Capítulo Once

Jake sentó a la madre de Annie en el porche frontal y le dio un pañuelo de papel. También Eunice y Alma May tenían los ojos brillantes y se hablaban en susurros mientras observaban los adornos de la iglesia. Las bodas y cuando una mujer daba a luz un hijo. Ambos tipos de acontecimientos eran los que despertaban mayores emociones en las mujeres de Forever.

Jake observó a las dos señoras mientras pensaba en cómo estaría Robin vestida novia. ¿Y cómo reaccionarían su madre y su abuela si al año siguiente aparecía Robin con un bebé? ¿Cómo les sentaría haberse perdido la boda y tener directamente un nieto?

¿Cómo reaccionarían cuando descubrieran que él era el padre? Tragó saliva. De repente, se sintió como un traidor. Se había acostado con su niña y quizá la hubiera dejado embarazada sin casarse con ella.

Alma May se dio cuenta de que él las estaba mirando y esbozó una sonrisa. Jake se sintió culpable.

Se pondrían furiosas con él y con razón.

¿Y Robin? Se sentían muy orgullosas de su pequeña, que había salido de Forever y había hecho carrera. ¿Qué pensarían de su comportamiento?

Muchas mujeres tenían bebés fuera del matrimonio en aquellos tiempos, pero Eunice y Alma May eran muy tradicionales. Sobre todo, porque se habían pasado toda la vida en Forever.

Se enfadarían y se sentirían heridas. Jake nunca haría daño a Eunice ni a Alma May. Tampoco se lo haría a Robin ni permitiría que Robin se hiciera daño a sí misma.

No si él podía impedirlo.

Jake miró al pasillo central de la iglesia, fijándose en que Robin y Annie estaban haciendo los últimos preparativos en el vestíbulo. Acompañar a la madre de la novia era el último deber de Jake antes de que comenzara la ceremonia. Luego tendría que irse a la primera fila y ponerse al lado de Derek.

Tomó aire y, con decisión, dejó su sitio y fue hacia la parte trasera de la iglesia. Robin le estaba quitando a Annie las arrugas del vestido.

– Jake, no deberías estar aquí -empezó a decir Robin.

La música del órgano cambió y Jake consultó el reloj.

– Me quedan dos minutos. Necesito hablar contigo -aseguró él, agarrándola del brazo para apartarla de Annie.

– ¿Ahora?

– ¿Ahora? -repitió Annie.

– Lo siento, Annie, pero créeme que no lo haría si no me quedara más remedio.

– ¿Qué pasa, Jake? -los ojos de Robin se abrieron de par en par.

– He estado observando a tu abuela.

– ¿Por qué? ¿Está enferma? -preguntó Robin, girándose para mirar al fondo de la iglesia.

– No, Robin, está bien -Jake hizo una pausa-. ¿Te has dado cuenta de lo contenta que está porque se casa Annie?

Robin simplemente asintió.

– ¿Has pensado alguna vez cómo se sentiría si te casaras tú?

Robin dejó de asentir bruscamente.

– ¡Jake! No puedo creerme que estés haciendo esto…

– Robin…

– Quizá estaría bien que nosotros…

– Robin…

– Pero es el día de Annie y Derek. Vuelve a tu sitio…

– Lo siento, Annie -volvió a excusarse con ella-. Robin, ¿te has parado a pensar lo que le vas a hacer a tu familia?

– Sí.

– Creo que no lo has hecho.

– No me importa lo que creas.

Jake dio un suspiro profundo.

– Robin, si apareces el verano que viene con un hijo mío en los brazos…

Annie abrió los ojos de par en par.

– …quiero que el niño lleve mis apellidos. Quiero que tú lleves mis apellidos.

– ¿Un niño? -preguntó Annie sorprendida.

– Pues no voy a hacerlo -contestó Robin.

– Por favor. Por tu madre y por tu abuela, cásate conmigo ahora. Ya resolveremos lo demás después.

– Jake, me voy a marchar.

– Sé que ya tienes el billete de avión. Haz lo que quieras mañana, pero cásate conmigo ahora. Pasemos juntos esta noche y luego, si vuelves con mi hijo, tu madre y tu abuela no se enfadarán contigo. Ni conmigo. Hazlo por ellas, Robin.

Annie los miró completamente asombrada.

– Lo siento, Annie -repitió Jake por tercera vez-. ¿Te importaría? ¿Le importaría a Derek?

– ¿Que os caséis con nosotros?

– Sí.

– No -aseguró Annie, que agarró las manos de Robin-. Hazlo, Robin.

Robin miró a Annie durante unos segundos.

– Tenemos una iglesia llena de amigos -añadió Jake-. Hay un sacerdote, flores y hasta tienes un ramo -dijo, señalando las rosas amarillas que tenía en las manos-. Te amo, Robin, pero te juro que dejaré que te vayas.

Robin abrió la boca y la cerró sin decir nada. Luego volvió a abrirla. El sacerdote se estaba dirigiendo hacia ellos en ese momento y el padre de Annie también estaba llegando al vestíbulo.

– Cásate, Robin -la animó Annie con ojos brillantes-. ¡Un hijo, Dios mío! ¿Tú y Jake? Es maravilloso.

– Por favor, Robin -le rogó Jake.

El sacerdote se asomó.

– Tenemos que empezar.

– ¿Robin?

Annie asintió vigorosamente y apretó las manos de Robin.

– Jake, tenemos que… -repitió el sacerdote, haciendo un gesto hacia Derek, quien probablemente estaba empezando a ponerse nervioso.

Jake miró a Robin suplicante y con los ojos llenos de amor.

Robin asintió.

– ¿Sí?

Robin volvió a asentir.

Jake se volvió hacia el sacerdote.

– ¿Puede casar a dos parejas?

El ministro lo miró de hito en hito.

– ¿A dos parejas? -preguntó el padre de Annie.


– ¿Dónde has estado? -le preguntó Derek a Jake en voz baja, cuando este se puso a su lado-. Creí que me ibais a dejar aquí los dos, la novia y el padrino.

Jake soltó una carcajada.

Derek se colocó el cuello.

– Estaba empezando a parecer que os ibais a escapar los dos juntos.

– ¿Es lo que pensaste?

– No, claro que no.

– Siento que te hayas preocupado.

– Yo no estaba preocupado, pero sí todos los demás. ¿Qué ha pasado?

– Robin y yo también nos vamos a casar -le explicó Jake con expresión de satisfacción.

– ¿De verdad? ¿Cuándo?

– Ahora.

En ese instante, el sacerdote llegó al altar y del órgano comenzó a sonar la marcha nupcial.

– ¿Qué quieres decir con ahora? -añadió.

– Que ahora, ya.

Robin y Annie comenzaron a caminar por el pasillo central, ambas agarradas al padre de Annie.

– Espero que no te importe -dijo Jake, aunque estaba tan feliz que no le importaba mucho lo que pensara su amigo.

– Claro que no me importa, pero me debes una.

El sacerdote se aclaró la garganta y Jake se calló y se puso a mirar a Robin mientras se acercaba por el pasillo. Aunque llevaba un vestido más sencillo que el de Annie, su ramo era más pequeño y no llevaba velo, era la que más llamaba la atención de las dos.

– ¿No está preciosa? -susurró Derek, refiriéndose a Annie.

– Claro que sí -respondió Jake, mirando a Robin.

– Señoras y señores, nos hemos reunido hoy aquí para unir no a una, sino a dos parejas.

Hubo murmullos y exclamaciones. El padre de Annie se apartó y Jake agarró las manos frías de Robin. Esta tenía los labios y las mejillas pálidas. Jake la miró a los ojos, tratando de relajarla con una sonrisa.

Estaban haciendo algo que era bueno para su hijo.

Eunice se levantó y se acercó a Robin, abrazándola entre lágrimas. Los ojos le brillaban de felicidad.

Luego se volvió a colocar en su sitio, en el banco de la segunda fila, y se puso una mano temblorosa sobre el pecho. Desde allí, miró a Jake y luego a su hija de nuevo mientras soltaba una débil risita.

Robin miró a Jake, quien la apretó contra sí y le dio un pañuelo.

– Queridos…


La voz del sacerdote y el olor de las flores, junto con la luz de las velas iluminando todas aquellas caras conocidas, hicieron creer a Robin que estaba en otra dimensión.

Tenía que ser un sueño.

Debía ser un sueño.

Pero las manos que agarraban las suyas eran calientes, fuertes y peligrosamente reales. Y la sonrisa de Jake era increíblemente carnal. Sus labios eran firmes y sensuales. Sus ojos sonreían y brillaban del modo que tanto le gustaba a ella.

Si aquello no era un sueño, era lo más absurdo que le hubiera pasado nunca… y eso era bastante decir, dada su vida llena de todo tipo de aventuras.

Apretó las manos de él para probar. «Sí, eran reales», pensó.

Jake le apretó a su vez las suyas con un mensaje de que todo iba a ir bien. Y Robin, sin saber por qué, de repente lo creyó. En medio de toda aquella locura surrealista, él era como un ancla. Igual que lo había sido quince años antes.

Jake era el chico que había callado lo sucedido entre ellos para protegerla. El que le había salvado la vida, la había abrazado y le había declarado su amor. Era el hombre que iba a tomarla por esposa para protegerles a ella y a su hijo, a pesar de saber que el matrimonio nunca sería real. A pesar de que ella se iba a ir al día siguiente.

– Te amo -le susurró Jake.

Robin abrió los labios y se emocionó al darse cuenta de que había estado a punto de decirle que ella también.

Había estado a punto de decirle que lo amaba porque así era. Porque lo amaba.

Amaba a Jake.

– ¿Jake? -dijo el sacerdote-. ¿Tomas a Robin por esposa?

– Sí, la tomo.

– Robin, ¿tomas a Jake por esposo?

– Sí -contestó ella con una voz apenas audible.

– Los anillos.

Jake sacó el par de anillos de oro y diamantes de Annie y Derek. Al darse cuenta de que no tenía anillo para Robin, su rostro adquirió una expresión de profunda tristeza.

Alguien se movió en la fila de detrás de ellos. Un murmullo se oyó en toda la iglesia y Jake miró hacia atrás, confundido. Robin se volvió en el momento en que su abuela se levantaba y, con una sonrisa tierna, se acercó a ellos.

Al llegar a su lado, limpió una lágrima de emoción del rostro de Robin.

– Siempre supe que volverías a casa -dijo conmovida.

Se volvió hacia Jake y lo miró un segundo. Luego, con un movimiento lento, se quitó el anillo que llevaba en el dedo derecho.

Robin sintió un nudo en la garganta e hizo un gesto negativo con la cabeza, pero las palabras no salieron de su boca.

Jake puso una mano sobre Alma May para que no siguiera.

Ésta sonrió y una lágrima brilló en sus ojos sin edad.

– Es nuestro regalo. Son las primeras pepitas de oro que se encontraron en Forever y que hicieron florecer la ciudad. Pero ahora tienen otro cometido.

Robin contempló el pequeño anillo que la abuela puso en la palma de la mano de Jake. Había oído la historia muchas veces. Su abuelo había encontrado las pepitas en el río, al Norte de Forever, y eso había sido lo que había hecho que la ciudad naciera. Luego puso las pepitas en un anillo de boda para demostrar a los padres de Alma May que era un hombre con recursos.

– ¿Continuamos? -preguntó el sacerdote.


El anillo de oro brilló en el dedo de Robin mientras Jake la metía en volandas en su casa. El hotel del pueblo no tenía nada tan moderno como una suite nupcial y, además, Jake quería hacer el amor con Robin en su propia cama.

No sabía qué hacer con el regalo de Alma May. No quería devolvérselo porque sería un mal augurio para su matrimonio, pero tampoco quería fingir.

Dejó a Robin en el suelo y tocó el anillo.

– Jake…

– Calla.

– Es todo tan…

– Esta noche no -dijo, poniendo un dedo en sus labios-. Esta noche eres mi esposa.

– Pero…

– Sólo te pido esta noche.

Robin asintió y Jake esbozó una sonrisa.

– Bésame -susurró.

Y Jake obedeció antes de llevarla a su dormitorio, donde le hizo el amor. Aquella cama estaba sobre la tierra que su abuelo había trabajado y su matrimonio había sido bendecido por el anillo que el abuelo de Robin había forjado. Al principio, hicieron el amor de un modo dulce, pero conforme la luna galopaba hacia la mañana, la necesidad y la pasión aumentaron.

Jake abrazó a Robin en la oscuridad y luchó por olvidar que el día que estaba en camino se la llevaría de su lado.

– Te amo -susurró Robin.

Al oír aquello, Jake descubrió que el anillo no había sido en vano. Y entonces supo que finalmente podría dormir tranquilo.


Lo amaba. Al levantarse de la cama donde Jake dormía, se puso una mano temblorosa sobre la boca.

Se golpeó las rodillas con la mecedora y se sentó bruscamente.

Durante aquellas dos semanas que llevaba en Forever, había sucedido algo terrible. Era una locura o quizá una especie de hipnosis.

¿O quizá sencillamente el destino?

Ella había ido allí solo para ver a su familia, pero había vuelto a encontrarse con Jake, había hecho el amor con él y finalmente se habían casado.

Y en ese momento, se daba perfecta cuenta de que estaba enamorada de él y de que quería quedarse allí. En realidad, quería olvidarse de su otra vida, meterse en la cama con su marido y quedarse abrazada a él para siempre.

Movió la cabeza y se balanceó en la mecedora con el corazón encogido por el miedo. Si no salía de allí en las próximas horas, se quedaría atrapada y nunca conseguiría escapar.

Jake se movió en la cama y extendió un brazo, como si la buscara. Luego, aún dormido, frunció el ceño.

Robin se quedó inmóvil por unos instantes, hasta que finalmente se atrevió a levantarse.

«Ahora o nunca».

Recogió rápidamente el vestido de novia, su ropa interior, sus medias y fue de puntillas hacia la puerta. Pero no salió, sino que, con la mano en el pomo, miró a Jake y no pudo evitar un sollozo. Luego se puso la mano en la boca, temerosa de despertarlo.

Porque no quería despertarlo, ¿verdad?

Por un momento, sintió ganas de que se despertara y de que la detuviera. Deseó que la atrapara Con aquella sonrisa sensual que estaba segura la haría perder el vuelo.

Lo miró conteniendo el aliento. Luego cerró los ojos para no verlo y buscó en su interior la fuerza necesaria para irse.

Concentración. Meta clara. Apisonadora.

Tenía que hacerlo.

– Adiós -susurró en voz baja.

Le tiró un beso y se fue sin hacer ruido.


Dos horas después, a la luz gris del amanecer, el hidroavión se posaba en el pequeño muelle. Robin sintió el aire fresco sobre sus brazos desnudos.

Nunca se sabría si al piloto le resultó rara aquella mujer del muelle, que no llevaba más que un pequeño bolso. Pero ella tenía su billete y él tenía un horario que cumplir.

Robin no dejaba de girar compulsivamente el anillo de su abuela en su dedo. No era una idea agradable el devolvérselo y, Jake tenía razón, era mejor que su familia pensara que estaban casados.

Jake tendría que inventarse una historia para explicar por qué había abandonado finalmente el pueblo. Robin sabía que lo haría. Podía confiar en él.

Excepto en lo referente a su corazón. Sin darse cuenta, se puso una mano sobre el pecho. No podía permitir que Jake le robara el corazón. Había prometido dejarla ir, había prometido…

– Estamos listos, señorita -dijo el piloto, sacándola de sus pensamientos.

La puerta del hidroavión se abrió despacio y Robin se puso rígida. Al girarse para ir hacia la puerta, notó algo con el rabillo del ojo.

Al ver que era Jake, le dio un vuelco el corazón.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí, con la camisa desabrochada y despeinado.

El sol se asomó por el horizonte, silueteándolo sobre un fondo naranja. Jake cuadró los hombros y la miró fijamente a los ojos. Estaba furioso.

«¡Me lo prometiste!», deseó gritar ella. Pero su rostro estaba helado y sus cuerdas vocales no le respondieron.

Por un segundo, pareció que iba a sujetarla. Robin contuvo el aliento y esperó, pero Jake se quedó quieto.

Jake había prometido dejarla marchar y ella tenía que irse. Era muy sencillo.

– ¿Señorita? -dijo el piloto.

Robin se volvió hacia el hidroavión y asintió muy seria. Luego subió las estrechas escaleras.

No había nada más que decir.

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