Capítulo 1

– ¿Qué hace falta para que cooperes? ¿Dinero? ¿Amenazas? Cualquiera de las dos me vale.

Dakota Hendrix alzó la vista de su ordenador portátil y se encontró con un hombre muy alto y de mirada seria frente a ella.

– ¿Cómo dice?

– Ya me has oído. ¿Que qué hace falta?

Ya le habían advertido de que habría muchos locos por ahí sueltos, pero no se lo había creído. Al parecer, se había equivocado.

– Tiene mucho carácter para ser alguien que lleva una simple camisa de franela -dijo ella levantándose para poder mirar a los ojos a ese tipo. Si no hubiera estado tan furioso, le habría parecido bastante guapo, con ese cabello oscuro y esos penetrantes ojos azules.

Él bajó la mirada y volvió a alzarla hacia ella.

– ¿Qué tiene que ver mi camisa en esto?

– Es de cuadros.

– ¿Y?

– Cuesta sentirte intimidada por un hombre que lleva cuadros. Solo es eso. Y la franela es un tejido que resulta simpático, aunque un poco rústico para la mayoría de la gente. Ahora bien, si fuera todo vestido de negro con una cazadora de cuero, estaría más nerviosa.

La expresión de él se tensó, como lo hizo el músculo de su mandíbula. Su mirada se agudizó y ella tuvo la sensación de que si ese hombre fuera un poco menos civilizado, le tiraría algo.

– ¿Un mal día? -preguntó Dakota con tono alegre.

– Algo parecido -respondió él apretando los dientes.

– ¿Quiere hablar de ello?

– Creo que es así como he empezado esta conversación.

– No. La ha empezado amenazándome -sonrió-. Aun a riesgo de elevar su índice de cabreo del ocho al diez, le diré que a veces ser más agradables es más efectivo. Por lo menos a mí me pasa -extendió una mano-. Hola. Soy Dakota Hendrix.

Parecía que ese hombre prefiriera arrancarle la cabeza antes que ser educado, pero después de respirar profundamente dos veces, le estrechó la mano y murmuró:

– Finn Andersson.

– Encantada de conocerle, señor Andersson.

– Finn.

– Finn -repitió ella, mostrándose un poco más animada que de costumbre, aunque solo para molestar un poco a ese hombre-. ¿En qué puedo ayudarte?

– Quiero sacar a mis hermanos del programa.

– Por consiguiente, las amenazas.

– ¿Por consiguiente? ¿Quién utiliza esa expresión?

– Es una expresión perfectamente buena y normal.

– No de donde yo vengo.

Ella miró las desgastadas botas que llevaba y volvió a centrarse en su camisa.

– Casi me da miedo preguntar dónde es eso.

– South Salmon, Alaska.

– Pues estás muy lejos de casa.

– Peor, estoy en California.

– ¡Ey! He nacido aquí y te agradecería que fueras más educado.

Él se rascó la nariz.

– Bien. Como quieras. Tú ganas. ¿Puedes ayudarme con mis hermanos o no?

– Depende. ¿Cuál es el problema?

Ella le indicó que tomara asiento y él vaciló un segundo antes de sentar su largo cuerpo.

– Están aquí -dijo finalmente, como si eso lo explicara todo.

– ¿Aquí en lugar de en South Salmon?

– Aquí en lugar de estar terminando su último semestre en la facultad. Son gemelos. Van a la Universidad de Alaska.

– Pero si están en el programa, entonces son mayores de dieciocho -respondió ella con voz suave, sintiendo el dolor de ese hombre, pero sabiendo que había poco que pudiera hacer.

– ¿Eso significa que no tengo autoridad legal? -preguntó él con resignación y amargura-. ¡Como si no lo supiera! -se inclinó hacia delante y la miró fijamente-. Necesito tu ayuda. Como he dicho, les queda un semestre para graduarse y se han marchado para venir aquí.

Dakota había crecido en Fool’s Gold y había elegido regresar después de terminar sus estudios, así que no entendía por qué alguien no querría vivir en un pueblo. Sin embargo, suponía que Finn estaba mucho más preocupado por el futuro de sus hermanos que por dónde se ubicaran.

Él se levantó.

– Pero, ¿qué hago hablando contigo? Eres una de ésas de Hollywood. Seguro que estás contenta de que lo hayan dejado todo para estar en tu estúpido programa.

Ella también se levantó y sacudió la cabeza.

– En primer lugar, no es «mi» estúpido programa. Yo estoy con el pueblo, no con el equipo de producción. En segundo lugar, si me das un momento para pensar en lugar de enfadarte, puede que se me ocurra algo para ayudarte. Si eres así con tus hermanos, no me sorprende que hayan querido recorrer miles de kilómetros para alejarse de ti.

Dado lo poco que sabía sobre Finn, se esperaba que le gritara y se largara. Por el contrario, la sorprendió sonriendo.

La curva de sus labios y el brillo de sus dientes no eran algo especialmente único, pero le produjo un cosquilleo en el estómago de todos modos. Sintió como si se le hubiera escapado todo el aire de los pulmones y no pudiera respirar. Unos segundos después, logró reponerse y se dijo que había sido un problema momentáneo de su radar emocional. Nada más que una anomalía.

– Eso dijeron -admitió él volviendo a su asiento con un suspiro-. Que se habían esperado que yéndose a la universidad podrían irse mucho más lejos, pero no fue así -la sonrisa se desvaneció-. ¡Maldita sea! Esto es muy duro.

Ella se sentó y apoyó las manos en la mesa.

– ¿Qué dicen tus padres de todo esto?

– Yo soy los padres.

– Ah -exclamó ella, desconociendo qué tragedia podría haber provocado esa situación. Diría que Finn tenía unos treinta años, treinta y dos tal vez-. ¿Cuánto tiempo hace…?

– Ocho años.

– ¿Has estado criando a tus hermanos desde que tenían…? ¿Cuántos? ¿Doce?

– Tenían trece, pero sí.

– Felicidades. Has hecho un buen trabajo.

– ¿Y eso cómo lo sabes?

– Porque han entrado en la universidad, han logrado llegar hasta su semestre final y ahora son lo suficientemente fuertes emocionalmente como para enfrentarse a ti.

– Deja que adivine. Eres una de esas personas que dicen que la lluvia es «sol líquido». Si hubiera hecho bien mi trabajo con mis hermanos, aún estarían en la universidad en lugar de aquí para participar en un estúpido reality show.

Él sacudió la cabeza.

– No sé qué he hecho mal. Lo único que quería era que terminaran el curso. Tres meses más. Solo tenían que seguir en la facultad tres meses más. Pero, ¿podían hacerlo? No. Hasta me enviaron un e-mail diciéndome dónde estaban, como si fuera a alegrarme por ellos.

Ella levantó las carpetas que tenía sobre la mesa.

– ¿Cómo se llaman?

– Sasha y Stephen -su expresión se animó levemente-. ¿Puedes hacer algo?

– No lo sé. Como te he dicho, estoy aquí en representación del pueblo. Los productores nos presentaron la idea del reality show. Créeme, Fool’s Gold no estaba buscando esta clase de publicidad. Queríamos negarnos, pero nos preocupaba que siguieran adelante y lo hicieran de todas formas. De este modo, estamos involucrados y esperamos poder tener algo de control en lo que suceda.

Lo miró y le sonrió.

– O por lo menos nos hacemos ilusiones con que tenemos el control.

– Confía en mí. No será tan bueno como os lo han pintado.

– Ya estoy dándome cuenta. Todos los posibles concursantes se han sometido a unos exámenes exhaustivos y se han comprobado los antecedentes penales de todos. Insistimos en eso.

– ¿Intentando evitar a los locos?

– Sí, y a los criminales. Los reality shows ejercen mucha presión sobre los concursantes.

– ¿Cómo conoció la televisión al pueblo si vosotros no acudisteis a ellos?

– Fue cuestión de pura mala suerte. Hace un año una estudiante de posgrado que estaba escribiendo su tesis sobre densidad de población descubrió que padecíamos una escasez crónica de hombres. Los cómos y los porqués se convirtieron en un capítulo de su proyecto. En un esfuerzo de despertar atención hacia su trabajo, vendió su tesis a distintas productoras y ahí nos conocieron.

Él frunció el ceño.

– Creo que recuerdo haber oído algo. ¿No llegaron autobuses cargados de tipos que venían de todas partes?

– Por desgracia, sí. La mayoría de los artículos hicieron que pareciéramos unas solteronas desesperadas, lo cual no es cierto en absoluto. Unas semanas después, Hollywood apareció en forma de reality show.

Hojeó el montón de solicitudes de los que habían logrado pasar a la selección final y cuando vio la fotografía de Sasha Andersson, se estremeció.

– ¿Gemelos idénticos?

– Sí, ¿por qué?

Ella sacó la solicitud de Sasha y se la entregó.

– Es adorable -la imagen mostraba una versión más joven y sonriente de Finn-. Si tiene una personalidad más llamativa que la de un zapato, seguro que estará en el programa. ¿A quién no le puede gustar? Además, si hay dos iguales… -soltó la carpeta-. Si tú fueras el productor, ¿no querrías tenerlos en tu programa?

Finn soltó el papel. La mujer, Dakota, tenía razón. Sus hermanos eran encantadores, divertidos y lo suficientemente jóvenes como para creerse inmortales. Irresistibles para alguien que quisiera subir las audiencias.

– No pienso dejar que arruinen sus vidas.

– Serán diez semanas de grabación y, después de eso, la facultad seguirá ahí -dijo ella con tono delicado y compasivo.

– ¿Y crees que querrán volver después de todo esto?

– No lo sé. ¿Se lo has preguntado?

– No -hasta la fecha solo les había dado órdenes y sermones, los cuales sus hermanos habían ignorado.

– ¿Te han dicho por qué querían participar en este programa?

– No específicamente -admitió, aunque tenía alguna que otra teoría. Querían alejarse de Alaska y de él. Además, Sasha llevaba mucho tiempo soñando con la fama.

– ¿Han hecho antes algo así? ¿Marcharse en contra de tus deseos, dejar los estudios?

– No. Eso es lo que no entiendo. Están a punto de terminar. ¿Por qué no han podido aguantar un semestre más? -eso habría sido lo más responsable.

Hasta el momento, Sasha y Stephen no le habían dado muchos problemas, solo los típicos de su edad: conducir demasiado deprisa y unas cuantas fiestas con muchas chicas. Le había preocupado que pudieran dejar a una chica embarazada, pero hasta el momento eso no había pasado. Tal vez sus miles de sermones sobre emplear métodos anticonceptivos habían surtido efecto.

Por eso, que quisieran dejar los estudios para entrar en un programa de televisión lo había dejado anonadado. Siempre se había imaginado que, por lo menos, terminarían la facultad.

– Parecen unos chicos geniales -dijo Dakota-. A lo mejor deberías confiar en ellos.

– Tal vez debería atarlos y meterlos en un avión con destino a Alaska.

– No te gustaría estar en la cárcel.

– Para eso primero tendrían que atraparme -volvió a levantarse-. Gracias por tu tiempo.

– Siento no poder ayudarte.

– Yo también.

Ella se levantó y bordeó la mesa para quedar frente a él.

– Como suele decirse: «si quieres algo, déjalo libre».

Él la miró fijamente a los ojos; unos ojos oscuros que contrastaban con su ondulado cabello rubio. Esbozó una sonrisa.

– Y si vuelve, ¿es porque así tenía que ser? No, gracias. Yo soy más del «si no vuelve, ve a cazarlo y dispáralo».

– ¿Debería advertir a tus hermanos?

– Ya están advertidos.

– A veces tienes que dejar que la gente se equivoque.

– Esto es demasiado importante. Es su futuro.

– Y la palabra clave es: «su»; no es tu futuro. Lo que sea que pueda pasar aquí no es irrecuperable.

– Eso no lo sabes.

Dakota parecía querer seguir discutiendo el tema. Era cierto que lo que decía tenía sentido, pero de ningún modo podría hacerle cambiar de opinión. Pasara lo que pasara, sacaría a sus hermanos de Fool’s Gold y los metería de nuevo en la facultad, que era donde tenían que estar.

– Gracias por tu tiempo -repitió.

– De nada. Espero que los tres podáis llegar a un acuerdo. Y… por favor, recuerda que tenemos un servicio de policía muy eficiente aquí en el pueblo. A la jefa Barns no le cae bien la gente que quebranta la ley.

– Gracias por la advertencia.

Finn salió del pequeño tráiler. El rodaje o la grabación, o como fuera que lo llamaban, empezaría en dos días, lo cual le daba menos de cuarenta y ocho horas para trazar un plan, bien para convencer a sus hermanos de que volvieran a Alaska, o bien para obligarlos físicamente a hacer lo que él quería.


– Te lo debo -dijo Marsha Tilson mientras almorzaba.

Dakota agarró una patata frita.

– Sí. Soy una profesional altamente cualificada.

– ¿Y Geoff no lo valora? -le preguntó Marsha, la alcaldesa, una mujer que pasaba de los sesenta años y que tenía unos chispeantes ojos azules.

– No. Aunque tengo un doctorado y debería obligarlo a llamarme «doctora».

– Por lo que sé de Geoff, no creo que eso fuera a servir de algo.

Dakota mordió la patata. Odiaba admitirlo, pero la alcaldesa Marsha tenía razón. Geoff era el productor del reality show que había invadido la ciudad, Amor verdadero o Fool’s Gold. Después de seleccionar a veinte personas y emparejarlas al azar, éstas celebrarían unas románticas citas que serían grabadas, editadas y después emitidas por televisión con una semana de retraso.

El país votaría para eliminar a la pareja que tuviera menos probabilidades de establecer una relación.

Al final, la última pareja que quedara recibiría doscientos cincuenta mil dólares y una boda gratis, si de verdad estaban enamorados.

Por lo que Dakota sabía, a Geoff lo único que le importaba era conseguir buenas audiencias, y el hecho de que el pueblo no quisiera que rodaran allí el programa no le había molestado lo más mínimo. Al final, la alcaldesa había cooperado con la condición de que alguno de sus empleados estuviera presente en todo momento para velar por los intereses de los buenos ciudadanos de Fool’s Gold.

Para Dakota todo eso tenía sentido, aunque aún no sabía por qué le habían dado ese trabajo a ella. No era especialista en relaciones públicas, ni siquiera funcionaría del Ayuntamiento. Era una psicóloga especializada en desarrollo infantil. Por desgracia, su jefe había ofrecido sus servicios e incluso había accedido a pagarle su sueldo mientras trabajaba con la productora. Ahora, por todo ello, Dakota seguía sin dirigirle la palabra.

Habría rechazado el trabajo de no ser porque la alcaldesa Marsha se lo había suplicado. Dakota había crecido allí y sabía que, cuando la alcaldesa necesitaba un favor, los buenos ciudadanos accedían. Hasta que había aparecido la productora, Dakota habría jurado que con mucho gusto haría lo que fuera por su pueblo y, de todos modos, como le había dicho a Finn hacía unas horas, solo serían diez semanas. Podría sobrevivir a casi todo durante ese tiempo.

– ¿Se han elegido ya a los concursantes? -preguntó Marsha.

– Sí, pero van a mantenerlo en secreto hasta el gran anuncio.

– ¿Alguien de quién tengamos que preocupamos?

– No lo creo. He mirado los archivos y todo el mundo parece bastante normal -pensó en Finn-. Aunque sí que tenemos a un familiar que no está nada contento -le explicó lo de los gemelos de veintiún años-. Si en persona son la mitad de guapos de lo que son en las fotos, estarán en el programa.

– ¿Crees que su hermano dará problemas?

– No. Si los chicos todavía fueran menores, me preocuparía, pero lo único que puede hacer es preocuparse y amenazarlos.

Marsha asintió como si comprendiera a ese hombre. Dakota sabía que la única hija de la alcaldesa había sido una rebelde que se había quedado embarazada y se había escapado de casa. No podía ser fácil criar a un hijo o, en el caso de Finn, a dos hermanos. Aunque ella no sabía nada sobre ser madre.

– Podemos ayudar -dijo Marsha-. Busca a los chicos y avísame si los eligen para el programa. No tiene por qué gustarnos que Geoff nos haya traído todo este jaleo, pero podemos asegurarnos de que lo mantenemos controlado.

– Seguro que el hermano de los gemelos te lo agradece -murmuró Dakota.

– Estás haciendo lo correcto -le dijo Marsha-. Ten el programa vigilado.

– No me has dado mucha elección.

La alcaldesa sonrió.

– Ése es el secreto de mi éxito. Arrincono a alguien y le obligo a acceder a hacer lo que yo quiera.

– Pues se te da muy bien -Dakota le dio un trago a su refresco light-. Lo peor es que me gustan estos programas de televisión… O me gustaban hasta que conocí a Geoff. Ojalá hiciera algo ilegal para que la jefa Barns pudiera detenerlo.

– La esperanza es lo último que se pierde -suspiró Marsha-. Has renunciado a mucho, Dakota, y quiero darte las gracias por hacerte cargo del programa y cuidar del pueblo.

– Yo no he hecho todo eso. Simplemente estoy presente y me aseguro de que no cometen ninguna locura.

– Me siento mejor sabiendo que estás cerca.

Y eso era positivo, pensó Dakota mientras miraba a la mujer. Años de experiencia. Marsha era el alcalde que más tiempo llevaba en su cargo de todo el estado. Más de treinta años. Pensó en todo el dinero que se había ahorrado el pueblo en membretes: ¡nunca tenían que cambiarlos!

Mientras que se alejaba mucho del trabajo de los sueños de Dakota, trabajar para Geoff tenía el potencial de ser interesante. No sabía nada sobre hacer un programa de televisión y se dijo que aprovecharía la oportunidad de aprender algo sobre ese negocio. Por lo menos, era una distracción y eso era algo que últimamente necesitaba… Lo que fuera para evitar sentirse tan… rota.

Se recordó que no debía adentrarse en ese terreno. No todo tenía solución y cuanto antes lo aceptara, mejor. Aún podía disfrutar de una buena vida y la aceptación sería el primer paso para seguir adelante. Era una profesional cualificada, después de todo. Una psicóloga que comprendía cómo funcionaba la mente humana.


– ¡Esto va a ser genial! -dijo Sasha Andersson apoyado contra el destartalado cabecero mientras hojeaba el ejemplar de Variety que había comprado en la librería de Logan. Algún día estaría ganando miles, millones de dólares, y se suscribiría y haría que se lo enviaran a su teléfono, como hacían las estrellas de verdad. Hasta entonces, compraba un ejemplar cada ciertos días para no gastar mucho.

Stephen, su hermano gemelo, estaba tumbado en la otra cama del pequeño hotel. Una desgastada revista Coche y Conductor estaba abierta sobre el suelo. Stephen tenía la cabeza y los brazos colgando fuera de la cama y hojeaba un artículo que probablemente habría leído cincuenta veces.

– ¿Me has oído? -le preguntó Sasha impaciente.

Stephen alzó la mirada y su oscuro cabello le cayó sobre los ojos.

– ¿Qué?

– El programa. Va a ser genial.

Stephen se encogió de hombros.

– Eso, contando con que nos elijan.

Sasha tiró el periódico a los pies de la cama y sonrió.

– ¡Ey! Somos nosotros. ¿Cómo podrían resistirse?

– He oído que hay unos quinientos aspirantes.

– Han reducido esa cifra a sesenta y vamos a llegar a la final. ¡Venga! Somos gemelos y eso le encanta al público. Deberíamos fingir que no nos llevamos bien, peleamos y esas cosas. Así tendremos más minutos de cámara.

Stephen se movió en la cama y se tumbó boca arriba.

– Yo no quiero más minutos de cámara.

Lo cual era cierto e irritante a la vez, pensó Sasha. A Stephen no le interesaba ese negocio.

– Entonces, ¿por qué estás aquí?

Stephen respiró hondo.

– No me apetece volver a casa.

Y eso era algo en lo que coincidían. Su casa era un diminuto pueblo de ochenta personas. South Salmon, Alaska. En verano, los invadían turistas que querían ver la «verdadera» Alaska y durante casi cinco meses, cada momento que se estaba despierto se pasaba trabajando a unas horas imposibles. En invierno, había oscuridad, nieve y un aplastante aburrimiento.

Los otros residentes de South Salmon decían amar sus vidas, pero a pesar de ser descendientes directos de inmigrantes rusos, suecos e irlandeses que se habían establecido en Alaska hacía casi cien años, Sasha y Stephen querían estar en cualquier parte menos allí. Cosa que su hermano mayor, Finn, jamás había comprendido.

– Esta es mi oportunidad -dijo Sasha con firmeza-. Y voy a hacer todo lo que haga falta para que se fijen en mí.

Sin ni siquiera cerrar los ojos, pudo verse siendo entrevistado en un programa de televisión hablando del éxito de taquilla que protagonizaba. En su mente, había recorrido un millón de alfombras rojas, había acudido a fiestas de Hollywood, se le habían presentado mujeres desnudas en su habitación del hotel suplicándole que se acostara con ellas… Y él, pensó con una sonrisa, había accedido con mucho gusto. Porque así era él.

Durante los últimos ocho años, había querido salir en la tele y en películas, pero la industria no había llegado a South Salmon y Finn siempre le había dicho que cuando creciera olvidaría esos sueños.

Cuando, por fin, había llegado a ser lo suficientemente mayor como para hacer lo que quería sin el permiso de su hermano, Sasha había visto su oportunidad en el anuncio del casting para Amor verdadero o Fool’s Gold. La única sorpresa había sido que Stephen había querido ir con él a la entrevista.

– Cuando llegue a Hollywood, voy a comprarme una casa en las colinas. O en la playa.

– En Malibú -dijo Stephen tumbándose boca arriba-. Chicas en bikinis.

– Eso es. Malibú. Y me reuniré con productores, iré a fiestas y ganaré millones de dólares -miró a su hermano-. ¿Qué vas a hacer tú?

Stephen se quedó callado un momento antes de responder:

– No lo sé. No ir a Hollywood.

– Te gustaría.

Stephen sacudió la cabeza.

– No. Yo quiero algo distinto. Algo…

No completó la frase, aunque tampoco hacía falta. Sasha ya lo sabía. Tal vez su gemelo y él no compartieran el mismo sueño, pero lo sabían todo el uno del otro. Stephen quería encontrar su sitio, fuera lo que fuera que eso significaba.

– Es culpa de Finn que no estés emocionado por esto -refunfuñó Sasha.

Stephen lo miró y sonrió.

– ¿Te refieres a que insiste demasiado en que terminemos la facultad y tengamos una buena vida? ¡Qué estúpido!

Sasha se rio.

– Sí. ¿A qué viene que nos exija que tengamos éxito en los estudios? -dejó de reírse-. A menos que no se trate de nosotros, sino de él. Quiere poder decir que ha hecho un buen trabajo.

Sasha sabía que era más que eso, pero no estaba dispuesto a admitirlo. Al menos, no en voz alta.

– No te preocupes por él -dijo Stephen agarrando la revista-. Está a miles de kilómetros.

– Es verdad -respondió Sasha-. ¿Por qué dejar que nos arruine este buen momento? Vamos a salir en la tele.

– Finn nunca irá el programa.

Y era cierto. Finn no hacía nada divertido. Ya no. Antes había sido un salvaje, un rebelde; antes de…

Antes de que sus padres murieran. Así era cómo los chicos Andersson medían el tiempo. Todo lo que sucedía era o antes o después de la muerte de sus padres. Pero su hermano había cambiado después del accidente hasta tal punto que ahora Finn no podría reconocer un momento divertido ni aunque lo tuviera delante de las narices.

– Que Finn sepa dónde estamos no significa que vaya a venir a buscamos -dijo Sasha-. Sabe cuándo lo han vencido.

Alguien llamó a la puerta.

Sasha se levantó y, cuando abrió, Finn estaba allí, tan furioso como aquella vez que ellos habían atrapado una mofeta y la habían metido en su cuarto.

– Hola, chicos -dijo entrando-. Vamos a hablar.

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