Era una chica preciosa. El reloj de pared marcaba las tres de la tarde y la cama de Tessa estaba bañada en la luz de la tarde. Mike había asomado la cabeza por la puerta tres o cuatro veces durante la mañana, pero se había encontrado a Tess durmiendo profundamente todo el tiempo. Estaba en una habitación individual del hospital, pequeña y cómodamente amueblada, de ventanas que daban a un jardín con verdes prados al fondo.
Esa vez, ella abrió los ojos cuando él entró, pestañeó dos veces e intentó sonreír mientras se lo quedaba mirando como si quisiera adivinar quién era él.
Aquél era un Mike diferente al de la noche anterior. No tenía por qué dudar de su palabra, y menos después de la forma en que la había tratado, pero en ese momento…
Con la ropa limpia, el ondulado cabello negro cepillado hasta casi estar en orden, la bata blanca sobre los pantalones de vestir y el estetoscopio asomándole por el bolsillo, era un médico al cien por cien. Sin embargo, tenía la misma actitud que ella recordaba. Se detuvo en la puerta y sonrió, y Tess se vio forzada a devolverle la sonrisa.
Y luego su mirada se dirigió sorprendida al enorme basset-hound que entró con él a la habitación como si tal cosa.
– ¿Despierta, por fin? -preguntó y la sonrisa se amplió más mientras se dirigía a su cama intentando no apreciar su belleza tanto como lo hacía-. Bienvenida al mundo de los vivos, señorita Westcott -dijo con ojos cálidos y chispeantes. ¿Qué tal está ese hombro?
– Parece bien -dijo ella, sin quitarle los ojos de encima a Strop-. Conque realmente había un perro -dijo-. Pensé que era parte de mi pesadilla.
– ¿Qué, Strop? -rió Mike- Strop no es una pesadilla. Está firmemente plantado en la realidad. Tanto, que si se acerca más a la tierra tendremos que ponerle ruedecitas.
– ¿Tienes un perro en el hospital?
– Es un perro de hospital. Tiene un diploma de control de esfínteres y comprensión. Pruébalo.
Strop levantó la vista hacia la cama. Sus enormes ojos tristes miraron a Tess con melancolía. Sacudió el rabo levemente con la misma cara de pena.
– Ah, ya veo -se rió Tess-. Hace que cualquier paciente se sienta mejor inmediatamente, como si ellos no fuesen los únicos que se sienten mal y es imposible que se sientan tan mal como él.
– Basta de Strop -dijo Mike, de broma-. Me quita protagonismo todo el tiempo. El brazo, señorita Westcott, ¿cómo está?
Tess lo movió para probar e hizo un gesto de dolor.
– Yo no me preocuparía por él. Está magullado, pero está bien. Debes de haber encajado el húmero inmediatamente, de lo contrario me dolería mucho más que esto.
– El húmero… -dijo Mike. La noche anterior le pareció que ella tenía conocimientos de obstetricia, y en ese momento…- ¿Eres enfermera, entonces?
– No -sonrió ella, lo cual fue como un rayo de sol-. Adivina otra vez.
– ¿Fisio? ¿Osteópata?
– Mejor, médico.
– ¡Médico! -se la quedó mirando.
– Las mujeres pueden serlo -dijo ella con ligera burla-. En los Estados Unidos estamos a un cincuenta por ciento. No me digas que eres de los que mantienen a la mujer sojuzgada.
– No, pero… -Mike recordó los extravagantes tacones de aguja rojos. Allí mismo estaban, colocados uno al lado del otro bajo la cama junto a Strop. ¿Médico?
– Y los médicos pueden ponerse lo que quieran -le dijo ella, siguiendo con la suya su mirada. En un instante se dio cuenta de lo que él pensaba-. No tenemos por qué llevar zapatos negros con cordones cuando nos dan el diploma, así que mejor será que se le quite esa cara de azorado, doctor Llewellyn, ahora mismo.
– No. Es verdad -inspiró profundamente y logró esbozar una sonrisa-. ¿Eres un médico en ejercicio, entonces?
– Correcto. Trabajo en urgencias en Los Ángeles.
– Entonces, tendré que hacer buena letra -dijo, recuperándose de la sorpresa-. Los médicos son los peores pacientes -trató de sonreír-. Da casi tanto miedo tratarlos como a los abogados -se sentó en la cama junto a ella, tratando de hacer caso omiso a la sensación de intimidad que sentía. ¡Cielos! Si se sentaba en las camas de todos los pacientes-. ¿De veras que tu hombro está bien?
Tessa lo movió cuidadosamente contra las almohadas y volvió a hacer una mueca de dolor.
– Me duele -admitió-. Pero está claro que ha encajado perfectamente.
– ¿Me dejas ver?
– Claro.
No había motivo para que no lo hiciera. No había motivo tampoco para que ella se ruborizase mientras él le aflojaba la bata del hospital y le examinaba la magulladura del hombro y el brazo con delicadeza.
– ¿Puedes moverlo completamente? -le preguntó mientras palpaba suavemente sin quitarle los ojos de la cara.
– Puedo, pero no quiero.
– No te culpo -sonrió él-. Dentro de un día o dos estará realmente bien. Puede que no tengas ganas de moverlo mucho, pero vivirás -declaró finalmente, tapándola con la sábana.
Era un gesto que hacía todos los días de su vida profesional, pero de repente ese gesto era muy, pero que muy diferente. Íntimo. Se puso de pie y descendió la vista hasta la chica en la cama, luchando por mantener la sonrisa.
– Puede que sientas ganas de vivir después de lo que has dormido -dijo finalmente, haciendo un esfuerzo por parecer normal y desprendiéndose de las extrañas sensaciones que sentía. Su sonrisa se hizo más profunda-. Quince horas seguidas no está nada mal.
– Creo que no he dormido nada desde que me enteré de que el abuelo había desaparecido -admitió, haciendo una mueca de pena-. Y dormir quince horas ahora, cuando tendría que estar allí afuera buscando al abuelo…
– No hay necesidad de que tú lo busques, Tess. La policía y los lugareños ya se ocupan de ello, y lo están haciendo a conciencia.
– Sin embargo, yo conozco la granja. Conozco los sitios a los que le encantaba ir.
Mike suspiró. Era duro. Terriblemente difícil. Pero dar una mala noticia a la familia era algo a lo que estaba acostumbrado.
– Tess, tu abuelo tiene problemas en la válvula mitral y fibrilación atrial -dijo con delicadeza-. Hace más de cuatro días que falta. Lo que yo supongo es que… El terreno de su granja es bastante quebrado y hay muchos sitios donde un cuerpo podría estar durante meses sin que lo encontrasen. Tu abuelo tiene ochenta y tres años. Si ha salido al desierto y tenido un ataque al corazón… lo que yo supongo es que es eso exactamente lo que ha sucedido. Su camioneta está en la casa, había dejado las cabras encerradas y a Doris a punto de parir. Si se hubiera ido de viaje, se habría ocupado de buscar quien cuidase de ellos.
– Ya lo sé -dijo Tess. Elevó la vista hacia él. Toda traza de su adorable sonrisa había desaparecido. Era obvio que estaba preocupada-. Lo que no sabía era que estaba enfermo del corazón.
– ¿Te has puesto en contacto con él últimamente? Me daba la impresión de que no estaba en contacto con su familia.
– Mi padre y él no se llevaban bien -dijo débilmente, mientras trataba de asimilar la información que Mike le había dado. Se dio la vuelta, miró por la ventana, luchando por recuperar la compostura y habló como si lo estuviese haciendo consigo misma-. Papá y el abuelo se pelearon y mi padre se fue a los Estados Unidos cuando tenía veinte años. Allí conoció a mi madre y se quedó. Se murió cuando yo tenía dieciséis, sin siquiera volver aquí.
– Lo siento.
– Mi padre siempre se opuso a que yo volviera, pero era un cabezota y… el caso es que era tan obcecado que me hizo preguntarme si el desacuerdo no sería culpa suya. Así que cuando murió… mi madre dijo que yo tenía que conocer mis raíces, así que me mandó para que me quedara. Pasé unas vacaciones de verano aquí con mi abuelo. Me quedé durante tres meses, al acabar la escuela.
Debió haber sido cuando él se había ido a estudiar medicina, pensó Mike, si no, la recordaría.
– Desde entonces, nos hemos mantenido en contacto -prosiguió Tess-. Yo le escribo con frecuencia y él también, y ahora lo llamo todos los sábados. Parece que cuanto más viejo se hace, más cerca nos sentimos el uno del otro. Es como si finalmente reconociera que necesita una familia. Bueno, el caso es que cuando no respondió al teléfono aunque llamé un montón de veces, me puse en contacto con la policía y me dijeron que había desaparecido. Así es que me vine.
Había ido. Había recorrido medio mundo para ocuparse de su abuelo. Vaya pedazo de nieta.
– Pero… no sabía que tenía problemas de corazón -dijo despacio-. No sé por qué no me lo ha dicho. ¿Es muy grave?
– Supongo que no ha querido preocuparte. Ha estado tomando digoxina y está mucho más controlado, pero si ha estado haciendo esfuerzos sin tomar sus medicinas y si se ha alejado demasiado de la casa… -dudó, pero no había forma de disfrazar la verdad o hacerla más digerible-. Ha llegado a tener un pulso de ciento veinte y sin la digoxina o aspirina… Mi esperanza es que llegado el momento el corazón haya dejado de latir tranquilamente y haya tenido un final rápido. Eso es lo que él hubiera querido.
– Sí, pero…
Pero… Pero ellos no lo sabían. No sabían si él se había muerto rápido. Ninguno de los dos mencionó la alternativa, pero el pensamiento del viejo sin ningún tipo de ayuda en medio del campo muriéndose lentamente flotó entre ellos como una nube negra.
– El sargento Morris y muchos lugareños han registrado la granja -le dijo Mike-. Yo también he estado allí. Hemos buscado en todos los sitios en que se nos ha ocurrido que puede estar y no hemos encontrado nada, Hemos dado voces, llamándolo. Si hubiese estado vivo, habría respondido. Puede que se encuentre en un sitio en que no hayamos buscado, pero nos tiene que haber oído.
– Si ha tenido un ataque al corazón, no. Si no puede emitir la voz, tampoco -se le quebró la voz y la desesperación la ahogó-. Mike, necesito mirar. Necesito ir a buscarlo yo. Hay sitios… un sitio en especial…
– ¿Sí? ¿Es un sitio que la policía habría encontrado?
– Pensé en él durante todo el viaje hacia aquí -dijo ella, negando con la cabeza-. El abuelo me lo mostró cuando estuve aquí y habló de él como si fuese un verdadero privilegio que me lo enseñase. Era su secreto. Es una cueva…
– ¿En las sierras?
– Sí. Recuerdo que estaba en el límite de la granja, donde las sierras comienzan a hacerse más escarpadas. No recuerdo mucho más. La verdad es que ni recuerdo en qué dirección era. No había forma de explicárselo a la policía por teléfono. Y cuando llegué a la granja anoche, pensé lo estúpido que era hacer semejante viaje sólo por una corazonada. Las cosas han cambiado y mi memoria me está jugando una mala pasada. Quizás… quizás no sea capaz de encontrarla o quizás ahora es accesible y alguien ya ha buscado allí. Pero he venido por ello. Quiero cerciorarme, hacer mi pequeña contribución a la búsqueda -suspiró y volvió a mirar tristemente por la ventana-. Sé que mi padre y el abuelo se peleaban mucho, pero el abuelo veía el mundo de una forma muy parecida a la mía -luego sonrió un segundo nada más-. Mi padre y yo también peleábamos mucho.
– No me digas. ¿Tu padre también era pelirrojo?
– Y un carácter que iba con él. Mi padre era capaz de decir las cosas más imperdonables. Y el abuelo era… es pelirrojo también.
– Comprendo -dijo él. Pero no comprendía nada. La miró confuso. Aquella extraordinaria mujer había recorrido medio mundo para buscar un abuelo que probablemente estuviese muerto. Tenía un buen trabajo en los Estados Unidos. ¿Habría hecho lo correcto?
– Cuento con el apoyo de mi madre -dijo Tess rápidamente-. Ella siempre se ha sentido mal porque mi padre no había vuelto a Australia. Me ha pagado la mitad del billete.
Mike se pasó la mano por el pelo mientras pensaba. Tess había hecho el viaje para buscar a su abuelo, pero la sola idea de que ella recorriese el desierto sola era impensable. E incluso si encontrase a su abuelo sola… pues, eso era más impensable todavía.
Finalmente Mike asintió, pasando las páginas de su agenda mentalmente. De acuerdo. Él y Strop podían hacerlo.
– Tess, tengo que hacer unas horas de trabajo ahora -le dijo-. Come y descansa un rato. Ted ha traído tu coche con tus cosas. El ordenanza te las traerá en cuanto pueda. Ponte ropa -miró los tacones de aguja cautamente-, y calzado cómodo. Volveré dentro de dos horas y te acompañaré a la granja.
– No es necesario que lo hagas… -comenzó a decir ella, pero él la detuvo alzando la mano.
El trabajo se le había acumulado, apenas había dormido dos horas después de atender un parto largo y difícil, pero imaginarse a Tess buscando sola y que se encontrase lo que él temía era insoportable.
– Quiero hacerlo, Tess -le dijo-. Así que déjame.
Chasqueó los dedos y Strop se levantó con dificultad y se bamboleó hacia él y se marcharon.
Si se hubiese quedado un segundo más en la habitación mirando esa cara, mitad triste, mitad asustada y llena de valor, no lo habría resistido y la habría estrechado en sus brazos.
¿Dónde había quedado su profesionalidad?
– Tendría que haber rehusado su oferta de ayuda -le dijo Tess a Bill Fetson dos minutos más tarde. El enfermero de guardia del hospital había ido a ver cómo se hallaba y se la había encontrado paseándose frente a la ventana-. Mike se pasó media noche con Doris y conmigo y ¿no dijo que tenía un parto después de que me trajo aquí? ¿Qué hace, ofreciéndose a pasar horas esta tarde buscando a alguien que cree muerto?
– Le tiene cariño a su abuelo.
– Supongo…
Bill miró las emociones reflejadas en la cara de la joven, que indicaban su confusión. Era comprensible. Mike era un médico guapísimo, con una sonrisa que derretiría a cualquier chica, un perro adorable y una presencia que volvía locas a las enfermeras de Bill.
Pero aquella chica era diferente. A Bill se le ocurrió una idea. Bueno, bueno, bueno…
– ¿Le gustaría recorrer el hospital? -preguntó inocentemente. Estaba ocupado, pero algo le decía que tenía que conocer a aquella chica.
Tess se duchó y se vistió, luego exploró el pequeño hospital.
Tenía quince camas, ocho de internación y siete para casos graves. Era un pequeño hospital del desierto: eficiente, escrupulosamente limpio y era obvio que lo dirigían fantásticamente. Era casi nuevo y el hombre que se presentó como Enfermero Jefe se lo enseñó con placer.
– Todo es gracias al doctor Mike -dijo Bill Fetson con evidente orgullo mientras le mostraba a Tess el pequeño quirófano, que la dejó boquiabierta. Aquellas instalaciones eran más propias de un hospital escuela de una gran ciudad.
– Mike utilizó con los políticos todos los medios legales, y apuesto que algunos ilegales también, para conseguir este lugar, y prácticamente empujó a la comunidad para que consiguiera los fondos. Ahora tenemos este hospital. El valle nunca había tenido un servicio médico como éste.
– ¿Cuánto hace que él está aquí? -preguntó Tess.
– Tres años, pero en realidad, lleva mucho tiempo más. Mike nació en el valle y lleva luchando por esto desde antes de terminar la carrera de medicina.
– Y… -había tantas cosas que ella no comprendía-¿Siempre ha tenido a Strop?
– Strop fue un accidente -sonrió Bill-. Mike tiene un Aston Martin, el coche más moderno de toda la comarca. Cuando el vendedor se lo mostraba a Mike, no pudo frenar en una curva y atropello a Strop, que cruzaba la carretera. Y entonces, la dueña dijo que total, como era un perro estúpido, que le pusieran una inyección letal. Ya sabe que el Aston Martin es un biplaza, así que mientras el vendedor lo llevaba al veterinario, Mike lo tuvo en su regazo todo el viaje, así que cuando llegaron, no hubo caso de meterle una inyección. Así que en una misma tarde Mike se hizo con el coche más elegante y el perro más bobo de la cristiandad.
– Me está tomando el pelo.
– De ningún modo. Y, créase o no, es un perro fenomenal -la sonrisa de Bill se amplió-. Los pacientes lo adoran y todo el mundo sabe que cuando Mike hace una visita, también va Strop -hizo una pausa y se puso más serio-. ¿Y usted? Tengo entendido que se la podría considerar lugareña también. Yo no soy del valle, pero Mike dice que usted es la nieta de Henry Westcott. Y también dice que es médico…
La miró con ojos interrogantes, pero no formuló más preguntas. Todavía no.
Finalmente, cuando acabaron el recorrido, Bill la llevó a una reluciente cocina y le presentó a la señora Thompson, la cocinera del hospital, y la dejó allí para que comiese. La mujer le preparó encantada una comida.
Realmente la necesitaba. Tess comió el pastel de carne con patatas fritas y ensalada y se bebió dos grandes vasos de leche. No recordaba cuándo había sido la última vez que había comido. Quizás había picado algo en el avión, pero hacía tiempo de ello, le dijo su estómago.
Tess se sintió satisfecha por el momento, pero preguntó delicadamente si podría llevarse algo de comida a la granja. Se sentía realmente culpable por llevarse al doctor, con la cantidad de trabajo que tendría. Un solo médico para el tamaño de ese hospital estaría corriendo de aquí para allá todo el día. La señora Thompson sonrió.
– Me parece una idea estupenda -le dijo, poniendo una cesta de pic-nic sobre la mesa-. El doctor Llewellyn casi nunca para para comer y a veces se salta la comida si uno no le insiste un poco. O eso, o se come seis tostadas y tres huevos fritos a medianoche, que es lo que hace generalmente. No, querida, le pondré suficiente comida para alimentar a seis, incluyendo comida para el perro ése que tiene, si me promete que le hará comérsela.
– ¿Trabaja demasiado? -preguntó Tess con cautela.
– Lo llevan los demonios -dijo la mujer, sacudiendo vigorosamente la cabeza-. Se irá a la tumba pronto, si sigue así -luego su mirada se dulcificó-. Pero usted tiene preocupaciones más graves que el doctor Mike. Oh, querida, lamento tanto lo de su abuelo. Sólo espero… que el fin haya sido rápido.
– Gracias -respondió Tess débilmente. No sabía qué otra cosa decir.
Mike la pasó a buscar una hora más tarde.
Cuando entró en la habitación, se quedó asombrado ante la transformación. Había visto a Tess ensangrentada, cansada y dolorida, no como estaba entonces.
Tess era una belleza. Se había dado cuenta la noche anterior y también al verla dormida con la bata de hospital. En realidad, lo pensaba cada vez que la miraba.
No era una belleza clásica, sin embargo, era preciosa. En vaqueros, parecía toda piernas. O toda ojos, según dónde se mirase. Su rostro tenía esa piel pálida y delicada de las pelirrojas y como venía del invierno americano, apenas unas pecas le adornaban la nariz. Tenía la boca como un capullo, la nariz respingona y la cara era casi toda ojos, su verdor enmarcado por el rojo dorado de su cabello.
Era delgada, aunque no tanto, pensó Mike. Era justo… pues, estaba bien hecha. Era delgada donde era importante y no lo era donde era más importante todavía. Esos vaqueros y esa camiseta ajustada revelaban su figura a la perfección.
Mike tuvo que contenerse para no silbar.
– ¿Provisiones, doctora Westcott?, ¿no te han dado bien de comer en el hospital? -sonrió, levantando la cesta.
– La señora Thompson me ha dado de comer lo suficiente como para un batallón -le aseguró-, pero no me sorprendería si sintiese la necesidad de comer pronto. Siento que tengo hasta los dedos de los pies huecos.
– ¿No hay anorexia, entonces? -sonrió él- Estupendo. Me alegro de que tengas buen apetito.
– ¿Quieres una cura para la anorexia? -dijo ella- Acaba de ocurrírseme. Metes a una chica en un avión durante treinta y seis horas con comida de avión y el estómago constreñido por el miedo. Luego la arrojas entre un montón de cerditos y le dislocas el hombro. Después la haces dormir quince horas y listo: tienes una chica con buen apetito. ¡Magia, doctor Llewellyn! Creo que escribiré un artículo sobre este tratamiento maravilloso para una de nuestras prestigiosas revistas de medicina.
– Te harás famosa.
– Ya lo sé -dijo ella, batiendo las pestañas para aparentar modestia.
¡Dios Santo! Le sonrió, y ella lanzó una carcajada. Y cuando Tess Westcott sonrió, él sintió que un calor le subía desde los pies.
– De acuerdo, Tess -le dijo finalmente, sólo un ligero titubear indicando lo que sentía-. Estás descansada y has comido. ¿Te sientes con fuerzas para enfrentarte a la granja?
– Estoy lista -respondió Tess, asintiendo con la cabeza.
– Venga, pues, Strop nos espera en el coche. Vamos.
Mike pudo observar cómo la determinación reemplazaba la risa en sus ojos. ¡Cielos, qué valiente era! Sabía perfectamente con lo que se podrían encontrar.
¡Qué pedazo de mujer!
Y, de repente, no estaba seguro en lo más mínimo de estar preparado para pasar cierto tiempo con ella. Algo dentro de sí le decía que tendría que salir corriendo.
Pero había algo más que le decía que se quedase.
La granja estaba horrible. Hasta Strop, que había hecho la mitad del viaje sentado sobre la palanca de cambios y la otra mitad donde realmente quería, es decir sentado en el regazo de Tess con la cabeza asomando por la ventanilla y las orejas flameándole, parecía deprimido.
Primero hicieron una visita de cortesía a Doris. La cerda estaba demasiado ocupada con sus ocho bebés para notar su presencia. Mike observó que Jacob había seguido las instrucciones que le diera por teléfono esa mañana y el animal tenía comida y agua. Por el momento, no necesitaba nada más, excepto, quizás, un par extra de tetillas.
En la casa no había ninguna pista que les indicase el paradero de Henry. Estaba vacía, pero había indicativos de que su ocupante no tenía intenciones de irse. Había leche cortada en la nevera y, junto a la cocina, una ristra de chorizos que alguien había sacado del congelador. Llevaban allí cinco días y comenzaban a oler.
Limpiaron en silencio y Mike pensó que estaba contento de no haber permitido que Tess se enfrentase a ello sola. Sólo eran unos chorizos podridos, pero se le ocurrían tantos pensamientos terribles, y el olor a carne podrida no contribuía en nada.
– ¿Dónde buscamos? -preguntó cuando volvieron a salir, y ella sacudió la cabeza.
– No lo sé. No puedo pensar. Estoy tratando de recordar. Fue hace diez años. Es… es como volver atrás en el tiempo. Estoy confundida.
– Comamos, entonces -le dijo suavemente mirándola con preocupación. Era temprano para cenar, pero necesitaban tomar un poco de aire fresco después de la deprimente casa y Tess necesitaba recuperar la compostura antes de enfrentarse a la caminata, aunque recordase dónde tenían que ir…
Luego, después de que buscasen, quizás no tendrían deseos de comer.
Se instalaron con el pic-nic bajo un enorme eucalipto al lado del cobertizo. Tess estaba tan deprimida que se hallaba al borde de las lágrimas. Ni la presencia reconfortante de Mike y la forma en que Strop se alegró al ver los sándwiches la podían sacar de su tristeza.
El sol descendía inexorable y ella seguía sin saber dónde empezar, qué hacer. Era consciente de que Mike no quería inmiscuirse en lo que consideraba sus dominios y la dejaba decidir, y se sintió agradecida de no tener que charlar con él.
El silencio, aunque triste, le permitió pensar. No tenía hambre después de la comida de hacía dos horas y, tendida en la manta, miró cómo Mike comía mientras pensaba en cuando tenía dieciséis años y había recorrido la granja con su abuelo.
Y luego…
Mike la estaba mirando y vio el instante en que el recuerdo la golpeó, la sensación de que el sitio le era familiar.
– Mike -dijo lentamente-, puede que resulte inútil, pero creo recordar el camino. Bajamos hacia el arroyo… ya sé… es hacia el este. Es una caminata bastante larga.
– ¿Una caminata? -preguntó él, sirviendo café de un termo y alcanzándole una taza- Me parece bien. Esta merienda estuvo fenomenal, pero ahora necesitamos un paseo para bajarla y Strop decididamente necesita hacer un poco de ejercicio. Le has dado cuatro sándwiches. ¿Recuerdas todo el camino?
– No -dijo ella, negando con la cabeza e incorporándose para mirar a la distancia. Tomó unos sorbos de café mientras su mirada recorría las lejanas colinas-. No te tendría por qué pedir…
– Pídeme lo que quieras. Quiero ayudarte, ¿recuerdas? -le dijo-. Me preocupa no saber dónde está tu abuelo casi tanto como a ti -dejando la taza, se puso de pie junto a ella-. Tenía la esperanza de que si me quedaba callado lo suficiente, se te ocurriría qué hacer. Tenemos todo el tiempo del mundo.
– No es verdad.
– Esto es importante, Tess -dijo con suavidad-. Puede que haya otras cosas que hacer, pero es la vida de tu abuelo la que está en juego. Tómate todo el tiempo que necesites -se arrodilló y acarició a Strop.
Finalmente, los recuerdos volvieron.
– Ya recuerdo… -susurró ella, mirando el paisaje que los rodeaba-. Sí, era hacia el este, pero no es una caminata fácil.
– He traído una mochila -dijo él, inclinándose para meter las cosas en la cesta-. Está en el coche.
– Pero… no necesitamos provisiones. Nos llevará una hora llegar.
– Tiene equipo médico -dijo él secamente-. Por si acaso.
– Pero… ¿sigues pensando que está muerto?
– Si estaba en un lugar seguro y seco cuando tuvo el ataque… -sacudió la cabeza- ¿Quién sabe? Quizás haya entonces una posibilidad. Ojalá hubiera podido ponerme en contacto contigo cuando se montó este jaleo. Si hubiera sabido…
Tess lo miró con curiosidad.
– Debes de tener dos o tres mil pacientes como mi abuelo a tu cargo y te preocupas lo suficiente como para venir a la medianoche a soltar las cabras y ver cómo está la cerda. Te preocupas lo bastante como para rescatar un perro bobo y ridículo de la muerte, y te preocupas lo bastante como para venir conmigo ahora. Gracias -añadió simplemente.
– No -dijo él, sintiéndose avergonzado-. Si me hubiese puesto en contacto contigo, quizás podrías habérmelo dicho…
– No podría haberte explicado dónde estaba la cueva, aunque lo hubiese recordado -le dijo-. No estoy segura de poder encontrarla ahora. Pero espero que…
Ella hizo una pausa y él le tomó la mano con firmeza para tirar de ella y ayudarla a ponerse de pie. Le pasó un brazo por la cintura para inspirarle confianza y seguridad.
– Entonces, hagámoslo, Tess -le dijo con seriedad-. Tengamos esperanza.
La cueva estaba más lejos de lo que ella recordaba y cuando la encontraron los últimos rayos del sol se escondían tras el horizonte.
Fue el instinto más que el recuerdo lo que la guió, y no hubiese podido describir el camino aunque hubiese querido. Mike no dijo ni palabra y ella dejó que su mente volviera a aquella tarde en que hizo el camino con su abuelo mientras sus pies recorrían la senda automáticamente.
Y su instinto no le falló.
Contra la ladera de la montaña, cubierta de densa vegetación, había dos enormes rocas que servían de centinela a una tercera más retirada. Sólo al rodearlas, se podía ver un orificio detrás de la roca posterior. Apenas era lo bastante grande para dejar pasar un hombre.
Tess lo encontró sin decir palabra, mientras su rostro reflejaba esperanza y temor. ¿Y si su abuelo no se hallaba allí?
¿Y si lo estaba?
Strop olisqueó la entrada, con las orejas levantadas todo lo que las orejas de un basset-hound se pueden levantar. Mike miró a su perro y su cara se puso tensa. Apoyó una mano en el hombro de Tess y la empujó suavemente.
– Venga, Tess. Creo que tu abuelo puede estar aquí. Y estoy aquí contigo -dijo y la tomó de la mano.
Aunque ella lo había llevado hasta allí, dejó agradecida que él tomase las riendas. Se metió por el orificio y Mike sintió la tensión en la mano que tenía en la suya.
Dentro, la cueva era tan grande que parecía una catedral. Había una fisura en lo alto y por allí se filtraba la rosada luz del ocaso, iluminando el interior con un resplandor dorado.
Tess no perdió tiempo en admirar la belleza del lugar. Al fondo de la cueva había una cámara, seca y llena de arena, protegida de las inclemencias del tiempo y con apenas bastante luz para no resultar atemorizante. Era el sitio ideal para que un ser herido se refugiara a curar sus heridas. Se soltó de la mano de Mike y avanzó a trompicones por el irregular suelo de la gruta para llegar cuanto antes al fondo, con Mike y Strop pisándole los talones.
Y dentro encontró a su abuelo.