Capítulo 1

– ¿Hola?

Detrás de su mosquitero, la puerta se encontraba abierta. Copper asomó la cabeza, pero sólo pudo distinguir un largo y sombrío pasillo, a lo largo de cuyas paredes estaban alineadas botas, abrigos y diversos aparejos de montar.

– ¿Hola? -Llamó otra vez -¿Hay alguien?

Ninguna respuesta. Podía escuchar el eco de su propia voz en la casa vacía. Consultó su reloj; ya eran cerca de las cuatro. Era extraño que no hubiera nadie en la casa; su padre le había mencionado la existencia de un ama de llaves. ¿Acaso no debería estar allí, cuidando la casa, en lugar de abandonarla y dejarla abierta a riesgo de que entrara cualquier forastero?

Aunque eran pocos los forasteros que frecuentaban aquel lugar. Copper se volvió para mirar hacia el lugar donde había dejado aparcado su coche. Había conducido por un polvoriento camino hasta llegar a aquella casa que reflejaba los rayos del sol abrasador. Y allí se había detenido. Fin de la carretera.

Y sin embargo, pensaba Copper, era aquello lo que precisamente sus clientes esperaban ver: una graciosa casa de estilo colonial enclavada en el centro de una inmensa granja de ganado, solamente accesible por avión o por setenta kilómetros de accidentada carretera.

Copper se ajustó las gafas de sol a la nariz y miró impaciente a su alrededor. Resultaba frustrante haber llegado tan tejos para eso. Empezó a caminar arriba y abajo, preguntándose durante cuánto tiempo tendría que esperar a Matthew Standish y qué aspecto ofrecería. Su padre solamente le había dicho que era un tipo «nada tonto», y que tendría que tener cuidado con él. Copper no tenía ninguna intención de desatender su consejo. El futuro de Viajes Copley dependía de que Matthew Standing consintiera en utilizar Birraminda como base de sus excursiones de turismo rural, y no estaba dispuesta a volver a casa hasta que el acuerdo estuviera firmado y sellado.

Miró su reloj de nuevo. ¿Dónde estaba todo el mundo? Copper odiaba esperar a que las cosas sucedieran; le gustaba hacerlas realidad ella misma. Contrariada, se sentó en un escalón, consciente del imponente silencio que la rodeaba, apenas roto por el lastimero chillido de un cuervo allá abajo, en el arroyo. Odiaría tener que vivir en un lugar tan silencioso.

Aquel lugar habría sido el preferido de Mal. Copper recordaba las veces que Mal le había hablado de las zonas despobladas del interior del país, de su silencio, de su quietud, de los vacíos horizontes sin fin. Le resultaba fácil imaginárselo allí, tranquilo y despreocupado, bajo aquel despiadado cielo azul.

Frunció el ceño. Le dolía no haber podido olvidar a Mal. El pertenecía al pasado, y ella era una chica a quien le gustaba el presente y mirar hacia el futuro. Había creído hacer un buen trabajo al vaciar su memoria de tantos recuerdos, por muy románticos que hubieran sido; pero el largo trayecto a través de aquellas soledades del interior había dado al traste con aquellos esfuerzos. La imagen, el recuerdo de Mal había escapado libre como un genio de su lámpara mágica, y a esas alturas le resultaba imposible ignorarlo.

Copper, que nunca había creído en el amor a primera vista, se había enamorado de Mal casi de inmediato. En el momento en que sus miradas se encontraron, comprendí que su vida había cambiado para siempre. Sonaba casi cursi…

Lo recordaba bien. Se encontraba rodeada de una multitud, como era habitual en ella, cuando distinguió a un hombre que se mantenía al margen, solitario. Parecía emanar una especie de tranquila seguridad en sí mismo que lo separaba de los demás que estaban en la playa. Y cuando levantó los ojos y sus miradas se encontraron, tuvo la inequívoca sensación de que todas las canciones de amor del mundo habían sido especialmente compuestas para ella…

Copper suspiró. Tres cálidas noches en Turquía; en eso había consistido todo. Tres noches, al otro lado del mundo, hacía más de siete años. Era lógico que a esas alturas hubiera olvidado todo aquello… sólo que Mal no era el tipo de hombre que cualquiera pudiera olvidar con facilidad.

– Hola.

Sobresaltada al escuchar aquella voz, se volvió con rapidez para descubrir a una niña pequeña que la estaba mirando fijamente. Había aparecido detrás de un ángulo de la veranda, sorprendiéndola. Era una niña preciosa, pensó Copper. o al menos lo habría sido si no presentara un aspecto tan desarreglado. Su cabello era una masa de rizos oscuros, y en sus enormes ojos azules brillaba una mirada obstinada, terca. Llevaba un peto sucio, desastrado, y tenía la carita sucia de polvo.

– ¡Me has asustado!

– ¿Como te llamas? -le preguntó la pequeña, sin dejar de mirarla.

– Copper.

– ¡Copper no es un nombre de verdad! -exclamó la niña, con un brillo de sorpresa en los ojos.

– Bueno, no -admitió-. Es un apodo… así es como me llaman mis amigos -al ver que la cría no parecía muy convencida, se apresuró a añadir -¿Y tú cómo te llamas?

– Megan. Y tengo cuatro años y medio.

– Pues yo tengo veintisiete y tres cuartos -repuso Copper.

Megan reflexionó sobre sus palabras y, aparentemente satisfecha, tomó asiento en el escalón al lado de Copper, que a su vez la miró llena de curiosidad. Su padre no le había dicho nada de ninguna niña. Ahora que lo recordaba mejor, había estado tan ensimismado relatándole las maravillas de aquella propiedad que poco había añadido acerca de la gente que vivía allí.

– ¿Tu madre está en casa? -le preguntó a Megan, esperando que la niña pudiera presentársela mientras esperaba a que apareciera Matthew Standish.

Megan la miró entonces como si fuera estúpida.

– Está muerta.

– Oh, querida -exclamó Copper sin saber qué decir, impresionada. ¿Qué podría decirle a una niña que había perdido a su madre?-. Lo siento, Megan. Y… ¿quién te cuida entonces?

– Kim.

– ¿Y dónde está Kim ahora? -inquirió Cooper, pensando que se trataría del ama de llaves.

– Se ha ido.

– ¿Se ha ido? -Repitió Cooper, incrédula-. ¿A dónde?

– No sé -admitió Megan-. Pero papá está enfadado con el tío Brett porque ahora ya no hay nadie que me cuide.

Copper sintió un nudo en la garganta al mirar a aquella niña, tan extrañamente segura de sí misma, sentada con toda tranquilidad a su lado. ¡Pobre criatura! ¿Acaso la habrían dejado completamente sola? Ya se disponía a preguntarle si había alguien que supiera dónde se encontraba, cuando una voz masculina llamó a la pequeña. Y al momento vio a un hombre que se dirigía hacia la casa desde un establo cercano.

Era alto y esbelto y, como todavía se encontraba muy lejos, Copper apenas acertaba a distinguir algo más que su sombrero de granjero, su vieja ropa de trabajo y sus botas altas. A aquella distancia parecía un ranchero cualquiera, pero había algo en él, en la despreocupada tranquilidad de sus movimientos, que hizo que Copper sintiera de repente un nudo en la garganta. Por un instante le recordó tan vívidamente a Mal que perdió el aliento, y fue incapaz de hacer otra cosa que mirarlo con fijeza, paralizada.

«No puede ser Mal», se dijo mientras se esforzaba por tranquilizar su respiración. Se estaba comportando de una manera ridícula. Mal pertenecía al pasado, a aquellas calurosas noches estrelladas de Turquía. La imaginación le estaba jugando una mala pasada. Había estado pensando tanto en él durante los últimos días que ahora creía verlo por todas partes. Lo que pasaba simplemente era que ese hombre tenía aquel mismo aire de tranquila fuerza, de seguridad en sí mismo.

Pero cuando el granjero salió de las sombras que proyectaba la casa, acercándose cada vez más, Copper empezó a levantarse temblorosa, incrédula, con el corazón latiéndole acelerado. No podía ser Mal, pero lo era… ¡lo era! Nadie más tenía aquella boca y aquellos ojos castaños de mirada distante, firme y pensativa, bajo las cejas oscuras bien delineadas…

¿La recordaría Mal tan bien como ella a él? ¿O acaso se habría olvidado? Copper no sabía qué sería peor…

Bajo las alas del sombrero, Mal entrecerró los ojos al mirar a Copper, que no tuvo más remedio que apoyarse en uno de los postes de la veranda; era como si de repente sus piernas se hubieran negado a sostenerla. Llevaba unos elegantes pantalones cortos y una chaqueta de lino, la ropa que había escogido para impresionar al formidable señor Standish. Aquella mañana, en el hotel, le había parecido el atuendo ideal para proyectar una imagen práctica y elegante a la vez, pero después del largo y accidentado viaje que había tenido que hacer, se sentía sudorosa, incómoda, fuera de lugar con aquella ropa. Y su hermosa melena ondulada de color castaño, que habitualmente lucía un corte impecable, presentaba en aquel momento un triste aspecto, sucia de polvo.

Demasiado consciente de su propia apariencia, Copper se alegró de que las gafas de sol le ocultaran los ojos. Tragando saliva, se las arregló para murmurar un débil saludo con una voz que apenas reconocía como suya. Antes de que Mal tuviera oportunidad para replicar algo, Megan ya se había levantado para abrazarlo:

– ¡Papá!

Copper sintió entonces que la cabeza le daba vueltas. «¿Papá?». Innumerables veces se había preguntado qué estaría haciendo Mal, pero ni una sola se lo había imaginado como padre. Pero… ¿por qué no? Ya debía de tener unos treinta y cinco años, una edad más que suficiente para tener esposa e hijos. Y sin embargo, siempre había sido un hombre tan solitario…

Resultaba difícil imaginarse a alguien tan centrado en sí mismo llevando una vida familiar, eso era todo. ¿Podía ser eso razón suficiente para que se sintiera tan impresionada, como si acabara de recibir un golpe en pleno plexo solar? Aquello no tenía nada que ver con cualquier estúpida fantasía que él hubiera podido tener acerca de permanecer leal al recuerdo de aquellos escasos días que habían pasado juntos. Ella no lo había sido, entonces, ¿por qué habría de haberlo sido él?

Mal había levantado en brazos a la niña antes de que terminara de bajar los escalones, y en ese momento le estaba diciendo:

– Creí haberte dicho que te quedaras en el cercado, donde yo pudiera verte, ¿no?

Su amonestación quedaba suavizada por la ternura con que le acarició la cabeza antes de bajarla al suelo.

Luego se dirigió a Copper, adoptando una expresión indescifrable:

– Al fin -le dijo de manera inesperada-. Te estaba esperando.

Por un instante, Copper tuvo la sensación de que, después de todo lo sucedido entre ellos, Mal se refería a que la había estado esperando durante aquellos largos siete años.

– ¿A mí? -musitó, esforzándose por no mirarlo.

Su rostro era justo como lo recordaba; relajado, tranquilo pero fuerte, de rasgos bien definidos, con unos labios que en reposo casi parecían severos, pero que en cualquier momento podían esbozar una inesperada sonrisa. Copper jamás había olvidado aquella sonrisa.

Pero en aquel momento Mal no estaba sonriendo. Los años habían dejado su huella en las arrugas que rodeaban su boca, y en sus ojos brillaba una mirada de desconfianza. Copper pensó que parecía cansado, y fue en ese mismo instante cuando recordó que la madre de Megan había muerto. No resultaba sorprendente que Mal ofreciera aquel aspecto tan huraño, tan severo.

– Llegas tarde -le estaba diciendo él, aparentemente inconsciente de la turbación que la asaltaba-. Hace por lo menos cuatro días que te espero.

¿Le había dado su padre la fecha exacta de su encuentro con ella cuando le escribió?, se preguntó asombrada Copper, pero antes de que pudiera decir algo, Megan informó a Mal tirándole de la manga de la camisa:

– Se llama Copper.

Un tenso silencio siguió a aquellas palabras. Copper pensó que, al menos, Mal debía de ser capaz de recordar su nombre. Llevaba gafas oscuras y un diferente corte de pelo, pero seguía llamándose igual.

– ¿Copper? -repitió Mal con tono inexpresivo, sin dejar de mirar a su hija.

– No es un nombre de verdad -explicó Megan-. Es un apodo.

En ese instante Mal miró a la joven, pero la expresión de sus ojos castaños resultaba inescrutable. ¿Realmente se había olvidado de ella? Cooper no pudo evitar sentir una punzada de resentimiento.

– Me llamo Caroline Copley -declaró, satisfecha de su tono de voz práctico, casi profesional; al menos había dejado de balbucear-. Esperaba encontrarme con Matthew Standish.

– Yo soy Matthew Standish -repuso Mal con tono tranquilo.

– ¿Tú? Pero… -se interrumpió, asombrada y azorada a la vez.

– ¿Pero qué? -Mal arqueó una ceja.

Copper se preguntó qué podía decirle. Difícilmente podía acusarlo de no conocer su propio nombre, y silo hacía tendría que recordarle que ya se conocían de antes. Copper tenía su orgullo, ¡y moriría antes que recordarle a un hombre que en cierta ocasión había hecho el amor con ella!

No recordaba haberle dicho su verdadero nombre, ni tampoco haberle preguntado por el suyo. Quizá él había llegado a decirle su apellido, pero si ése era el caso, no podía acordarse. Sólo recordaba el contacto firme y cálido de sus manos en su piel, y la extraña sensación de felicidad que la había asaltado cuando caminaba descalza por la arena de la playa, mientras se dirigía a su encuentro…

– ¿Pero qué? -preguntó de nuevo Mal, insistente.

No la recordaba. No lo atormentaban los recuerdos. El corazón no le latía acelerado ante el pensamiento de lo que una vez habían compartido. Simplemente seguía allí, tranquilo e impertérrito, esperando a que aquella forastera ruborizada contestara a su pregunta.

– Nada -respondió Copper. Consciente de que todavía se estaba agarrando al poste de la veranda, lo soltó precipitadamente-. Quiero decir, yo… yo esperaba encontrarme con un hombre mayor, eso es todo.

– Siento haberte decepcionado -repuso Mal con un tono en el que Copper creyó detectar cierta diversión-. Para ser sincero, yo tampoco esperaba encontrarme con alguien como tú.

Su expresión no había cambiado, y ni siquiera la sombra de una sonrisa había asomado a sus labios, pero de alguna manera Copper tuvo la sensación de que se estaba burlando de ella. Confundida, sin saber si sentirse dolida o aliviada de que Mal no la hubiera reconocido, levantó la barbilla.

– ¿Ah, sí? -exclamó casi de forma agresiva-. ¿Cómo era la persona que esperabas entonces?

Mal la observó de arriba a abajo con irritante detenimiento. Desde su ruborizado rostro, de tensa expresión detrás de sus gafas de sol, hasta su figura esbelta destacada por su elegante chaqueta de lino, sus piernas bronceadas y sus pies enfundados en sandalias de cuero, con las uñas pintadas de rojo.

– Digamos que esperaba a alguien de aspecto más… práctico -explicó al fin.

– Yo soy muy práctica -le espetó Copper, ardiendo de indignación bajo su escrutinio.

Mal no respondió nada, sino que mantuvo la mirada fija en las uñas pintadas de sus pies y la joven tuvo que dominar el impulso de esconderlos. Evidentemente, pensaba que ella era una chica de ciudad que no tenía idea alguna de cómo era la vida en el interior. Tal vez fuera una chica de ciudad, pero desde luego era una mujer muy práctica, una mujer de negocios, y ya había llegado la hora de que se comportara como tal, en lugar de seguir temblando como una colegiala. Que se hubiera encontrado con un hombre al que había conocido fugazmente hacía siete años constituía una sorpresa, una coincidencia, pero nada más.

– Me doy cuenta de que, en este momento, tal vez no parezca tan eficiente como suelo ser -afirmó con frialdad-, pero este viaje ha sido más largo de lo que pensaba en un principio, y la carretera se encuentra en un estado verdaderamente deplorable.

– Deberías haber venido en autobús -dijo Mal después de lanzar una rápida mirada a su coche, más apropiado para la ciudad que para el campo-. Habría enviado a alguien a recogerte.

Copper lo miró sorprendida. Su padre le había escrito para decirle que su hija viajaría a Birraminda para negociar el acuerdo en su lugar, pero ella ciertamente no había tenido la impresión de que mostrara tanto entusiasmo por sus planes como para tomarse la molestia de ir a recogerla. ¿Acaso su padre había malinterpretado su reacción al conocer sus proyectos?

– Creía que sería mejor conservar una mínima independencia -repuso Copper con tono altivo, incómoda ante la expresión de disgusto que se dibujaba en los rasgos de Mal.

– Ya tenemos demasiadas personas independientes en Birraminda. Y tampoco vas a necesitar el coche mientras estés aquí -de repente esbozó una mueca de amargura-Puedo asegurarte que no hay ningún sitio a donde ir.

– Bueno, eso es verdad -asintió Copper-. ¡Pero no pensaba quedarme aquí para siempre!

Por un instante, una extraña expresión apareció en los ojos de Mal, para desaparecer casi de inmediato.

– Me doy cuenta de ello -bajó la mirada a Megan, que se abrazaba confiadamente a sus piernas, y le acarició la cabeza-. En todo caso, no puedo decir que no me haya alegrado de verte -añadió, como si de pronto se hubiera acordado de algo -Megan, ¿querrás decirle al tío Brett que termine el trabajo sin mí, por favor?

La niña asintió con gesto solemne y se marchó corriendo. Mal se la quedó mirando con ternura, y Copper lo observó a su vez, conmovida, recordando que una vez la había mirado de la misma forma a ella.

Cuando Mal se volvió, de nuevo adoptó su anterior expresión cerrada, distante. Quizá algún día Cooper pudiera olvidar su breve encuentro amoroso. Pero, obviamente, él ya lo había hecho.

– Será mejor que entres -le dijo, subiendo los escalones y haciéndola retroceder.

Su instintivo movimiento defensivo no pareció sorprenderlo, y Mal no hizo comentario alguno. Su mirada seguía tan impasible como siempre, pero a Copper no se le escapó el carácter burlón de su gesto cuando le abrió la pantalla del mosquitero, como si supiera exactamente la gran confusión que sentía… y su temor de que el más ligero contacto suyo suscitara en su memoria una avalancha de recuerdos.

Con la cabeza bien alta, Copper entró en la casa. Todo estaba oscuro, silencioso. El interior era mucho más amplio de lo que había imaginado, con varios pasillos que partían del vestíbulo de entrada, y evocaba un sombrío encanto que no se había esperado en un lugar tan apartado de la civilización.

Mal la condujo a una inmensa y desordenada cocina, con salida a la veranda trasera. Por la ventana, Copper alcanzó a ver un patio sombreado por un viejo árbol del caucho, rodeado por una serie de edificios, un molino y dos enormes tanques de agua. A un lado corría un arroyo, flanqueado de árboles cargados de estridentes cacatúas y un poco más lejos, se distinguían unos prados verdes, extraordinariamente exuberantes comparados con la llanura árida que se perdía en el horizonte.

Dejando su sombrero encima de la mesa, Mal se acercó al fregadero y llenó una tetera.

– Pues… sí, gracias -Copper se quitó las gafas de sol y se sentó en una silla.

En varias ocasiones, quizá más de las que le habría gustado admitir, había soñado con volver a ver a Mal. Sus fantasías solían versar sobre un sorpresivo encuentro, durante el cual sus rostros se iluminaban de alegría al reconocerse. Algunas veces se lo había imaginado abriéndose paso entre una multitud, dirigiéndose hacia ella, tomándola de las manos, envolviéndola en aquel mismo hechizo que habían compartido la primera noche que se conocieron. O se lo había imaginado mirándola intensamente a los ojos mientras le explicaba que había perdido su dirección y pasado los siete últimos años recorriendo Inglaterra y Austral ja intentando localizarla.

¡Lo que no había imaginado era que Mal se comportaría como si nunca en toda su vida la hubiera visto antes, mientras le ofrecía tranquilamente una taza de té!

Suspiró, desolada. Quizá eso fuera lo mejor. No debía olvidar que estaba allí para firmar un acuerdo de vital importancia. Sus brillantes ojos verdes descansaron en la espalda de Mal mientras ponía al fuego una vieja tetera esmaltada. La seguridad de cada uno de sus gestos la impresionaba. Deslizó la mirada por sus hombros anchos y sus estrechas caderas, y de repente recordó las ocasiones en que lo había acariciado. Era como si todavía pudiera saborear la textura de su piel bajo los dedos, seguir la curva de su espalda y sentir la tensión de sus músculos en respuesta a su contacto.

Pero aquellos recuerdos le dolían y, suspirando profundamente, cerró los ojos con fuerza. Volvió a abrirlos justo en el momento en que Mal se volvía y atravesaba la cocina, mirándola.

Copper deseó desviar la mirada, soltar un ligero comentario y echarse a reír, pero no pudo. Estaba como hipnotizada por aquellos ojos castaños, mientras sentía el pulso acelerado del corazón latiéndole en las sienes. ¿Por qué se había quitado las gafas de sol? Sin ellas, se sentía desnuda, vulnerable. Sus propios ojos siempre habían resultado embarazosamente transparentes. Con sólo mirarlos, Mal sabría que todavía sentía un incómodo cosquilleo en las manos ante el recuerdo de su cuerpo; que durante todos aquellos años, a pesar de que él la hubiera olvidado, sus besos seguían atormentando sus sueños.

Mal le dejó la taza de té sobre la mesa y Cooper desvió la mirada con un sobresalto, azorada.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó, mirándola extrañado.

– Sí -respondió Copper, horriblemente consciente del tono histérico de su voz-. Estoy un poquito cansada, eso es todo.

Mal sacó una silla y tomó asiento frente a ella.

– No estarías tan cansada si hubieras tomado el autobús -repuso mientras servía el té en dos tazas.

Copper se irguió en su asiento, indignada. De hecho, había pensado en realizar el trayecto en autobús, pero eso habría significado cuarenta y ocho horas de viaje para llegar al pueblo más cercano… ¡lo cual no era precisamente una buena fórmula para llegar fresca como una margarita!

– ¿Ah, sí? -le espetó-. ¿Cuánto tiempo hace que no viajas en autobús?

– Hace años -reconoció Mal, esbozando una media sonrisa-. Ahora que lo dices, creo que la última vez que viajé en autobús fue cuando estuve en Europa… hace ya mucho tiempo.

«Siete años», se dijo Copper. Por un aterrador momento temió haber expresado ese pensamiento en voz alta, pero se tranquilizó al advertir que Mal seguía tomando tranquilamente su té. Parecía relajado y contenido, algo pensativo quizás, pero desde luego no parecía un hombre al que le preocupara excesivamente el pasado. ¿Cómo reaccionaría si le dijera que ella sabía exactamente cuánto tiempo había estado en Europa? Oh, sí, podría decírselo: «te recuerdo de aquel entonces. Pasamos tres días haciendo el amor en una playa». Esa sería una buena forma de impresionarlo con su actitud práctica y profesional ante la vida.

– Oh -se limitó a exclamar al fin.

Se arriesgó a lanzar otra mirada a Mal, que parecía absorto en la contemplación de su té como si estuviera reflexionando sobre un insuperable problema. Copper podía ver las arrugas de tensión que se le dibujaban alrededor de los ojos, y de pronto se preguntó si su esposa habría muerto recientemente. ¿Cómo habría sido la mujer que había compartido su vida y concebido a su hija? Inmediatamente se avergonzó de sí misma por preocuparse tanto por el pasado y por si Mal la recordaba o no. Mal tenía cosas más importantes en que pensar que en una chica a la que había conocido en una playa siete años atrás. Todo lo que tenía que hacer era olvidar aquel fugaz y mágico episodio y fingir que era una completa desconocida para él. Era fácil.

Pero eso no evitó que el corazón se le acelerara de repente cuando Mal levantó la mirada de su té y la sorprendió observándolo.

– ¡Qué… qué bonita cocina! -exclamó con tono ligero, lo primero que se le había ocurrido.

– Siento que todo esté tan desordenado -se disculpó Mal-. Durante esta temporada hay mucho trabajo en la granja y todo está manga por hombro en la casa desde que se marchó Kim. Necesitamos un ama de llaves que lo arregle todo.

– Me doy cuenta de ello -repuso Copper, apartando la mirada de los platos sucios que llenaban el fregadero.

– ¿Habías estado antes en el interior? -le preguntó bruscamente Mal.

Copper dejó su taza de té sobre la mesa. Tenía la incómoda sensación de que el interrogatorio estaba empezando.

– En realidad, no -respondió cautelosamente. Su padre le había advertido que Mal no se había sentido impresionado por la idea de que una empresa de la ciudad organizara selectas excursiones de turismo rural, así que sabía que tendría que esforzarse por convencerlo-. Un par de excursiones en Flinders Ranges, eso es todo.

– En otras palabras -suspiró Mal-, no tienes ninguna experiencia significativa sobre lo que es esto.

– Yo no diría eso -repuso Cooper con frialdad. Había organizado rutas turísticas durante más de cinco años, aunque ella misma no había guiado a los grupos. Su trabajo era estrictamente administrativo-. No necesito ser Cocodrilo Dundee, ¿verdad? -añadió, lanzándole una mirada de desafío-. Tengo experiencia más que suficiente para realizar mí trabajo, ¡y no creo que tenga necesidad de domar toros o hacer ese tipo de cosas!

– Tienes razón -observó Mal-. Pero necesitas tener algún conocimiento de lo que hacemos aquí.

– Me doy cuenta de ello -admitió Copper, tensa-. Esa es una de las razones por las que he venido, después de todo. Quiero aprender tanto como pueda sobre la vida de la granja.

Por un instante un brillo de sorpresa se dibujó en los ojos de Mal.

– Puede que te resulte terriblemente aburrido -le advirtió.

– Yo jamás me aburro -observó con firmeza ella.

– Eso espero -repuso Mal, no muy convencido.

– No tengas ninguna duda -Copper decidió que ya era hora de derivar aquella conversación hacia el tema de los negocios-. Espero ver todo lo posible de Birraminda -afirmó, bastante satisfecha con su tono de voz.

– Veremos lo que se puede hacer -le dijo Mal, mirándola de una forma tan extraña que consiguió alarmarla-. De cualquier forma -continuó-, ya estás aquí, así que tendremos que hacer un esfuerzo. Si estás preparada para ponerte al tanto de todo, entonces estoy seguro de nos las arreglaremos.

Copper se dijo que aquellas palabras no parecían muy estimulantes, pero al menos no se había negado a colaborar.

– Por mí bien -afirmó, resuelta.

Mal la miró fijamente por un momento con expresión impenetrable, y casi de inmediato pareció relajarse.

– Estupendo -dijo y, justo cuando menos se lo esperaba Copper, esbozó una sonrisa que la conmovió.

«Sólo es una sonrisa», se dijo desesperada, intentando sobreponerse a su efecto, al irresistible y devastador encanto de aquel simple gesto, que transfiguraba completamente sus rasgos…

– Me disculpo por no haber sido muy amable contigo-le estaba diciendo en aquel instante-. Durante las últimas semanas hemos recibido la visita de muchas chicas que se marchaban inmediatamente a su casa porque no aguantaban la vida que llevamos aquí… Por eso me he mostrado un tanto cínico, pero si realmente quieres llegar a conocer Birraminda y no le tienes miedo al trabajo duro, entonces me alegro de que hayas venido -la miró de nuevo con una extraña intensidad-. Me alegro mucho -añadió con tono suave, y le tendió la mano.

Pero Copper no lo estaba escuchando. Todavía estaba concentrada en controlar su respiración. Se recordó que había ido allí por un asunto de negocios. Nunca lograría convencer a Mal de que era una verdadera profesional si se derretía de placer cada vez que lo veía sonreír. Era absolutamente estúpido que su sonrisa la afectara de esa manera, sobre todo cuando había decidido enterrar los recuerdos que conservaba de Mal. Era peor que estúpido; resultaba patético.

Concentró su mirada en Mal, que a su vez la estaba observando algo sorprendido por su expresión, y se le encogió el corazón al ver su mano tendida a través de la mesa que los separaba. No podía ignorarla. Ahora no tendría más remedio que tocarlo ¡Era lo último que le faltaba!

Intentando sobreponerse, Copper le estrechó la mano diciéndose que sólo era un gesto simbólico de su trato de negocios.

Pero cuando los dedos de Mal se cerraron sobre los suyos, todos los sentidos de Copper se agudizaron ante aquel mágico contacto. Sí, era una especie de magia, pensó de manera incoherente. Sentía cada línea de su palma, cada pliegue de sus dedos, y veía su rostro con una nueva claridad que revelaba cada detalle: sus largas y espesas pestañas, su cabello, la leve cicatriz que tenía en la mandíbula… Copper podía recordar haber delineado esa cicatriz, podía recordar exactamente el contacto de su cálida, áspera mejilla bajo sus labios…

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