CAPITULO 8

H


UBO UN breve momento de tensión cuando Mark estrechó la mano a sus padres. -Oh, ven aquí -exclamó su madre a continuación, dándole un gran abrazo-. Estás maravillosa. ¿Y quién es esta niña?

Shuli, escondida tras las piernas de su padre, se mostraba cohibida, pero Bob llegó meneando la cola a recibir a los invitados, y Jane aprovechó el momento para sacarlo al jardín. Su padre la siguió.

– Tu madre estaba muy preocupada, Jane -dijo mientras observaban a Bob perseguir a una mariposa-, pero ahora veo que se equivocaba. Nunca te había visto tan feliz.

Lo era. Y resultaba tremendamente patético que un simple beso y el brazo de Mark alrededor de sus hombros hicieran que el mundo pareciera maravilloso.

– Sí, todo es… -hizo un gesto con el brazo abarcando todo lo que los rodeaba- es maravilloso.

– Entonces me siento feliz por ti, aunque no haya podido llevarte del brazo al altar.

Por suerte Bob eligió aquel momento para volver corriendo y demostrarles su alegría.

– ¡No, Bob! ¡Abajo! -Jane se lo sacudió de encima-. Lo siento, es nuevo. Estaba abandonado.

– Está feliz con su nueva familia -intervino Mark, que llevaba una bandeja con champán y copas-. Y entiendo cómo se siente -descorchó la botella y sirvió las copas-, Jennifer… Harry…

– Gracias. Estaba diciéndole a Jane que sentía no haberla llevado al altar, como a sus hermanas.

Mark dio a Jane su copa con una mirada que hizo que le ardieran las entrañas.

– Lo siento, pero no podía esperar -dijo con una gran sonrisa.

En aquel momento Jane recordó que todo era una pantomima. Como el brazo alrededor de sus hombros. De repente el mundo perdió todo su brillo. Respondió automáticamente al brindis de su padre, y tras dar un sorbo a su copa la dejó sobre la mesa para tomar en brazos a Shuli.

– ¿Jane?

Todos estaban mirándola.

– Perdón, ¿decíais algo?

– Les estaba diciendo a tus padres que deberían quedarse a pasar la noche. Diles que tenemos espacio de sobra. Es absurdo que se vuelvan esta noche en el coche hasta su casa.

Jane estuvo a punto de ahogarse con el champán. ¿Mark no se daba cuenta de lo que estaba haciendo? Una cosa era mostrarse convincente, y otra buscar problemas.

– De verdad, no podemos -dijo su padre, antes de que su madre se dejase convencer-. Tengo que trabajar mañana, pero tenéis que venir un fin de semana a vernos para que Mark conozca al resto de la familia y lo celebremos adecuadamente. A Shuli le encantará. Habrá muchos niños, y estamos a la orilla del mar.

– No podemos dejar solo a Bob -intervino Jane antes de que Mark dijera alguna estupidez.

– Podéis traerlo. Un perro más no se notará. Y en la playa podrá desfogarse. ¿Qué tal dentro de dos semanas?

– Me parece maravilloso -dijo Mark sin darle tiempo a inventar otra excusa-. Shuli no tiene primos, será algo totalmente nuevo para ella. ¿No crees, Jane?

Era exactamente lo que ella había dicho desde el principio. Shuli necesitaba una familia, y la suya era perfecta. De no ser por el pequeño detalle de que su matrimonio era una farsa.

– ¿No tienes familia cercana, Mark? -intervino su madre.

– Mi madre y una hermana. Las dos están muy ocupadas arreglando el mundo, y no tienen demasiado tiempo para algo tan trivial como la vida familiar. Y la madre de Shuli era hija única. Sus padres murieron en un accidente cuando era pequeña y la crió su abuela. De modo que Shuli y yo siempre hemos estado solos… Hasta ahora.

– Bueno, quizá Shuli tenga pronto un hermanito -sugirió su madre.

– Por Dios, Jennifer, deja respirar a tu hija -dijo su padre, cambiando de conversación con su destreza habitual-. Una maravilla de casa, Mark. No esperaba que vivierais en una casa antigua. He visto algunos de tus diseños, y me imaginaba que tendrías una ultramoderna y minimalista de cristal y acero, algo en la línea de tu trabajo.

Solo Jane reparó en la imperceptible expresión de dolor que atravesó el rostro de Mark.

– Si me disculpáis, voy a ver qué pasa con la cena -dijo simplemente antes de desaparecer en la casa.

– Yo voy a acostar a Shuli. Mamá, ¿quieres acompañarme? Te enseñaré la casa.

Jane se recostó contra la puerta después de cerrarla.

– Bueno, ha sido… difefente.

– Yo lo he pasado muy bien -dijo Mark-. Son muy agradables.

– Nunca he dicho que no lo fueran. Solo dije que nunca he estado a la altura de lo que mi madre esperaba de mí. ¿Y qué habrías hecho si hubieran aceptado tu invitación y se hubieran quedado?

Sin esperar su respuesta, se sacudió los zapatos malhumorada y se dirigió al salón para recoger las tazas de café.

– Deja eso. Ven aquí y descansa un momento -dijo Mark sentándose en el sofá y dando unas palmaditas a su lado.

Pero Jane no estaba de humor para más engaños. Ahora estaban solos, no había necesidad de fingir. Las leves caricias, las miradas de complicidad… Lo había hecho muy bien. Sus padres no habían sospechado nada. Pero estaban de nuevo solos, unidos por la conveniencia hasta que la muerte los separase. No había por qué seguir fingiendo… hasta dentro de dos fines de semana.

– Y lo que es peor -insistió reprimiendo las ganas de llorar-, ¿qué piensas hacer durante nuestro largo fin de semana con la familia? Como supondrás, tendremos que compartir la habitación de invitados.

Él pareció reflexionar muy seriamente sobre el problema.

– ¿Ponerme un pijama? -aventuró finalmente. Aquello ya era demasiado. Ya había tenido bastante por un día.

– Tienes razón. Esto puede esperar. Me voy a dormir. No olvides sacar a Bob al jardín.

Estaba llegando a la puerta del salón cuando se dio cuenta de que estaba hablando como la típica esposa de toda la vida a cuyo marido le da igual que esté despierta o no al subir al dormitorio. Muy apropiado.

– Jane… -dijo él cuando llegaba al umbral. Jane se volvió y lo vio tendido en el sofá con las manos entrelazadas detrás de la nuca y los ojos cerrados-, Que duermas bien.

Mark no podía dormir. Había olvidado lo que se sentía cuando una mujer estaba furiosa con uno. Aquellas emociones encontradas que se evaporaban con ese tipo de sexo que comienza como una discusión y termina en un ardiente, dulce y apasionado acto de amor.

Y la única mujer que ocupaba sus pensamientos era Jane. No lo comprendía. Una semana antes ni siquiera pensaba en ella como en una mujer, y ahora llevaba.su perfume dentro, incluso en su propia cama, y sentía el tacto sedoso de su piel en los dedos.

El relámpago de rabia en sus ojos cuando había mencionado a Caroline. La tierna mirada de sorpresa cuando la había besado en la frente. Y la imagen que había contemplado al verla por primera vez aquella mañana, con aquellos labios suaves y carnosos que pedían a gritos que los besaran.

¿Cuántas veces a lo largo del día había estado a punto de besarla? Al menos media docena. Y cuando ella se había retirado indignada había tenido que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no correr tras ella y llevarla en volandas a su cama.

Comprendiendo que no iba a poder dormir se levantó de la cama y empezó a pasear por la habitación. Aquel tipo de respuesta no se producía de un día para otro. No con alguien con quien uno había tratado varios años. Debía haber estado ahí, creciendo oculta, como los bulbos que crecen bajo tierra desarrollando fuertes raíces y florecen a los pocos días de salir a la luz.

La belleza de Jane no era convencional. No era el tipo de mujer que hace volverse a los hombres, pero su ternura y su generosidad eran capaces de revivir un corazón moribundo, y a diferencia de la belleza, no se marchitarían nunca.

Ya tenían la «RLP», la relación a largo plazo, basada en la confianza y el respeto. Simplemente tenía que florecer y convertirse en algo más profundo. Y lo que él tenía que hacer era mostrarle sus sentimientos, y ayudar a Jane a olvidar el dolor que la había impulsado a aceptar una relación platónica.

Recordó lo que ella había dicho de los diamantes. Podían ser convincentes, pero no para ella. Haría falta algo más valioso, un gesto personal, algo que ella no pudiese malinterpretar.

De repente pisó algo. Se agachó y recogió de la moqueta una horquilla. ¿Entonces Jane había estado en su dormitorio? Quizá por eso su presencia flotaba en el aire.

Dejó escapar un suave gruñido al comprender que había esparcido sus posesiones por la casa para que no sospechase su madre. El cepillo, las horquillas… Se acercó de dos zancadas a la cama y al levantar las almohadas llegó hasta él el delicado perfume de su camisón. El camisón de Jane estaba en su cama. La mera idea hizo arder en su interior un deseo que creía muerto.

Se puso la bata y bajó a su estudio. Podía ir adelantando trabajo, ya que era evidente que no iba a pegar ojo durante el resto de la noche.

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