18

Isabel y Ren estaban tumbados desnudos sobre el grueso edredón, dándose calor mutuamente en la fresca noche. Ella alzó la vista para observar las chispeantes velas del candelabro que colgaba del magnolio. Ren le rozó el pelo con los labios y dijo:

– ¿Demasiado fuerte para ti?

– Mmm… Dame un minuto. -No dejaba de ser curioso, pero estar tumbada a su lado no la incomodaba en absoluto. Era extraño sentirse tan a salvo al lado de un hombre tan peligroso.

– Sólo para que conste en acta. Esos problemas sexuales que tenías… Creo que podemos decir que son cosa del pasado.

Ella sonrió contra su cabello.

– Sólo intentaba ser amable.

– ¿Con el prójimo?

– Es una filosofía con la que intento vivir.

Él soltó una carcajada.

Ella recorrió su columna vertebral con los dedos. Él colocó los labios en su muñeca y contempló su brazalete.

– Siempre lo llevas puesto.

– Es como un recordatorio. -Bostezó y recorrió la silueta de su oreja con el dedo índice-. Lleva grabado la palabra RESPIRA en el interior.

– Ya, algo que te recuerda que tienes que estar centrada. Sigo pensando que suena aburrido.

– Nuestras vidas son tan agitadas que resulta fácil perder la serenidad. Tocar el brazalete me calma.

– Has tenido que tocar algo más que el brazalete para calmarte esta noche. Y no sólo estoy hablando de la última hora que hemos pasado encima de esta manta.

Ella sonrió.

– Los porcini no quedaron mal del todo.

– Más o menos.

Isabel se apoyó en un codo y recorrió con los dedos todo su musculoso pecho.

– Tus espaguetis al porcini son lo mejor que he probado en mi vida.

– Habrían estado mejor una hora antes. Han estado discutiendo durante meses, pero han elegido precisamente esta noche para acudir a una consejera matrimonial.

– Necesitaban ayuda de emergencia. Yo no soy una auténtica consejera matrimonial.

– Seguro que no. Les hiciste jurar por sus hijos que no harían el amor.

– Se supone que no tenías que haber oído eso.

– Era un poco difícil hacerse el sordo estando en la habitación de al lado, me dijeron que no me fuese.

– Teníamos hambre y temíamos que te llevases la cena. La comunicación física es fácil para ellos. Es la comunicación verbal la que les trae problemas, y ahora necesitan concentrarse en eso. Parecían contentos durante la cena, ¿no crees?

– Tan contentos como pueden parecerlo dos personas que no van a enrollarse durante un tiempo. ¿No temes que esas listas de las que les hablaste hagan que se peleen de nuevo?

– Ya lo veremos. Por cierto, hay algo que no tuve oportunidad de comentarte, y creo que te hará feliz… -Le dio un mordisquito en el hombro, no sólo a modo de manipulación, aunque formaba parte de ello, sino porque lo tenía delante y parecía especialmente apetecible-. Vamos a vivir juntos durante un tiempo.

Él alzó la cabeza lo suficiente para mirarla con suspicacia.

– Antes de que me ponga a bailar un tango, cuéntame el resto de la historia.

El candelabro que colgaba por encima de sus cabezas se balanceó con la brisa de la noche. Ella utilizó la punta del dedo para seguir la ondulación de una sombra sobre su pecho.

– Me mudaré a la villa mañana por la mañana. Sólo por unos días.

– Tengo una idea mejor. Yo me mudaré a la casa.

– La cuestión es que…

– ¡No puedes haberlo hecho! -Se incorporó tan rápido que casi la golpeó-. Dime que no les has ofrecido la casa a esos dos neuróticos.

– Sólo por unos días. Necesitan privacidad.

– Yo necesito privacidad. Nosotros necesitamos privacidad. -Volvió a tumbarse sobre el edredón-. Te voy a matar. En serio. Esta vez voy a hacerlo. ¿Sabes cuántas maneras conozco de eliminar una vida humana?

– Unas cuantas, supongo. -Deslizó las manos sobre el vientre de Ren-. Pero espero que encuentres algo más productivo que hacer.

– Soy barato, pero no un chico fácil. -Contuvo el aliento.

– Pareces un chico fácil. -Dejó que sus dedos descendiesen, hasta que alcanzaron una zona especialmente sensible.

Ren gruñó.

– De acuerdo, soy barato y fácil. Pero esta vez preferiría hacerlo en una cama. -Le acarició la cabeza mientras ella le besaba el vientre-. Necesitamos una cama… -Gimió.

Ella acercó la boca a su ombligo.

– No podría estar más de acuerdo…

– Me estás matando, doctora. Lo sabes, ¿verdad?

– Y todavía no te he mostrado mi lado vicioso.


Ren se pasó el día intentando convencer a Harry y Tracy de que no se quedasen en la casa, pero no tuvo suerte. Su única satisfacción consistía en haber sido testigo inadvertido de la charla de última hora que Isabel les había dado.

– Recordad -dijo ella mientras él entraba en la habitación de la villa que, en teoría, iba a ser su estudio-, nada de sexo. Tenéis mucho trabajo que hacer antes de eso. Por esa razón os he ofrecido la casa. Así tendréis tiempo todas las noches para hablar sin interrupciones.

Ren volvió al pasillo, pero antes vio a Tracy dedicándole a Harry una mirada de anhelo.

– Supongo -le oyó decir-. Pero no tienes ni idea de lo duro que es eso. ¿Crees que…?

– No, no lo creo -repuso Isabel-. El sexo os ha permitido a los dos enmascarar vuestros problemas. Es más fácil hacerlo que hablar.

Ren hizo una mueca. «Anda ya.» ¿Por qué tenía que expresarlo de ese modo? Menos de dos semanas atrás, ella hablaba del sexo como de algo sagrado, pero se había soltado el pelo bastante desde entonces. No es que él se quejase. Adoraba su sensibilidad. Adoraba el modo en que ella disfrutaba de él, en que ambos disfrutaban juntos. Sin embargo, algo relacionado con su actitud empezaba a incomodarle.

No estaba siendo razonable, y lo sabía. Quizás albergaba cierto sentimiento de culpa. El hecho de no haberle explicado los cambios en el guión de Asesinato en la noche le pesaba, y el sentirse culpable le pesaba aún más. Isabel no tenía nada que ver con su carrera, nada que ver con él más allá de unas pocas semanas. Ella había fijado las condiciones, y lo había hecho adecuadamente, como siempre. Era sólo cuestión de sexo.

En pocas palabras, se estaban usando mutuamente. Él la utilizaba por el compañerismo, para entretenerse. La utilizaba para relacionarse con Tracy y para trabajar sobre su sentido de culpa respecto a Karli. Y, Dios era testigo, la utilizaba por el sexo, pero eso no podía clasificarse como pecado en el Libro de Isabel.

No quería herirla, pues él guardaba más pecados en su corazón de lo que ella podía imaginar: drogas, mujeres a las que no había tratado bien, el rastro de basuras que seguía dejando a su paso allá donde fuese. A veces, cuando ella le miraba con aquellos inocentes ojos, deseaba recordarle que no sabía comportarse como un chico bueno, pero nunca lo hacía, porque era un cabrón egoísta y no quería que se apartase de él. Todavía no. No hasta que consiguiese lo que quería y estuviese preparado para dejarla marchar.

Una cosa estaba clara: en cuanto ella supiese que en el nuevo guión Kaspar Street era un pederasta, saldría por la puerta para no volver, y antes de irse seguramente le lanzaría ala cabeza las Cuatro Piedras Angulares.

Después de cenar, Tracy le dijo a los niños que ella y Harry estarían de vuelta para el desayuno y que Marta se encargaría de ellos si necesitaban alguna cosa durante la noche. Ren pasó el resto de la noche sintiéndose resentido. Quería estar con Isabel en un dormitorio tras la puerta del cual no hubiese media docena de personas corriendo de un lado a otro. En lugar de eso, ella pidió disculpas y se fue a su despacho con la excusa de tomar notas para su libro.

Él también se fue a su despacho para intentar estudiar el personaje de Kaspar Street, pero no pudo concentrarse. Levantó pesas durante un rato y después jugó con la GameBoy de Jeremy. Después fue a dar un paseo que no alivió en lo más mínimo su frustración sexual. Finalmente se rindió y se fue a la cama, sólo para golpear la almohada maldiciendo a los miembros adultos de la familia Briggs, que a esas horas estarían metidos en la cama de la casa de abajo, donde deberían estar Isabel y él.

Acabó por cerrar los ojos, pero no durmió mucho rato antes de que algo cálido se deslizase a su lado. Le encantaba tocar el cuerpo desnudo de Isabel mientras dormía. Sonrió y se acercó… pero algo no iba bien. Abrió los ojos de golpe y se incorporó con un chillido.

Brittany frunció el entrecejo.

– Has gritado. ¿Por qué gritas? -Se acurrucó debajo del cobertor, desnuda como un arrendajo.

– ¡No puedes dormir aquí! -gruñó Ren.

– Oí un ruido y me asusté.

Pero no se había asustado ni la mitad que Ren, que se dispuso a salir de un salto de la cama, pero entonces recordó que ella no era la única que estaba desnuda. Agarró una manta y se la colocó alrededor de la cintura.

– Te mueves mucho -protestó ella-. Tengo sueño.

– ¿Dónde está tu camisón? -La envolvió con la sábana hasta hacerla parecer una momia y la alzó en brazos.

– ¡Me estás molestando! ¿Dónde vamos?

– A ver al hada buena. -Se enredó en las mantas y casi cayó-. Mierda.

– Has dicho…

– Sé lo que he dicho. Y silo repites se te caerá la lengua.

De algún modo, se las ingenió para abrir la puerta, recorrer el pasillo y entrar en el que había sido el dormitorio de Tracy sin perder la manta, pero hizo tanto ruido que Isabel se despertó.

– ¿Qué…?

– Tiene miedo, está desnuda y es toda tuya. -Dejó a Brittany a su lado.

– ¿Quién es? -Steffie sacó la cabeza al otro lado de Isabel-. ¿Brittany?

– ¡Quiero a papá! -exclamó Brittany.

– Está bien, cariño.

Isabel se veía cálida y despeinada. Ren nunca había conocido a una mujer como ella, tan poco consciente de su atractivo sexual, aunque la mayoría de hombres no parecían advertirlo. El hermano de Vittorio, el grasiento doctor Andrea, sí lo había advertido, al parecer. No había engañado a Ren ese mismo día cuando apareció por allí con la absurda excusa de decirle a Isabel que habían conseguido los detectores de metales. «Gilipollas.»

El camisón le resbaló por el hombro, revelando el nacimiento de un pecho que, en ese preciso instante, debería haber estado cubierto por su mano. Ella asintió hacia la manta.

– Bonita falda.

Él recurrió a su dignidad.

– Ya hablaremos de eso por la mañana.

Mientras regresaba a su habitación, recordó que había ido a Italia para alejarse de todo. En cambio, estaba metido en un endiablado enredo familiar y había añadido otra marca negra a su alma.

Antes del amanecer, la cosa empeoró. Abrió los ojos y vio un pie en su boca. Y no era suyo.

Tenía una pequeña uña del pie clavada en su labio superior. Intentó moverse, pero se dio cuenta de que tenía otro pie incrustado en el mentón. Entonces sintió la mancha de humedad junto a su cadera. ¿Podía irle peor en la vida?

El bebé se le arrimó un poco más. Aquello era demasiado incluso para Marta. Ren sopesó sus opciones. Despertar al niño supondría un problema, algo con lo que Ren no tenía ganas de lidiar a las -comprobó la hora- cuatro de la madrugada. Resignado, se desplazó hacia una zona seca y rezó por volver a dormirse.

Pocas horas después, sintió un golpe en el pecho.

– ¡Quiero mi papi!

La luz se filtró entre sus pestañas indicándole que ya había amanecido. ¿Dónde demonios estaba Marta?

– Vuelve a dormirte -farfulló.

– ¡Quiero mi mami, ahora!

Ren se dio por vencido, abrió los ojos y, finalmente, entendió por qué los padres estaban pasando por aquel trance. El bebé era tan mono como el demonio. Sus rizos oscuros salían disparados en todas direcciones, y sus mejillas estaban rosadas debido al sueño. Un rápido repaso del colchón no reveló nuevas manchas de humedad. Lo que significaba…

Ren salió de la cama de un salto, se puso unos pantalones cortos y agarró al niño. Connor soltó un chillido. Ren lo llevó al lavabo como si acarrease un saco de patatas.

– ¡Quiero Jer'my!

– Ya basta de tonterías, muchacho. -Le sacó el pañal con un gesto de desagrado, lo observó un momento, abrió la ventana y lo lanzó fuera.

– Es el momento de ir al váter. -Señaló la taza del lavabo-. Eso es el váter.

Connor se mordió el labio inferior y frunció el entrecejo; tenía el mismo aspecto que su madre durante gran parte de su matrimonio con Ren.

– Váter malo. -Connor hizo una mueca de desagrado-. ¡Quiero mi mami!

Ren subió la tapa del asiento.

– Haz lo que tienes que hacer y luego hablamos.

Connor le miró.

Ren le ofreció una de sus caras de desprecio más desagradables. Connor retrocedió hasta la bañera y se subió a ella.

Ren cruzó los brazos y se apoyó contra la puerta.

Connor abrió el grifo.

Ren se rascó el pecho.

Connor cogió el jabón.

Ren se inspeccionó las uñas.

– Será mejor que dejes de hacer tonterías, chico duro, porque dispongo de todo el día.

Connor le echó un vistazo al jabón, lo dejó, se sacó su cosita y se dispuso a hacer pipí en la bañera.

– ¡Pero bueno! -Ren lo levantó en volandas y le colocó frente a la taza del váter-. Aquí. Ahora.

Connor torció la cabeza para mirarle.

– Ya me has oído. ¿Eres un hombre o una niñita?

Connor necesitó un rato para pensarlo. Se llevó el dedo a la nariz y luego se investigó el ombligo. Después hizo pipí en el váter.

Ren sonrió.

– Así se hace, tío.

Connor también le sonrió, pero de pronto su expresión cambió.

– ¡Caquita!

– Joder, chaval… ¿Estás seguro?

– ¡Caquita!

– Que me aspen si… -Ren lo alzó en brazos, bajó el asiento del lavabo y lo depositó encima.

– ¡Caquita!

Cuando el niño acabó, Ren lo lavó con el grifo de la ducha y después regresaron al dormitorio, donde encontró un imperdible grande y sus calzoncillos más pequeños, que, según recordó, le gustaban a Isabel. Se los colocó al niño lo mejor que pudo y le miró fijamente.

– Estos calzoncillos son míos, y si los mojas me enfadaré. ¿Lo has entendido?

Connor se metió el pulgar en la boca, inclinó la cabeza para mirarse y lanzó una satisfecha carcajada.

Los calzoncillos siguieron secos.


Los siguientes días fueron rutinarios. Harry y Tracy aparecían a la hora del desayuno para atender a los niños. Ren e Isabel pasaban parte de la mañana en la casa de abajo, donde ayudaban a la gente del pueblo en la laboriosa tarea de rastrear el terreno con detectores de metales. Más tarde, Isabel se iba con su cuaderno y Ren se encontraba con Massimo en el viñedo.

Massimo había cuidado de los viñedos toda su vida, y no necesitaba supervisión, pero a Ren le gustaba pasearse entre las sombreadas hileras de parras y sentir la dura tierra de sus ancestros bajo sus pies. Por otra parte, le convenía alejarse de Isabel. Estar con ella le gustaba demasiado para su propio bien.

Massimo le pasó una uva para que la apretase.

– ¿Puedes juntar los dedos?

– No.

– Eso es que aún no tiene suficiente azúcar. Tal vez dos semanas más, y entonces estaremos preparados para la vendemmia.

A última hora de la tarde, cuando Ren regresaba a la villa, invariablemente encontraba a Jeremy esperándole. El niño nunca decía nada, pero Ren sabía que deseaba practicar sus movimientos de artes marciales. Jeremy era listo y tenía buena coordinación, por lo que a Ren no le importaba enseñarle.

Harry y Tracy solían estar a esa hora encerrados con Isabel para su consulta diaria, pero si la sesión acababa a tiempo, a Harry le gustaba unirse a ellos.

A Ren le encantaba ver a Jeremy enseñarle a su padre lo que había aprendido. A veces se sorprendía preguntándose cómo habría sido su vida si hubiese tenido un padre como Harry Briggs. A pesar de su éxito, no había logrado la aprobación de su padre. Ser actor, en particular uno con mucho éxito, era algo demasiado público, demasiado vulgar; y eso según el hombre que se había casado con la frívola cabeza de chorlito de su madre. Por suerte, había dejado de preocuparse por la opinión de su padre hacía mucho tiempo. No tenía nada de especial la aprobación de un hombre que él nunca había respetado.

Anna empezó a darle la tabarra con lo de organizar una fiesta después de la vendimia.

– Venía celebrándose desde que era niña. Todo el mundo que participaba en la vendemmia venía a la villa el primer domingo después de la recogida de la uva. Había mucha comida y mucha diversión. Pero tu tía Filomena decidió que era un engorro y acabó con la tradición. Ahora que vives aquí, podemos retomarla, ¿verdad?

– Sólo vivo aquí temporalmente. -Llevaba cerca de tres semanas en Italia. Tenía que ir a Roma la semana siguiente para encontrarse con Jenks durante unos días, y el rodaje daría comienzo un par de semanas después. No había comentado nada de eso con Isabel, ni el encuentro en Roma ni cuánto mas iba a quedarse en la villa, pero ella tampoco le había preguntado. Y por qué debería haberlo hecho? Ambos sabían que se trataba de una relación a corto plazo.

Tal vez la invitase a ir con él. Ver cosas conocidas a través de sus ojos le aportaría a Ren una nueva perspectiva. Sin embargo, no podía invitarla. Ni todos los disfraces del mundo podrían evitar que algún paparazzo les viese, y eso acabaría con lo poco que quedaba de su reputación de chica buena.

Por otra parte, estaba el hecho de que ella rechazaría ir con él cuando descubriese de qué iba realmente Asesinato en la noche.

Su malhumor volvió a salir a la superficie. Ella nunca entendería lo que ese papel significaba para él, tal como se había negado a entender que no era el acarrear con una imagen distorsionada de sí mismo lo que le llevaba a querer interpretar a los malos. Simplemente, no podía identificarse con los héroes, y eso no tenía nada que ver con haber vivido una infancia desquiciada. Bueno, no mucho, en cualquier caso. Y, habida cuenta de que ella había contratado a un contable estafador y que se había comprometido con un gilipollas, ¿tenía derecho a juzgarle?

Era un milagro que su aventura no se hubiese ido apagando, aunque resultaba difícil imaginar que algo se fuese simplemente apagando si Isabel estaba involucrada. No, cuando su aventura acabase, lo haría con una explosión. La idea resultaba tan deprimente que le llevó unos segundos percatarse de que Anna seguía hablándole.

– … Pero ahora es tu hogar, el hogar de tu familia, y volverás. Así pues, celebraremos la fiesta este año para retomar la tradición, ¿verdad?

No podía imaginarse regresando, no si Isabel no estaba allí, pero le dijo a Anna que lo organizase todo.


– Tú no eres de esas personas que piensan que las embarazadas no necesitan hacer el amor, ¿verdad? -Tracy miró a Isabel de forma acusadora-. Porque de ser así, échale un vistazo a este hombre y dime si cualquier mujer, embarazada o no, podría resistirse.

Harry parecía incómodo y satisfecho al mismo tiempo.

– Yo no sé mucho del tema… -dijo-. Pero de verdad, Isabel, no creo que sea necesario esperar más tiempo. Definitivamente, no es necesario. Hemos pasado mucho tiempo hablando, y las listas que nos pediste que hiciésemos han sido de mucha utilidad. No me había dado cuenta… No sabía que… -Una ancha sonrisa ocupó su rostro-. Nunca imaginé las muchas maneras en que ella me ama.

– Y yo no sabía que él admirase tantas cosas de mí. ¡De mí! -Tracy sintió un escalofrío de satisfacción-. Creía que lo sabía todo sobre él, pero sólo había rascado la superficie.

– Esperad un poco más -dijo Isabel.

– ¿Qué clase de consejera matrimonial eres tú? -le recriminó Tracy.

– De ninguna clase. Improviso sobre la marcha. Os lo dije desde el principio. Vosotros insististeis en esto, ¿lo recordáis?

Tracy suspiró.

– Vale, no queremos volver a meter la pata -admitió.

– Entonces hablemos de las listas de hoy. ¿Habéis anotado los veinte atributos del otro que os gustaría tener?

– Veintiuno -dijo Tracy-. He incluido su pene.

Harry rió y se besaron, y la punzada de envidia que sintió Isabel incluso le dolió. El matrimonio tenía sus recompensas para aquellos que conseguían sobreponerse al caos.


– ¡Rápido! Se han ido.

A Isabel se le cayó el bolígrafo cuando Ren entró en el salón trasero de la villa, donde ella se había sentado en un hermoso escritorio del siglo XVIII para escribirle una carta a un amigo de Nueva York. Dado que la familia Briggs había ido a comer a Casalleone, no tuvo que preguntarle a Ren a quiénes se refería.

Se inclinó para recoger el bolígrafo, pero él la hizo levantar de la silla antes de que pudiese cogerlo. Últimamente había estado de un humor cambiante, en un momento parecía querer cortarle la cabeza, y al siguiente ponía cara de pillín, como ahora. Cuanto más tiempo pasaba con él, con mayor claridad apreciaba la batalla que tenía lugar en su interior entre la persona que creía ser y la que ya no se sentía cómoda bajo la piel de chico malo.

Ren señaló la puerta.

– Vamos. Supongo que tenemos un par de horas antes de que vuelvan.

– ¿Algún lugar en concreto?

– La casa.

Corrieron ladera abajo, cruzaron la puerta y subieron al piso de arriba. Cuando estuvieron en la habitación, ella señaló la cama pequeña y dijo:

– Sábanas limpias.

– Van a dejar de estarlo bien pronto.

Ella se quitó la ropa mientras él cerraba la puerta con llave, atrancaba las contraventanas y encendía una lámpara. Los escasos vatios de la bombilla inundaron de sombras la habitación.

Él vació sus bolsillos en la mesita de noche y se desnudó. Ella ya estaba tumbada en la estrecha cama y le hizo sitio. Ren acercó la boca a su cuello y le quitó el brazalete.

– Quiero que estés completamente desnuda para mí. -Los pezones de Isabel se erizaron ante el tono rasposo y posesivo de aquella voz. Cerró los ojos al tiempo que él posaba los labios en la palma de su mano. Habló sobre su piel-. Desnuda a excepción de esto…

Alargó la mano hacia la mesilla de noche. Segundos después, un aro de metal se cerraba alrededor de su muñeca. Ella abrió los ojos de golpe.

– ¿Qué estás haciendo?

– Te detengo. -Agarró ambas muñecas, la que estaba libre y la esposada, y las alzó por encima de su cabeza.

– Bien, ¡para ahora mismo!

– Me temo que no. -Pasó las esposas por detrás de una barra del cabezal y cerró el otro extremo en la otra muñeca.

– ¡Me has esposado a la cama!

– Soy tan canalla que a veces me sorprendo a mí mismo.

Isabel intentó decidir cuán enfadada estaba, pero no podía evitar que le hiciese gracia.

– Son esposas auténticas -dijo.

– Me las han traído por FedEx. -Deslizó los labios por el antebrazo de Isabel hasta llegar a la axila. Cuando tiraba de las esposas, unas deliciosas oleadas recorrían su piel.

– ¿No crees que hay ciertas reglas para el bondage? -dijo con un gemido cuando él atrapó uno de sus pezones con la boca y chupó-. ¡Hay un… protocolo!

– Nunca le he prestado demasiada atención al protocolo.

Siguió abusando de su pobre e indefenso pezón, pero ella no pensaba sucumbir a aquel delicioso temblor hasta darle su opinión.

– Se supone que no tienes que utilizar esposas de verdad, sino algo que pueda desatarse con facilidad. -Contuvo un gemido-. Al menos, tienen que estar acolchadas. Y tu pareja tiene que estar de acuerdo con que la aten… ¿Te lo había comentado?

– Creo que no. -Se acuclilló, le separó las piernas y la miró.

Ella se lamió los labios.

– Bueno, pues lo hago ahora.

Ren jugueteó con su vello púbico.

– Tomo nota.

Ella se mordió el labio con suavidad al tiempo que él la abría.

– Yo… ah… hice un trabajo de investigación cuando estudiaba el máster.

– Ya veo. -El erótico tono de su voz vibró en las terminaciones nerviosas de Isabel. El movimiento de su lengua era como una pluma cálida y húmeda.

– También es necesario… establecer una palabra… ahhh… por si las cosas traspasan el límite.

– Eso está bien. Incluso tengo un par de ideas al respecto. -Dejó de acariciarla de repente, ascendió por su cuerpo y le susurró al oído aquellas palabras.

– Se supone que no han de ser palabras eróticas. -Deslizó la rodilla por el interior del muslo de Ren.

– ¿Y qué gracia tiene eso? -Sopesó sus pechos, sobándolos con suavidad.

Isabel se agarró a las barras del cabezal.

– Se supone que han de ser palabras como «espárrago» o «carburador». O sea, Ren… -Se le escapó un irreprimible gemido-. Si digo… «espárrago», querrá decir que tú… ahh… has ido muy lejos y tienes que parar.

– Si dices «espárrago» querré parar porque no puedo pensar en algo menos excitante. -Se apartó de sus pechos-. ¿No podrías decir algo como «semental» o «tigre»? O… -Una vez más, le susurró al oído.

– Eso es erótico. -Movió el muslo ligeramente para rozarle el miembro. Estaba tan excitado que ella sintió un escalofrío. Él le acarició la axila e hizo otra sugerencia. Ella tiró de las esposas-. Eso es muy erótico.

– ¿Y esto? -Su susurro se hizo un ronroneo.

– Eso es obsceno.

– Perfecto. Utilicémoslo.

– Yo voy a usar «espárrago» -se obstinó ella, y arqueó las caderas.

Sin mediar palabra, él se echó hacia atrás sobre los talones y sus cuerpos dejaron de tocarse. Esperó.

A pesar del brillo diabólico de su mirada, a Isabel le llevó unos segundos entender su acción. ¿Cuándo iba a aprender a mantener la boca cerrada? Intentó mostrar algo de dignidad, pero no resultaba sencillo dada su vulnerable posición.

– Vale por esta vez -cedió.

– ¿Estás segura?

¿Acaso no era él don Engreído?

– Estoy segura.

– ¿De verdad? Porque estás desnuda, esposada a la cama y no hay posibilidad de rescate, sin contar que estás a punto de ser violada.

– Uh-uh. -Flexionó una pierna hacia arriba.

Él recorrió los suaves rizos con el pulgar, disfrutando de la vista. Ella sentía su deseo, tan fuerte como el suyo, y apreció su tono oscuro y rasposo cuando Ren habló.

– No sólo me gano la vida violando mujeres, ya sabes. Soy una amenaza para todo aquel que represente la verdad, la justicia y el estilo de vida americano. Y no es que quiera insistir en ello, pero estás indefensa.

Ella cerró las piernas para demostrarle que no estaba del todo indefensa. Al mismo tiempo, se prometió a sí misma que cuando acabase la sesión no descansaría hasta verlo esposado a él. A menos que se equivocase mucho, él no opondría demasiada resistencia.

– Ya entiendo lo que pretendes. -Deslizó un dedo en su interior-. Ahora estate quieta, porque puedo violarte.

Lo cual llevó a cabo. Con maestría. En primer lugar con los dedos, y después con todo su cuerpo. Moviéndose encima de ella y penetrándola incansablemente. Torturándola hasta hacerla suplicar que acabase. No obstante, jamás se había sentido tan a salvo o más valorada que entonces, presa de un exquisito cuidado.

– Aún no, cariño. -La besó de nuevo, con ardor, y empujó más fuerte-. No hasta que yo esté preparado.

Él estaba más que preparado. Sus músculos estaban tensos como si el esposado fuese él. Ese salvaje placer le estaba costando más esfuerzo a él que a ella. Isabel le rodeó con las piernas. Se movieron a un tiempo, gritaron a la vez…

Las amarras que los sujetaban a la tierra se rompieron. Al acabar, él se había convertido en el verdadero prisionero.


Mientras Ren echaba una cabezadita, ella salió de la cama y cogió las esposas que yacían en el suelo, así como la llave. Le miró. Sus espesas pestañas formaban medialunas rayadas sobre las mejillas, y mechones de cabello oscuro caían sobre su frente. El contraste entre su exótico tono oliváceo de piel y el blanco de las sábanas le otorgaba el aspecto de un hermoso infiel.

Fue al baño y metió las esposas y la llave bajo una toalla. Debería aborrecer lo que él le había hecho, pero no era así; en absoluto. ¿Qué le había ocurrido a la mujer que necesitaba tenerlo todo bajo control? En lugar de sentirse indefensa o enfadada, le había dado a Ren todo lo que ella era.

Incluido su amor.

Se aferró al borde del lavabo. Se había enamorado de él. Se miró en el espejo y bajó la vista. ¿Quién quería mirar a una persona tan estúpida? Apenas se conocían desde hacía tres semanas, y ella, la mujer más cautelosa del mundo en lo referente a relaciones románticas, estaba vuelta del revés.

Se mojó la cara e intentó compartimentar las cosas para considerar lo tocante a la atracción macho-hembra a un nivel biológico. Los primeros seres humanos se sentían atraídos por sus opuestos para asegurar que los más fuertes de la especie sobreviviesen. Algo de ese instinto seguía presente en la mayoría de las personas y, obviamente, también en ella.

Pero ¿qué había de su supervivencia como mujer moderna? ¿Qué había de su supervivencia como mujer dispuesta a comprometerse con relaciones sanas, una mujer que se había propuesto no repetir los modelos tempestuosos de conducta de sus padres? Se suponía que su aventura con Ren tenía que ser una afirmación de su sexualidad y una liberación. En lugar de eso, había liberado su corazón.

Apesadumbrada, bajó la vista para posarla en la jabonera. Necesitaba un plan.

Como si alguno de sus planes hubiese funcionado.

De momento, no quería siquiera pensar en ello. Lo negaría por completo. Pero la negación siempre era mala. Tal vez si no le prestaba atención a sus sentimientos, desaparecerían.

O tal vez no.

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