johnny, y si fue a la mina…
Jamás había visto tan asustado a Johnny; sentí afecto hacia él. En algunas ocasiones le había reprochado su falta de interés en nuestro hijo. "Dios santo", pensé. "Tiene tanto miedo como yo."
—No —dijo Johnny—. No.
—Pero si lo hizo…
—Allí hay un aviso…
—No sabría leerlo. O si lo hizo, puede haber hecho que quisiera explorar.
Nos miramos con fijeza, desesperados. Luego dije:
—Tendremos que averiguarlo. Tendrán que bajar.
—¡Bajar a la mina! ¿Estás loca… Kerensa?
—Pero él puede estar allí…
—Es una locura.
—En este momento mismo puede estar yaciendo allí, herido…
—Una caída semejante lo mataría.
—¡Johnny!
—Es una idea descabellada. Él no está allí. No hay tiempo que perder. Está en la casa… Está…
—Tenemos que explorar la mina. No hay tiempo que perder. Ya… ya.
—¡Kerensa!
Lo aparté con violencia y eché a correr hacia los establos. Llamaría a Polore y algunos hombres más. Debían prepararse sin demora. Este nuevo terror me obsesionaba. Carlyon se había caído por el pozo de la vieja mina. Imaginé su miedo si estaba consciente; el horror de que no lo estuviese.
—¡Polore! —llamé—, ¡Polore!
Entonces oí ruido de cascos, y mi cuñada Essie entró a caballo en el establo. Casi ni la miré. No tenía tiempo para ello en una ocasión semejante. Pero ella me gritaba:
—Oh, Kerensa, Joe me pidió que viniese a avisarte sin demora, porque estarías preocupada. Carlyon está con su tío…
Casi me desmayé de alivio. Essie continuó:
—Llegó hace quince minutos. Dijo algo de que su caballito necesitaba a Joe. Joe me dijo que viniese enseguida y te dijese dónde está él. Dijo que tú estarías a punto de morirte de preocupación.
Johnny estaba de pie a mi lado.
—Oh, Johnny —exclamé, pues vi que él estaba tan contento como yo.
Entonces me eché en sus brazos y nos abrazamos. Jamás me había sentido tan cerca de mi marido.
* * *
Una hora más tarde, Joe llevó a Carlyon de vuelta al Abbas. Carlyon iba con Joe, de pie en el coche liviano; Joe le había permitido sujetar las riendas con él, de modo que Carlyon creía que él mismo conducía el coche. Pocas veces lo había visto yo tan feliz.
También Joe estaba feliz. Amaba a los niños y anhelaba un hijo propio; hasta el momento no había señales de que Essie le fuese a dar uno.
—¡Mamá! —llamó Carlyon tan pronto como me vio— Tío Joe vino a curar a Carpony.
Carpony llamaba a él a su caballito, un nombre derivado de "pony de Carlyon". Encontraba su propio nombre especial para todo lo que él amaba.
Inmóvil junto al coche yo lo miraba, lleno mi corazón de gratitud por verlo vivo, sano. Casi no podía contener las lágrimas. Joe, que advirtió mi emoción, dijo con suavidad:
—Envié a Essie tan pronto como él llegó, sabiendo cómo te sentirías.
—Gracias, Joe —repuse con vivacidad.
—Es un verdadero hombrecito… ya conduce mi coche ¿qué harás después?
—Ya conduzco el coche —repitió Carlyon, muy contento—. ¿Irás ahora a curar a Carpony, tío Joe?
—Sí, me parece que más vale que vayamos a ver cómo está ese buen caballito.
—Pronto lo curaremos, ¿eh, tío Joe? —insistió Carlyon.
—De eso me parece que podemos estar bastante seguros.
Entre ellos había una camaradería que me inquietó. No me había propuesto que el futuro Sir Carlyon se hiciese demasiado amigo del veterinario. Era cierto que debía reconocerlo como tío suyo, pero no debía haber demasiados encuentros. Si Joe hubiese sido el médico, habría sido distinto.
Levantando a Carlyon del coche, le dije:
—Cariño mío, otra vez no te vayas sin decírnoslo antes.
La felicidad se apagó en su rostro. Sin duda Joe le habría dicho cuan preocupada debía de estar yo. Echándome los brazos al cuello dijo con suavidad:
—La próxima vez lo diré.
¡Qué adorable era! Me hacía daño verlo tan amigo de Joe, y sin embargo, al mismo tiempo me complacía. Este era mi propio hermano, que antes había sido muy querido para mí… y todavía lo era, pese a haberme desilusionado.
Miré a Joe, que entró en el establo. Su cojera siempre me ablandaba con respecto a él; me recordaba siempre aquella noche en que Kim lo había llevado a la cabaña; no sé por qué, me dolía el corazón… pero no por el pasado. ¿Cómo podía yo, que tanto éxito tenía, querer volver ahora allá? Pero tenía una sensación de anhelo por saber qué estaba haciendo ahora Kim.
Joe examinó al caballito. Luego se rascó la cabeza, pensativo.
—No le pasa nada grave, me parece.
—No le pasa nada grave, me parece también —repitió Carlyon, rascándose la cabeza.
—Nada que no podamos arreglar, en mi opinión.
Carlyon sonrió. No tenía ojos más que para su maravilloso tío Joe.
* * *
La cena festiva de esa noche no fue ningún éxito. Durante el día yo no había tenido oportunidad de hablar con Johnny acerca de las cuentas por vinos, y durante la cena las recordé.
Los Fedder no eran una pareja muy interesante. James Fedder tenía casi sesenta años; su esposa, algunos menos. Yo no tenía nada en común con ella.
Mellyora cenó con nosotros, aunque yo no había invitado a otro hombre para que fuésemos un número redondo, ya que los Fedder estaban en nuestra casa porque James quería hablar de negocios con Johnny. Después de la cena, se dejaría a los hombres conversando a la mesa mientras bebían oporto.
Me alegré cuando Mellyora, la señora Fedder y yo pudimos retirarnos al salón, aunque la velada me resultó muy aburrida y quedé más satisfecha todavía cuando llegó la hora de marcharse para los Fedder.
Había sido un día agotador; primero la sorpresa por las cuentas, luego la fuga de Carlyon, y después de eso una cena festiva que no fue para nada estimulante.
En nuestro dormitorio, decidí abordar el tema de las cuentas con mi marido. Pensé que se lo veía cansado, pero la cuestión ya no se podía postergar; era demasiado importante.
—Haggety me inquietó, Johnny —empecé diciendo—. Hoy me mostró dos cuentas vencidas de dineros. Dice que no nos abastecerán más de vino hasta que se las paguemos. Es… es insultante.
Johnny se encogió de hombros y bostezó, fingiendo una indiferencia que, según sospeché, no sentía.
—Mi querida Kerensa, personas como nosotros no se creen obligadas a pagar cuentas tan pronto como se las presentan.
—¿Entonces las personas como tú tienen la costumbre de que los comerciantes se nieguen a abastecerlas?
—Estás exagerando.
—Lo supe directamente por Haggety. Cosas como esta no sucedían cuando Justin estaba aquí.
—Cuando Justin estaba aquí, sucedían toda clase de cosas que ya no suceden. Por ejemplo, las esposas morían cayendo misteriosamente por las escaleras.
Estaba cambiando el tema de discusión; tal como a mí me gustaba justificarme cuando me sentía culpable, a él también.
—Hay que pagar las cuentas, Johnny.
—¿Con qué? —Con dinero.
Volvió a encogerse de hombros.
—Encuéntralo y yo pagaré las cuentas.
—No podemos agasajar a nuestros invitados si no podemos ofrecerles vino para beber.
—Haggety tendrá que encontrar alguien que quiera abastecernos.
—¿Y acumular más cuentas? —Tienes mentalidad de cabaña, Kerensa.
—Me alegro, si eso significa que pago mis deudas.
—Oh, no me hables de dinero.
—Johnny, dímelo francamente, ¿estamos en dificultades… en dificultades financieras?
—Siempre hay problemas de dinero.
—¿Los hay? ¿Los hubo en la época de Justin?
—En la época de Justin todo estaba perfectamente ordenado. Era tan ingenioso en todos los aspectos… hasta que su ingenio le costó caro.
—Johnny, quiero saberlo todo.
—Saberlo todo es perdonar —citó él con ligereza.
—¿Estamos escasos de dinero?
—En efecto.
——¿Y qué estás haciendo tú al respecto?
—Esperar y rezar por un milagro.
—Johnny, ¿es muy grave la situación?
—No lo sé, pero saldremos del paso, como siempre.
—Debo estudiar contigo estas cuestiones… pronto.
—¿Pronto? —repitió él. Súbitamente se me ocurrió algo.
—¿No habrás estado pidiendo dinero a James Fedder? —Justamente al revés, mi dulce esposa. Fedder está buscando un amigo bondadoso que venga en su ayuda. Esta noche se equivocó al elegir.
—¿Quería que le prestaras dinero? —pregunté; Johnny asintió—. ¿Y qué le dijiste?
—Oh, le di un cheque en blanco y le dije que usara lo que quisiera. En el banco había tanto que yo no echaría de menos algunos miles.
—Johnny… en serio.
—En serio, Kerensa, le dije que me hallaba en mala situación. De todos modos, la mina Fedder se está quedando agotada. Es inútil tratar de apuntalar las cosas.
—La mina. ¡Por supuesto, la mina! —repetí; él me miró extrañado—. Sé que no nos gustará, pero es el único modo… y si hay estaño allí, como dicen algunas personas…
Tenía los labios apretados, los ojos llameantes.
—¿Qué estás diciendo? —inquirió.
—Pero si es el único modo… —empecé.
Me interrumpió diciendo, en voz tan baja que apenas pude oír:
—Tú… tú… sugieres semejante cosa. ¿Qué te crees? —Tomándome por el hombro me sacudió bruscamente—, ¿Quién eres tú… para creer que puedes gobernar el Abbas?
Tan cruel era su mirada en ese momento, que me convencí de que me odiaba.
—¡Abrir la mina! —continuó—. Cuando sabes tan bien como yo que…
Alzó una mano; tan furioso estaba, que creí que me iba a golpear. Después se apartó bruscamente. Se quedó acostado a un lado de la cama; yo al otro.
Sé que no durmió hasta la madrugada. Había sido un día extraño, inquietante, cuyos acontecimientos no abandonarían mis pensamientos. Vi a la señora Rolt y la señora Salt de pie ante mí; vi a Haggety con las cuentas de los vineros; a Carlyon junto a Joe, sujetando las riendas del caballo de Joe en sus queridos dedos regordetes; y vi a Johnny con la cara blanca de ira.
"Un mal día", pensé. Fantasmas que se agitaban; alacenas que se abrían y revelaban viejos esqueletos que era mejor olvidar.
* * *
Desde entonces mis días fueron inquietos. Mi atención se centró en Johnny porque repentinamente había comprendido que no era una persona apta para administrar la propiedad, y que su mala administración podía tener efectos en el futuro de Carlyon.
Sabía poco de asuntos financieros, pero sí sabía con qué facilidad las personas ineficaces podían verse en problemas. Fui a ver a abuelita, llevándome a Carlyon. Cuando supo adónde íbamos, mi hijo quedó encantado. Yo misma conducía el pequeño coche que usaba para esos viajes cortos, y Carlyon, de pie delante de mí sujetaba las riendas como lo hiciera con Joe. Mientras tanto, parloteaba sobre su tío Joe. Tío Joe dice que los caballos tienen sentimientos, igual que la gente. Tío Joe dice que todos los animales saben lo que uno está diciendo, por eso hay que tener cuidado de no ofenderlos. Tío Joe dice…
Debí haber estado complacida de haberle dado un tío a quien él tanto admiraba.
Essie salió a recibirnos; como siempre, un poco tímida en nuestra compañía. Nos llevó al cuarto de abuelita, que estaba en cama; no era uno de sus días buenos, me dijo Essie.
Tenía la negra cabellera peinada en dos trenzas y se la veía más vieja; siempre había parecido fuera de lugar en casa de los Pollent, aunque yo sabía que Essie había hecho todo lo posible para que se sintiera bien acogida y cómoda. Esa habitación con pulcras cortinas de algodón y cobertor almidonado no era del estilo de abuelita; había en ella un aire de resignación, tal como —pensé con alarma— si hubiese venido aquí a esperar el final.
Carlyon trepó a la cama para hablarle, y ella le habló durante unos minutos. Carlyon se quedó pasivamente en sus brazos, mirándole los labios con cierta concentración, pero yo sabía que ansiaba estar con Joe. Essie había avisado a Joe que estábamos allí, y cuando mi hermano entró, Carlyon se bajó de la cama y se precipitó hacia él. Joe lo levantó en sus brazos y lo alzó sobre la cabeza.
—Así que viniste a echarme una mano, ¿verdad?
—Sí, tío loe, vine a echarte una mano.
—Pues debo ir a casa del agricultor Pengaster esta mañana. Uno de sus caballos está enfermo. Creo que sólo le hará falta un mosto de salvado, ¿qué opinas tú, socio? Carlyon ladeó la cabeza.
—Sí, opino también que sólo le hará falta un mosto de salvado, socio.
—Pues oye, qué te parece si vienes conmigo y le echas una ojeada. Pediría a tu tía Essie que nos envuelva un pastel de carne por si acaso sentimos hambre.
Carlyon se había metido las manos en los bolsillos; estaba de pie con el peso apoyado en una pierna, como hacía Joe; encorvó los hombros, lo cual, yo lo sabía, era un signo de alegría.
Joe me miraba con los ojos iluminados de placer. Sólo una cosa podía yo decir.
—Entonces lo traerás de vuelta esta tarde, Joe. Mi hermano asintió con la cabeza. —Creo que nuestro recorrido nos llevará por allí. Tengo que visitar los establos del Abbas… De pronto Carlyon rió.
—Mejor será que partamos, socio —dijo—. Habrá mucho trabajo esta mañana.
Cuando ellos se marcharon, acompañados por Essie que iba a envolver los pasteles, abuelita me dijo riendo:
—Es bueno verlos juntos… Pero tú no lo crees así, preciosa. Ahora tu hermano no vale lo suficiente para ti.
—No, abuelita, eso no es cierto…
—No te gusta ver al pequeño haciendo de veterinario, ¿verdad? ¡Y Joe tan contento de recibirlo, y él tan contento de estar con Joe! Confío en que algún día Joe tenga un hijo, pero hasta entonces, preciosa, no le regatees una pequeña participación en el tuyo. Recuerda cómo solías querer a tu hermano. Recuerda cómo ibas a conseguir todo lo mejor para él, tanto como para ti misma. Naciste para amar, mi pequeña Kerensa; lo haces con toda tu alma y vida. Y es bueno hacer lo que haces con todas tus fuerzas, porque entonces lo haces bien. Y el niño es digno de tu devoción, pero no intentes forzarlo, niña. No hagas eso.
—Jamás lo forzaría a hacer nada.
Puso su mano sobre la mía mientras continuaba:
—Tú y yo nos entendemos, nieta. Conozco tu mente porque funciona igual que la mía. Estás inquieta. Viniste a hablarme al respecto…
—Vine a verte, abuelita. ¿Eres feliz aquí?
—Mis huesos son viejos. Crujen, preciosa. Cuando me agacho a juntar mis hierbas siento las coyunturas rígidas. Ya no soy joven. Me dicen que estoy demasiado vieja para vivir sola. Mi vida ha terminado; ahora tengo suerte de tener una cama cómoda donde reposar mis viejos huesos mientras aguardo.
—No hables así, abuelita.
—De nada sirve cerrar los ojos a la verdad. Dime, ¿qué te trajo aquí a conversar con tu vieja abuelita?
—Se trata de Johnny…
—¡Ah! —exclamó, y una nube pareció cubrirle los ojos. Eso ocurría con frecuencia cuando yo hablaba de mi matrimonio, que para ella era un tema penoso. Le regocijaba que mi sueño se hubiese hecho realidad, que yo fuese ama del Abbas, pero yo intuía que deseaba que esto hubiese podido ocurrir por algún otro medio.
—Temo que esté gastando dinero… dinero que debería ser de Carlyon.
—No mires demasiado adelante, preciosa. Está el otro…
—Justin… De su parte no hay peligro… por un tiempo.
—¿Cómo puedes saberlo con certeza? Podría decidir casarse.
—Si pensara en casarse ya lo habría dicho. Pocas veces escribe a Mellyora, y cuando lo hace, nunca menciona el matrimonio.
—Lo lamento por la hija del párroco, fue buena contigo —Aunque abuelita me miraba, no pude sostenerle la mirada. Ni siquiera a ella le había dicho lo que yo había hecho aquel día, cuando encontré a Judith al pie de la escalera.
—¿Y tú y Johnny? —preguntó—. ¿Hay alejamiento entre ustedes?
—A veces pienso que no sé mucho sobre Johnny.
—Pocos somos los que podemos ver hondo en el corazón de otros, por cercanos que estemos.
Me pregunté si ella conocería mi secreto, si esos poderes suyos especiales lo habrían revelado. Rápidamente inquirí:
—Abuelita, ¿qué debo hacer? Tengo que impedirle que gaste dinero. Tengo que salvar la herencia de Carlyon.
—¿Podrás imponerle tu voluntad, Kerensa? —No estoy segura.
—¡Ah! —exclamó lanzando un prolongado suspiro—. Estoy inquieta por ti, Kerensa. A veces me despierto en esta habitación mía, y todo parece tan extraño de noche, y me siento inquieta por ti. Pienso en ese matrimonio tuyo… Dime una cosa, Kerensa, si pudieras volver atrás… si pudieras ser de nuevo doncella y tuvieras la posibilidad de elegir, ¿qué elegirías? ¿Soltera y abriéndote paso en el mundo, como institutriz o dama de compañía… porque tenías la educación necesaria para serlo… y libertad, o el Abbas y el matrimonio que fue necesario para eso?
Me volví hacia ella con asombro. ¡Renunciar al Abbas, a mi posición, mi orgullo, mi dignidad… mi hijo! ¡Y en aras de ser una criada de alta categoría en la casa de otros! No hacía falta pensar mi respuesta. Mi matrimonio no era todo lo que se espera de un matrimonio; Johnny no era ningún marido ideal y yo no estaba enamorada de él, ni lo había estado jamás, pero no tuve que reflexionar ni un solo instante.
—Cuando me casé con Johnny tomé la decisión correcta —dije y agregué—: para mí.
Una lenta sonrisa asomó los labios de abuelita al responder:
—Ahora estoy contenta. No me inquietaré más por ti, preciosa. ¿Por qué dudé? Supiste lo que querías desde que eras pequeñita. ¿Y este nuevo problema? No te preocupes tanto. Todo irá bien, ya verás. Harás que el señor Johnny Saint Larston baile a tu música.
Después de aquella conversación con abuelita me sentí mejor. Emprendí sola el regreso al Abbas, diciéndome que insistiría en que Johnny compartiera conmigo las cargas de la propiedad. Descubriría cuan profundamente endeudados estábamos. En cuanto a la leve irritación por el interés de Carlyon en Joe y su labor, todos los niños tenían esos entusiasmos; ya crecería y lo olvidaría cuando se marchase para ir a la escuela y de allí a la Universidad.
* * *
No fue fácil sujetar a Johnny. Cuando trataba de discutir negocios con él, se ponía impertinente; y sin embargo intuí al mismo tiempo cierta falta de soltura en su actitud y supe que en lo profundo de su ser estaba preocupado.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó—. ¿Agitar tu vara de bruja?
Le contesté que me gustaría saber cuál era exactamente la situación, y que tal vez pudiéramos buscar consejo.
—No es consejo lo que necesitamos, dulce esposa mía, sino dinero.
—Quizá podamos reducir los gastos.
—Brillante idea. Empieza tú…
—Empezaremos los dos. Veamos si podemos hallar medios para ahorrar.
—¡Qué mujercita mañosa! —dijo, apoyando las manos en mis hombros; luego arrugó el entrecejo—. Sé más mañosa todavía, amor mío, y no metas la nariz en mis asuntos.
—Pero, Johnny… soy tu esposa.
—Una posición que obtuviste mediante soborno y corrupción.
—¿Qué dices?
Lanzó una carcajada al replicar:
—Me diviertes, Kerensa. Nunca vi alguien tan capaz de representar un papel. Ahora eres la gran señora del feudo. Ni siquiera mi madre tuvo tanto aire de gran dama. Tal vez deberías estar en la Corte… aquí en Saint Larston somos demasiado simples para ti.
—¿No podemos hablar en serio?
—Es lo que quiero hacer. Por eso te pido que no te entrometas.
—Johnny, si existe un modo lo encontraré. Hay que pensar en el futuro de Carlyon.
Entonces me sacudió diciendo:
—Te lo advierto, Kerensa. No quiero tu consejo, no quiero tu ayuda.
—Pero esto nos concierne a los dos…
Me apartó con fuerza y se marchó furioso.
Tuve la incómoda sensación de que no sólo la falta de dinero preocupaba a Johnny. No quería confiar en mí; a veces me daba la impresión de que me odiaba, pero yo estaba decidida a averiguar qué pasaba.
Algunas tardes se iba a Plymouth y no volvía hasta entrada la noche. ¿Otra mujer? Tuve la repentina sospecha de que era ella quien lo estaba arruinando; no me importaba por mí, pero me preocupaba por Carlyon.
Johnny era un hombre descuidado; a veces olvidaba cerrar con llave su escritorio.
Me dije que todo lo que yo hacía era por Carlyon, y aunque no me gustaba revisar sus papeles privados, estaba dispuesta a hacerlo por el bien de mi hijo.
La mañana en que Johnny dejó su escritorio sin llave, me enteré de lo que quería saber.
Johnny estaba jugando. Eso explicaba sus visitas a Plymouth. Se hallaba sumamente endeudado y la mayoría de sus obligaciones a pagar eran deudas de juego.
Yo pondría fin a esto.
Johnny no estaba en casa. Supuse que estaría en el club de juego de Plymouth, ya que había partido esa tarde. Estaba encolerizada con él. Lo había atacado con furia, diciéndole que sabía lo que él estaba haciendo, preguntándole si había tenido la loca idea de ganar una fortuna. Advertí que eso era exactamente lo que esperaba. Y nada podía hacer yo para impedírselo. Mellyora y yo cenamos juntas, a solas. Ella sabía que yo estaba preocupada, ya que siempre había podido intuir mis estados de ánimo, y conjeturó que mis ansiedades se relacionaban con la propiedad.
—Las cosas han ido mal desde… —comenzó. No le contesté; jamás soportaba que ella se refiriese a Justin. Guardó silencio, con los ojos bajos; supe que estaba pensando en todo lo que podía haber sido. ¿Se veía, como la veía yo, sentada a esa mesa, con Justin sonriéndole, un Justin feliz, satisfecho en su matrimonio? ¿Pensaba acaso en el hijo… el futuro Sir Justin… que en ese momento podía haber estado durmiendo en su cuarto infantil?
Sintiendo enojo hacia ella, dije con brusquedad: —Hace ya un tiempo que las cosas no andan bien en el Abbas.
Jugó con su cuchillo y su tenedor antes de responder:
—Kerensa, habrá mucha pobreza en los alrededores.
—¿Quieres decir, cuando cierre la mina Fedder?
Entonces alzó los ojos, que estaban llenos de compasión, y asintió con la cabeza.
—Ya no puede faltar mucho —prosiguió—, y entonces…
—Me parece que todos vamos a tener tiempos difíciles —dije. No podía evitarlo, pero como tenía que averiguar en qué pensaba, agregué—: Mellyora, ¿has tenido noticias de Justin últimamente?
—Desde hace dos meses, no —repuso con voz serena—. Sus cartas han cambiado.
—¿Cambiado? —repetí, preguntándome si ella habría notado el temor en mi voz.
—Parece… más tranquilo. Reconciliado.
—¿Acaso hay… otra?
—No. Es sólo que está en paz… espiritualmente. Con aspereza repuse:
—Si te hubiese amado realmente, Mellyora, jamás te habría abandonado.
Me miró con fijeza.
—Tal vez haya varias clases de amor, Kerensa. Tal vez nos sea difícil entenderlas todas.
Sentí desprecio hacia los dos, Justin y Mellyora. No tenía por qué hacerme reproches. Ellos no eran capaces de sentir un amor profundo y apasionado. Para ellos el amor tenía que ser correcto y convencional. Ese no era modo de amar. Lo que yo había hecho no tenía por qué obsesionarme. Después de todo, si ellos se hubiesen amado realmente no se habrían dejado separar. El único amor que valía la pena era el que estaba dispuesto a desechar, en aras de sí mismo, toda consideración mundana.
Súbitamente percibimos ruidos inusitados. Pisadas, voces.
—¿Qué sucede? —exclamé. Ambas callamos, escuchando, mientras las voces se aproximaban. Oí el fuerte resonar del timbre, luego silencio y los pasos de Haggety. Después se oyeron voces, y Haggety venía al comedor. Cuando entró alcé la vista—. ¿Qué hay, Haggety?
Se despejó la garganta antes de responder:
—Es una delegación, señora. Quieren ver al señor Saint Larston.
—¿Les dijo que él no estaba en casa?
—Sí, señora, pero me parece que no me creyeron.
—¿De qué delegación se trata?
—Pues, señora, son algunos hombres de la mina Fedder, creo, y con ellos viene Saul Cundy.
—¿Y han venido aquí? ¿Por qué? —inquirí. Haggety se mostró confuso.
—Pues, señora, yo les dije…
Yo sabía por qué habían venido al Abbas. Querían que se examinara la mina Saint Larston en busca de estaño. Si era posible que ella proporcionara trabajo, querían que así fuese. ¿Y por qué no? ¿Acaso no podía ser esa la solución a nuestros problemas? La mina había salvado al Abbas una vez, ¿por qué no de nuevo?
—Yo recibiré a esos hombres, Haggety —anuncié—. Llévelos a la biblioteca.
Haggety vaciló; lo miré imperiosamente y él se alejó para cumplir mis órdenes.
En la biblioteca hice frente a los hombres. Saul Cundy parecía grande y vigoroso. Un hombre decidido como líder, pensé, y una vez más me pregunté qué habría visto en Hetty Pengaster. Como Saul era el portavoz, me dirigí a él.
—Han venido ustedes a ver a mi marido, pero él no se encuentra en casa. Como él me consulta en asuntos financieros, si quieren decirme por qué han venido, podré trasmitirle el mensaje de ustedes.
Titubearon; pude ver expresiones escépticas en algunos rostros. Tal vez no creyesen que Johnny no estaba en casa; tal vez no les gustaba hablar con una mujer.
Saul Cundy y yo nos medimos con la mirada. Sin duda él estaba recordando que yo era la nieta de abuelita Be. Por fin decidió hablar conmigo.
—Y bien, señora —dijo—, es un hecho cierto que la mina Fedder cerrará, lo cual causará verdaderas penurias a muchos de nosotros. Creemos que hay buen estaño en la mina Saint Larston y querernos tener la ocasión de averiguarlo y, si estamos en lo cierto, de ponerla en funcionamiento.
—Me parece muy justo —respondí. Viendo sus expresiones de alivio, continué:
—Tan pronto como regrese mi esposo le hablaré de vuestra visita y se examinará la cuestión.
—Pues, señora, no debe haber demora alguna —continuó Saul Cundy—. Pienso que todos se tranquilizarían si empezáramos a preparar las barrenas.
—¿Por qué tienen tanta seguridad de que hay estaño en la mina Saint Larston?
—Bueno, nuestros abuelos contaron a nuestros padres, y nuestros padres a nosotros, que fue cerrada de manera súbita. Por capricho, podría decirse. Y eso causó muchas privaciones. Y bien, ahora vienen malos tiempos y los malos tiempos no son tiempos para que los caballeros alardeen de sus caprichos.
Aquí había una amenaza, lo cual no me gustaba, pero comprendí la sabiduría del razonamiento de esos hombres.
—Por cierto, diré a mi esposo que han venido —les aseguré.
—Y dígale, señora, que vendremos de nuevo.
Incliné la cabeza y todos salieron en fila, respetuosamente. Entonces regresé junto a Mellyora, que estaba muy pálida.
—Kerensa —dijo con mirada que expresaba admiración—, ¿acaso no hay nada que no seas capaz de hacer?
Repuse que no creía haber hecho nada extraordinario y pensé: "Esta es la respuesta. La mina será trabajada de nuevo. El Abbas será salvado para Sir Carlyon."
* * *
Estaba despierta cuando llegó Johnny esa noche. Antes de que hablara vi en sus ojos una expresión desesperada; era lo que yo había llegado a reconocer como "mirada de perdedor"..
Tanto mejor así. Ahora estaría tan ansioso como cualquier otro por que se investigara la posibilidad de explotar la mina. Me senté en la cama, y tan pronto como entró exclamé:
—Johnny, vino una delegación.
—¿Una qué?
—Estuvieron aquí Saul Cundy y algunos mineros. Quieren que abras la mina Saint Larston. Sé que no te gusta… pero es una posibilidad de resolver las dificultades. Lo que una vez resultó puede volver a resultar.
—¿Estás loca? —inquirió después de sentarse en la cama y mirarme con fijeza. Luego se levantó, tambaleante, y acercándose a la ventana, corrió las cortinas y se quedó allí, mirando hacia afuera.
—Has estado bebiendo —lo acusé—. Oh, Johnny, ¿no ves que hay que hacer algo? Estos hombres abrirán la mina, te guste o no.
—Si los encuentro en mi propiedad los haré encerrar como intrusos.
—Escucha, Johnny. Algo habrá que hacer. Aquí habrá muchas privaciones cuando cierre la mina Fedder. No puedes permitir que nuestra mina quede inactiva cuando podría proporcionar trabajo…
Entonces se volvió; tenía la boca crispada. No me había dado cuenta de que se hallaba tan alterado.
—Sabes muy bien que no se puede interferir en la mina.
—Sé que debemos hacer algo al respecto, Johnny.
—¿Hacer qué?
—Debemos demostrar a esas personas que estamos dispuestos a abrir la mina. ¿Qué pensarán de nosotros si nos negamos?
Me miró como si tuviese ganas de matarme.
—La mina no será tocada —declaró.
—Johnny…
Salió de la pieza y no regresó, sino que pasó la noche en su trasalcoba.
Johnny fue inflexible. No abriría la mina. Nunca lo había visto tan empecinado. Había cambiado; siempre había sido despreocupado y descuidado y yo no podía soportar este cambio en él. ¿Por qué se opondría tan severamente? Nunca le había importado tanto como a Justin el orgullo familiar.
¡Justin! Se me ocurrió la idea de escribirle. Después de todo, Justin seguía siendo el jefe de la casa. Si él daba su autorización para que comenzasen las investigaciones, eso bastaría.
Vacilé. Imaginé a Justin recibiendo la carta, decidiendo que aquella razón bastaba para su regreso. Lo vi obteniendo la aprobación de la aldea. Acaso estuviesen prestos a olvidar las circunstancias que habían llevado a su partida, si él regresaba y abría la mina.
No; no podía escribirle a Justin.
Todo estaba cambiando en la aldea. Amenazaba un desastre; los saludos iban acompañados de un gesto huraño. Nosotros, la familia Saint Larston, habríamos podido proporcionar trabajo y nos negábamos a ello.
Una vez arrojaron una piedra a Johnny cuando cruzaba a caballo la aldea. No sabía quién se la había arrojado, y no le acertó; pero fue una señal.
Nunca me había sentido tan incómoda.
No intenté hacerle reproches porque tenía la idea de que eso aumentaba su empecinamiento. Casi nunca estaba en casa; llegaba en silencio a medianoche y se introducía furtivamente en la trasalcoba. Era evidente que me estaba eludiendo.
Yo me había acostado temprano. Me decía sin cesar que las cosas no podían continuar de esa manera. Algo iba a ocurrir; Johnny cedería.
Permanecía acostada, sin dormir. Suponía que Johnny no volvería a casa hasta la medianoche… o más tarde aún. Entonces debía tener otra conversación con él, por más que lo enfureciera. Debía recordarle su deber hacia nuestro hijo. ¿Qué necio orgullo familiar era ése, que le hacía resistirse a lo inevitable?
Ensayaba las palabras que iba a utilizar, y mientras estaba allí acostada, cierto impulso me hizo abandonar la cama e ir a la ventana.
Era un hábito mío ponerme con frecuencia junto a esa ventana, porque desde ella podía ver el círculo de piedras, que me fascinaban entonces tanto como antes. Siempre me decía que ninguno de mis problemas era tan grande como lo había sido el de ellas. Tal vez por eso siempre podía extraer consuelo de esas piedras.
De pronto me quedé inmóvil, pues una de las piedras se había movido. ¡Una de las Vírgenes había cobrado vida! No. Alguien más estaba allí… ¡alguien con una linterna! Había más de una linterna… y las luces se desplazaban espectralmente en torno a las piedras. Por un momento, una figura se destacó con claridad; era un hombre que llevaba puesto una especie de casco. Lo observé con atención; entonces vi a otras figuras. Se hallaban de pie dentro del círculo de piedras y todos llevaban puestos cascos.
Tenía que saber quiénes eran y qué hacían, de modo que me puse a toda prisa algunas ropas y salí de la casa. Por los jardines crucé al prado, pero cuando llegué no encontré a nadie. A la luz de las estrellas vi las piedras, fantasmales, parecidas a mujeres sorprendidas y petrificadas en la danza. Y no lejos de allí, la mina que tantas discusiones causaba.
De pronto se me ocurrió algo. ¿Tal vez hubiesen sido Saul Cundy y sus amigos, que se reunían para discutir qué harían luego? ¡Qué sitio "más apropiado para tal reunión!
Pero ya se habían ido. Me detuve dentro del círculo de las piedras, y mientras me preguntaba qué harían luego Saul y sus amigos, no podía contenerme de pensar en las Seis Vírgenes, y principalmente en la séptima, que no había salido a bailar aquella noche fatal.
¡Encerrada, emparedada y abandonada para morir!
Pensamientos estúpidos, fantasiosos, pero ¿qué se podía esperar cuando una se detenía en el centro de un círculo de piedras a la luz de la luna?
* * *
Esa noche no oí llegar a Johnny (debo de haber estado durmiendo cuando lo hizo), de modo que no tuve ocasión de hablar con él.
A la mañana siguiente se levantó tarde y salió. Fue a Plymouth, y allí a su club. Debe de haberse pasado la tarde jugando.
Más tarde comprobamos que salió del club alrededor de la medianoche. Pero no llegó a casa.
Al otro día vi que nadie había dormido en la cama de la trasalcoba, y aguardé todo el día su llegada pues había resuelto que ya no podía demorar más en hablar con él.
Tampoco vino a la noche siguiente. Y cuando pasaron otra noche y otro día sin que él hubiese vuelto aún, empezamos a sospechar que algo le había ocurrido.
Hicimos averiguaciones, y fue entonces cuando descubrimos que había salido de su club a la medianoche, dos noches atrás. Al principio pensamos que habiéndolo visto ganar dinero, lo habrían seguido y robado; pero había perdido mucho y tenía consigo poco dinero al salir.
Comenzó la búsqueda; se iniciaron las pesquisas. Pero nadie halló el rastro de Johnny; y cuando transcurrió una semana sin que todavía hubiese noticias de él, comencé a darme cuenta de que había desaparecido, en efecto.