Dakota estaba sentada en el suelo con su hija sobre una manta en mitad del salón. Había varios juguetes tirados por el suelo y ella tenía un enorme libro de dibujos que estaba leyéndole a la pequeña.
– El conejito solitario se alegró de haber encontrado un amigo -señaló al dibujo-. ¿Ves al conejito? Ya no está solo. Ahora tiene un amigo. ¿Ves al gatito? -señaló al gatito-. Es blanco.
A juzgar por todo lo que había leído, Hannah necesitaba mucho estímulo visual y verbal y la niña parecía comprender la historia. Se fijaba en donde señalaba y los brillantes colores del libro llamaban su atención. Dakota estaba a punto de pasar la página cuando alguien llamó a la puerta.
Se levantó, recogió a Hannah del suelo y se le encogió el corazón al ver a Finn esperando en su pequeño porche.
Estaba tan sexy como siempre, sobre todo cuando le lanzó esa lenta sonrisa que hizo que le ardieran los muslos.
– Hola. Debería haberte llamado primero. Lo siento. He estado volando mucho y éste es mi primer descanso. ¿Cómo estás?
– Bien. Pasa.
Él entró en la casa y se dirigió a Hannah.
– ¿Cómo está mi chica favorita?
La bebé le echó los brazos y él la acurrucó contra su pecho mientras la niña reaccionaba como si también lo hubiera echado de menos.
– Estás creciendo mucho -susurró y la besó en la cabeza-. Ya lo noto -miró a Dakota-. Tú también estás muy guapa, por cierto.
Ella sonrió.
– Vaya, gracias. Te agradezco el cumplido, aunque me lo hayas dicho un poco tarde.
Fueron al salón, donde Finn se sentó en la manta con Hannah sobre su regazo. Dakota se sentó frente a él.
Él siempre había tenido ese aspecto que le hacía pensar en sábanas arrugadas y en mañanas pasadas en la cama. Pero ver a un hombre fuerte y seguro de sí mismo abrazando a un bebé tenía algo… resultaba mucho más atractivo.
– ¿Cómo van las cosas con el programa? Hablé con Sasha hace unos días y se quejaba de que no les daban una de esas citas ardientes en las que los sacan del pueblo.
– Mala elección de palabras, después de lo del incidente del fuego. Creo que hasta Geoff se muestra reacio a dejar a esos dos sueltos.
– Creo que por eso siempre están cerca de casa. Por otro lado, no se ha planeado nada para Stephen y Aurelia. Me parece que a Geoff no le interesan demasiado.
– Probablemente no. Está histérico con mantener la audiencia. Dijo que le encantaría que hubiera una explosión en el Festival del Tulipán y yo le dije que eso no sucedería bajo ningún concepto. Pero bueno, ¿qué tal los vuelos? ¿Echas de menos las montañas de Alaska?
– No tanto como me habría imaginado. Hay mucha gente que prefiere venir volando a Fool’s Gold antes que en coche. No lo entiendo, el trayecto en coche es maravilloso y te lo digo yo, que soy piloto. Aun así, eso me mantiene ocupado. He hecho algunos transportes de mercancía y pasé una tarde muy interesante trasladando a una grulla macho desde San Francisco a San Diego. Se supone que ese pájaro era como un semental -se rio-. A mí no me lo parecía, pero claro, yo no soy una grulla chica.
Mientras hablaba, Hannah alargó la mano hacia uno de sus animales de peluche.
– ¿Lo quieres? -le preguntó Finn, que recogió el pequeño elefante rosa y se lo dio.
– Ga ga ga.
Dakota miró a la niña.
– ¿Has dicho «ga»? -se giró hacia Finn-. Lo has oído, ¿verdad? Ha hablado.
Finn se tumbó de espaldas y alzó a la niña en sus brazos.
– ¡Pero qué lista eres! Si puedes decir «ga».
Hannah gritaba encantada mientras Finn seguía alzándola en el aire. Cuando se sentó, volvió a darle el elefante.
Dakota no podía parar de sonreír.
– Sé que no he tenido nada que ver con esto, pero ¡me siento tan orgullosa!
– Es normal en los padres.
Era verdad. Ahora era madre.
– Tengo que recordar cómo se siente uno para que cuando tenga catorce años y me esté volviendo loca, tenga algo en qué apoyarme y con lo que reconfortarme.
Él se rio.
– Eres una mujer que lo tiene todo planificado.
Observaron a la niña, que parecía hipnotizada por el elefante.
– Uno de los hombres que he llevado en el avión me contó que se está hablando de construir un casino al norte del pueblo -dijo Finn.
– Lo he oído. Al parecer, van a ser unas instalaciones de alto standing. Siempre es positivo que haya más turismo.
– También he oído hablar mucho sobre la escasez de hombres. El mundo piensa que Fool’s Gold está lleno de mujeres desesperadas.
Dakota se estremeció.
– Es un problema habitual. Ya te conté lo de la chica del curso de postgrado que escribió sobre ello en su tesis. Por eso tenemos aquí a Geoff con su programa. Demográficamente, debería haber más hombres, pero en absoluto somos unas mujeres desesperadas. Aunque eso sí que podría explicar la atracción que siento por ti.
– Me desearías igual por muchos hombres que hubiera en este pueblo.
– Está claro que tienes el ego en muy buen estado.
– Igual que cualquier otra parte de mí.
En eso tenía razón, pensó Dakota mientras recordaba la sensación de tener su cuerpo contra el suyo. Sin embargo, jamás lo admitiría.
– Parece que hay muchos hombres en el pueblo, ¿sigue habiendo escasez?
– No estoy segura. El otoño pasado llegaron unos cuantos en autobuses, pero no sé cuántos se quedaron. Aun así, el pueblo está bien. Por eso fue tan frustrante la atención que despertó en los medios de comunicación.
– Es un buen pueblo.
– La alcaldesa Marsha está contando los minutos hasta que Geoff se marche con su productora. Le da miedo lo que puedan hacer después. Estoy segura de que, para Geoff, Fool’s Gold debe de ser aburrido. Es la última persona que querríamos que redactara nuestros folletos turísticos.
Mientras hablaban, Hannah empezó a recostarse más contra Finn y los ojos se le empezaron a cerrar.
– Alguien se está durmiendo -dijo Dakota levantándose. Miró el reloj-, aunque es un poco tarde para su siesta.
Finn le entregó a la niña y se levantó.
– Y eso no hay que estropearlo.
– Exacto. El sueño es algo muy preciado, más para mí que para ella.
Se dirigió al dormitorio de la pequeña y Finn la siguió. Dakota comprobó el estado de su pañal, la metió en la cuna y conectó el intercomunicador.
Finn se acercó y acarició la mejilla de Hannah.
– Que duermas bien, pequeña.
La bebé suspiró y se sumió en un profundo sueño. Dakota agarró el intercomunicador y salió de la habitación. Finn cerró la puerta.
– ¿Cuánto tiempo duerme?
– Unas dos horas. Después cena y le leo un poco. Las noches son…
Tenía más que decir, pero no tuvo la oportunidad de hacerlo. Apenas habían llegado al salón cuando Finn le puso una mano en la cintura y la llevó hacia sí. Al instante, estaba besándola.
Lo primero que pensó Dakota fue que había pasado mucho tiempo. Él había estado ocupado volando y ella había estado adaptándose a ser madre. Pero cuando sintió su lengua sobre su labio inferior, dejó de pensar y se perdió en la ardiente pasión que la acechaba siempre que él estaba cerca.
Sabía a café y a menta. Su cuerpo era fuerte y ella lo rodeó por el cuello para acercarlo más a sí, para sentirlo por completo. Su calor la rodeaba.
«Más», pensó. Quería más.
Sin soltar el intercomunicador, lo llevó al dormitorio. Dejó el aparato sobre la cómoda, comprobó que tenía el volumen activado y se giró hacia él.
Ninguno de los dos dijo nada. Ninguno había planeado ese momento, pero si el deseo que veía en los ojos de Finn no la engañaba, estaba claro que él no se opondría y ella estaba segura de desear todo lo que él pudiera ofrecerle.
Finn avanzó y ella se entregó a sus brazos.
Tal vez no fue la decisión más inteligente que había tomado en todo el día, pero no le importó. Entregarse a él, aun sabiendo que se iría, podía traerle consecuencias, pero ya se preocuparía de eso más adelante. Mientras tanto, se perdería en su beso y en cómo se deslizaban sus manos sobre su cuerpo. Por el momento, lo único que importaba era ese hombre y cómo la hacía sentir.
Finn vio que Dakota estaba profundamente dormida. Solo eran las cuatro de la tarde, pero estaba agotada. Le hubiera gustado llevarse el mérito, pero una hora de pasión no era nada comparado con cuidar de un bebé de seis meses.
Dudaba que durmiera más de cuatro horas seguidas y por eso, cuando oyó a Hannah moverse, se levantó de la cama y apagó el intercomunicador.
Después de ponerse los calzoncillos y los vaqueros, fue descalzo hasta la habitación de la bebé. Hannah sonrió al verlo y levantó los brazos, como si quisiera que la sacara de la cuna. Él le concedió el capricho y posó el diminuto cuerpo contra su pecho desnudo.
– ¿Has dormido bien, preciosa? Ahora tu mamá está descansando, así que vamos a estar muy calladitos.
Fue al cambiador y después de ponerle un pañal limpio, la llevó a la cocina y abrió la nevera. Conociendo a Dakota, no le sorprendió ver varios biberones ya preparados.
– Hay que admirar a una mujer que sabe cómo ocuparse de sus cosas -le dijo a la bebé.
En la cocina había una olla con agua. Encendió el fuego y esperó a que hirviera. Miró al microondas… sí, tal vez una olla con agua era algo anticuado, pero sin duda era más de fiar.
Mientras esperaban, acunó a la bebé en sus brazos a la vez que ella lo miraba fijamente e incluso le sonreía.
– Algún día serás una rompecorazones. Igual que tu madre.
Dakota era más que eso, pensó al recordar su sabor, el tacto de su piel. Era una tentación. No solo por cómo lo excitaba en la cama, sino por lo mucho que él disfrutaba de su compañía en general. Era la clase de mujer que un hombre deseaba encontrar al volver a casa. En otras circunstancias…
«¡No!», se dijo con firmeza. Ella no era para él. Él tenía una vida y esa vida no incluía a una mujer con un bebé. Había sido un chico responsable durante los últimos ocho años y ahora que sus hermanos casi habían crecido, iba a ser libre. Y tenía planes. Un nuevo negocio que levantar. Por eso, lo último que quería era verse atado.
Cuando el biberón estuvo caliente, probó la leche y, tras asegurarse de que la temperatura era la correcta, volvió a la habitación de Hannah y se sentó en la mecedora.
La pequeña se aferró al biberón ávidamente y mientras comía, él la veía observándolo. Esos enormes ojos tenían algo especial. Sonrió a la niña y ella alzó una mano y le agarró el dedo meñique con fuerza. Finn sintió como si algo se removiera en su interior.
«Ridículo», pensó.
Cuando había terminado de comer, Finn agarró una toallita, se la puso en el hombro y le sacó los gases. La niña se acurrucaba a él mientras la acunó y le susurraba una canción.
– Tu mamá dice que a esta hora te lee y he visto el libro del conejito. Supongo que es más apropiado que la revista Coche y Conductor. Aunque puede que te gusten los coches. Es demasiado pronto para saberlo. Y deberíamos ir a ver cómo está mamá. La última vez que la he visto, estaba desnuda -sonrió-. Está muy guapa desnuda.
– En eso tendré que creerte.
Finn alzó la mirada y vio a la madre de Dakota de pie en la puerta. Se levantó; solo llevaba los vaqueros puestos, nada más. Dakota estaba en su habitación y probablemente seguiría dormida. Y desnuda, como acababa de señalar.
No se le ocurrió nada que decir.
Denise se acercó y tomó a la niña en brazos.
– Supongo que debería haber llamado primero. ¿Está Dakota dormida?
Él asintió.
Se sentía como un adolescente al que habían pillado besándose con su novia. Con la diferencia de que no era un adolescente y que había hecho muchas más cosas que besarse.
Estaba pensando que lo primero que tenía que hacer era ir a vestirse cuando oyó ruido en el pasillo.
– ¿Te has ocupado de Hannah? -preguntó una adormilada Dakota al entrar en la habitación.
Se había puesto una bata encima, tenía el pelo alborotado y la boca inflamada de tantos besos. Se la veía satisfecha… y completamente impactada por encontrarse allí a su madre.
– ¿Mamá?
– Hola. Estaba diciéndole a Finn que debería haber llamado primero.
– Yo… eh… -Dakota sonrió-. Por lo menos no has aparecido hace dos horas. Eso sí que habría sido embarazoso.
Su madre se rio.
– Para todos -se apartó-. Creo que Finn intentaba pasar por delante de mí sin resultar demasiado obvio.
– He pensado que debía vestirme -murmuró él.
– No te pongas la camiseta por mí, no hace falta -le dijo la madre de Dakota mientras le guiñaba un ojo.
– Mamá, vas a asustarlo.
– Puedo soportarlo -dijo él, no muy seguro de que eso fuera cierto del todo.
Se disculpó y escapó al dormitorio de Dakota. Una vez allí, se vistió rápidamente. Estaba poniéndose las botas cuando ella entró.
– Lo siento. Antes de tener a Hannah no tenía la costumbre de presentarse así en casa, así que no pensé que fuera a hacerlo hoy.
– No pasa nada.
– Es un poco embarazoso.
– Sobreviviré -se levantó y la besó-. ¿Estás bien?
– Ajá. Gracias por dejarme dormir.
– Lo necesitabas. Hannah ya ha comido.
– Ya lo he visto. Se le ve en la cara que está muy contenta y satisfecha.
Le acarició una mejilla.
– Y tú también.
Era un buen hombre, pensó mientras lo acompañaba a la puerta.
Su madre estaba ocultándose en la cocina y Dakota lo agradeció. Decirle adiós en privado sería mucho más sencillo. Claro que aún tenía que vérselas con su madre y explicarle lo que estaba pasando.
– Nos vemos pronto -le dijo Finn.
Ella asintió y esperó que estuviera diciéndole la verdad.
Se giró hacia la cocina donde encontró a Denise jugando con Hannah.
– Me alegra que hayas descansado. Sé lo cansada que has estado.
Dakota esperó, pero su madre no dijo nada más.
– Seguro que quieres saber qué pasa con Finn.
– Creo que ya sé suficiente. Es esa clase de hombre al que le queda muy bien tener un bebé en brazos. ¿Debería estar preocupada por ti?
– No. Estoy protegiendo mi corazón -y por un momento deseó que no fuera necesario tener que hacerlo.
– ¿Estás segura de que no te has enamorado ya de él?
¡Qué locura de pregunta!
– Claro que estoy segura. Jamás dejaría que eso me pasara.
Aurelia esperaba en la acera sintiéndose algo incómoda. Karen, la ayudante de producción, la había llamado diciéndole la hora de su siguiente cita con Stephen. Estaba nerviosa; no solo iba a tener una cita con él, sino que además lo haría delante de las cámaras y de quién sabía cuántas personas que lo vieran por televisión.
¡Ojalá los hubieran votado antes para eliminarlos!, pensó. Pero ése era un pensamiento de cobardes.
Lo cierto era que le debía una disculpa a Stephen. Aunque no había forma de que estuvieran juntos, eso no excusaba el modo en que ella se había hecho cargo de la situación. No había sido muy agradable con él, probablemente porque una parte de ella no quería tener que renunciar a ese chico. A una parte de ella no le importaba la diferencia de edad.
Todo se había complicado mucho y no sabía cómo hacer para que volviera a ser sencillo.
– ¿Aurelia?
Se giró hacia la voz y, al ver a Stephen, la invadió la alegría. Tan alto, tan fuerte y tan guapo. Le sonrió y supo que él podía adivinar todo lo que estaba pensando.
Pero entonces volvió a la realidad y recordó que no era una mujer para él.
– Supongo que tenemos una cita. Si seguimos siendo la pareja más aburrida, seguro que nos votan para echarnos la semana que viene.
– ¿Es eso lo que quieres? -le preguntó él.
– Creo que tiene sentido.
Le costaba hablar. Cuando estaba tan cerca de él, su cerebro no funcionaba bien y solo podía imaginarlo abrazándola y besándola.
¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué no podía ser más mayor o ella más joven?
– No quería hacerte daño. Nunca he querido ser nadie de quien luego te lamentaras. No tengo miedo por mí. Tengo miedo por ti.
Se llevó una mano a la boca, pero era demasiado tarde para contener esas palabras. Nunca debería haberle dicho eso, nunca debería haber admitido la verdad. Él pensaría que era una idiota o peor, sentiría compasión por ella.
Sin pensarlo, Aurelia comenzó a alejarse sin rumbo fijo, solo con un deseo de escapar. Pero antes de poder ir a ninguna parte, él se plantó delante, posó las manos sobre sus hombros y su intensa mirada azul sobre su cara.
– Jamás podría lamentarme de ti. De nosotros.
¡Cuánto deseaba Aurelia que eso fuera verdad! Y en ese momento probablemente lo era, pero había que pensar en el futuro.
– Supongamos que te creo. ¿Qué pasa después? ¿Qué vas a hacer?
Él sonrió y a ella la recorrió un escalofrío.
– Volver a la universidad.
– ¿Cómo dices? ¿Volver a la universidad? Eso es lo que ha querido tu hermano todo este tiempo. ¿Por qué accedes ahora?
– Porque sé que eso hará que me tomes en serio.
– ¿En serio?
Stephen asintió.
– Me gustaba la universidad, me gustaba estudiar Ingeniería, la universidad nunca fue el problema. Era Finn. Sabe que a Sasha no le interesa el negocio familiar, así que espera que yo me una a él. Me gusta volar, pero no quiero que ése sea mi trabajo. Nunca lo he querido.
– Lo sé, pero Finn no lo sabe. Tienes que decírselo.
– ¿Se lo dirías si fueras yo? Creo que todo es debido a la muerte de mis padres y al hecho de que tuviera que criamos. Ha hecho un buen trabajo, pero se ha acostumbrado demasiado a dirigir nuestras vidas. Sabía que Finn esperaba que me uniera al negocio familiar y no sabía cómo decirle que yo no quería hacerlo. Por eso hice algo drástico y me fui con Sasha para participar en el concurso. Jamás me esperé encontrarte.
Ella lo miró.
– No lo entiendo -su voz era poco más que un susurro.
– Creía que estaba buscando algo, pero ahora sé que estaba buscando a alguien. A ti. Volveré a la universidad y me graduaré porque eso te hace feliz. Pero también porque eso me convertirá en el hombre que tú quieres. Todo esto es por ti, Aurelia. ¿No lo entiendes?
Pero ella lo único que oía era un zumbido; el mundo parecía moverse a su alrededor y tardó un segundo en darse cuenta de que estaba al borde del desmayo. No podía respirar, pero de pronto, Stephen estaba besándola y, en ese instante, nimiedades como el hecho de respirar ya no importaron.
Le devolvió el beso y se perdió en ese momento que tanto había deseado, en ese hombre que tanto había deseado.
Él alzó la cabeza y la miró.
– Te quiero. Creo que te quiero desde la primera vez que te vi.
– Yo también te quiero.
Jamás pensó que pudiera llegar a decirle esas palabras a un hombre, pero ahora, al pronunciarlas, supo que eran las palabras adecuadas.
Por supuesto, eso no hacía que desaparecieran las complicaciones. Había cosas que solucionar. Había cosas que explicar. Pero eso quedaría para más tarde. Ahora mismo solo importaban Stephen y el hecho de que la amaba.
Volvió a besarla y ella se acercó…
– ¡A esto me refería! -dijo Geoff-. Esto sí que es televisión de la buena.
Stephen se puso recto, tan impactado como ella. ¡Las cámaras! ¿Cómo podían haberse olvidado de las cámaras? No habían tenido una conversación privada. Estaban en televisión.
Stephen maldijo.
– Lo siento. He olvidado que estaban aquí.
– Y yo.
De nada serviría hablarlo con Geoff porque él no comprendería el concepto de privacidad e intimidad. A él lo único que le interesaban eran las audiencias y resultaba que esa aburrida pareja acababa de darle un gran éxito.
Pronto todo el mundo lo vería.
– ¿Quieres cambiar de opinión?
– No.
– Yo tampoco -le sonrió-. Creo que vamos a tener que preparamos para lo peor. ¿Cómo es esa frase de una película? «Si tú saltas, yo salto».
– Es una caída grande.
– No te preocupes. Yo estoy contigo.