Capítulo 12

– La clave para ser un buen padre es no dejar de respirar -le dijo a Dakota la doctora Silverman-. De verdad, si te desmayas, no le serás de utilidad a nadie -la pediatra, una treintañera rubia y bajita, sonrió.

Dakota quiso gritarle. ¿Le parecía divertido? Nada era divertido. Era horroroso, no divertido.

En cuanto la doctora había entrado en la sala, Hannah había dejado de llorar. Se había quedado quieta durante el examen y ahora estaba en sus brazos, relajada.

– Está agotada -dijo la doctora-. Ese viaje no puede ser fácil para nadie. Seguro que está asustada y confusa. No ha tenido una vida fácil y, además de eso, están los otros problemas.

Dakota se preparó para lo peor.

– ¿La fiebre?

La doctora asintió.

– Tiene infección en los dos oídos y le está saliendo su primer diente. Es demasiado pequeña para su edad, lo cual no me sorprende dadas las circunstancias. Tampoco me gusta nada la leche que está tomando.

Miró la lata de leche en polvo que le había dado la hermana Mary.

– De acuerdo. Vamos a darle antibióticos. No me gusta utilizarlos para las infecciones de oído, pero dadas las circunstancias, los necesita para mejorar.

La doctora Silverman le explicó cómo administrar la medicina y le dijo qué podía esperarse de la combinación de fiebre, el primer diente y los posibles malestares digestivos. Hablaron sobre cómo pasar a Hannah de manera paulatina a una leche en polvo más digestiva y le dijo cuánto darle de comer y con cuánta frecuencia.

– Por lo normal, a los seis meses debería empezar a tomar alimentos sólidos, pero quiero que esperes al menos tres semanas. Vamos a ponerla sana primero y a hacer que suba de peso. Después, podrás comenzar con el proceso -le explicó cómo asegurarse de que Hannah no se deshidrataba-. ¿Tienes a alguien que pueda ayudarte? Los primeros días serán los más difíciles.

– Mi madre -respondió Dakota intentando absorber toda la información-. También tengo hermanas -eso, sin mencionar a todas las mujeres del pueblo que se ofrecerían a ayudarla.

– Bien -la doctora le dio una tarjeta-. Este fin de semana estoy de guardia. Si me necesitas, este servicio se pondrá en contacto conmigo.

Dakota se guardó la tarjeta y suspiró.

– Gracias. ¿Hay algún modo de convencerte para que te mudes a mi casa durante los próximos años?

La doctora Silverman se rio.

– Creo que a mi marido no le haría gracia, pero se lo preguntaré.

– Te agradezco mucho todo esto.

La doctora acarició la cabeza de Hannah.

– Por lo que veo, está básicamente sana. Una vez le limpiemos los oídos y le salgan los dientes de leche, tu vida se calmará mucho. Intenta estar relajada y duerme siempre que puedas. ¡Ah! Y no dejes de respirar.

Hablaron sobre cuándo sería la próxima visita, qué circunstancias requerirían que llamara al médico de urgencias y qué síntomas podrían ser peligrosos.

– Creo que las dos vais a estar muy bien.

Dakota asintió.

– Te agradezco toda la información -ahora solo tenía que encontrar el modo de ordenarla en su cabeza.

Salió con Hannah a la sala de espera y, al verlas, Finn se levantó y se acercó.

– ¿Qué te ha dicho?

– Por suerte, no más de lo que puedo recordar -Dakota se dirigió a la recepcionista para pedir la siguiente cita.

Mientras caminaban hacia el coche, le contó lo que le había dicho.

– Tengo que ir a por esta receta y le ha cambiado la leche en polvo, pero eso tengo que hacerlo de manera paulatina. De lo contrario, podría ponerse muy enferma. Ahora mismo lo último que necesita son problemas de estómago.

Sabía que se abrumaría con facilidad. Todo el mundo estaba animándola, diciéndole que podía hacerlo, pero al final del día sería ella la que se quedara sola con la niña.

– Os llevaré a casa y después iré a por la receta. Así tendrás una cosa menos que hacer.

Dakota terminó de colocar a Hannah en la sillita del coche y cerró la puerta.

– Ya has hecho demasiado por mí. No sé cómo agradecértelo.

– Te enviaré una lista.

El trayecto de vuelta a casa no fue muy largo, aunque ella no dejó de mirar atrás para ver cómo estaba Hannah. Parecía que el cansancio la había vencido y la bebé estaba durmiendo.

Se dijo que una vez que Hannah empezara con la medicación, todo iría mejor. Por lo menos, eso esperaba. Había…

– Alguien está celebrando una fiesta -dijo Finn al aparcar en el camino de entrada.

Había muchos coches aparcados en la calle, y Dakota reconoció algunos de ellos.

La sensación de miedo dio paso al alivio al ver que no estaba sola. ¿Cómo podía haberlo olvidado?

– No es una fiesta -le dijo al salir del coche-. No como tú crees.

– Entonces, ¿qué es?

– Ven a verlo.

Sacó a Hannah y el bebé apenas se movió. Finn se colgó al hombro la bolsa de la niña y las siguió hasta la casa.

A pesar de haber visto todos esos coches, se quedó sorprendida al ver a tanta gente en su salón y en la cocina. Su madre estaba allí con sus hermanas. La alcaldesa Marsha y Charity, y una embarazadísima Pia. Liz y las hermanas peluqueras, que se encontraban en una constante contienda, Julia y Bella. Gladys y Alice, y Jenel de la joyería. Había mujeres por todas partes.

– Ahí está -dijo Denise corriendo hacia ellos-. ¿Estás bien? ¿Qué tal ha ido el viaje? ¿Cómo está tu niña?

Dakota le entregó la niña a su madre, pero no pudo hablar. Las lágrimas se lo impedían. Estaba demasiado emocionada.

Desde donde se encontraba, podía ver montañas de regalos. Los envoltorios eran amarillos, rosas y blancos, y tenían lazos. Había una trona en el comedor y montones de pañales por todas las sillas. Podía ver dos ollas humeantes sobre la encimera de la cocina, una gran cesta de fruta y un ramo de globos.

Mientras Denise acunaba a su nueva nieta, Nevada y Montana llevaron a Dakota a una habitación. Habían colocado su pequeña mesa de ordenador contra una pared y las paredes que antes eran blancas ahora tenía un suave color rosa. Nuevas cortinas colgaban de las ventanas y una tupida alfombra cubría el suelo de madera.

En el centro de la habitación había una cuna. Las sábanas eran de un animado tono amarillo y blanco con conejitas bailarinas. Había también un cambiador y una cómoda. Las puertas de los armarios estaban abiertas y diminutas prendas colgaban de perchas blancas.

– Es una pintura especial -dijo Nevada-. Igual que todo lo demás, que es orgánico y no tóxico. Seguro para la bebé.

Dakota no sabía qué decir, así que fue una suerte que sus hermanas la abrazaran sin más. Ya había visto al pueblo en acción otras veces, había formado parte de ello, pero nunca había sido la beneficiaría del amor de Fool’s Gold. Fue una sensación que la abrumó.

– No me esperaba nada de esto -susurró Dakota conteniendo las lágrimas.

– Entonces, nuestro trabajo aquí está hecho -bromeó Nevada.

Finn entró en la habitación.

– Vosotras sí que sabéis cómo celebrar una fiesta. Voy a por la receta y volveré en cuanto la tenga.

Ella asintió, más que hablar. Se había pasado la mayor parte del día llorando y si intentaba darle las gracias, las lágrimas volverían a brotar. Ese hombre se merecía un descanso.

Dakota dejó que sus hermanas la llevaran de vuelta al salón, donde su madre seguía acunando a Hannah y el bebé parecía más relajado en brazos expertos. Varias de las mujeres le hicieron sitio en el sofá y Dakota se dejó caer en él. Le pusieron un plato entre las manos y un vaso de algo que parecía Coca Cola light sobre la mesita de café, delante de ella.

– Ahora empieza desde el principio y cuéntanoslo todo -dijo su madre-. ¿Está bien Hannah? Finn ha dicho que tenía que ir a por una medicina.

– Se pondrá bien -respondió Dakota pinchando la ensalada de pasta que tenía en el plato-. Puede que lleve un tiempo, pero se pondrá bien.


Aurelia estaba en la acera rodeada por la calidez de la noche y desde ahí podía ver a Sasha y Lani en el parque, discutiendo. Estaban gritando y agitando los brazos, pero de pronto, Sasha agarró a Lani de los brazos, la acercó a sí y la besó.

Lani se resistió al principio, se giró a un lado y después alzó la mano como si fuera a abofetearlo, pero él le agarró la mano y volvió a besarla. En esa ocasión, ella se dio por vencida. Incluso a varios metros de distancia, se podía ver claramente que los jóvenes amantes habían superado la crisis.

Pero Aurelia sabía muy bien que la pelea estaba preparada, que era una escenita para las cámaras.

– Tienes que admitir que son muy buenos -le dijo a Stephen-. Tanto si llegan o no a la final, está claro que tienen lo que se necesita para ser actores de éxito.

Stephen apoyó las manos sobre sus hombros, aunque ella no sabía por qué. Era un buen tipo. Inteligente y divertido y muy atento. Estar con él resultaba muy sencillo, incluso aunque eso no se reflejara en la cámara.

Cada vez que los grababan juntos, la situación se volvía muy incómoda por parte de los dos, no solo por ella. Geoff decía que las grabaciones de esa pareja eran absolutamente horribles.

– Hola, Aurelia.

Aurelia se giró al oír su nombre y vio a su madre caminando hacia ella. Entre el trabajo y el programa, no había tenido mucho tiempo de ir a visitarla. La había llamado con frecuencia, aunque eso no había sido suficiente para su madre.

– Tu madre, supongo -le susurró Stephen al oído.

Antes de poder asentir, él se puso delante y se presentó. Se dieron la mano y, sin soltarla, Stephen le dio las gracias por haber insistido en que Aurelia entrara en el programa.

– Su hija habla de usted con frecuencia. Veo lo mucho que se preocupa por usted.

– No, no se preocupa -dijo su madre apartando la mano-. Si de verdad se preocupara por mí, se pasaría a verme más a menudo.

– Está ocupada con el trabajo y el programa.

Aurelia se puso entre los dos. Sabía los derroteros que tomaría la conversación y aunque agradecía que Stephen quisiera defenderla, sabía que había llegado el momento de enfrentarse sola a su madre.

– Stephen, ¿podrías damos un minuto?

Él asintió y retrocedió.

Aurelia llevó a su madre hasta un banco, pero antes de poder hablar, la mujer dijo:

– No puedo creer lo joven que es. Esperaba que estuvieran exagerando, pero ahora puedo verlo en persona. Está claro que no era una exageración. Es humillante. ¿Sabes lo que están diciendo mis amigas? ¿La gente del trabajo? ¿Es que no te importo? -su madre suspiró y sacudió la cabeza-. Siempre has sido una egoísta, Aurelia. Y ya que estamos, ¿dónde está mi cheque del mes?

Aurelia miró a la mujer que la había criado. Siempre habían estado solas y durante mucho tiempo con eso había bastado. Había creído que la familia lo era todo y que ocuparse de su madre era su responsabilidad. Se había dicho que la amargura de su madre podía justificarse, pero ahora que lo pensaba, no estaba exactamente segura de por qué su madre estaba enfadada todo el tiempo.

Stephen no valoraba lo que estaba haciendo Finn y lo veía como una irritante intromisión en su vida, pero ella sabía que no era así. Finn lo había hecho porque estaba preocupado por sus hermanos, no quería nada para él, todo lo que hacía era por ellos. Su madre, en cambio, nunca había hecho nada parecido.

En la familia de Aurelia, su madre siempre iba primero. Su madre era la importante. Y de algún modo, Aurelia había permitido que la manipulara. Parte de la culpa recaía en su madre, pero la otra parte recaía en ella. Tenía casi treinta años y ya era hora de cambiar las reglas.

– Mamá, de verdad que agradezco que me animaras para entrar en el programa. Tenías razón, no he estado haciendo nada para pasar al siguiente nivel en mi vida. Quiero casarme y tener hijos, pero me escondo en el trabajo y me paso todo el tiempo que tengo libre contigo.

– Últimamente no -le contestó su madre bruscamente.

– Lamento que sientas que no te he estado prestando atención, pero el tiempo que estoy pasando en el concurso me ha ayudado a ver las cosas con perspectiva. Soy tu hija y siempre te querré, pero necesito tener mi propia vida.

– Entiendo -dijo la mujer con frialdad-. Deja que adivine. Yo ya no importo.

– Importas mucho, pero creo que puedo tener mi propia vida independientemente de que las dos sigamos estando unidas -Aurelia respiró hondo. Ahora venía la parte más difícil. Tenía un nudo en el estómago, una bola de miedo y culpabilidad-. Tienes un trabajo muy bueno -dijo lentamente-. La casa ya está pagada, y tu coche también -y ella lo sabía bien porque había pagado los dos préstamos-. Está claro que si hay una emergencia, te ayudaré, pero por lo demás tienes que responsabilizarte de tus propias facturas.

Su madre se puso de pie y la miró.

– Aurelia, no te eduqué para esto. Soy la única madre que tendrás nunca. Cuando esté muerta, tu egoísmo te perseguirá y te atormentará para siempre.

Aurelia la vio alejarse. Sabía que su madre se esperaría que saliera corriendo detrás de ella, pero no podía hacerlo. La relación que habían tenido antes había sido retorcida y complicada. Si quería que algo cambiara, tendría que ser fuerte.

Stephen se acercó a ella y la rodeó con su brazo.

– ¿Cómo estás?

– Tengo náuseas -se llevó la mano al estómago-. Esto no acaba aquí. Volverá. Pero al menos siento que he dado el primer paso y eso ya es algo.

– Es genial.

Ella lo miró y sonrió.

– Lo único que he hecho ha sido enfrentarme a mi madre, no es para tanto.

– ¿Y cuándo fue la última vez que lo hiciste?

– Tendría unos cinco años.

– Pues entonces, sí que es para tanto.

– Eres demasiado bueno conmigo.

– Eso es imposible.

Caminaron por el parque, alejándose del camino que había seguido su madre. Aurelia se dijo que ignorara el sentimiento de culpa y que, con el tiempo, se desvanecería.

La realidad era que su madre era más que capaz de mantenerse sin ayuda de nadie, pero por alguna razón, quería que su hija se ocupara de ella.

– A lo mejor piensa que el hecho de que le pague todas sus cosas demuestra que la quiero -dijo pensando en voz alta.

– O que quiere poder decírselo a todas sus amigas para destacar por encima de ellas.

– No había pensado en eso. En mis días buenos, me digo que tengo que compadecerme de ella más que estar enfadada o resentida.

– ¿Y te funciona?

– A veces.

Pararon junto al lago Ciara. El sol se había puesto y el cielo había oscurecido. Podían ver las primeras estrellas saliendo. De pequeña, había pedido deseos a las estrellas y por aquel entonces la mayoría de sus sueños habían estado protagonizados por un guapo príncipe que la rescataba.

Ahora, echando la vista atrás, se daba cuenta de que ese rescate equivalía a huir de su madre. Era una relación con demasiadas reglas y ataduras e incluso de niña había sentido la necesidad de verse querida, querida por ser ella misma.

Ese deseo seguía vivo, pero sabía que no podía pedírselo a las estrellas. Más bien, tendría que crecer como persona para poder aceptar esa clase de amor. Esa noche había dado el primer paso. Si su madre regresaba e intentaba arrastrarla hasta su antigua relación, haría todo lo posible por mantenerse firme.

– Te veo muy seria.

– Estoy recordándome que debo mantenerme firme.

Él la miró a los ojos.

– Te admiro muchísimo.

– ¿Cómo dices?

– Has tenido que enfrentarte a muchas cosas y ahora estás enfrentándote a la única familia que tienes.

– Tengo casi treinta años y debía haberme enfrentado a mi madre hace mucho tiempo. Además, tú también te has enfrentado a tu hermano. Creo que me has inspirado.

– Pero vosotras dos estabais solas y cambiar vuestra relación no es fácil. Lo cierto es que yo no le planté cara a mi hermano; más bien, hui.

– Eso es diferente.

Sin previo aviso, él se acercó y la besó. Sentir su boca contra la suya hizo que cada parte de su cuerpo se debilitara invadida por el deseo. Se entregó a una fuerza mayor que todas sus dudas. Él era alto y fuerte y la hacía sentirse segura. Stephen siempre le hacía pensar que, si estaba a su lado, nada malo podía sucederle.

Cuando su lengua le rozó el labio inferior, ella la recibió con otra caricia. Stephen deslizaba las manos por su espalda, de arriba abajo, hasta que llegó a sus caderas. Aurelia se acercó y pudo sentir su erección contra su vientre.

Se quedó impactada. Dio un paso atrás, con la respiración entrecortada, y lo miró.

– Para -dijo-. Tienes que parar. Tenemos que parar. Esto es una locura.

Los ojos azules de Stephen brillaban de pasión mientras se acercaba de nuevo a ella, pero Aurelia dio otro paso atrás.

– Lo digo en serio -dijo con tanta fuerza como pudo. Era difícil hacerse la dura cuando lo único que quería era echarse a sus brazos, dejarse abrazar, hacer el amor con él.

– No lo entiendo. Creía que… -miró a otro lado-. Es culpa mía.

– No -lo agarró de un brazo-. Lo siento. Todo esto está mal. Stephen, no es por ti. Es por mí, por nosotros, y por el punto en que se encuentran nuestras vidas -lo miró esperando que la entendiera-. Tienes veintiún años. Tienes que terminar los estudios y vivir tu vida. Te esperan muchas experiencias, muchas primeras veces, y yo no quiero interponerme en tu camino.

Él no parecía estar ni entendiendo ni agradeciendo ese intento de autosacrificio por parte de ella.

– ¿De qué demonios estás hablando? Estás actuando como si me sacaras cien años. Sí, vale, eres unos años mayor que yo, pero ¿qué más da? Me gusta estar contigo y creía que tú sentías lo mismo.

¿Le gustaba estar con ella? Después de oír eso, costaba centrarse en lo que era importante. En cuanto a lo de las primeras veces…

– ¿Qué me dices de enamorarte por primera vez? Tiene que casarte con alguien de tu edad.

Él la miró fijamente y en ese momento no hubo nueve años entre ellos. Eran iguales, o tal vez incluso él parecía más maduro.

– ¿De quién has estado enamorada tú?

– Eh… bueno… técnicamente no he estado enamorada, pero no estamos hablando de mí.

– Tu argumento es que hay todo un mundo ante mí que no he experimentado, pero eso no es verdad. Me has dicho que mientras estabas en la universidad, volvías a casa todos los fines de semana, así que no puede decirse que tuvieras una gran aventura amorosa. Y desde entonces, has estado dividida entre el trabajo y tu madre.

Aurelia comenzó a lamentar todo lo que le había dicho a Stephen. No había caído en la cuenta de que él podría utilizarlo para ganarse un argumento.

– No eres virgen, ¿verdad?

Ella se sonrojó, pero logró seguir mirándolo.

– No. Claro que no -había tenido sexo… una vez. En la universidad. La noche había sido un desastre; fue la única vez que no volvió a casa a pasar el fin de semana. Se había quedado en el campus y había ido a una fiesta donde se había emborrachado por primera y última vez en su vida.

Recordaba haber ido a la fiesta y haber conocido a un chico. Había sido simpático y divertido y se habían pasado horas hablando. Después, la había besado y… Nunca llegó a estar segura de lo que había pasado después. Todo estaba muy borroso en su cabeza. Recordaba que la había tocado por todas partes, que había estado desnuda y que el sexo le había dolido mucho más de lo que podría haberse imaginado nunca. Pero no había detalles, solo imágenes difusas.

Se había pasado las siguientes tres semanas sufriendo por si estaba o no embarazada, y los siguientes meses esperando a ver si había algo más de lo que tuviera que preocuparse. Había logrado escapar de aquella experiencia relativamente ilesa, pero no había habido nada en ese encuentro que le hubiera dado ganas de repetirlo. Hasta ahora. Hasta que un chico de veintiún años la había abrazado y la había besado.

La vida era de lo más inesperada, pensó con tristeza. Por fin había encontrado a alguien, pero todo estaba mal. Aunque suponía que podía haber sido peor; podría haber estado casado o ser gay.

– Sé lo que quiero hacer con el resto de mi vida -dijo ella. Tenía que hacer lo correcto-. Tengo un trabajo estable y algo que se parece a una vida. Sí, tengo problemas con mi madre, pero estoy trabajando en ello. Y voy a seguir haciéndolo. Tú tienes que terminar la universidad y ver qué quieres hacer con el resto de tu vida. Tienes que encontrar una chica de tu edad, enamorarte y casarte y tener unos bebés preciosos.

Hablar resultaba difícil. Tenía un nudo en la garganta y le ardían los ojos.

– Eres muy especial, Stephen. Quiero lo mejor para ti.

– Tonterías. ¿Crees que me importa lo que piense la gente? ¿Qué tiene que ver la edad? ¿Por qué no puedes ser tú esa chica? En cuanto a lo que quiero hacer con mi vida, ¿por qué no puedo compartirla contigo?

– Porque no puedes.

– Eso no es un argumento -la agarró por los hombros-. Tú eres la chica que quiero.

– Eso lo dices ahora, pero mañana podrías cambiar de opinión.

– Y tú también. ¿Debería confiar más en ti que tú en mí solo porque eres mayor?

Lo peor de todo, lo que la asustaba, era que sabía que él tenía razón.

– Me das miedo -admitió con voz temblorosa.

Inmediatamente, él la soltó y dio un paso atrás.

– Lo siento, no pretendía…

– No, no en ese sentido -se apresuró a decir-. No tengo miedo de ti. Me da miedo lo que siento cuando estoy contigo. Me da miedo lo que quiero -sacudió la cabeza-. No quiero volver a verte en privado. Tendremos las citas del programa, pero eso será todo. No puedo hacer otra cosa.

– ¡Aurelia, no!

Ella se dio la vuelta y se alejó. No fue fácil, pero era lo correcto. Lo oyó echar a correr detrás, pero entonces Stephen debió de cambiar de idea. «Es para mejor», se dijo. Con el tiempo lo superaría y saldría adelante. Él tenía que estar con otra persona y en cuanto a ella… bueno, siempre se le había dado muy bien pensar primero en los demás.


Finn sujetó la puerta mientras salían los últimos invitados de Dakota. Al volver de la farmacia, la casa seguía llena de amigas que, como pudo ver, le habían enseñado el mejor modo de dar de comer a la niña. Después, habían venido una demostración de cambio de pañales y muchos otros consejos.

Denise, la madre de Dakota, se había ofrecido a quedarse con ella, pero su hija se había negado.

– Necesito saber si puedo hacerlo sola -le dijo sonando muy valiente.

– Llámame si necesitas algo. Puedo estar aquí en diez minutos.

Dakota estuvo a punto de cambiar de opinión y pedirle a su madre que se quedara, pero no lo hizo.

– Estaremos bien.

Finn acompañó a Denise a la puerta.

– Si las cosas se ponen mal -le susurró-, llámame.

– Lo haré -aunque si las cosas se ponían mal, el plan de Finn era quedarse allí a pasar la noche. Había pasado mucho tiempo desde que sus hermanos eran pequeños, pero aún recordaba cosas.

Volvió al salón y lo encontró vacío. Recorrió el corto pasillo y entró en la habitación de la bebé.

Hannah estaba en su cuna; Dakota le había cambiado la ropa y había optado por saltarse el baño, ya que las demás le habían dicho que la niña ya había tenido demasiadas nuevas experiencias por un día.

La pequeña miraba fijamente el móvil que giraba suavemente sobre su cabeza; estaba hipnotizada por los conejitos que daban vueltas y fue cerrando los ojos.

– No me esperaba que fuera tan preciosa -susurró Dakota mientras acariciaba la mejilla de su hija.

Él se acercó por detrás y puso una mano sobre su cintura.

– En unos quince años, tendrás un montón de chavales haciendo cola en la puerta.

Dakota le sonrió.

– Ahora mismo me conformo con pasar una buena noche.

– Ha tomado la medicina y parece estar mejor. Tiene el estómago lleno y ya sabes cómo cambiarle el pañal.

Dakota se apartó de la cuna y él la siguió hasta el salón.

– Tienes razón. Lo haré bien -sonrió, aunque a Finn no lo engañaba-. Has estado genial. Te agradezco mucho toda tu ayuda. Ha sido un día muy largo y debes de estar agotado.

Finn podía ver el terror en sus ojos, a pesar de que fingía estar bien; estaba decidida a ser valiente.

Había llegado el momento de irse. Ahí acababa todo lo que fuera que habían tenido. Había sido divertido y sin complicaciones, pero Hannah lo cambiaba todo. Ahora Dakota era madre, había nuevas reglas y no iba a echarlo todo a perder. Lo más sensato era marcharse ahora que podía.

Sin embargo, no quería hacerlo. La valentía fingida de Dakota le había calado hondo. La admiraba por el modo de lanzarse a una situación para la que no estaba preparada en absoluto, y eso, sumado al hecho de que le gustaba desde hacía tiempo, le impedían marcharse de su lado. Ni siquiera aunque fuera lo más sensato.

– Me quedo. No puedes hacerme cambiar de opinión, así que no te molestes. Pasarás la noche conmigo.

– ¿En serio?

Él asintió.

Ella se dejó caer en el sofá y se cubrió la cara con las manos.

– ¡Gracias a Dios! Estaba intentando hacer creer a todo el mundo que sé lo que estoy haciendo, pero no tengo ni idea. Nunca había estado más asustada en mi vida. La niña depende completamente de mí y yo no sé lo que estoy haciendo.

Él se sentó a su lado y la abrazó.

– Esto es lo que vamos a hacer. Vas a sacar el intercomunicador y lo vas a poner en la habitación. Después, nos prepararemos para irnos a dormir. Yo estaré aquí, así que podrás dormir todo lo que quieras.

– Me gustaría dormir -admitió y apoyó la cabeza en su hombro.

– Pues aquí tienes tu oportunidad.

– Gracias por todo. Eres mi héroe.

– Nunca antes había sido el héroe de nadie.

– Lo dudo.

Finn se levantó y tiró de ella. Juntos, fueron hasta el dormitorio.

En su interior, una voz le gritó que estaba metiéndose en problemas, pero él silenció esas palabras. No se involucraría demasiado. Se quedaría solo esa noche y después las cosas volverían a ser como antes.

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