A pesar del duro trabajo de la mañana, Ren no había perdido su inagotable energía. Bebió de la botella de agua y observó la pila de arbustos cortados que Anna quería sacar del jardín de la villa. Había previsto pedírselo a su marido, Massimo, que se encargaba de los viñedos, o a su hijo Giancarlo, pero Ren necesitaba actividad y se ofreció a hacerlo.
El día había sido caluroso, con un cielo azul sin nubes, pero a pesar del ritmo de trabajo Ren no había podido dejar de pensar en Karli. Si hubiese intentado con más ahínco echarle una mano tal vez ella seguiría viva; pero él siempre prefería el camino fácil. Nunca se preocupaba de las mujeres, ni de los amigos, ni de nada más allá de su trabajo.
«No quiero que estés cerca de mí», le había dicho su padre cuando Ren tenía doce años. Ese fue el castigo por haberle robado la cartera.
Hacía ya diez años que había enmendado su camino, pero resultaba difícil librarse de los viejos hábitos, y siempre tendría corazón de pecador. Tal vez ése era el motivo por el cual se sentía tan relajado con Isabel. Ella exhibía su bondad a modo de armadura. Podía parecer vulnerable, pero era dura como el hierro, incorruptible.
Volvió a cargar la carretilla y la llevó hasta el lindero del viñedo, donde la vació en unos bidones que se utilizaban para quemar rastrojos. Cuando los prendió, miró en dirección a la casa de abajo. ¿Dónde estaría ella? Había pasado un día desde su visita a Volterra y seguía sin disponer de electricidad, en gran medida porque Ren no se había molestado en pedirle a Anna que solucionase el problema. Los buenos actos no estaban a su alcance ese día, y además le parecía una manera de poner a doña perfecta en su sitio.
Se preguntaba si llevaría puesto su sombrero cuando, finalmente, subiese para echarle en cara la falta de electricidad, o bien si dejaría que volasen libres aquellos rizos que ella tanto detestaba. Estúpida pregunta. Nada en Isabel Favor volaría nunca libremente. Llegaría con un vestido abotonado hasta arriba, con su imagen de mujer sofisticada y capaz, y probablemente traería consigo algún papelajo legal para amenazarle con una condena a cadena perpetua por incumplimiento de contrato. En cualquier caso, ¿dónde se habría metido?
Barajó la posibilidad de bajar hasta la casa y ver si estaba allí, pero desechó la idea. No, él quería que doña perfecta fuese a buscarlo. Los malvados siempre prefieren traer a la heroína a su terreno.
En un cubo Isabel encontró una pequeña lámpara con forma de candelabro y decorada con flores de metal. La pintura se había desconchado con el paso del tiempo, y los brillantes colores originales se habían convertido en polvorientos tonos pastel. Sacó las viejas bombillas y colocó velas en los portalámparas, encontró una cuerda y colgó la lámpara del magnolio.
Cuando acabó con eso, miró alrededor en busca de alguna otra tarea para mantenerse ocupada. Ya había lavado su ropa a mano, ordenado los libros en los estantes del salón, y también intentado bañar a los gatos. Su agenda había pasado a la historia. No podía concentrarse lo suficiente como para escribir, y la meditación era poco menos que un fútil ejercicio. Todo lo que escuchaba en su cabeza era aquella voz grave atrayéndola hacia la perdición: «Hacer el amor hasta gritar… Hacer el amor hasta que hayan desaparecido todos tus problemas sexuales…»
Cogió el trapo de secar los vasos y consideró la posibilidad de telefonear a Anna Vesto otra vez, pero sospechaba que Ren ya la habría puesto al corriente. Subir a la villa para enfrentarse a él era justo lo que Ren deseaba que hiciese: quería que bailase al son de su música. Pero la electricidad no era tan importante. Tal vez él tuviese la astucia de su parte, pero ella disponía de las Cuatro Piedras Angulares.
Acaso él suponía que ella perdería la cabeza y le permitiría arrastrarla lado oscuro? No tenía ningún sentido. Ella había vendido su alma en ocasión, pero no tenía la menor intención de volver a hacerlo. Un movimiento fuera de la casa llamó su atención. Se asomó por la puerta de la cocina y vio a dos hombres en el olivar. No quería más sorpresas, por lo que fue hasta allí para saber qué ocurría.
– ¿Están aquí por lo de la electricidad?
El mayor de los hombres tenía la cara surcada de arrugas y el pelo gris, el otro era fornido, de ojos oscuros y piel cetrina. Dejó el pico y la pala en suelo cuando ella se aproximó.
– ¿Electricidad? -La miró por encima del hombro al estilo de los hombres italianos-. No, signora. Hemos venido por el problema con el pozo.
– Pensé que el problema tenía que ver con los desagües.
– Sí -dijo el hombre mayor-. Mi hijo no habla bien inglés. Soy Massimo Vesto. Me ocupo de las tierras. Y él es Giancarlo. Vamos a comprobar si se puede excavar.
Ella echó un vistazo al pico y la pala. Extraño equipo de comprobación. O tal vez Massimo tampoco hablaba demasiado bien inglés.
– Haremos mucho ruido -dijo Giancarlo-. Mucho polvo.
– Podré sobrellevarlo.
Regresó a la casa. Pocos minutos después, apareció Vittorio, con su neo pelo suelto meciéndose con la brisa.
– ¡Signora Favor! Hoy es su día de suerte.
Cuando el calor del mediodía lo obligó a entrar, Ren estaba de mal humor. Según palabras de Anna, Isabel había subido a un Fiat rojo y se había ido con un hombre llamado Vittorio. ¿Quién demonios era Vittorio? ¿Y por qué Isabel se iba si Ren tenía planes para ella?
Tomó una ducha y después llamó a su agente. Los de Jaguar querían que pusiese la voz a uno de sus anuncios de automóviles, y la revista Beau Monde estaba interesada en realizar el reportaje de portada sobre su persona. Y lo más importante, el guión para la película de Howard Jenks estaba finalmente acabado.
Ren había hablado largo y tendido con Jenks acerca del papel de Kaspar Street. Éste era un asesino en serie, un hombre oscuro y complejo que liquidaba a las mujeres de las que se enamoraba. Ren había firmado el proyecto sin conocer el final del guión, pues Jenks, que era famoso por el secretismo que mostraba respecto a su trabajo, no había acabado de retocarlo. Ren no recordaba haber estado nunca tan nervioso respecto a una película de lo que estaba con Asesinato en la noche. Aunque no tanto como para olvidar que Isabel se había marchado con un hombre en un Fiat rojo.
¿Dónde estaría ahora?
– Gracias, Vittorio. He pasado una tarde estupenda.
– El placer ha sido mío. -Le dedicó su sonrisa más encantadora-. Pronto la llevaré a Siena, y entonces podrá decir que ha estado en el cielo.
Ella sonrió mientras él se marchaba. Todavía no sabía si él había aportado su granito de arena en alejarla de la casa. Su comportamiento había estado por encima de todo reproche, encantador y suficientemente galante como para halagarla sin llegar a incomodarla. Le dijo que los clientes que le habían contratado para ese día habían cancelado el tour, e insistió en llevarla a ver el pequeño pueblo de Monteriggioni. Y mientras paseaban por la encantadora y pequeña piazza del pueblo, le había propuesto llegar hasta Casalleone. Fuera como fuese, se las había ingeniado para mantenerla lejos de casa durante toda la tarde. La pregunta era: ¿qué había pasado allí en su ausencia?
En lugar de entrar, dio un paseo por el olivar. No vio signo alguno de excavación, pero había pisadas en la tierra cerca de un cobertizo de piedra en la falda de la colina. Las huellas junto a la puerta de madera indicaban que habían estado allí, pero no podía decir si habían entrado o no, y cuando intentó abrir la puerta comprobó que estaba cerrada con llave.
Oyó el crujido de la grava y alzó la vista para ver a Marta en el linde del jardín, observándola. Se sintió culpable, como si la hubiesen pillado fisgando. Marta no apartó sus ojos de ella hasta que Isabel se alejó de allí.
Esa misma noche, Isabel esperó hasta que la vieja se fuese a sus dependencias para buscar la llave del cobertizo. Pero sin luz, no pudo mirar dentro de los cajones o el fondo de los armarios, así que decidió intentarlo por la mañana.
Mientras subía las escaleras en dirección a su habitación, se preguntó qué estaría haciendo Ren. Probablemente el amor con alguna hermosa signora del pueblo. La idea la deprimió más de lo que le habría gustado.
Abrió las contraventanas que Marta insistía en cerrar todas las noches y vio la luz que se filtraba por las de las dependencias de la vieja. Al parecer, no todo el mundo en aquella casa se había quedado sin electricidad.
No dejó de volverse en la cama toda la noche, obsesionada con la electricidad y con Ren y la guapa italiana. De ahí que no se despertase hasta cerca de las nueve, saltándose de nuevo todo lo que indicaba la agenda. Se dio una ducha rápida y, para entonces, su frustración alcanzó un punto culminante, por lo que llamó a la villa y preguntó por Ren.
– El signore Gage no está disponible -dijo Anna.
– ¿Podría decirme qué pasa con mi electricidad?
– Nos ocuparemos. -Y la comunicación se cortó.
Isabel tuvo ganas de subir hasta la villa, pero él era muy astuto y sin duda estaba intentando manipularla. Sólo había que ver cómo había atraído a Jennifer Lopez hasta sus malvadas garras.
Salió al jardín, llenó un barreño con agua jabonosa y fue en busca de uno de los gatos. Si no se mantenía ocupada, se le iban a crispar los nervios.
Ren rebuscó en su bolsillo el cigarrillo de emergencia, pero entonces recordó que ya se lo había fumado, lo cual no era una buena señal, pues eran las once de la mañana. Desde luego aquella mujer era más difícil de manejar de lo que había supuesto. Tal vez tendría que tener en cuenta el hecho de que era psicóloga. Pero, maldita sea, quería que ella viniese a él, no al revés.
Tenía que esperar, pero no tenía la paciencia necesaria y no quería ceder. La idea le fastidiaba, pero a largo plazo ¿cuál era la diferencia? De un modo u otro tendrían que cumplir su destino sexual.
Decidió ir a su olivar, como si se tratase de un paseo casual. Si resultaba que ella estaba en el jardín, diría algo como: «Eh, Fifi, ¿se ha solucionado ya el problema con la electricidad? ¿Ah, no? Vaya, maldita sea… Verás, ¿por qué no subes y hablamos con Anna?»
Pero la suerte no estaba de su parte. Todo lo que vio en el jardín fue un trío de gatos hambrientos.
Tal vez un café y leer el periódico le calmasen un poco, aunque lo que realmente deseaba era otro cigarrillo. Al subirse al Maserati, las visiones del Fiat rojo danzaban en su cabeza. Con el entrecejo fruncido, puso el motor en marcha.
Estaba alcanzando el final del camino cuando la vio. Paró el coche y bajó de un salto.
– ¿Qué demonios estás haciendo? -le dijo.
Ella alzó la vista hacia él por debajo de su sombrero de paja. A pesar de los guantes, parecía más digna que una reina.
– Estoy recogiendo la basura de los márgenes del camino. -Metió una botella de limonada vacía en la bolsa de plástico que arrastraba.
– Por el amor de Dios, ¿por qué estás haciendo eso?
– Por favor, no invoques el nombre de Dios en vano. A ella no le gusta. Y las basuras arruinan el entorno, sin importar el campo en que estén.
El brazalete de oro brilló en su muñeca a la luz del sol al estirar el brazo entre el hinojo para recoger un paquete de cigarrillos. Lucía un impoluto top blanco y unas impecables bermudas beige que dejaban a la vista sus bien torneadas piernas. Habida cuenta de lo que estaba haciendo, parecía demasiado bien vestida.
Él cruzó los brazos y la miró, empezando ahora a disfrutar del asunto.
– No sabes relajarte, ¿verdad?
– Claro que sé. Esto me resulta muy relajante. Es contemplativo.
– Contemplativo, y un cuerno. Estás tan tensa que podrías romperte.
– Sí, bueno, no disponer de las necesidades básicas de la vida moderna puede tensar un poco.
Él recurrió a las técnicas del Actor's Studio: una mirada en blanco seguida de un entrecerrar los ojos unido a un leve ceño.
– ¿Estás intentando decirme que aún no tienes electricidad? No puedo creerlo. Maldita sea, le dije a Anna que se ocupase de ello. ¿Por qué no me has avisado que el problema seguía?
Ren no cobraba aquellas sustanciosas sumas de dinero por nada. Ella le estudió por un momento y después replicó:
– Di por supuesto que lo sabías.
– Muchas gracias. Supongo que eso demuestra lo que piensas de mí. -Sacó su teléfono móvil y marcó el número de su ama de llaves, a la que habló intencionadamente en inglés-: Anna, estoy con Isabel Favor. Aún no hay electricidad en la casa. Soluciónalo antes de que se haga de noche, ¿entendido? No me importa cuánto pueda costar.
Apagó el móvil y se apoyó en el coche.
– Con esto debería bastar. Vayamos a dar un paseo mientras esperas. Lo comprobaré para asegurarme de que se ha solucionado todo.
Ella vaciló unos segundos y observó el Maserati.
– De acuerdo, pero yo conduciré.
– Olvídalo. Condujiste la última vez.
– Me gusta conducir.
– Y a mí, y es mi coche.
– Correrás.
– Arréstame. ¿Vas a subir de una vez, por Dios?
– La blasfemia no sólo es sacrilegio -repuso ella con lo que él consideró un grado innecesario de entusiasmo-. Es el signo de que no se tiene un adecuado dominio del lenguaje.
– No me importa. Y la razón por la que quieres conducir es que te gusta controlarlo todo.
– El mundo funciona mejor cuando lo hago. -Su deliberada sonrisa burlona le hizo reír.
Probablemente, ella estaba en lo cierto. Si la doctora Favor se hiciese cargo del mundo al completo, como mínimo estaría más ordenado.
– Primero ayúdame a acabar de recoger las basuras -pidió ella.
Él la fulminó con la mirada, porque no había mujer en la tierra que mereciese semejante humillación de su parte, pero entonces ella se inclinó y sus pequeñas bermudas se ciñeron a sus caderas, y lo siguiente que él vio fue que tenía ya un trozo de neumático en una mano y una botella rota en la otra.
Escogió caminos secundarios que pasaban junto a casas pintorescas y se adentraban en los valles que llevaban a los viñedos de la región de Chianti. Cerca de Radda, se colocó una gorra y sus ridículas gafas de sol y le pidió a Isabel que hablase ella cuando se detuvieron en una pequeña bodega. El propietario les sirvió unas copas de su cosecha de 1999 en una mesa situada a la sombra de un granado.
En principio, nadie del pequeño grupo de turistas de las otras mesas les prestó atención, pero entonces una joven que llevaba aros en las orejas y una camiseta de la Universidad de Massachussets empezó a observarlos. Él torció el gesto cuando la chica se levantó de su silla, pero la gorra y las gafas habían hecho su trabajo: no era él a quien ella buscaba.
– Perdón. ¿No es usted la doctora Isabel Favor?
Él sintió una inusual oleada de desprotección. Isabel se limitó a asentir y sonreír.
– No me lo puedo creer -dijo la chica-. Siento molestarla, pero asistí a una de sus conferencias en la Universidad de Massachussets, y tengo todos sus libros. Sólo quería decirle que usted me ayudó muchísimo cuando pasé por la quimioterapia.
Entonces Ren se percató de lo delgada y pálida que era aquella mujer. Y algo en su interior se tensó cuando vio la expresión de Isabel. Pensó en los comentarios que le dedicaban sus propios admiradores: «Tío, nos encanta cuando estrangulas a la gente.»
– Cuánto me alegra -dijo Isabel.
– Lamento mucho sus problemas… -La chica se mordió el labio-. ¿Le importaría…? Me llamo Jessica. ¿Podría usted rezar por mí?
Isabel se puso en pie y la abrazó.
– Por supuesto que lo haré.
A Ren se le hizo un nudo en la garganta. Isabel Favor era un producto auténtico. Y él tenía la intención de corromperla.
La joven regresó a su mesa e Isabel se sentó en su silla. Inclinó la cabeza y miró su copa. Sorprendido, él se dio cuenta de que ella estaba rezando. Allí mismo, delante de todo el mundo… Buscó un cigarrillo, pero recordó que ya se había fumado su dosis diaria. Se conformó con beber de su copa.
Ella alzó la vista y le ofreció una suave y confiada sonrisa.
– Se recuperará -dijo.
Bien podría haberle lanzado ella una bola de hierro a la cabeza, porque en ese momento Ren supo que no podía seducir a una mujer que rezaba por gente extraña, que recogía la basura del campo y que sólo deseaba lo mejor para los demás. ¿En qué estaba pensando? Sería como seducir a una monja.
Una monja muy excitante, eso sí.
Ya había tenido suficiente. La llevaría de vuelta a la casa y se olvidaría de ella. Durante lo que le quedaba de vacaciones, actuaría como si no existiese.
Aquella idea le sumió en un profundo estado de decaimiento. Le gustaba estar con ella, y no sólo porque le excitase y le hiciese reír, sino también porque su decencia resultaba extrañamente atrayente, como una pared recién pintada esperando su primer grafiti.
Ella le dedicó una sonrisa que no cumplió su cometido.
– Son mujeres como ella las que me han ayudado a superar los últimos seis meses, haciéndome saber que mis libros y mis conferencias significan algo para alguien. Por desgracia, no quedan suficientes para llenar un auditorio.
Ren se apartó de sus confusos pensamientos.
– Probablemente te has convertido en un placer pecaminoso. Les sigue gustando lo que dices, pero no eres el sabor del mes, y no quieren parecer pasadas de moda.
– Aprecio tu voto de confianza, pero creo que la mayoría de la gente prefiere ser aconsejada por alguien cuya vida no es un desastre.
– Bueno, eso también.
Permaneció callada durante el camino de vuelta, lo que a él le hizo sospechar que estaba rezando de nuevo, ¿y no era eso un jodido motivo de inspiración? Quizá debería hacer las maletas y regresar a Los Ángeles. Pero no quería irse de Italia.
Cuando llegaron a la casa, apartó de su cabeza aquellos pensamientos e hizo lo necesario para comprobar si había electricidad. Las luces se encendieron, tal como había supuesto. Salió al jardín para asegurarse de que las luces exteriores también funcionaban.
– Esto es muy bonito -comentó observando el jardín.
– ¿Nunca habías estado aquí?
– Hace mucho tiempo. Estuve en la villa un par de veces siendo niño. Mi tía me trajo aquí en una ocasión para presentarme a Paolo. Un malcarado hijo de puta, por lo que recuerdo.
Una serie de agudos chillidos hendieron el aire. Él alzó la vista y vio a tres niños bajando colina desde la villa. Dos niñas pequeñas y un niño, todos dirigiéndose hacia él y gritando con todas sus fuerzas:
– ¡Papi!