CAPITULO 7

A


CENAR? -Jane tragó saliva nerviosamente-. Algún día. Les habrás invitado a cenar algún día para que os conozcáis -Mark no respondió-. Por favor, no me digas que los has invitado a cenar esta noche.

– No te lo diré si no quieres, pero van a estar aquí a las siete y media -dijo él despreocupadamente mientras dejaba a Shuli en el suelo y acariciaba al perro-. Tuve que hacerlo, Jane, tu madre pensaba que estábamos ocultándole algo.

– ¡No! ¿Por qué iba a ocurrírsele algo así? -Jane dejó escapar un gemido de angustia-. ¿Has dicho a las siete y media?

– Eso he dicho. Pero no te preocupes, he encargado a Patsy que llamase a un servicio de catering para que traigan una cena para cuatro a las ocho y media.

– ¿Una cena de encargo?

– Claro. Es lo que hacía siempre Caroline…

¿Caroline? Quizá aquel matrimonio no era el romance del siglo, pero ella era algo más que el pálido reflejo de la esposa muerta de Mark.

– Yo no soy Caroline -dijo Jane entre dientes.

– No -dijo él echando una mirada a su alrededor-.Caroline jamás habría dedicado media hora, y mucho menos medio día, a un perro callejero.

– Bueno, te aconsejé que pusieras un anuncio para encontrar la mujer perfecta, pero era demasiada molestia para ti, y te conformaste conmigo. Atente a las consecuencias -dijo Jane conteniendo las lágrimas a duras penas-. Mí madre me recordará durante el resto de mi vida que mis cuatro maravillosas hermanas son capaces de atender a sus hijos, sus maridos, sus fulgurantes carreras y sus perros y aún les sobra tiempo para prepararles una cena a sus padres.

– Tus hermanas llevan casadas más de veinticuatro horas -le recordó Mark-. Tu madre comprenderá que tenías otras cosas que hacer además de cocinar.

– ¿Por qué? Tú te has ido a trabajar esta mañana. Nada ha cambiado.

Aquello era un golpe bajo. ¿Qué había hecho él para provocar aquella reacción? Comprendía que Jane no estuviera completamente feliz con el arreglo, pero ella misma lo había propuesto. Sin embargo, al recordar cómo se le había iluminado el rostro al oír que su hermana esperaba un bebé, se preguntó cuántas cosas más se le habrían pasado. Quizá hubiera debido dedicar más tiempo a los detalles de su acuerdo y menos a felicitarse por su buena suerte.

– De acuerdo -dijo finalmente-. ¿Volvemos a intentarlo? ¿Desde el principio? Saldré de casa, daré una vuelta al pueblo y cuando regrese te diré: «Hola, cariño, ya estoy en casa. ¿Te ha ido bien el día?» Y tú dirás: «No me hagas hablar», pero me lo contarás. Y yo diré: «Pues espera a que te cuente lo que me ha pasado a mí…» -Mark extendió una mano y le acarició la mejilla, haciendo a Jane volver el rostro hacia él-. ¿No vas a sonreír ni un poco?

– No… Quiero decir, sí -sus mejillas se tiñeron de rojo-. Mark, de verdad siento lo del perro, y el caos de la cocina. Y ha hecho un hoyo en tu maravilloso jardín.

Su jardín. Su cocina. Su casa. Y no había mejorado mucho las cosas exigiéndole una explicación sobre el hecho de que no hubiera atendido el teléfono. Jane era su esposa, no su secretaria, y tenía que empezar a tratarla como tal.

– Nuestro maravilloso jardín, Jane. Esta es nuestra casa, y nuestro perro.

– ¿De verdad? -preguntó ella levantando la vista-. ¿Puede quedarse?

– Ahora tiene un hogar -dijo Mark-. Y yo también.

– Pero…

– Pero nada -la frente de Jane se había fruncido en un preocupado gesto de ansiedad, y Mark extendió instintivamente la mano para alisar aquellos pliegues con su pulgar. No quería verla sufrir porque la cocina, por primera vez, no pareciese salida de una revista de decoración. Siguiendo un impulso, posó un leve beso en su frente-. Una casa inmaculada es una casa donde nunca pasa nada, Jane -dijo lo bastante cerca como para ver claramente las diminutas pecas doradas que salpicaban su nariz-. Créeme, lo sé muy bien.

El comedor estaba listo para recibir a los invitados. Bob se comportaba como un perro bien educado, y Shuli estaba cenada, bañada y llevaba su vestido nuevo.

Jane se recogió el pelo en la nuca con un pasador de ébano y se observó con ojo crítico en el espejo. Se alisó el sencillo vestido de punto gris y se puso el anillo de diamantes que le había regalado Mark junto a la alianza.

Pero aquello no bastaría. Su madre era muy observadora. Y su padre, que llevaba treinta años ejerciendo la medicina, tenía una aterradora capacidad de percibir cualquier cosa que no marchase bien. Por eso dedicó los últimos quince minutos a erradicar hasta el mínimo rastro de su presencia en la habitación de invitados.

Pero haría falta algo más, dado que su madre querría ver toda la casa. Se deslizó en el dormitorio de Mark, y su corazón golpeaba contra su pecho como si fuera una ladrona. Dejó el cepillo de plata que había heredado de su abuela sobre la antigua cómoda y añadió unas cuantas horquillas y un tarro de crema hidratante. A continuación pasó al baño y puso su cepillo de dientes junto al de Mark.

Finalmente se volvió hacia la cama. El ligero beso que él había posado sobre su frente había disparado su imaginación, y por un momento apretó el provocativo camisón de seda contra su mejilla e imaginó que Mark deslizaba los tirantes sobre sus hombros hasta que la prenda caía silenciosamente al suelo sobre sus pies. El acariciaba su cuerpo, la tomaba en brazos y la tendía sobre la enorme cama que dominaba la habitación…

El ruido de los neumáticos del coche de su padre al pisar la gravilla del sendero la sacó de su ensoñación. Sin perder un momento puso el camisón bajo una de las almohadas de modo que se viera sobresalir ligeramente. Entonces sonó el timbre de la puerta y corrió escaleras abajo.

Mark vio aparecer a Jane en el salón. Por un momento experimentó la misma sorpresa que cuando la había visto aquella misma mañana. Sintió el impulso de decirle que estaba preciosa, pero probablemente ella se lo habría tomado como una cortesía, y no era eso lo que pretendía.

– Creía que ibas a ponerte el mismo vestido que ayer -dijo en cambio.

– El vestido de ayer no es adecuado, Mark. Me queda un poco ancho. Sin embargo este cumple a la vez dos funciones -explicó ella pasándose una mano por la plana superficie de su abdomen. Era un gesto inocente, pero Mark no pudo evitar fijarse en su esbelta cintura y en las suaves curvas de sus caderas-. No oculta nada, y de esa forma ratificará lo que le dijiste a mi madre, que no estoy embarazada.

– ¿Qué? Ah, sí -Mark hizo un esfuerzo por dejar de pensar en su cuerpo-. Pero has dicho que cumplía dos funciones.

– Nada distraerá su atención de esto -Jane levantó la mano izquierda y movió los dedos mostrando los diamantes-. Todo el mundo sabe que no hay nada como el carbono puro para demostrar la sinceridad de los sentimientos de un hombre.

El timbre volvió a sonar.

– ¿Sabes? Estoy muerto de miedo -confesó Mark-. ¿Quieres darme la mano?

– ¿Cómo, así? -inquirió ella tomándola entre sus dedos.

– No, creo que deberíamos ser más convincentes -dijo él atrayéndola hacia sí y pasándole un brazo por los hombros antes de abrir la puerta.

Apretada contra la camisa recién planchada de Mark, Jane sintió el contacto de su cuerpo, el suave perfume de su aftershave, la calidez de la mano que la atraía hacia sí, y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para recuperar el habla.

– Mamá, papá, os presento a Mark.

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