– Te han llamado.
Mallory Sinclair alzó la vista del complicado informe de leasing que estaba leyendo para ver a su secretaria, Paula, de pie en la puerta.
– Lo siento, no te oí llamar.
– No lo hice. Cuando Terminator llama, no hay tiempo que perder. En particular si quieres un minuto para arreglarte antes de entrar en su guarida.
Paula, la joven, hermosa y atenta secretaria de Mallory, movió las cejas de manera sugestiva, con la intención de instarla a arreglarse para ese encuentro inesperado con el socio más guapo del bufete.
Mallory recogió un bloc de notas en vez del bolso. Aunque nunca había dejado entrever sus emociones, por primera vez en sus ocho años en Waldorf, Haynes, Greene, Meyers & Latham, temblaba. Había luchado para que le dieran casos, se había enfrentado a socios veteranos por temas en los que creía y se había aferrado a su trabajo cuando otras asociadas habían abandonado, habían sido despedidas o lo habían dejado para casarse o tener familia. Era la única superviviente mujer en un campo dominado por hombres y faltaba solo un año para que la hicieran socia. No había llegado tan lejos sin confrontación y nunca había retrocedido ante una pelea. Jamás había temido trabajar con un socio o tener un punto de vista distinto. Hasta ese momento.
Al estar especializada en bienes inmuebles, jamás la había llamado el especialista en divorcios y socio del bufete, Jack Latham. Hombre sexy y letal a partes iguales… un Terminator en los juicios de divorcio. Que quisiera verla en ese momento significaba que tenía buenos motivos para ello.
Según los rumores, no creía ni en la institución del matrimonio ni en la idea del compromiso. Pero sus puntos de vista no frenaban a nadie del sexo opuesto. Todas las mujeres que trabajaban en el bufete consideraban que, de disfrutar de la oportunidad, lograrían hacer que cambiara de parecer.
Jack era afortunado de que hubiera una política contraria a los romances en el bufete, instaurada después de que una empleada hubiera presentado una querella por acoso sexual contra un socio mayor tres años atrás. El bufete había llegado a un acuerdo en los despachos, el socio fundador se había jubilado y la regla anti citas había entrado en vigor. Sin embargo, las reglas no podían frenar la imaginación y no había ni una sola mujer en el bufete, desde secretarias a pasantes, incluida la única asociada mujer, que no hubiera fantaseado con Jack Latham.
La diferencia entre Mallory y las otras mujeres del bufete era que por fuera ella no mostraba ningún interés. No podía permitirse el lujo de agrietar su fachada.
– Será mejor que te vayas -Paula suspiró de forma exagerada.
– Gracias -con el bloc bajo el brazo, salió de su despacho y avanzó por el pasillo.
Cerró los puños y descubrió que sudaba. Santo Cielo, se sentía como una adolescente en su primer enamoramiento. No podía ser. No cuando había hecho todo lo que estaba a su alcance para unirse a las filas de esa red machista y llegar a ser socia.
Incluida la supresión exterior de su feminidad. Ocultaba las braguitas y ligueros sexys de encaje bajo trajes conservadores, se cubría las uñas de los pies, que llevaba pintadas con colores vivos, con zapatos sensatos, acallaba su sentido del humor y su calidez bajo una personalidad práctica y seria. Cuando se miraba en el espejo, apenas reconocía a la persona que le devolvía el escrutinio.
Peto el próximo año iba a recoger los frutos de su sacrificio. Sería la primera mujer a la que le ofrecerían ser socia y ganaría el respeto de su padre. El hombre que había deseado un hijo y que había recibido a Mallory a cambio, al fin descubriría que era una abogada digna, a pesar de la creencia que tenía de lo contrario.
Respiró hondo. Bajo ningún concepto permitiría que una llamada de Jack Latham, su fantasía secreta, destruyera un sueño que le había costado ocho años hacer realidad. Soltó el aire. «Sí», se dijo, «puedo manejar a Jack Latham».
Se detuvo ante la puerta de su despacho para secarse las manos sobre la falda: luego llamó tres veces en rápida sucesión.
– Adelante -Indicó una profunda voz masculina del otro lado de la puerta cerrada.
Sintió un nudo en el estómago. Giró el pomo, entró en el despacho y cerró a su espalda.
Con las manos unidas a la espalda, Jack Latham se hallaba ante la ventana que daba al Empire State Building.
Los anchos hombros estaban cubiertos por un traje azul marino con finas rayas. De marra y estilo europeos, la chaqueta acentuaba su poderoso cuerpo. Presentaba una visión tan poderosa como el paisaje del exterior.
No se volvió cuando la puerta crujió detrás de ella. A Mallory no la sorprendió. Conocía el juego, del mismo modo que Jack sabía quién estaba ante el escritorio, esperando que le prestara atención. Después de todo; la había llamado. Pero reconocer su presencia de inmediato podría modificar el equilibrio de poder hacia la igualdad, algo que él no querría hacer con una asociada.
Había aprendido que no la molestara y a responder. Carraspeó.
– Disculpe, señor Latham, pero ¿solicitó verme?
Silencio.
«Es extraño», pensó. Aunque, ¿qué conocía de ese hombre? A pesar de que llevaba en el bufete más tiempo que ella, la firma alardeaba de tener setenta y cinco abogados distribuidos en tres plantas de un rascacielos. Sus caminos nunca se habían cruzado de forma individual. Hasta ese momento.
Un intento más y se largaría. Si quería llevar ese juego demasiado lejos, ya podía ir a buscarla.
– ¿Señor Latham?
Esa voz: otra vez. Más suave de lo que Jack había esperado y en contradicción con la fama de abogada dura alcanzada por Mallory Sinclair. El tono era lo bastante suave como para interesar los sentidos de un hombre, y lo bastante ronca como para evocar fantasías de noches ardientes entre sábanas frescas.
Movió la cabeza para despejar la mente. Por todo lo que había visto y oído de Mallory Sinclair, no era una mujer que inspirara visiones seductoras. Y al volverse hacia la única asociada de Waldorf y Haynes, su aspecto lo devolvió a una actitud profesional. La mujer que tenía delante era tan dura como suave su voz. Por el cabello negro recogido de forma severa, la falda excesivamente larga y la chaqueta conservadora, no tenía ni un solo rasgo del tipo de mujer que le gustaba a él.
Pero era la mujer con la que iba a estar recluido en un centro de recreo propiedad de uno de los clientes más importantes del bufete, situado a las afueras de la costa de Long Island. Y solo el Señor sabía durante cuánto tiempo.
Se aclaró la garganta y la miró a los ojos. Detrás de las gafas de montura negra, ella había entrecerrado los ojos de tal modo que él no pudo distinguir si eran azules o grises. Era evidente que la había irritado. No había tenido intención de ganarse su animadversión desde el principio ni había sido su intención menospreciarla.
Mientras esperaba que ella se presentara en su despacho, había llamado su padre para asestarle un golpe personal. Al parecer, su querida madre se había embarcado en otra aventura, esa más pública que la anterior. Y su tolerante padre finalmente había decidido abandonarla. Sintió un nudo en el estómago al pensar que su padre estaba a punto de pasar por la clase de divorcio desagradable en que estaba especializado él, pero ya era hora. El matrimonio jamás debería haber durado… casi ninguno lo hacía… y de no ser por la inagotable aceptación y paciencia de su padre, su madre ya estaría sola. Pero no le quedaba más remedio que relegar los asuntos familiares.
Se apartó de la ventana.
– Estaba preocupado -le explicó a Mallory.
– Es obvio -aferró los bordes del escritorio. -Puedo volver en un momento más conveniente. Tengo mucho trabajo en mi mesa.
Trabajo del que evidentemente él la había apartado, algo que no le gustaba. Dudó de que se sintiera más contenta cuando se enterara del motivo de esa reunión inesperada.
– No, ahora está bien. Siéntese -le indicó el sillón, un regalo de su padre cuando lo nombraron socio del bufete. Su madre ni siquiera se había molestado en asistir a su graduación en la facultad de Derecho, mucho menos reconocer sus logros profesionales.
Mallory se sentó y cruzó las piernas. El desvió la vista a la falda, que ocultaba demasiada piel, incluso para los patrones que exigía su seria profesión.
– Y bien -la voz de ella captó su atención.
«Asombroso», pensó Jack, Cuando no se centraba en los rasgos corrientes o en la ropa a medida, esa voz ronca sembraba el caos en sus nervios. Se movió incómodo en el sillón.
– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó Mallory.
– Seré breve. Tengo entendido que en este momento se concentra en un acuerdo inmobiliario, pero he decidido distribuir su trabajo para dejarla libre. Para mí.
Ella se quitó las gafas y las limpió con una toallita de papel. En el instante en que esos ojos azules se clavaron en los suyos, Jack sintió como si le hubieran dado un puñetazo. Contuvo el aliento y a punto estuvo de ponerse a toser. Alguien debería haberle advertido que esa mujer tenía unos ojos tan expresivos y magníficos. Antes de que pudiera continuar, ella volvió a ponérselas y le impidieron la capacidad de bucear en esos ojos, haciendo que se preguntara si había imaginado la profundidad y claridad de la tonalidad.
– ¿Qué quiere decir con que ha distribuido mi trabajo? ¿Nadie le mencionó que Mendelsohn Leasing solicitó que llevara en persona las negociaciones de su última adquisición de tierra?
En ese momento, se sentía inseguro acerca de Mallory Sinclair, algo que jamás había sentido con una mujer o en el trabajo. La distancia parecía la mejor apuesta.
– Le aseguro que fui debidamente informado de la situación, pero decidimos sopesar los intereses de todas las partes y la balanza se desniveló a favor de Lederman.
– Nuestro mayor cliente. Uno que ha estado subcontratando a otros bufetes, lo que nos deja vulnerables a perder una importante base económica.
De modo que estaba al corriente de todos los negocios de la firma.
– Sí. Sin embargo, en esta ocasión no hablamos de una fusión o adquisición en potencia, sino del divorcio de Lederman.
– Si usted está involucrado, hasta ahí es evidente -inclinó la cabeza. -Lo que no resulta claro es dónde entro yo. Podría elegir a cualquier asociado especializado en Derecho doméstico o familiar. No me necesita a mí.
Jack apoyó los codos en el escritorio.
– Ahí es donde se equivoca. A pesar de que evidentemente ambos desearíamos otra cosa, la necesito a usted.
Mallory Sinclair no había sido su primera elección como ayudante, pero lo habían superado en votos. Sus socios consideraban que la presencia de una mujer fortalecería la posición del bufete con el cliente y le transmitiría la voluntad de jugar duro contra la esposa, Jack no podía discutir eso. Waldorf, Haynes no podía permitirse el lujo de perder los negocios de Lederman, y asegurarse de que los eligiera a ellos para llevar el divorcio era de máxima importancia.
Tras un momento, ella suspiró.
– ¿Por qué no me explica por qué me necesita? -una pausa. -Por favor.
Jack recogió un lápiz y jugueteó con él entre los dedos.
– Es sencillo. Lederman quiere ganar. Busca un equipo de abogados que simpatice con él, como un hombre cuya mujer quiere aprovecharse de él y que no es reacia a jugar duro para conseguirlo. Y nosotros, los socios, consideramos que el mejor modo de satisfacer sus necesidades es teniendo a una abogada sentada a su lado. Y como usted bien sabe, cuando haya contacto directo con la señora Lederman, una mujer que trate con otra mujer nos brindará una fortaleza mayor. Usted podría relacionarse con ella de un modo que a mí me sería imposible.
Estuvo atento al juego de emociones que debía aparecer por el rostro de ella durante su explicación. No hubo ninguno. Fueran cuales fueren los pensamientos que tenía, se los guardó para sí misma. «Sabe jugar al póquer», pensó y sintió aún más respeto por ella. Podía ver cómo había llegado tan lejos con la vieja guardia de Waldorf, Haynes. Pero no se había ganado por completo la confianza de ellos. Dudaba de que alguna mujer pudiera lograrlo. Era un equipo de chicos y no se avergonzaban de reconocerlo.
Jack no estaba de acuerdo con el modo de pensar que tenían en muchos temas, incluido ese. No confiaba en las mujeres en el campo del matrimonio: su entorno familiar, la historia de los clientes y las estadísticas de divorcios lo apoyaban. Pero sin importar si eran las mujeres las habituales culpables en el frente doméstico, los negocios eran otra cosa. La habilidad era el patrón exclusivo por el que determinaba si confiaba ellas. A los socios mayores no se los hacía cambiar de idea con facilidad, pero Mallory les resultaba útil. Y era obvio que ella lo sabía.
– De modo que soy suya por defecto -asintió. -Al ser la única asociada mujer, claro está.
Él no pudo evitarlo y sonrió, -En cierto sentido, sí.
Por lo que había oído, Mallory Sinclair era una de las mejores. Pero antes de que pudieran ponerse a trabajar, iban a tener que disfrutar de un período de informalidad para llegar a conocerse mejor, exigido por el excéntrico cliente. Por la personalidad distante y el aspecto severo de Mallory, lo informal y relajado no era su especialidad. Lo cual significaba que Jack no anhelaba el tiempo obligado que iban a tener que pasar juntos.
Pero a pesar de sí mismo, el recuerdo de esos ojos azul porcelana permanecía en él.
Ella se puso de píe.
– Supongo que eso significa caso cerrado, entonces.
– Estoy seguro de que sobreviviremos -esbozó una sonrisa con la intención de facilitar las cosas entre ellos. Esperó una sonrisa a cambio y lo decepcionó no recibirla.
– Necesitaré atar algunas cosas antes de poder empezar con el caso Lederman -indicó Mallory.
– No hay problema. Nuestro vuelo sale a las siete de la tarde. ¿Cree que podrá atar los cabos sueltos, hacer la maleta y estar en el aeropuerto en… -miró el reloj-tres horas?
La boca libre de carmín se abrió y volvió a cerrarse. Después de todo, había conseguido una reacción de ella.
– ¿Nuestro vuelo? -sonó más como un graznido.
– El señor Lederman se encuentra en su centro de recreo en las Hampton -asintió. -No quiere recortar sus vacaciones, así que nos trasladaremos allí para conocerlo mejor. Tráigase las gafas de sol y el traje de baño, Nos vamos a la playa.
Mallory bajó las medías de seda lentamente por sus piernas, disfrutando de la sensación sobre la piel. Echaba tanto de menos los pequeños placeres de la vida… la seda, el satén y cualquier cosa suave, razón por la que siempre se esforzaba en mimarse más allá de su imagen conservadora.
Pero ni la abogada tradicionalista ni la mujer enterrada eran lo bastante tontas como para llevar medias a un centro veraniego.
Con Jack Latham.
Tembló ante la perspectiva inesperada de pasar horas en su compañía lejos del bufete. Abrió la maleta y la arrojó sobre la cama.
– ¿Vas a algún sitio estimulante? -su prima Julia entró en la habitación con la exuberancia de una universitaria de primer año. O alguien que podría parecer una universitaria de primer año si no hubiera elegido un camino vital de espíritu libre.
Con solo mirarla, Mallory se sentía vieja más allá de los años. Aún era lo bastante joven como para ser despreocupada, pero la fachada la limitaba. Y eso no podía evitarlo. No, sí quería llegar a ser socia.
– Eh, Mal, te he preguntado adónde vas.
Mallory se volvió hacia su prima. Sus padres eran hermanos, y por una extraña mezcla de genes, las dos compartían un parecido extraño, hasta en los ojos azules. Mirarla era como mirarse en el espejo, con algunos años menos, tanto cronológicos como emocionales. Julia era un manojo de felicidad, y como Mallory, también era una decepción para su padre. Aunque a diferencia de Mallory, no sentía la necesidad de conseguir que este cambiara de opinión.
– Me voy a un balneario y, antes de que te pongas celosa, recuerda que es por trabajo -y con un poco de suerte, también Jack lo recordaría. Porque temía que si lo veía con el torso desnudo y bronceado, con bañador que acentuara y revelara, no sería responsable de sus actos.
Julia se sentó en la cama y cruzó las piernas.
– Puede que sea por trabajo, pero sigue siendo la playa.
– Es lo mismo que dijo Jack.
– ¿Quién es Jack?
– El socio que lleva este caso -con la maleta cargada con una combinación de trajes y faldas ligeros, dobló la ropa interior y la guardó dentro.
– ¿Qué aspecto tiene?
– ¿Qué importa? -soltó Mallory con celeridad. Demasiada, ya que su prima entrecerró los ojos.
– ¿Por qué tan irritable? ¿Tensa por irte con un hombre de setenta años que juzgará cada uno de tus movimientos? -los ojos azules de Julia se clavaron en los de ella y la retaron a revelar lo que pensaba,
A veces Julia era demasiado perceptiva y comprensiva, otro de los motivos por los que la adoraba y la dejaba vivir sin pagar ningún alquiler mientras «se buscaba» en Nueva York,
– Más de treinta y tantos, de aspecto perfecto y soltero -musitó Mallory.
– Te he oído -Julia rió.
– Quería que lo hicieras o no habría hablado en voz alta.
– Esa es mi prima favorita; nada sin calcular, nada sin planear.
– Todo lo opuesto a tu naturaleza espontánea. Sabes que no te haría ningún mal planificar algo. Establecer metas, cartografiar el curso de tu vida.
– Como tampoco te lo haría a ti lanzarte a algo con el corazón y no con la cabeza. Bien, ¿cuál es la historia con el macizo del bufete?
– No hay historia -movió la cabeza. -No con la política de no romances en el despacho y no con un hombre, siempre y cuando los rumores sean ciertos, que es incapaz de comprometerse -«y que no le había demostrado ni una pizca de interés».
Julia se adelantó, apoyó los codos en la cama y el mentón en las palmas de las manos.
– ¿Y? ¿Tiene que comprometerse para disfrutar de una aventura?
– ¿Quién dijo que yo buscaba una aventura?
– Quizá deberías -alargó una mano y sostuvo en alto una de las braguitas de Mallory. -Me parece que estas pequeñeces de encaje se desperdician solo para ti y contigo.
Mallory se la arrebató y volvió a meterla en la maleta.
– ¿Nunca has oído hablar de hacer las cosas para ti misma?
– ¿Nunca te han contado que es más divertido hacerlas con una pareja?
Ante sus ojos danzaron visiones de Jack y ella. Movió la cabeza… todos eran pensamientos inapropiados, inoportunos e imposibles. Más allá de la política del bufete y de sus objetivos a largo plazo, entendía la realidad.
Bajó la maleta de la cama y le sopló un beso a Julia.
– Te llamaré.
– Podría ayudar si te soltaras el pelo -dijo su prima con voz almibarada.
«No si quiero ser socia». Miró la hora. Disponía de treinta minutos. Había solicitado un coche con chófer para que la llevara al aeropuerto.
– He de irme o llegaré tarde.
– No hagas nada que yo no haría.
– Ni siquiera tendré esa oportunidad -musitó para sí misma.