CAPITULO 2

EL MUNDO pareció detenerse un instante, mientras Mark Hilliard intentaba decidir si Jane hablaba en serio. Estaba sentada frente a él, como todos los días en el trabajo. Tenía el mismo aspecto, alerta, con el esbozo de una sonrisa en los ojos, controlando todo lo que la rodeaba, excepto sus cabellos. Y esperando una respuesta a su pregunta.

Jane le había hecho una pregunta seria, y esperaba una respuesta seria. Si era «no», no se sentiría ofendida. Esto no era cuestión de sentimientos o emociones. Era una solución a un problema que estaba empezando a afectar no solo a su vida, sino a su trabajo y a su estudio de arquitectura.

Y en el fondo aquella solución tenía todo el sentido del mundo. Conocía a Jane perfectamente. Era trabajadora, amable, fiel, y bajo su apariencia formal, Mark sabía que tenía sentido del humor. Y ella lo conocía a él, lo entendía perfectamente y no esperaría de él nada más que lealtad y amistad. Era la esposa perfecta para él. Pero que él fuera el marido que ella buscaba era una cuestión enteramente diferente.

– ¿Tú no te plantearías venir a vivir aquí?

– ¿Dejar mi trabajo y cuidar de Shuli y de usted a jornada completa? ¿Como qué? Lo siento, Mark. Sé que a usted le vendría muy bien, y adoro a Shuli, pero no sería precisamente un paso adelante en mi carrera. Será mejor seguir con la idea del anuncio.

En aquel momento se acercó Shuli con su dibujo.

– Ya casi está terminado, Jane -dijo mostrándoselo a ambos. Eran tres figuras junto a una casa-. Papá, Jane y yo.

– Es precioso, cariño -dijo Jane, asombrada de que su voz sonase firme-. ¿No vas a pintar unas flores en el jardín?

La pequeña asintió y volvió corriendo a su mesa. Mark había aprovechado la pausa para enfrascarse en su agenda. No importaba, se dijo Jane. Ya había puesto el tema sobre la mesa. Le convencería de poner el anuncio, y le daría tiempo para conocer a alguna de las numerosas mujeres que sin duda responderían. Estaba segura de que invariablemente él se echaría atrás al ver que esperaban de él más de lo que estaba dispuesto a dar.

– He aplazado la cita con los topógrafos en la obra para mañana -dijo con naturalidad-. A las nueve y media. Traiga, a Shuli a la oficina y yo cuidaré de ella.

Él anotó algo en su agenda y levantó la vista.

– ¿El martes que viene te parece bien? -preguntó.

– ¿El martes que viene?

– Supongo que a mediados de semana el juzgado estará más tranquilo. Porque no querrás una boda por todo lo alto, ¿verdad?

– ¿Boda? -Jane palideció profundamente.

– Me has preguntado si te estaba proponiendo que nos casáramos. Si tengo que elegir entre ti y el anuncio, me quedo contigo. Porque hablabas en serio, ¿verdad?

Como propuesta de matrimonio era un desastre, pero se la había hecho el hombre al que amaba con todo su corazón.

– Sí, claro.

– Entonces no veo ninguna necesidad de esperar. Yo estoy libre el martes, si a ti te viene bien.

Jane había tenido una visión de velas, rosas rojas, un anillo de diamantes. Una proposición perfecta seguida de una boda perfecta, vestida de blanco y de largo, con un cortejo de damas de honor, y toda su familia emocionada mientras ella avanzaba hacia el altar para unirse al hombre de sus sueños. Y de repente había renunciado a todo aquello. Pero Mark le había pedido que se casara con él. Más o menos. Y aunque el romanticismo hubiera brillado por su ausencia, así era como ella lo había planeado.

– Sí, me viene bien -respondió con el tono casual de quien habla de una reunión para un proyecto-. ¿Quiere que me encargue de los detalles?

«Por favor, di que no. Di que lo harás tú».

– Sí, por favor.

– ¿Quiere que invite a alguien? ¿Colegas? ¿Su familia?

– ¿Crees que es necesario? -preguntó él frunciendo el ceño-. Preferiría que fuera lo más sencillo posible.

¿Ni siquiera pensaba invitar a su madre, o a su hermana? Jane no había esperado la boda del siglo, pero al menos una ceremonia sencilla…

– No, no es necesario. Solo harán falta dos testigos. Los buscaré.

– Y tendrás que buscarme una nueva secretaria -dijo con una leve sonrisa-. Es una pena, pero ningún plan es perfecto.

– No -dijo ella, por una vez de acuerdo con él. Pero se repitió que había alcanzado su objetivo inicial, y que tenía todo el tiempo del mundo para trabajar en la siguiente fase: conseguir que Mark se enamorase de ella.

– Bien, entonces asunto resuelto -concluyó él-. Si ya has terminado de arreglarme la vida, ¿podemos echar un vistazo al contrato de Maybridge?

Sin esperar a su respuesta, Mark hizo una pelota con el anuncio que ella le había preparado, la tiró a la papelera y abrió una carpeta.

– Oye, ¿por qué no paramos un poco? -propuso Mark cuando su hija los interrumpió por tercera vez-. Le daré de comer y la acostaré a dormir la siesta, y podremos trabajar un par de horas más en paz.

– Tengo una idea mejor -dijo Jane-. Yo me encargo de Shuli y usted puede continuar con esos presupuestos.

– ¿De verdad? -dijo él. Se pasó una mano por la espesa cabellera negra y un mechón rebelde se quedó erguido en su coronilla. Igual que la primera vez que lo había visto, hundido e intentando hacer frente al desastre que la vida le había puesto delante. Entonces había tenido que dominarse para no extender la mano y alisárselo. Una vez más volvió a reprimir el impulso.

En la casa reinaba el silencio. Mark subió a la habitación de Shuli, y desde la puerta entreabierta vio a Jane sentada al borde de la cama acariciando los rizos rubios de la pequeña. El corazón se le encogió ante la dulzura de la escena. Jane tenía razón. Aquello era lo que necesitaba su hija.

Al verlo en el umbral Jane se llevó un dedo a los labios, se levantó y salió de la habitación.

– Tú haces que parezca muy fácil -dijo él según bajaban las escaleras.

– Será la práctica -respondió ella-. Tengo una docena de sobrinos. Supongo que tendrá hambre. ¿Comemos algo, o quiere volver al trabajo ya?

– Vamos a comer. Encargaré que traigan algo. ¿Qué te apetece?

– Puedo preparar algo yo misma. Algo de pasta, o unos huevos.

– ¿También sabes cocinar? -preguntó él alzando las cejas.

– Es un hombre con suerte, Mark. Mi madre es una mujer chapada a la antigua. Nos enseñó a manejarnos en la cocina.

Mark pensó que no sabía nada sobre ella. Ni siquiera dónde pasaba las vacaciones. Los últimos tres años se había encerrado en su trabajo para llenar el vacío emocional y se había apartado de todo lo demás.

– ¿Por qué vas a hacer esto, Jane? Las ventajas son evidentes desde mi punto de vista, pero tú eres joven. Tienes toda la vida por delante. Deberías buscar un hombre capaz de darte… -«todo», estuvo a punto de decir-. Un poco de romanticismo.

– Eso buscan las chicas de la oficina, y siempre acaban llorando en la salita del café y comiendo demasiado chocolate. No sé si vale la pena.

– No lo subestimes.

– No subestimo el amor -dijo ella, y una sombra de tristeza pasó por sus ojos. Pero la disipó encogiéndose de hombros-. Pero no creo que se encuentre en un club un sábado por la noche.

Así que a ella también le habían roto el corazón. Entonces quizá pudieran formar una buena pareja. Y sin embargo…

– Quiero que me prometas una cosa -dijo Mark después de una breve pausa. Ella le dirigió una mirada curiosa-. Si algún día te enamoras… de verdad, al cien por cien… prométeme que me lo dirás. No te obligaría a quedarte a mi lado.

¿Cómo decirle que ya estaba enamorada, y que jamás dejaría de estarlo? No era el momento de decirle algo así, ni tampoco que, al igual que su madre, era una chica chapada a la antigua que creía en el matrimonio «hasta que la muerte nos separe».

– ¿Jane? -insistió él posando una mano sobre su brazo. Su mirada era dolorosamente intensa.

– Prometido -dijo ella por fin.

– Gracias. Quizá ya que estás aquí podrías echar un vistazo a la casa -sugirió él de buen humor-. Podrías instalarte en la habitación que da al jardín. Caroline la diseñó para los invitados, tiene prácticamente todo lo que puedas necesitar.

Jane estuvo a punto de echarse a reír y decirle que no hacía falta llevar tan lejos lo de la relación platónica, pero el instinto le dijo que no era lo adecuado en aquel momento. Cuando había provocado aquella situación ya sabía que su corazón iba a tener que esperar, al igual que todo lo demás.

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