Capítulo 3

– ¿Quién es el chico? -preguntó Montana al acercarse a Dakota-. Es muy mono.

– Lo más seguro es que sus hermanos salgan en el programa y no le hace ninguna gracia. Quiere que terminen los estudios.

Montana enarcó las cejas.

– Guapo y responsable. ¿Está casado?

– No, que yo sepa.

Montana sonrió.

– Mejor que mejor.

Jo la saludó y señaló a una mesa que se había quedado libre en una esquina. A diferencia de los demás bares, el de Jo estaba más lleno a mitad de semana, que era cuando las mujeres tenían más tiempo libre. Al llegar el fin de semana, se convertía más en un lugar de citas y eso no le hacía tanta gracia a las habituales.

Dakota agarró su bebida y siguió a su hermana hasta la mesa vacía. Montana se había dejado crecer el pelo y le caía a mitad de la espalda, una cascada de distintos tonos de rubio. El año anterior lo había llevado castaño, pero el rubio le sentaba mejor.

Las tres hermanas tenían el pelo rubio y los ojos marrones oscuro de su madre. Denise decía que era el resultado de haber surfeado de pequeña… un comentario humorístico teniendo en cuenta que había nacido y crecido en Fool’s Gold y que el pueblo estaba a cientos de kilómetros de la playa más cercana.

Dakota se sentó frente a Montana.

– ¿Qué tal?

– Bien. Max me tiene muy ocupada. Un tipo del gobierno ha venido a comienzos de semana; no estoy segura de para qué agencia trabaja, más que nada porque no nos lo dijo, pero quiere probar algunos de nuestros perros por su capacidad para diferenciar los olores.

El otoño anterior, Montana había dejado su trabajo en la biblioteca y se había ido a trabajar con un hombre que entrenaba a perros para diferentes terapias. Había asistido a varios seminarios, había aprendido a entrenar perros y parecía que le encantaba su nuevo trabajo.

Dakota le dio un sorbo a su copa mientras una canción de Madonna sonaba de fondo.

– ¿Por qué?

Montana se inclinó hacia ella y bajó la voz.

– Creo que los entrenarían para detectar explosivos. Ese tipo no fue muy claro y conocía a Max de antes, lo cual me ha despertado una gran curiosidad por su pasado. Aunque no le he preguntado nada. Sé que le caigo bien y todo eso, pero juro que a veces me mira como si se preguntara si me falta un hervor.

Dakota se rio.

– Estás siendo demasiado dura contigo misma.

– No lo creo.

Nevada se acercó a la mesa. Aunque medía y pesaba lo mismo que sus hermanas, no lo parecía. Tal vez era por su pelo corto, sus vaqueros y esas camisetas de manga larga que tanto le gustaban. Mientras que Montana siempre había sido la más femenina, Nevada prefería un aspecto más de chicazo.

– Hola -dijo al sentarse frente a Dakota-. ¿Qué tal?

– Deberías haber llegado antes -le dijo Montana con una sonrisa-. Dakota estaba con un chico.

Nevada había levantado un brazo para avisar a Jo, pero al oír eso se quedó paralizada y se giró hacia su hermana.

– ¿En serio? ¿Alguien interesante?

– No estoy segura de si es interesante, pero está como un tren -contestó Montana.

Dakota sabía que no había modo de luchar contra lo inevitable, y aun así, lo intentó.

– No es lo que creéis.

– No sabes lo que estoy pensando -dijo Nevada.

– Puedo imaginármelo -suspiró Dakota-. Se llama Finn y sus hermanos participarán en el programa.

Les contó el problema, al menos, desde el punto de vista de Finn.

– Deberías ofrecerte para consolarlo en sus malos momentos -le dijo Montana-. Para darle un abrazo que dure. Un suave beso con un susurro. Excitantes caricias que… -miró a sus hermanas-. ¿Qué?

Nevada miró a Dakota.

– Creo que está perdiendo la cabeza.

– Creo que necesita un hombre -dijo Dakota antes de mirar a Montana-. ¿Excitantes caricias? ¿En serio?

Montana se cubrió la cara con las manos.

– Necesito pasar un buen rato con un hombre desnudo. Ha pasado demasiado tiempo -se puso derecha y sonrió-. O podría emborracharme.

– Lo que haga falta -murmuró Nevada aceptando el vodka con tónica que le había llevado Jo-. Montana está perdiendo la cabeza.

– Eso nos pasa a las mejores -dijo Jo con tono alegre, pasándole a Montana su ron con Coca Cola light.

Cuando Jo se marchó, la puerta delantera se abrió y Charity y Liz entraron. Charity era la urbanista del pueblo y estaba casada con el ciclista Josh Golden, mientras que Liz se había casado con Ethan, el hermano de las trillizas. Las dos vieron a las hermanas y se acercaron.

– ¿Qué tal va todo? -preguntó Charity.

– Bien -respondió Dakota mirando a su amiga-. Estás fantástica. Fiona tiene… ¿cuántos? ¿Tres meses? Nadie diría que acabas de tener un bebé.

– Gracias. He estado caminando mucho y Fiona ahora duerme más, así que eso ayuda.

Liz sacudió la cabeza.

– Recuerdo esas noches… gracias a Dios que los míos son mayores.

– Espera a que digan que quieren conducir -le dijo Nevada.

– Me niego a pensar en eso.

– ¿Queréis sentaros con nosotras? -les preguntó Montana.

Liz vaciló.

– Charity ha estado leyendo mi borrador y quiere discutir unas cosas. ¿La próxima vez?

– Claro -respondió Dakota.

Liz escribía una exitosa serie de novelas de detectives en las que, hasta el momento, las víctimas se habían parecido sorprendentemente a su hermano Ethan. Ahora que estaban juntos, Dakota tenía la sensación de que el siguiente cadáver no se le parecería en nada.

Las dos mujeres fueron hacia la otra mesa.

– ¿Cómo va el trabajo? -le preguntó Nevada a Montana.

– Bien. Estoy entrenando a unos cachorros. He hablado con Max sobre el programa de lectura en el que he estado investigando y tengo una cita con unos cuantos miembros del consejo escolar para hablar sobre un programa de prueba.

Montana había descubierto varios estudios que explicaban que los niños que leían mal mejoraban mucho cuando leían ante perros en lugar de ante personas. Sería por eso de que los perros te apoyan y no te juzgan, pensó Dakota.

– Me encanta la idea de ir a clase y ayudar a niños -dijo Montana pensativa-. Max dice que al principio tendremos que hacerlo gratis y, una vez que mostremos resultados, las escuelas nos contratarán -arrugó la nariz-. Sinceramente, la mayor parte de lo que hacemos es gratuito. No sé de dónde sacará el dinero. Están mi sueldo y el cuidado de los perros. Por mucho que la tierra sea suya, hay que mantenerla.

– ¿No te ha dicho de dónde recibe ayuda? -le preguntó Nevada.

Montana negó con la cabeza.

– Podrías preguntárselo -le dijo Dakota.

Montana volteó los ojos y levantó su bebida.

– Eso no va a pasar.

– ¿Cómo te va a ti? -le preguntó Dakota a Nevada.

– Bien. Como siempre -su hermana se encogió de hombros-. Estoy en un bache.

– ¿Cómo puedes decir eso? -le preguntó Montana-. Tienes un trabajo fantástico, y siempre has sabido lo que quieres hacer.

– Lo sé. No estoy diciendo que vaya a dejar la ingeniería para ponerme a trabajar como bailarina de barra americana, pero a veces… -suspiró-. No sé. Creo que mi vida necesita un poco de movimiento.

Dakota sonrió.

– Siempre podríamos buscarle un ligue a mamá. Eso sí que sería una distracción.

Sus dos hermanas la miraron.

– ¿Una cita a mamá? -preguntó Montana con los ojos como platos-. ¿Es que os ha dicho que quiera hacerlo?

– No, pero es muy atractiva y jovial. ¿Por qué no podría salir con alguien?

– Sería muy extraño -apuntó Montana.

– Y resultaría una situación incómoda. Seguro que encontraría a un tipo en quince segundos mientras que yo no recuerdo la última vez que tuve una cita.

– Eso es lo que he pensado yo también -admitió Dakota-. Pero, ¿no os parece que alguna deberíamos tener suerte en el tema de las citas?

~¿No te humillaría que, de todas nosotras, esa persona tenga que ser nuestra madre? -preguntó Nevada.

Dakota sonrió.

– Eso es verdad.

Montana sacudió la cabeza.

– No. No puede hacerlo. ¿Qué pasa con papá?

Dakota la miró.

– Ya han pasado diez años desde que murió. ¿No se merece una vida?

– No te pongas en plan terapeuta conmigo. Me siento muy cómoda sin ser la madura.

– Entonces no deberías preocuparte. Solo estábamos bromeando con el tema -a modo de aliviar la tensión, pensó Dakota tristemente. A modo de distracción de la verdad sobre su incapacidad para tener hijos.

– No se habrá presentado como concursante del programa, ¿verdad? Y no es que no fuera a apoyarla si lo hubiera hecho… -dijo Nevada.

– No, no lo ha hecho.

– ¡Gracias a Dios! -Nevada se recostó en su silla-. Hablando del programa, ¿cuándo anunciarán a los participantes?

– Mañana. Ya han tomado la decisión, pero no se lo han comunicado a nadie. Creo que lo emitirán en directo o algo así. Estoy intentando mantenerme al margen todo lo posible.

– ¿Estará allí Finn? -preguntó Montana.

– Casi todos los días.

Montana enarcó las cejas.

– Pues eso pondrá la cosa interesante.

– No sé qué quieres decir. Es un hombre simpático, nada más.

Nevada sonrió.

– ¿Y esperas que nos creamos eso?

– Sí, y si no os lo creéis, espero que finjáis.


Aurelia hizo lo que pudo por ignorar el sermón mientras metía los platos en el lavavajillas. La perorata le resultaba familiar: que era una hija terrible, que era egoísta y cruel, que solo se preocupaba de sí misma, que su madre la había cuidado durante años y que a cambio no estaría mal que le mostrara un poco de apoyo…

– Pronto me iré -dijo su madre-. Estoy segura de que estás contando los días para que me muera.

Aurelia se giró lentamente para mirar a la mujer que la había criado con su sueldo de secretaria.

– Mamá, sabes que eso no es verdad.

– ¿Así que ahora soy una mentirosa? ¿Es eso lo que le dices a la gente? No he hecho otra cosa que quererte. Eres la persona más importante de mi vida. Mi única hija. ¿Y así es como me lo agradeces?

Como siempre, Aurelia no podía seguir la línea argumental. Sabía que lo había estropeado todo, siempre lo hacía. Hiciera lo que hiciera, siempre era una decepción constante. Igual que su padre, que las había abandonado.

Aurelia no sabía si su madre había sido también una víctima profesional antes de que él se marchara, pero sin duda después de aquello sí que había sido única a la hora de compadecerse de sí misma.

– Mírate -siguió su madre, señalando su larga melena-. Estás hecha un desastre. ¿Crees que así encontrarás un hombre? Ni siquiera te miran. Estamos en Fool’s Gold, no hay muchos hombres. Aquí hay que esforzarse más para conseguir uno.

Unas duras palabras que, por otro lado, eran ciertas. Se movía por el mundo metida en una burbuja. Hacía su trabajo, salía a almorzar con sus compañeras y era invisible para todos los hombres, incluso para el presidente de la compañía. Llevaba casi dos años trabajando para esa empresa y a él aún le costaba recordar su nombre.

– Quiero nietos -dijo su madre-. Pido muy poco, pero ¿me lo das?

– Lo intento, mamá.

– No lo suficiente. Te pasas todo el día con ejecutivos, así que sonríeles, flirtea con ellos. ¿Acaso sabes cómo hacerlo? Viste mejor y podrías perder un poco de peso. No te llevé a la universidad para que te pasaras sola el resto de tu vida.

Aurelia cerró el lavavajillas y secó la encimera. Técnicamente, su madre no le había pagado la universidad. Ella había recibido unas cuantas becas y había trabajado para pagar el resto. Sin embargo, había vivido en casa durante ese tiempo y eso había supuesto una gran ayuda, de modo que su madre tenía razón: debería estarle más agradecida.

– Pronto cumplirás los treinta -siguió diciendo su madre-. Treinta. Ya eres muy mayor. Cuando yo tenía tu edad, tú tenías cinco años y hacía cuatro que tu padre se había ido. ¿Tuve tiempo para ser joven? No. Tenía responsabilidades. Tenía dos trabajos. ¿Y me quejaba? Jamás. No te faltó nada.

– Fuiste muy buena conmigo, mamá. Y lo sigues siendo.

– Claro que lo soy. Soy tu madre. Tienes que cuidar de mí.

Y eso había pasado hacía unos años. Aurelia acababa de graduarse, había conseguido su primer trabajo y se había mudado. Un año después, aproximadamente, su madre le había dicho que andaba mal de dinero y que necesitaba ayuda. Unos cuantos dólares por aquí y por allá y había terminado manteniendo a su madre.

Aunque tenía un buen sueldo como contable, pagar dos alquileres, además de comida, luz y demás servicios, no le dejaba mucho de sobra.

Otros padres se enorgullecían del éxito de sus hijos, pero no su madre. Se quejaba y decía que Aurelia no se ocupaba de ella. En esa casa haber sido una niña pequeña era como una deuda eterna que iba aumentando con el tiempo.

Aurelia miró por la ventana y, en lugar de un jardín cuidado, vio cuentas bancarias en números rojos.

No tenía que haber sido así, pensó con tristeza. Siempre había soñado con encontrar a alguien especial y enamorarse. Solo quería ser feliz sin tener la sensación de tener que pagar a cambio.

Una fantasía imposible, se recordó. Era una contable que adoraba su trabajo; no salía a ningún sitio y si algún hombre le hablaba alguna vez, nunca sabía qué decir.

– Si te eligen para ese programa -le advirtió su madre-, no me avergüences diciendo o cometiendo alguna estupidez. Compórtate lo mejor posible.

– Lo intentaré.

– ¿Intentarlo? -su madre, una mujer bajita con mirada penetrante, alzó los brazos al aire-. ¡Tú siempre intentas y nunca haces nada! Intentas y fracasas.

No era exactamente una charla para hacerla sentir mejor, pensó Aurelia mientras salía de la cocina en dirección al pequeño salón. Ella no había querido presentarse a los castings para el programa que se grabaría en el pueblo, pero su madre había estado molestándola e insistiendo hasta que había aceptado. Ahora solo podía esperar que no la seleccionaran.

Incluso había intentado librarse diciendo que tenía que trabajar, pero cuando se lo había comentado a su jefe, ésa había sido una de las pocas veces que el hombre había mostrado interés por ella. Le había dicho que podía tomarse el tiempo que quisiera durante el día siempre que hiciera su trabajo después.

– Tengo que irme a casa -dijo-. Nos vemos dentro de unos días.

– Tu propio piso -dijo su madre con un resoplido-. ¡Qué egoísta! Deberías volver aquí. Piensa en el dinero que te ahorrarías. Pero no. Tú siempre has pensado en tu propio beneficio mientras que yo no tengo nada.

Aurelia pensó en señalar el cheque que había dejado sobre la mesa, el mismo que cubriría el alquiler y los demás gastos mensuales. Su madre seguía trabajando y cobrando lo que siempre había cobrado, así que, ¿dónde acababa ese dinero? Tal vez en cosas como el coche nuevo que había en el garaje y la ropa que tanto le gustaba.

Sacudió la cabeza. De nada serviría discutir. Después de todo, una vez que le daba el dinero a su madre, no era asunto suyo cómo lo gastara. Los obsequios tenían que darse así, libremente.

Aunque los cheques nunca parecían un obsequio, sino más bien un deber.

Agarró su bolso, le dijo adiós a su madre y salió al pequeño porche. Su piso se encontraba a pocas calles y había ido caminando.

– Hasta pronto -gritó.

– Deberías volver aquí -gritó su madre.

Aurelia siguió caminando. Tal vez no era capaz de enfrentarse a su madre, pero sí que estaba decidida a no volver a vivir con ella nunca más. No le importaba si tenía que tener cinco trabajos o vender su sangre. Mudarse con ella acabaría con su vida.

Mientras caminaba por la calle flanqueada por árboles se preguntó qué había hecho mal. ¿Cuándo había decidido que estaba bien que su madre la tratara tan mal y cómo podría enfrentarse a ella sin dejar que la culpabilidad se metiera por medio?


Finn nunca había estado en un plato de grabación, así que no podía decir cómo funcionaban las cosas allí, pero por lo que veía, lo más importante era la iluminación.

Hasta el momento los empleados habían pasado casi una hora ajustando los focos y unos grandes reflectores instalados en el plato construido en un extremo del pueblo. Hileras de sillas se habían colocado para el público que se esperaba y estaban haciendo pruebas de micrófonos y de la música enlatada, pero eran las luces lo que parecía tener a todo el mundo histérico.

Se mantuvo a un lado, observándolo todo desde una esquina. Nada de aquello le interesaba. Preferiría estar en South Salmon, preparándose para transportar cargamentos al norte del Círculo Ártico, pero, por desgracia, volver a su vida normal no era una opción; no hasta que pudiera llevarse a sus hermanos con él.

Unas cuantas personas se acercaron al escenario. Le pareció reconocer al hombre alto vestido con un traje y ligeramente maquillado. El presentador, pensó Finn mientras se preguntaba qué tendría de atrayente trabajar en televisión. Claro que pagarían muy bien, pero al fin y al cabo, ¿qué te daba?

El presentador y Geoff tuvieron una larga conversación mientras sacudían mucho los brazos, y unos minutos después, todos los futuros participantes subieron al escenario. La cortina tenía un logotipo de la cadena de televisión, aunque a Finn no le resultaba familiar. Rara vez veía la televisión.

Vio a varias personas que pasaban de los cuarenta, a muchos veinteañeros guapos, a algunos tipos corrientes que parecían estar fuera de lugar allí y a los gemelos.

Habría subido corriendo al escenario, y agarrado a cada uno de un brazo para ponerse rumbo al aeropuerto, pero dos cosas lo detuvieron. Primero, el hecho de que no podría forcejear con los dos a la vez. Eran tan altos como él y aunque él tenía más músculos y más experiencia, sus hermanos le importaban demasiado como para hacerles daño. Segundo, tenía la sensación de que alguien de la productora llamaría a la policía y todo se vendría abajo.

– Te veo enfadado -dijo Dakota al acercarse-. ¿Estás planeando secuestrarlos?

Finn se quedó impresionado por sus habilidades para leer la mente.

– ¿Quieres ser mi cómplice?

– Tengo la norma de evitar situaciones que me harían acabar en la cárcel. Sé que eso me hace menos divertida, pero puedo vivir con ello.

Él la miró y vio sus ojos marrones llenos de luz y diversión.

– No estás tomándote mi dolor en serio -le dijo.

– Tu dolor está dentro de tu cabeza. Sabes que tus hermanos son capaces de tomar sus propias decisiones.

– Si excluimos su situación actual.

– No estoy de acuerdo con eso.

Ella se giró hacia el escenario.

– Todo el mundo se merece seguir su sueño.

– A ellos les vendría mejor terminar sus estudios y asentarse.

– ¿Tú lo hiciste?

Miraba a sus hermanos.

– Claro. Soy el paradigma de la responsabilidad.

– Porque tuviste que hacerlo. ¿Cómo eras antes de que tus padres murieran y te dejaran al cuidado de dos niños de trece años? Algo me dice que eras mucho más rebelde de lo que ellos han sido nunca.

Maldita sea, ¡cuánta razón tenía!

– No puedo recordarlo.

– ¿Esperas que me crea eso?

– Tal vez fui ligeramente irresponsable.

– ¿Ligeramente?

Le habían encantado las fiestas, las mujeres y desafiar las leyes de la física en su avioneta. Había sobrepasado los límites, había sido un imprudente.

– Eso era distinto. No sabíamos qué podría pasar.

– ¿Y ellos sí? Tienen veintiún años. Dales un respiro.

– Si vuelven a la facultad, les daré un respiro.

– Qué estúpido eres -le dijo con una mirada que se movía entre la lástima y la diversión.

En circunstancias normales, eso probablemente lo habría puesto furioso, pero estaba dándose cuenta de que le gustaba estar con Dakota. Incluso aunque no le diera la razón, le gustaba oír lo que le tenía que decir.

Estaban entre las sombras de la parte trasera del escenario. Desde ahí lo verían todo y nadie lo sabría. Por un momento, se preguntó qué habría pensado de ella en otras circunstancias, si no estuviera allí por sus hermanos. Si no tuviera que preocuparse por su bienestar. Si no fuera más que un tipo intrigado por una atractiva mujer con una sonrisa de infarto.

Pero esas circunstancias en las que se encontraba no le permitían ninguna distracción. Se había prometido que una vez que sus hermanos terminaran la facultad, le tocaría a él seguir sus sueños. Después de ocho años cuidándolos, se lo merecía. No quería pasar el resto de su vida transportando mercancías en avión. Pero ya pensaría en ello más tarde, después de haber sacado a sus hermanos de ese jaleo y cuando supiera que estaban a salvo.

Geoff echó a todo el mundo del escenario y reunió a los potenciales concursantes.

Dakota miró el reloj.

– Hora del espectáculo -murmuró.

Por lo que Finn sabía, habría una combinación de escenas en directo y segmentos grabados de los distintos concursantes. Miró a sus hermanos deseando que de pronto entraran en razón, pero ninguno de ellos lo vio.

Se encendieron los grandes focos y alguien gritó: «En el aire en cinco, cuatro, tres…». Las cámaras se movían en silencio y entonces salió el presentador.

Dio la bienvenida a los telespectadores, explicó las premisas del concurso y comenzó a presentar a los posibles concursantes. Dakota agarró a Finn de la mano y lo llevó al otro lado, desde donde verían mejor la pantalla.

Le soltó y se inclinó hacia él para decirle al oído y con una voz suave:

– Ahí sale el forraje.

Él inhaló un femenino aroma floral, y el calor del cuerpo de Dakota pareció recorrerle el brazo. Se fijó en sus curvas y, por un segundo, pensó en acercarla a sí en medio de la oscuridad y fijar la atención en sus labios en lugar de en la pantalla.

«No sigas por ahí», se dijo. «Es un gran error». Tenía que recordar lo que era importante y ahora mismo lo importante eran los gemelos.

Sobre el escenario, el presentador comenzó a decir nombres y Finn se puso tenso.

– Os prometí algunos concursantes muy divertidos -dijo el presentador con una sonrisa-. Y ahora la cosa se pone interesante -indicó a Stephen y a Sasha que subieran al escenario-. Gemelos -dijo con una sonrisa-. ¿Os lo podéis creer? Sasha y Stephen.

Finn observó a sus hermanos, que parecían muy cómodos sobre el escenario. Sonreían a la cámara y charlaban con el presentador. Estaban como pez en el agua.

– ¿Quién es quién? -preguntó el presentador.

Sasha, que llevaba vaqueros y un jersey azul del mismo color que sus ojos, sonrió.

– Yo soy el más guapo, así que soy Sasha.

Stephen le dio un empujón a su hermano.

– Yo soy más guapo. Vamos a hacer una votación.

El presentador se rio.

– Vamos a ver si entráis en el programa.

Finn cerró los puños y la tensión invadió su cuerpo. Sabía lo que iba a pasar; había sido inevitable desde el día en que sus hermanos se habían marchado de South Salmon.

El presentador miró la tarjeta que tenía en la mano. Le dio la vuelta y la enseñó a la cámara. El nombre de Sasha se veía claramente. El público aplaudió. El presentador sacó otra tarjeta del bolsillo de su traje. Las chicas que esperaban justo detrás de él se inclinaron hacia la cámara.

– ¿Estás preparado? -le preguntó a Sasha.

Sasha sonrió a la cámara.

– Estoy deseando conocerla.

– Pues vamos a reuniros -giró la segunda tarjeta hacia la cámara-. Lani, ven a conocer a Sasha.

Una joven bajita, morena y preciosa fue hacia Sasha. Tenía los ojos muy grandes y una encantadora sonrisa. Se movía con una elegancia que hizo que todos los hombres presentes, incluso Finn, se fijaran en ella y en su belleza.

A Sasha se le salieron los ojos de las órbitas y casi tropezó.

– Hola -dijo ella con voz suave-. Encantada de conocerte.

– Ah, encantado de conocerte.

Se miraron y Finn habría jurado que aquello fue amor a primera vista, pero sabía muy bien que no. O, mejor dicho, sabía cómo era su hermano. Sasha jamás permitiría que una chica se interpusiera entre él y sus sueños.

– Hacen buena pareja -dijo Dakota-. ¿O no debería decir eso? ¿Estás bien?

– Sobreviviré, si eso es lo que preguntas.

– ¿No te gustará?

– ¿Qué tiene que gustarme?

– No eres un tipo que se deje llevar por los demás, ¿verdad?

– ¿Qué me ha delatado?

– Algo me dice que vamos a ver mucho a estos dos concursantes -dijo el presentador con tono alegre.

Finn no sabía el nombre de ese tipo, pero sabía que no le gustaba. No podía imaginarse tener que escucharlo durante diez o doce semanas, o lo que fuera que durara el programa. Aunque que no le gustara el presentador era el menor de sus problemas.

Sasha y Lani entrelazaron las manos y se situaron a un lado del escenario. El presentador rodeó a Stephen con un brazo.

– Tú eres el siguiente. ¿Nervioso?

– Más bien emocionado que nervioso -respondió el joven.

El presentador asintió hacia las chicas que esperaban detrás de él.

– ¿Alguna favorita?

Stephen sonrió. A diferencia de su hermano, no tenía la necesidad de encandilar al mundo. Siempre había sido un chico serio y formal, más estudioso y con una sinceridad que siempre había gustado a las chicas.

– ¿Tengo que elegir solo a una? -preguntó.

El presentador se rio.

– Tienes que dejar alguna para el resto de concursantes. ¿Y si elijo yo por ti?

Stephen se giró hacia la cámara.

– La que elijas por mí me parecerá bien.

El presentador pidió silencio y Finn se aguantó las ganas de decir que eso era innecesario porque no había nadie hablando. De nuevo, el presentador sacó una tarjeta de su bolsillo y la mostró a la cámara.

– Aurelia.

La cámara enfocó a las chicas y se detuvo en una de ellas, que dio un paso adelante. Finn frunció el ceño. No era que la chica no fuera atractiva, ni siquiera que estuviera mal vestida. Era… distinta a las demás. Menos pulida, menos sofisticada. Demasiado simple.

Llevaba un vestido azul marino que le caía por debajo de las rodillas, unos zapatos planos y nada de maquillaje. Su largo cabello le caía por la cara dificultando que se le vieran los ojos. Cuando finalmente se situó junto a Stephen y lo miró, su expresión fue más de horror que de entusiasmo.

Finn la observó un segundo y frunció el ceño.

– Espera un minuto… ¿cuántos años tiene?

– ¿Aurelia? -Dakota se encogió de hombros-. Veintinueve o treinta. Iba un año o dos por delante de mí en el colegio.

Él maldijo.

– Esto no puede ser. Voy a aplastar a Geoff. Voy a dejarlo desangrándose en una cuneta.

– ¿Qué pasa?

Se giró hacia Dakota y la miró.

– ¿Es que no lo ves? Es casi diez años mayor que Stephen. De ningún modo voy a quedarme quieto mientras mi hermano es devorado por una come jóvenes.

– ¿Hablas en serio? ¿Crees que Aurelia es así?

– ¿Cómo es si no? Mírala.

– Mírala tú. Es muy tímida. Siempre fue así en el instituto. No conozco toda su historia, pero recuerdo que tenía una madre horrible. Aurelia nunca pudo hacer nada. No la dejaba ir a los bailes ni a los partidos. Es muy triste. No tienes que preocuparte, no es de ésas que lo atrapará quedándose embarazada ni nada por el estilo.

– Puedes decir lo que quieras; no me importa su pasado, me importa que esté con mi hermano -se quedó paralizado-. ¿Embarazada? -maldijo de nuevo-. No puede quedarse embarazada.

– No debería haber dicho eso. Deja de preocuparte. No supone ningún problema para Stephen. Vamos, Finn, es una buena chica. ¿No es eso lo que quieres para tu hermano? ¿Una buena chica?

– Claro que quiero una buena chica, pero quiero una buena chica que tenga su edad.

Dakota sonrió.

– Ahora puede parecer mucha diferencia de edad, pero cuando él tenga cuarenta, ella solo tendrá cincuenta.

– No estás haciéndome sentir mejor. No creo que lo estés intentando ni siquiera.

Ya bastaba de hablar. Era bastante malo que sus hermanos hubieran llegado a Fool’s Gold siguiendo ese estúpido programa y aun así podría asumirlo, pero no iba a quedarse de brazos cruzados mientras dejaba que su hermano cometiera ese error.

Pero antes de poder subir al escenario e interrumpir el programa en directo, Dakota se puso delante de él.

– No subas ahí -le dijo con firmeza mirándolo a los ojos-. Lo lamentarás, pero, sobre todo, los chicos quedarán humillados en televisión. Jamás te perdonarán. Ahora mismo eres un hermano enfadado que quiere mantenerlos a salvo, pero tienes que controlarte. Te lo digo en serio, Finn.

No quería hacerle caso, no quería creerla, pero sabía que tenía que hacerlo. Aunque la idea de dejar a su hermano solo con esa mujer…

– No tiene dinero.

– Aurelia no va detrás del dinero.

– ¿Cómo lo sabes?

– Tiene un empleo fantástico. Es contable. Por lo que he oído, hace un trabajo increíble. Hay lista de espera para ser uno de sus clientes -volvió a agarrarlo del brazo y lo miró a los ojos-. Finn, sé que estás preocupado y puede que tengas razones para estarlo. Habría sido genial que tus hermanos no hubieran dejado los estudios, pero lo han hecho. Por favor, no empeores esto subiendo ahí y comportándote como un idiota.

– Sé que intentas ayudar -dijo sabiendo que parecía frustrado.

– Míralo de este modo. Si es tan aburrida como creo que es, los echarán pronto.

– Si no, él tendrá problemas.

– Estarás aquí para asegurarte de que no pasa nada malo.

– Eso suponiendo que me escuche.

Miró hacia el escenario. Aurelia estaba junto a Stephen, cruzada de brazos y tan tensa que parecía que estaba hecha de acero; estaba claro que no estaba muy contenta con la situación. Tal vez él tenía suerte y no durarían mucho como pareja. Se merecía un poco de suerte.

– Eres un tipo duro. ¿Es algo típico en Alaska?

– Puede que sí -respiró hondo y la miró a los ojos-. Gracias por convencerme para que no lo haya hecho.

– Soy una profesional, es mi trabajo.

– Pues eres muy buena.

– Gracias.

Siguió mirándola a los ojos, sobre todo porque le gustaba. Era agradable estar con ella y su cuerpo no podía evitar fijarse en la suavidad de su piel, en la forma de su boca.

– Tengo que irme. ¿Puedo fiarme de ti?

– Claro.

– Ten un poco de fe -dijo dando un paso atrás-. Todo saldrá bien.

Eso era algo que ella no podía saber, pero por el momento la creería.

Esperó a que ella se marchara antes de salir del estudio. Sacó su móvil y marcó el número de su despacho en Alaska.

– Transportes South Salmon -dijo una familiar voz.

– Hola, Bill, soy yo.

– ¿Dónde demonios estás, Finn?

– Sigo en California -Finn se cambió el teléfono de oreja-. Me parece que tendré que quedarme aquí un tiempo. Los dos han entrado en el programa.

A unos miles de kilómetros, pudo oír suspirar a Bill.

– Vamos a tener mucho trabajo dentro de poco. No puedo hacerlo solo. Si no puedes volver, tendremos que contratar a algún piloto.

– Lo sé. Empieza a buscarlos. Si encuentras a alguien bueno, contrátalo. Volveré tan pronto como pueda.

– Que sea rápido.

– Haré lo que pueda.

El negocio era importante, pensó al terminar la llamada, pero sus hermanos siempre serían más importantes. Estaría allí hasta que terminara el trabajo que había ido a hacer.

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