Al parecer, no se podía confiar en los bancos de semen.
Robin Medford dejó el último número del The New England Journal of Medicine en el respaldo del asiento que tenía delante. En ese momento, el hidroavión se inclinó a la izquierda y en la ventanilla apareció la ciudad de Forever.
Como era costumbre, el piloto sobrevoló la pequeña ciudad, situada en la ladera de la montaña y bordeada por las aguas cristalinas del río del que había tomado el nombre. Luego sobrevoló el ayuntamiento para determinar la dirección del viento, según las banderas de Canadá y de Yukon que mecía la brisa de la soleada tarde.
Robin dio un suspiro y se recostó en el respaldo de su asiento. Le había impresionado el leer la cantidad de errores que se cometían en los laboratorios debido a la negligencia de los médicos y los técnicos.
Después de tres días leyendo toda la información que había llegado a sus manos, había decidido que los bancos de esperma no eran el modo más aconsejable para que su hijo comenzara su existencia. Y eso reducía bastante sus posibilidades, aunque no impedía necesariamente sus planes.
Iba a tener que quedarse embarazada a la manera tradicional. Encontrar un espécimen prometedor, elegir un día fértil y ponerse manos a la obra. Cosa que podía llegar a convertirse en un placer.
Después de todo, pensó, había hecho el amor con Juan Carlos en Suiza, en el campamento base del Monte Edelrich hacía dos años. Y no había sido tan complicado. De hecho, el examen de medicina había sido mucho más difícil que lo de Juan, y mucho más arriesgado, si no recordaba mal.
Podría hacerlo de nuevo para tener un hijo. Con Juan no, por supuesto. Aparte de estar al otro lado del mundo, era demasiado narcisista y vanidoso como para ser un buen candidato a padre.
El piloto inclinó el hidroavión sobre una arboleda de álamos y tomó la dirección paralela al río.
Hacía mucho tiempo que Robin no visitaba la pequeña ciudad en la que había nacido. Quince años para ser exactos.
Hacía quince años que había terminado la carrera y se había marchado de allí, buscando aventuras. Había decidido construirse una vida más allá de aquella comunidad aislada, situada trescientas millas al norte de la autopista de Alaska, justo en el borde de los territorios del noreste.
Y lo había conseguido.
Estaba contenta con su carrera profesional, gracias a la cual había conocido bastantes países. En esos momentos, estaba completando el círculo y, por primera vez, volvía a su casa. Se quitó los auriculares y se pasó la mano por el cabello para arreglárselo a la vez que el hidroavión llegaba al dique gris. Aquella ciudad había sido fundada por un grupo de mineros. Después se había mantenido viva gracias al turismo y a los muebles fabricados con los árboles de los bosques cercanos. Las calles seguían siendo polvorientas, los edificios sólidos y los imponentes y salvajes alrededores seguían desafiando a los novecientos cincuenta habitantes que allí vivían.
El avión se detuvo y, al abrirse la puerta, ella levantó las manos para protegerse del ataque de los muchos mosquitos y moscas que había en aquella zona.
Pero a pesar de los insectos, estaba encantada de volver a su hogar. Estaba impaciente por ver la cara de asombro de su abuela cuando se diera cuenta de que todos sus familiares y amigos habían ido a celebrar su septuagésimo quinto cumpleaños.
Robin pasaría cinco días de vacaciones antes de incorporarse a su nuevo trabajo en Toronto. Le alegraba mucho haber ido, pero sabía que también se alegraría de marcharse después de aquellos cinco días.
Incluso entonces, Forever seguía siendo una ciudad muy aislada. No había carreteras que llevaran hasta allí ni tampoco existía ningún aeropuerto. La única forma de ir era en barco o en hidroavión.
Además, tenía planes de ser madre y necesitaba ir donde hubiera hombres. Hombres de verdad. Inteligentes y a los que les gustara el sexo.
Se levantó y el piloto la ayudó a salir al muelle. El hombre era bajo, más que ella. Robin esbozó una sonrisa y le dio las gracias antes de bajar.
El haberse enterado de los riesgos que conllevaban los bancos de esperma terminaría yendo a su favor. Si lo pensaba, le parecía lógico querer conocer al padre biológico de su futuro hijo. Una mujer podía conocer mucho más de una persona a través de una conversación y la observación, que a través del frío archivo de una clínica.
Apoyó una mano en su abdomen y sonrió mientras ponía los pies sobre la calle River Front. Por lo que había leído, a los treinta y dos años estaba en una buena edad para quedarse embarazada sin peligro. Se había asegurado un buen puesto de trabajo en una bonita ciudad y se había apuntado a las listas de espera de las mejores agencias de niñeras y de guarderías disponibles.
Todo estaba en orden. Lo único que necesitaba era encontrar al hombre adecuado y compartir con él unos veinte minutos.
Jake Bronson oyó el motor del Beaver desde su escondite, entre el Café Fireweed y el supermercado. Se caló su sombrero Stetson sobre la frente y se echó hacia atrás, tratando de pasar desapercibido.
Normalmente no era ningún cobarde, pero desde que su amigo Derek Sullivan había colocado aquel absurdo anuncio en los periódicos de todo el país, las mujeres de Forever habían declarado la veda abierta sobre él. Y no porque quisieran casarse con él, no. O por lo menos, él no lo creía.
Estaba completamente seguro de que las tres proposiciones que había tenido la semana anterior habían sido solo bromas. Pero Annie Miller se dirigía en ese momento a la calle principal, con un aspecto demasiado decidido para el pobre Jake. Annie llevaba un vestido de verano demasiado elegante para la tarde de un sábado normal.
Jake no tenía intenciones de volver a ser la víctima de otra inocentada, así que se quedó inmóvil, mirando a Annie con el rabillo del ojo y respirando silenciosamente. De repente, al oír un gruñido detrás de él, dio un respingo y se puso rígido, temiéndose lo que llegaría a continuación.
Luego se oyeron unos ladridos a través del estrecho pasillo que amenazaban con poner en peligro su intento de pasar desapercibido. Su corazón dio un vuelco al darse la vuelta y ver al perro lobo esquimal que estaba a un metro de él.
– Hola, Dweedle -saludó al impresionante animal.
– ¿Qué demonios haces aquí en la sombra, Jake? -quiso saber Patrick More.
Jake se puso un dedo en los labios, mandándole callar e hizo una seña hacia Annie, quien estaba ya a solo unos metros de distancia.
Patrick miró hacia la calle y, al ver a la chica, esbozó una sonrisa que iluminó su cara de rasgos duros.
– Va muy elegante, ¿no? -susurró el hombre.
– Eso es lo que me preocupa -contestó Jake.
– He oído que ha estado cocinando toda la mañana. ¿Crees que va a tratar de impresionarte con sus artes culinarias?
– No quiere impresionarme. Quiere avergonzarme -respondió Jake, quien bajó la cabeza para que el sombrero le tapara la cara.
– Se ha desviado -anunció Patrick.
– ¿Hacia nosotros?
– No, hacia el muelle. ¡Oh, caramba!
– ¿Qué?
– Ahora sí que merece la pena mirar.
– ¿Qué pasa?
– No me importaría que ella contestara a un anuncio mío -fue la respuesta de Patrick, que estiró los hombros y se metió la camisa por la cinturilla del pantalón.
– Tú no has puesto ningún anuncio.
Jake miró hacia donde le decía su amigo y notó un escalofrío. Una mujer alta y rubia estaba saludando a Annie. Llevaba unos vaqueros ceñidos y una chaqueta de colores vivos. La chaqueta la tenía abierta y revelaba debajo una camisa blanca de punto.
Incluso a esa distancia, Jake se sintió sobrecogido ante la belleza de su perfil. Su pelo de color arena brillaba al sol y su alegre risa parecía iluminar la polvorienta calle. Por un instante, deseó con toda su alma que esa mujer hubiera contestado a su anuncio.
Pero aquello era ridículo, claro, porque el anuncio que había puesto Derek no especificaba dónde vivía Jake.
– No sabía que Annie tuviera amigas como esa -comentó Patrick, quitándose el pelo de la frente.
– ¿Por qué no te acercas para que te la presente? -le preguntó Jake, deslizando la vista por el cuerpo de la explosiva rubia.
– Creo que es lo que debería hacer. ¿Vienes?
– Es toda tuya, Patrick -contestó Jake, fingiendo una indiferencia que no sentía.
Esperaría a la noche para enterarse en el Café Fireweed de todo lo relacionado con aquella misteriosa mujer. Annie podía seguir con la idea de hablarle y no tenía ninguna intención de ponerse en ridículo. Y tampoco pensaba demostrar el más mínimo interés por la guapa desconocida. Se imaginaba perfectamente cuál sería la reacción de la mujer si se enteraba del anuncio de Derek.
Se estremeció. De ninguna manera. De momento, volvería al rancho y terminaría sus tareas, tal y como tenía pensado hacer.
Robin oyó unos golpes de martillo que llegaban hasta el porche trasero de la casa de su madre. Estaba descansando mientras su cuñado leía un cuento a sus sobrinos y la abuela se echaba una pequeña siesta.
Robin estaba asombrada de lo que habían crecido sus sobrinos desde la última Navidad. Normalmente los veía dos veces al año en la casa de campo que tenía su hermana en Prince George: en Navidad y en verano.
Esbozó una sonrisa y se sentó en una mecedora de madera. La abuela, sin embargo, parecía que no había cambiado nada. Cuando la había abrazado poco antes en el salón, Robin se había sentido como si de nuevo tuviera dieciocho años.
La casa era la misma y el jardín también, pensó mientras paseaba la mirada por el terreno que dominaba el jardín de su madre. Luego se detuvo en el granero nuevo de la propiedad adyacente. Eso sí que había cambiado.
Se preguntó cuánto tiempo haría que los Bronson se habían ido y recordó su taller de reparación de coches antiguos. Los nuevos propietarios habían tirado el viejo edificio y lo habían sustituido por uno de dos pisos. En vez de las chapas de metal, ahora había sacos de arena bien ordenados y heno para alimentar a las decenas de caballos que pastaban tranquilamente.
En ese momento, un hombre, desnudo de cintura para arriba, salió del granero. Llevaba un cinturón de herramientas de cuero sobre los vaqueros y un martillo en la mano derecha. Tenía el torso brillante por el sudor y aquello resaltaba sus fuertes músculos. Un sombrero de vaquero le ocultaba parte del rostro.
«Magnífico», fue la palabra que se le ocurrió inmediatamente. Si alguna vez se decidiera a tener relaciones sexuales por placer, en vez de pensar en el embarazo, ese sería el tipo adecuado para ella.
Observó al hombre unos segundos y, de repente, frunció el ceño.
Se trataba de Jacob Bronson.
Se sintió como si le hubieran aplastado el corazón contra las costillas antes de poder respirar de nuevo. Nunca había creído que volvería a verlo.
El hombre se quedó quieto de repente, como si hubiera notado su perfume. Entornó los ojos y miró directamente hacia el porche.
No pudo verla. Era imposible que la viera entre las sombras. Y aunque pudiera, jamás la reconocería a esa distancia y después de quince años.
¿Entonces por qué aquellos ojos azules parecieron traspasar el alma de Robin?, se preguntó con un estremecimiento.
No quería recordar. Se negaba a permitir que los humillantes recuerdos la invadieran de nuevo. Había logrado olvidarse de todo aquello desde el día en que había salido de allí y no quería recordarlo en esos momentos. No había ninguna razón…
Aquello había ocurrido quince años antes. La noche antes de terminar la escuela, cuando los veintiún veteranos del Instituto de Forever cumplían con la tradición del solsticio de verano en la playa. Se hacía a media noche, en el momento en que el sol se hundía brevemente en el horizonte y el agua se oscurecía lo justo para preservar la decencia.
El rito era privado y se hacía a diez millas de la ciudad en un lugar al que se llegaba por una carretera polvorienta que se abría en la orilla del río y que permitía a los nadadores ver si se aproximaban visitantes.
Robin había conseguido dejar a un lado sus miedos aquella noche y se había ido con sus compañeras a la playa, a la zona de las chicas.
Tímida y poco decidida, en comparación con sus compañeras, había tardado un rato en armarse de valor y darse cuenta de que los mosquitos de la orilla eran mucho más peligrosos que desnudarse y sumergirse en las gélidas aguas.
Una a una, las chicas se habían ido reuniendo con los chicos. Todavía podía recordar las risas y los gritos sobre el fuego de la hoguera. Esta daba un color anaranjado a los arbustos del trozo de tierra que separaba las dos playas. Hasta su amiga Annie se había ido hacia la playa principal.
Robin caminó por la suave arena y se abrazó los hombros fríos. Estaba comportándose como una estúpida, se dijo. Parecía que todos se estaban divirtiendo y los chicos no estaban aprovechándose de la situación.
Robin dio dos brazadas hacia las voces y trató de ver lo que hacían antes de aproximarse más. Quizá pudiera unirse a ellos de una manera discreta.
Vio primero a Rose y luego a Seth y Alex, que la estaban salpicando. Annie y otras chicas estaban agrupadas en una zona poco profunda y reían alegremente.
Un mosquito picó a Robin en el cuello y ella se dio una palmada, pero entonces sintió otra picadura en la oreja. Sacudió la cabeza y, como si se hubieran pasado la señal unos a otros, fue rodeada de repente por los zumbantes insectos. Robin se sumergió bajo el agua y se alejó de la orilla.
Cuando salió a la superficie, la rodearon de nuevo los pequeños insectos. Se hundió de nuevo en el agua y buceó, alejándose de donde estaba y de las voces y las risas. Salió cuando sus pulmones no aguantaron más.
Entonces tomó aire profundamente. Los mosquitos ya no estaban, pero la corriente la había atrapado y la había llevado lejos de la playa de las chicas. Robin pensó que habría sido mejor haberse quedado en casa.
Se puso a nadar. Era una buena nadadora, pero avanzaba lentamente en medio de aquellas frías aguas. Le sería más fácil al lado de la orilla, donde la corriente era más débil, pero se acordó de los mosquitos y se mantuvo alejada de los arbustos que daban abrigo a los cisnes.
Su pie golpeó una rama oculta bajo el agua. Fue un dolor intenso y agudo, que le hizo dar un grito. Entonces se puso en pie, pero inmediatamente sintió que empezaba a hundirse en el lodo. Con un estremecimiento, volvió a ponerse a flote, tratando de no pensar en las sanguijuelas.
Comenzó a nadar rítmicamente, pensando en su enorme toalla y en la furgoneta de Annie. Se alejó un poco más de la orilla. Su pie volvió a golpear un árbol caído. Dio una brazada, pero su tobillo de repente se enredó en un grupo de ramas que tiraron de ella hacia debajo del agua.
¡Lo que le faltaba! Se puso a flote rápidamente y trató de liberarse de las ramas. Se torció el tobillo en el intento y dio un grito sofocado.
Notó el zumbido de un mosquito al lado de la oreja. Lo esquivó y luego, con mucho cuidado, tocó las ramas que tenía debajo con el otro pie. Estaban cubiertas de lodo. En un momento dado, notó un algo sólido y se apoyó en ello con alivio, tratando de mantener el equilibrio con los brazos.
Le dolía un poco el pie que tenía atrapado, pero estaba segura de que no era nada serio. Además, como el agua estaba muy fría, era como si se hubiera puesto hielo. Lo movió hacia la izquierda y no sintió nada. Lo hizo hacia la derecha, y tampoco.
Bajó la mano por la pierna hasta encontrar las ramas. Se dio cuenta de que no podría agarrarlas sin hundir la cabeza, así que se sumergió y tiró de la rama que la tenía atrapada con todas sus fuerzas.
La rama no se dobló ni se quebró. Robin sacó la cabeza y se limpió los ojos.
¿Debería pedir ayuda? ¿No sería el momento más divertido de su último año?, pensó, imaginándose a los ocho muchachos nadando alrededor de ella desnudos, tratando cada uno de ser el héroe que la liberara. Robin se estremeció.
¿Cuánto tiempo tardaba una persona en sufrir una hipotermia, estando inmersa en agua helada? No podía recordar lo que su manual de primeros auxilios decía. Como normalmente recordaba todo, se preguntó si aquello sería una señal de que su cerebro se estaba congelando.
Pero seguramente estaba exagerando, se dijo. A pesar de que empezaba a tener carne de gallina y a sufrir escalofríos, estaba segura de que no corría un peligro inminente de congelación.
Se sumergió una vez más y usó las dos manos para liberar su pie. Pero cuando salió a la superficie, se dio cuenta de que no había conseguido nada y soltó una maldición.
– ¿Necesitas ayuda?
Casi dio un grito al oír la voz masculina que oyó a su espalda.
Al volverse, descubrió que se trataba de Jacob Bronson. Un muchacho larguirucho y de hablar lento, que procedía de una de las familias más pobres de la localidad. Llevaba siempre unos vaqueros demasiado cortos y faltaba a clase más de lo que iba porque tenía que trabajar en un terreno miserable que su padre llamaba granja.
– Oh -exclamó ella.
Era bastante evidente que necesitaba ayuda y no pensaba que Jacob fuera peligroso. Quizá intentara algo, pero también lo harían Seth o Alex, si les diera la oportunidad.
A ella la llamaban la Princesa de Hielo por sus aires distantes y la manera en que mantenía a raya a los chicos. Lo cual se debía más al miedo que al hecho de que se sintiera superior. Y en ese momento, no le faltaban razones para tener miedo, ya que no era difícil imaginar lo que podría presumir cualquiera de los muchachos al haber tocado las nalgas desnudas de Robin Medford al intentar salvarla.
Así que decidió que era mejor que ocurriera sin audiencia y con un chico discreto. Aunque pensaba que incluso Jacob rompería su silencio para hablar del acontecimiento.
Pero fue en ese momento cuando vio que Jacob iba a tocar con sus grandes manos sus piernas desnudas.
Ella miró nerviosamente sus ojos azul oscuro. El chico no se estaba riendo de ella, ni tampoco la miraba con deseo. De hecho, parecía verdaderamente preocupado. Ella tragó saliva.
Su voz tembló al contestar a su pregunta.
– Sí, por favor.
Las manos de Jacob tocaron su tobillo con suavidad. Su mejilla estaba muy próxima al ombligo de ella, bajo el agua.
Robin miró hacia el cielo pálido, donde una luna en cuarto menguante trataba de brillar a pesar del sol de medianoche que flotaba sobre las lejanas montañas. Ella trató de fingir que aquello no estaba sucediendo.
La mejilla de Jacob rozó su vientre. Robin respiró hondo mientras notaba una extraña sensación a lo largo de sus caderas. La presión de la rama del árbol disminuyó por un instante, pero luego volvió. Robin sintió de nuevo el dolor.
– Lo siento -dijo Jacob después de salir a la superficie.
Ella hizo un gesto negativo.
– No te preocupes.
Robin se daba cuenta de que él estaba tratando de ser amable. Al ver su torso desnudo, se preguntó si no sería mejor sufrir un ataque de hipotermia. Nunca iba a poder olvidarse de aquello.
– Voy a tener que… -comenzó a decir él.
– ¿Qué?
Robin no quería que Jacob pidiera ayuda.
– Bueno, entonces tendré que… -el chico se pasó la mano por el cabello-… abrazarme a tu pierna y…
– ¿Y qué hay de malo? -preguntó ella aliviada.
Estaba empezando a preocuparse ante el hecho de que Annie pudiera acercarse, buscándola.
– Pero date prisa -añadió.
– De acuerdo. Lo siento.
Entonces se sumergió de nuevo.
Robin notó cómo la brisa fresca acariciaba su cabello húmedo. Pero también el calor de los fuertes brazos de Jacob que se metieron… ¡entre sus piernas! Robin abrió los ojos de par en par.
Los hombros de Jacob rozaron los muslos de Robin y ella volvió a sentir un escalofrío. Sentía como… como…
Cerró los ojos mientras todo su cuerpo parecía agitarse de deseo. Las manos de él agarraron su tobillo y sus hombros se flexionaron tentadoramente. Luego, de repente, el cuerpo de Jacob se elevó, pegado al suyo, tratando de salir a la superficie.
El muchacho se quedó completamente inmóvil, mirando intensamente hacia detrás de ella, hacia los arbustos de color oscuro de la orilla. Robin vio las gotas de agua que colgaban de sus pestañas densas y sintió calor y vergüenza. Sin darse cuenta, separó los labios.
De repente, no tenía prisa por liberarse. Quería que Jacob se frotara contra sus piernas de nuevo. Le gustaba el tacto de su piel bajo el agua.
Jacob la miró a los ojos con deseo por un breve instante, antes de sumergirse de nuevo. Ya no intentó tener cuidado en no tocarla, sino que agarró su tobillo con todas sus fuerzas, a la vez que las ramas. Sus hombros, su pelo y su cuello se rozaron alternativamente con la parte interior de los muslos de Robin y luego un poco más arriba.
Ésta sintió las rodillas flojas y tuvo que hacer un esfuerzo para mantener el equilibrio. Se agarró a los poderosos hombros de él y, al sentir la fuerza de sus músculos, se sintió segura. Allí, con un pie enredado en las ramas, desnuda dentro del río y frotándose contra Jacob Bronson, se sintió más segura que en toda su vida.
Las viejas y gastadas ropas del chico escondían un magnífico cuerpo y ella, incapaz de resistirse, acarició la parte superior de sus brazos. Tocó sus abultados bíceps mientras la mejilla de él estaba pegada a su muslo.
Y mientras el mundo de Robin se redujo entonces a aquel roce, sintió que el pie quedaba libre.
Cuando él comenzó a subir lentamente, las manos de ella se movieron a la vez, sin dejar de agarrarlo, y diciéndose que era para no caerse.
Lo miró a los ojos y notó por primera vez su barba incipiente. Había un gran contraste entre la de él y la de los otros chicos de la clase, que apenas tenían vello. Él era realmente guapo y Robin se preguntó cómo no se habría dado cuenta de ello antes.
Las manos de él se cerraron suavemente alrededor de su espalda y Robin se dio cuenta de que tenía los pechos fuera del agua, expuestos a los ojos ávidos de él. Se estremeció, pero no hizo intento de cubrirse. Se oyó el aullido de un coyote y la respuesta de sus cachorros.
Jacob iba a besarla. Ella veía el deseo en sus ojos. Finalmente, el deseo se transformó en determinación y el muchacho se inclinó hacia delante.
Ella subió la cabeza y los labios fríos de él rozaron los suyos, calentándoselos. Luego, se abrieron, igual que los de Robin, y la lengua de él entró en su boca. Sabía a menta y olía ligeramente a loción de afeitado, debilitada por el agua del río.
Los brazos de él la agarraron con fuerza y ella apretó los dedos sobre sus músculos, desesperada por estar más cerca. Notó que él se agarraba al lecho del río, para que no le llevara la corriente. Era fuerte y seguro.
Jacob la levantó y apretó su cuerpo desnudo contra el de él. Ella se agarró a su cuello y comenzó a enredar las piernas alrededor de la cintura de él. Se dijo que para no caerse.
Robin notaba el murmullo del río, pero apenas se daba cuenta de nada que no fueran las sensaciones que notaba en su interior. Un tumulto de sensaciones que luchaban por abrirse a lo desconocido.
Cuando Jacob se separó, ella se sintió desagradablemente abandonada. Pero entonces Jacob la besó en el cuello y agarró sus nalgas. Ella apretó la cadera de él con sus rodillas.
– ¿Robin? -dijo él con voz ronca.
Jacob acarició su cabeza y la apretó contra su hombro.
– No quieres que suceda, ¿verdad?
– ¿El qué?
¿De qué demonios estaba hablando? Ella lo deseaba más de lo que había deseado antes nada en su vida. Era completamente suya. Jacob era hermoso y valiente. Era el chico… no, el hombre que siempre había esperado.
– Robin -repitió él-, tenemos que parar.
– No -protestó ella, acercando la cabeza a su hombro y lamiendo las gotas de agua de su piel. Era delicioso.
Él gimió y se apartó para mirarla fijamente a los ojos. Había en su mirada inteligencia y determinación.
– Sé que no quieres que ocurra.
Jacob la estaba rechazando.
Robin negó lentamente con la cabeza, en un intento de detenerlo.
Cuando él habló de nuevo, su voz sonó implacable.
– Eres Robin Medford y yo soy Jacob Bronson. Así que sé que no quieres que esto suceda.
Ella sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y golpeó los hombros de él con los puños cerrados.
Porque tenía razón.
Y porque a la vez estaba equivocado.
– ¿Robin?
Le costó unos segundos darse cuenta de que esa voz pertenecía al presente y no al pasado.
Robin levantó la mirada y vio aquellos mismos ojos de color azul oscuro.