– Porcini!
Una ramita húmeda golpeó a Isabel en la cara cuando Giulia la soltó delante de ella entre los matorrales. Sus zapatillas de lona nunca volverían ser las mismas tras aquella excursión matinal por el bosque, que seguía enlodado por la lluvia del día anterior. Se acercó a un árbol caído y se acuclilló junto a Giulia frente a un círculo de porcini aterciopelados de color marrón, con el hongo lo bastante grande como para dar cobijo a un duendecillo.
– Mmm… Oro de la Toscana. -Giulia sacó una navaja del bolsillo, cortó la seta por la base y la metió en la cesta. Los fungaroli jamás utilizaban bolsas de plástico, según le habían dicho a Isabel, sólo cestas que permitían que las esporas y los restos de raíces cayesen al suelo para asegurar la producción del año siguiente-. Ojalá Vittorio hubiese venido con nosotros. Se queja cuando le despierto tan temprano, pero le encanta buscar setas.
A Isabel le habría gustado que Ren las hubiese acompañado. Si no le hubiese pedido que regresase a la villa la noche anterior después de hacer el amor, tal vez habría conseguido sacarle de la cama para aquella excursión matinal. A pesar de haber hecho el amor tan sólo veinticuatro horas antes, se había sorprendido a sí misma buscándole la noche anterior, despertándose al no encontrarlo a su lado. Él era como una droga. Una droga peligrosa. Cocaína mezclada con heroína. Iba a necesitar un programa de doce pasos para poner fin a su aventura.
Se tocó el brazalete de oro. Respira. Céntrate y respira. ¿Cuántas veces tendría la oportunidad de salir a buscar porcini en los bosques de la Toscana? A pesar de la humedad, de la ausencia de Ren y de lo que parecía un crujido permanente en su espalda cada vez que se agachaba para echarle un vistazo a una seta, estaba disfrutando. La mañana era clara y brillante, Steffie estaba a salvo e Isabel tenía un amante.
– Huele. ¿No te parece un aroma indescriptible?
Isabel inhaló la acre esencia terrestre del funghi y pensó de inmediato en sexo. Pero en ese momento cualquier cosa la hacía pensar en sexo. Estaba deseando regresar a casa y ver otra vez a Ren. La gente del pueblo iba a reunirse a las diez para acabar de desmontar el muro, y él estaría allí para echar una mano.
Ella recordó el mal humor de Ren justo antes de irse la noche anterior. En un principio había pensado que se debía al hecho de que ella le echase, pero no era eso. Ella le preguntó qué estaba mal, pero él dijo que simplemente estaba cansado. Sin embargo, parecía más que eso. Tal vez era una reacción tardía al haber encontrado a Steffie. Una cosa estaba clara: Ren era un maestro de la ocultación, y si quería que ella no supiese qué pasaba en su interior, Isabel tenía muy pocas oportunidades de descubrirlo.
Se pusieron en marcha otra vez, con ojo avizor, utilizando los bastones que Giulia había traído consigo para apartar los matojos que crecían entre las raíces de los árboles y junto a los troncos. La lluvia había revitalizado el reseco paisaje, y el aire llevaba el aroma del romero, la lavanda y la salvia. Isabel encontró un grupo de aterciopelados porcini bajo una pila de hojas y los añadió a la cesta.
– Eres buena en esto. -Giulia habló en un susurro, como había estado haciendo toda la mañana. Los porcini eran un material precioso, y buscar setas era una operación secreta. Su cesta tenía incluso una tapa para esconder su tesoro por si acaso pasaba alguien por el bosque. Bostezó por cuarta vez en pocos minutos.
– ¿Es demasiado temprano para ti? -preguntó Isabel.
– Tuve que reunirme con Vittorio en Montepulciano anoche, y en Pienza anteanoche. Volví muy tarde.
– ¿Te reúnes con él siempre que está fuera?
Giulia arrancó unos hierbajos.
– A veces. Algunas noches.
Significara lo que significase.
Después regresaron a la casa, llevando por turnos la cesta. La gente del pueblo había empezado a aparecer, y Ren estaba en el jardín estudiando el muro. Llevaba unas botas sucias, vaqueros y una gastada camiseta que le daban cierto aire moderno. Cuando la vio, su sonrisa derritió los últimos restos del frío de la mañana, y se hizo más amplia cuando vio la cesta.
– Déjame que ponga eso a buen recaudo.
– Oh, no, tú no.
Pero ya era tarde. Ren ya había cogido la cesta de manos de Giulia y se había metido en la casa.
– Deprisa. -Isabel agarró a Giulia por el brazo y la hizo entrar en la cocina, pisándole los talones-. Devuélvele la cesta inmediatamente. No eres de fiar.
– Hieres mis sentimientos. -Su mirada reflejaba la inocencia de un monaguillo-. Justo cuando iba a ofrecerme para preparar una cena para los cuatro esta noche. Nada muy complicado. Podemos empezar con porcini sautée sobre pan tostado. Después, tal vez unos espaguetis con una suave salsa, muy sencilla. Saltearé las setas con aceite de oliva, ajo y un poco de perejil. Podemos asar los más grandes y hacer con ellos una ensalada de arugula. Por supuesto, si no os apetece…
– ¡Sí! -exclamó Giulia como una niña-. Vittorio estará en casa esta noche. Sé que nos toca a nosotros invitaros, pero tú eres mejor cocinero, y acepto por los dos.
– Os veremos a las ocho. -Los porcini desaparecieron dentro de un armario.
Satisfecha, Giulia volvió al jardín para unirse a algunos de sus amigos. Ren le echó un vistazo a su reloj, alzó una ceja de forma significativa y señaló con el pulgar hacia el techo con arrogancia.
– Tú. Arriba. Ahora. Y date prisa.
Pero él no era el único que sabía fanfarronear. Ella bostezó con displicencia.
– No lo creo.
– Al parecer, tendré que ponerme duro.
– Sabía que iba a ser un buen día.
Él soltó una carcajada, la llevó hasta el salón, la apretó contra la pared y le dio un beso que le puso la piel de gallina. Pero entonces Giulia les llamó desde la cocina, y se vieron obligados a dejarlo.
Mientras trabajaban, la gente del pueblo hablaba con emoción y dramáticos gestos de lo aliviados que se sentirían cuando encontrasen el dinero secreto de Paolo y dejasen de tener miedo. Isabel se preguntó si todo un pueblo podía ganar un Oscar.
Tracy bajó desde la villa con Marta y Connor. Harry apareció media hora más tarde con Jeremy y Steffie. Parecía agotado y deprimido, e Isabel se sorprendió al ver cómo Ren salía a su encuentro para hablar con él.
Steffie permanecía al lado de su padre, pero en cierto momento se apartaba con Ren, que parecía disfrutar de su compañía, toda una sorpresa tras las quejas que él había expresado de tener los niños alrededor. Tal vez el incidente del día anterior le había hecho cambiar de opinión. Incluso se acuclilló para hablar con Brittany, a pesar de que ella se había quitado la camiseta.
Cuando Jeremy vio cuánta atención recibían sus hermanas empezó a comportarse mal, algo de lo que sus padres no parecían conscientes. Ren le alabó la musculatura y le dejó que cargase piedras.
Isabel decidió que prefería dedicarse al servicio de comida que a los trabajos manuales, así que ayudó en la elaboración de bocadillos y llenando los cántaros de agua. Marta la reprendió en italiano, aunque no con malas maneras, por cortar las rebanadas de pan demasiado finas. Una tras otra, todas las personas que le habían causado problemas se las apañaron para acercarse y pedirle disculpas. Giancarlo le pidió perdón por el episodio del fantasma, y Bernardo, liberado de las obligaciones de la mañana, le presentó a su esposa, una mujer de ojos tristes llamada Fabiola.
A eso de la una apareció un guapo italiano de pelo rizado. Giulia le llevó a conocer a Isabel.
– Éste es Andrea, el hermano de Vittorio. Es nuestro médico local, un médico excelente. Ha cerrado la consulta a mediodía para ayudar en la búsqueda.
– Piacere, signora. Encantado de conocerla. -Tiró el cigarrillo-. Un mal hábito, lo sé, para un médico.
Andrea tenía una pequeña cicatriz en la mejilla y unos ojos de mirada pícara. Mientras conversaban, Isabel sabía que Ren miraba desde el muro, e intentó convencerse de que se sentía celoso. Era poco probable, pero era una bonita fantasía.
Tracy iba de un lado para otro. Isabel le presentó a Andrea, y ella le pidió que le recomendase un obstetra local.
– Yo traigo al mundo a los niños de Casalleone -respondió el doctor.
– Qué madres tan afortunadas. -La réplica de Tracy tenía su picante, pero sólo, supuso Isabel, porque Harry estaba lo bastante cerca para oírla.
A media tarde, el muro había sido desmontado piedra a piedra, y el aire festivo que había presidido el trabajo desapareció. No encontraron nada más interesante que unos cuantos ratones muertos y algunos pedazos de porcelana rota. Giulia estaba en lo alto de la escarpada cuesta, cabizbaja. Bernardo parecía estar compitiendo con los tristes ojos de su esposa. Una mujer llamada Teresa, al parecer familiar de Anna, unió los brazos con su madre. Andrea Chiara se alejó para hablar con uno de los hombres más jóvenes, que estaba fumando con cara de pocos amigos.
Justo en ese momento llegó Vittorio. Se percató del ánimo del grupo y, de inmediato, se dirigió hacia Giulia. Isabel observó cómo la llevaba bajo las sombras de la pérgola, donde la abrazó.
Ren se acercó a Isabel por uno de los senderos de grava.
– Esto parece un funeral -comentó.
– Hay en juego algo más que un objeto perdido.
– Te aseguro que me gustaría saber de qué se trata.
En ese momento, Giulia se apartó de Vittorio y se aproximó a ellos, parecía haber llorado.
– No os importa que no cenemos juntos esta noche, ¿verdad? No me encuentro muy bien. Os dejaré todos los porcini.
Isabel recordó la excitación matinal de Giulia respecto a la comida.
– Lo siento. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?
– ¿Puedes hacer milagros?
– No, pero puedo rezar para que se produzcan.
Giulia le dedicó una lánguida sonrisa.
– Entonces tendrás que rezar con mucha fuerza.
– Sería más fácil si ella supiese el motivo de su plegaria -dijo Ren.
Vittorio se había quedado bajo la pérgola, y Giulia volvió la cabeza lo justo para mirarle de forma suplicante. Él negó con la cabeza. Isabel apreció algo de rencor en Giulia y decidió que era el momento de aumentar la presión.
– No podremos ayudaros si no confiáis en nosotros.
Giulia se frotó las manos.
– No creo que podáis ayudar en ningún caso.
– ¿Tienes algún problema?
Giulia gesticuló con los brazos.
– ¿Ves algún niño entre mis brazos? Sí, tengo un problema.
Vittorio se dirigió hacia ellos.
– Ya basta, Giulia.
Dio la impresión de que Ren le leía la mente a Isabel, que en ese momento parecía estar diciéndole que tenían que dividir sus fuerzas. Isabel le pasó a Giulia el brazo por los hombros y se adentraron en el sendero para alejarse de Vittorio.
– Vamos a dar una vuelta y hablamos -le propuso, llevándola con rapidez hacia el coche rodeando la casa.
Giulia subió al Panda sin protestar, Isabel se puso al volante y salieron en busca de la carretera. Esperó unos minutos antes de hablar.
– Supongo que tienes una buena razón para no decirnos la verdad.
Giulia se frotó los ojos.
– ¿Cómo sabes que no he contado la verdad?
– Porque tu historia suena al guión de una de las películas de Ren. Además, no creo que no encontrar el dinero pudiese ponerte tan triste.
– Eres una mujer muy inteligente. -Se mesó el pelo, colocándolo tras las orejas-. Nadie quiere parecer tonto.
– ¿Eso te asusta, que la verdad pueda hacerte parecer tonta? ¿O es que Vittorio te ha prohibido hablar?
– ¿Crees que guardo silencio porque Vittorio me obliga a ello? -Rió cansinamente-. No. Esto no se debe a él.
– Entonces ¿qué te ocurre? Es obvio que necesitas ayuda. Tal vez Ren y yo podamos aportar una perspectiva diferente.
– O tal vez no. -Cruzó las piernas-. Habéis sido muy amables conmigo.
– Para eso están los amigos.
– Tú has sido mejor amiga para mí que yo para ti.
Dejaron atrás una casa de campo con una mujer trabajando en el jardín. Isabel sintió el peso de la batalla interior de Giulia.
– No es sólo mi historia -dijo Giulia finalmente-. Es la historia de todo el pueblo, y se enfadarán conmigo. -Sacó un pañuelo de papel del paquete que Isabel había dejado en el asiento y se sonó la nariz-. Pero igual voy a contártelo. Y si crees que es una tontería… Bueno, entonces no podré culparte.
Isabel esperó. El pecho de Giulia se elevó para dejar escapar un suspiro de resignación.
– Estamos buscando la Ombra della Mattina.
A Isabel le costó unos segundos recordar la estatua votiva del chico etrusco que se exhibía en el museo Guarnacci, Ombra della Sera. Pisó el acelerador para adelantar a un tractor.
– ¿Qué significa Ombra della Mattina?
– «La sombra de la mañana.»
– La estatua que hay en Volterra se llama La sombra del atardecer. No se trata de una coincidencia, ¿verdad?
– Ombra della Mattina es su pareja. Una estatua femenina. Hace treinta años, el cura de nuestro pueblo la encontró cuando estaba plantando unos rosales en la puerta del cementerio.
Tal como Ren había supuesto.
– Y la gente del pueblo no quiso entregársela al gobierno.
– No creas que se trataba de un caso corriente de codicia, de gente ocultando un objeto valioso. Si fuese tan sencillo…
– Pero es un objeto muy valioso.
– Sí, pero no sólo en el sentido que tú piensas.
– No entiendo.
Giulia tiró de uno de sus pendientes con perlas. Parecía hundida y exhausta.
– Ombra della Mattina tiene poderes especiales. Por eso no se lo contamos a los forasteros.
– ¿Qué clase de poderes?
– A menos que hayas nacido en Casalleone, no puedes entenderlo. Incluso los que hemos nacido aquí no lo creíamos. -Hizo uno de sus graciosos gestos-. Nos reíamos cuando nuestros padres nos contaban historias sobre la estatua, pero ahora ya no reímos. -Se volvió para mirar a Isabel-. Hace tres años, Ombra della Mattina desapareció, y desde entonces ninguna mujer, en treinta kilómetros a la redonda de este pueblo, ha podido concebir.
– ¿Ninguna mujer se ha quedado embarazada en tres años?
– Sólo aquellas que han concebido lejos del pueblo.
– ¿Y realmente crees que la desaparición de la estatua es la causa?
– Vittorio y yo fuimos a la universidad. ¿Deberíamos creer en una superstición? Claro que no. Pero los hechos están ahí… La única manera en que las parejas han sido capaces de concebir ha sido alejándose de los límites de Casalleone, y eso no siempre es fácil.
Isabel acabó por entender.
– Por eso viajas para encontrarte con Vittorio. Estáis intentando tener un hijo.
Giulia cruzó las manos sobre el regazo.
– Y por lo que nuestros amigos Cristina y Enrico, que quieren tener un segundo hijo, tienen que dejar a su hija con la nonna noche tras noche para poder irse. Y por lo que Sauro y Tea Grifasi se adentran en el campo para hacer el amor en el coche, y después conducen de vuelta a casa. A Sauro lo despidieron de su trabajo el mes pasado por quedarse dormido. Y por eso Anna siempre está triste. Bernardo y Fabiola no pueden hacerla abuela.
– La farmacéutica del pueblo está embarazada. La he visto.
– Vivió durante seis meses en Livorno con una hermana que siempre la criticaba. Su marido iba y venía todas las noches. Ahora se han divorciado.
– ¿Y qué tiene todo eso que ver con la casa y con el viejo Paolo?
Giulia se frotó los ojos.
– Paolo robó la estatua.
– Al parecer, a Paolo no le gustaban los niños -le dijo Isabel a Ren esa tarde mientras estaban en la cocina limpiando de tierra los porcini con trapos húmedos-. No le gustaba que hiciesen ruido, y se quejaba de que tener muchos hijos implicaba muchos gastos en escolarización.
– Un tipo como yo. Así que decidió cortar de raíz el índice de natalidad del pueblo robando la estatua. ¿Y qué parte de tu mente entró en coma para que empezases a creer esa historia?
– Giulia me dijo la verdad.
– No lo dudo. Lo que me cuesta entender es que tú te tomes en serio lo de los poderes de esa estatua.
– Dios actúa de formas misteriosas. -Ren estaba dejando la cocina hecha un desastre, como siempre, y ella empezó a limpiar la encimera.
– Ilústrame.
– Ninguna mujer se ha quedado embarazada en Casalleone desde que desapareció la estatua -dijo ella.
– Sin embargo, yo me cuido mucho de utilizar tus preservativos. ¿No contraría eso un poco tu tesis académica?
– En absoluto. -Llevó unos cuencos sucios al fregadero-. Confirma lo que creo: la mente es muy poderosa.
– ¿Estás diciendo que lo que pasa aquí es una especie de sugestión colectiva, que las mujeres no conciben porque creen que no pueden concebir? -Prefería la historia de la mafia.
– Se sabe que esas cosas pasan.
– Sólo porque había armas de por medio.
Él sonrió y se inclinó para besarle la punta de la nariz, lo que le llevó a seguir hasta su boca, lo que le llevó a seguir hasta sus pechos, y pasaron unos minutos antes de que se detuviese para tomar aire.
– Hora de cocinar -dijo Isabel con un hilo de voz-. He estado esperando todo el día para probar esas setas.
Él gruñó y agarró el cuchillo.
– Le sacaste más a Giulia de lo que yo a Vittorio, lo reconozco. Pero la estatua desapareció hace tres años. ¿Por qué esperaron tanto para cavar en este lugar?
– El cura del pueblo guardaba la estatua en la sacristía…
– ¿No te parece encantadora la coexistencia entre paganismo y cristiandad?
– Todo el mundo sabía que estaba allí -dijo Isabel, enjuagando un cuenco-, pero nadie lo comentaba porque en realidad, según las leyes, debía estar en un museo. Paolo había estado haciendo extraños trabajos para la iglesia durante años, pero nadie lo relacionó con la desaparición de la estatua hasta su muerte, hace unos meses. Entonces la gente empezó a recordar que no le gustaban los niños.
Ren enarcó las cejas.
– Sospechoso, sin duda.
– Marta le defendió. Dijo que su marido no odiaba a los niños. Que sólo estaba imbronciato debido a la artritis. ¿Qué significa imbronciato?
– Malhumorado.
– Afirmó que había sido un buen padre para su hija. Paolo incluso viajó a Estados Unidos cuando nació su nieta. Así que la gente se olvidó de él y empezaron a correr otros rumores.
– ¿Alguno en el que aparezcan armas?
– No, lo siento. -Limpió una pequeña zona de la encimera-. El día antes de que yo llegase, Anna envió aquí a Giancarlo para que se llevase una pila de basuras. ¿Imaginas lo que encontró en el hueco de la pared cuando sacó accidentalmente una piedra del muro?
– Me tienes sin aliento.
– La base de mármol de la estatua. La misma base que había desaparecido el día que robaron la estatua.
– Bueno, eso explica el repentino interés por el muro.
Isabel se secó las manos.
– Todos los del pueblo se volvieron locos. Hicieron planes para desmontar el muro, pero había un pequeño inconveniente.
– Tú.
– Exacto.
– Las cosas habrían sido más fáciles si hubiesen dicho la verdad desde el principio -dijo Ren.
– Somos forasteros, y no tenían motivos para confiar en nosotros. Especialmente en ti.
– Gracias.
– ¿De qué les habría servido encontrar la estatua si nosotros hubiésemos proclamado su hallazgo a los cuatro vientos? -razonó Isabel-. Las autoridades locales cerraron los ojos al hecho de que un objeto etrusco de valor incalculable estuviese en una sacristía, pero los estamentos políticos del resto del país no habrían sido tan caballerosos. Todo el mundo temía que encerrasen la estatua en una urna de cristal en Volterra junto a la Ombra della Sera.
– Que es donde tendría que estar. -Troceó un diente de ajo con el cuchillo.
– He estado fisgando un poco mientras tú trabajabas, y mira lo que he encontrado. -Sacó el sobre amarillento encontrado en una estantería del salón y vertió su contenido sobre la mesa de la cocina. Eran fotografías de la nieta de Paolo, todas con su identificación detrás.
Ren se secó las manos y fue a echarles un vistazo. Ella señaló una de las fotografías en color que mostraba a un hombre mayor en el porche delantero de una pequeña casa blanca con un bebé en brazos-. Ésta es la foto más antigua. Éste es Paolo. Debieron de hacerla cuando fue a Boston poco después de que naciese su nieta. Su nombre es Josie, diminutivo de Josefina.
Algunas fotografías mostraban a Josie en el campo, otras en vacaciones con sus padres en el cañón del Colorado. En algunas aparecía sola. Isabel cogió las dos últimas.
– Ésta es Josie el día de su boda, hace seis años. -Tenía el pelo oscuro y rizado, así como una ancha sonrisa-. En ésta aparece con su marido, poco antes de que Paolo muriese. -Le dio la vuelta para comprobar la fecha.
– No parece la colección propia de alguien que odia a los niños -admitió Ren-. Tal vez Paolo no robó la estatua.
– Él construyó el muro, y también reunió la pila de basuras.
– No puede considerarse una prueba fehaciente. Pero si la estatua no está en el muro, ¿dónde estará?
– En la casa no -dijo Isabel-. Anna y Marta han buscado por todos los rincones. Propusieron buscar en el jardín, pero Marta dijo que se habría dado cuenta si Paolo la hubiese escondido allí, y no lo permitió. Hay muchos lugares cerca del muro o en el olivar, tal vez incluso en el viñedo, donde podría haber cavado un hoyo y escondido la estatua. Le propuse a Giulia que consiguiese detectores de metales.
– Aparatitos. Esto empieza a gustarme.
– Bien. -Se sacó el delantal que llevaba atado a la cintura-. Ya está bien de charla. Apaga el fuego y desnúdate.
Él dio un grito y soltó el cuchillo.
– Casi haces que me corte el dedo.
– Mientras sólo sea el dedo. -Sonrió y empezó a desabotonarse la camisa-. ¿Quién dijo que no podía ser espontánea?
– Yo no. De acuerdo, lo retiro. -Observó los botones abiertos-. ¿Qué hora es?
– Casi las ocho.
– Maldita sea. Va a venir gente dentro de nada. -Tendió los brazos hacia ella, pero Isabel frunció el entrecejo y le esquivó.
– Creía que Giulia y Vittorio habían cancelado la cena.
– Invité a Harry.
– Pero si Harry no te cae bien. -Dio otro paso atrás y empezó a abotonarse la camisa.
Él suspiró.
– ¿Qué te hace pensar eso? Es un buen tipo. ¿Te importaría dejarte abiertos algunos botones? Y Tracy también vendrá.
– Me sorprende que haya aceptado. Ni siquiera ha mirado a Harry en todo el día.
– No le dije que también él estaba invitado.
– Así pues, ¿nos espera una velada un poco incómoda?
– Podría ser -dijo-. Las cosas llegaron a un punto muerto esta mañana, y Tracy ha estado esquivándole desde entonces. Él está bastante decaído.
– ¿Te lo dijo él?
– Los chicos compartimos esas cosas. También tenemos sentimientos, por si no lo sabías.
Ella alzó una ceja.
– De acuerdo, tal vez esté un poco desesperado y yo sea el único de por aquí con el que puede hablar -admitió Ren-. Ese hombre es un completo desastre en lo que a mujeres se refiere, y si no le echo una mano, van a quedarse aquí para siempre.
– Ese hombre, ese desastre total, se las ha arreglado para permanecer casado once años y ser padre de cinco hijos, mientras que tú…
– Mientras que yo he tenido una idea que creí te gustaría. Una idea, por descontado, que no tiene nada que ver con las peleas de los Briggs, sino con el hecho de que tendremos que librarnos de ellos para llevarla a cabo.
– ¿Qué clase de idea? -Se agachó para recoger algunas setas que habían caído al suelo.
– Una pequeña pieza sexual costumbrista. Pero necesitamos la villa para interpretarla bien, lo que significa que toda la familia y sus niñeras tendrán que irse.
– ¿Una pieza costumbrista? -Dejó que las setas cayeran de nuevo al suelo.
– Una pieza sexual costumbrista. Estoy pensando en una noche. La luz de las velas. Una tormenta, si tenemos un poco de suerte. -Cogió su vaso e hizo girar una seta entre los dedos-. Al parecer, el poco escrupuloso príncipe Lorenzo se ha fijado en una vivaracha campesina del pueblo, una mujer de la que no puede decirse que sea del todo joven…
– ¡Eh!
– Lo cual la hace mucho más atractiva a sus ojos.
– Eso está mejor.
– La campesina es conocida en los alrededores por su virtud y sus buenas obras, por lo que se resiste a sus propuestas, a pesar de que él es el hombre más guapo de la región. Qué demonios, de toda Italia.
– ¿Sólo Italia? Aun así, yo apostaría por la mujer virtuosa. Ese hombre no tiene posibilidades.
– ¿He mencionado que el tal príncipe Lorenzo es también el hombre más inteligente de la región?
– Oh, bueno, eso complica un tanto las cosas.
– Lo que él hace es amenazar con quemar el pueblo si ella no se somete a su voluntad.
– Qué canalla. Naturalmente, ella dice que antes se matará.
– Pero él no lo cree ni por un instante, pues las buenas católicas no se suicidan.
– Has dado en el clavo.
Ren dibujó un arco con el cuchillo.
– La escena da comienzo la noche que ella acude a la desierta villa, iluminada por candelabros. La misma villa, curiosamente, que está en lo alto de la colina.
– Sorprendente.
– Ella llega luciendo el vestido que él le ha enviado esa misma tarde.
– Puedo verlo. Sencillo y blanco.
– De un rojo brillante y provocativo.
– Lo cual no hace sino dejar patente con más intensidad su virtud.
– Él no pierde el tiempo con preliminares. La lleva escaleras arriba…
– La alza en volandas y sube con ella las escaleras.
– A pesar de que ella no es lo que se dice un peso pluma… Pero, por suerte, él lo consigue. Y una vez la tiene dentro del dormitorio, la obliga a desvestirse muy despacio… mientras la contempla.
– Naturalmente, él está desnudo mientras mira, porque hace mucho calor en la villa.
– Y aún más calor en el dormitorio. ¿Te he dicho lo guapo que es?
– Creo que lo has mencionado.
– Así pues, llega el momento en que ella se ve obligada a someterse a su voluntad.
– Me temo que no va a gustarme esa parte.
– Eso es porque estás obsesionada con el control.
– Y, curiosamente, ella también.
– Bien. Justo cuando se dispone a entregarse a aquel hombre, ¿qué es lo que ve con el rabillo del ojo? Unas esposas.
– ¿Esposas en el siglo XVIII?
– Grilletes. Un par de grilletes a su alcance.
– Qué adecuado.
– Mientras la lujuriosa mirada de Lorenzo se pierde en algún lugar indefinido -la mirada de Gage estaba perdida en su escote-, ella estira los brazos, coge los grilletes y se los coloca…
– He llamado a la puerta, pero no ha respondido nadie.
Se volvieron y vieron a Harry en el umbral con aspecto desolado.
– Nosotros hacíamos esas cosas con unas esposas -dijo con tristeza-. Era genial.
– Ah. -Isabel se aclaró la garganta.
– Podrías haber llamado a la puerta -gruñó Ren.
– Lo he hecho.
Isabel cogió una botella de vino.
– ¿,Por qué no la abres? -le dijo a Harry-. Te traeré un vaso.
Apenas se había servido el vino cuando apareció Tracy. Su hostilidad se hizo patente al ver a su marido.
– ¿Qué hace él aquí?
Ren le dio un beso en la mejilla.
– Isabel le pidió que viniese. Le dije que no lo hiciese, pero se cree que lo sabe todo.
En su anterior vida, Isabel habría protestado, pero estaba tratando con gente inestable, así que ¿de qué habría servido?
– Está bien -dijo Harry-. He estado intentando hablar contigo todo el día, pero me has eludido.
– Sólo porque me sacas de quicio.
Harry se estremeció pero no se echó atrás.
– Vamos fuera, Tracy. Sólo serán unos minutos. Tengo que decirte algunas cosas, y tiene que ser en privado.
Tracy le volvió la espalda, rodeó con el brazo la cintura de Ren y apoyó la mejilla en su brazo.
– No debería haberme divorciado de ti. Eras un gran amante. El mejor.
Ren miró a Harry.
– ¿Estás seguro de que quieres seguir casado con ella? La verdad, podrías encontrar algo mucho mejor.
– Estoy seguro -dijo Harry-. Estoy perdidamente enamorado de ella.
Tracy alzó la cabeza como un animalillo que olfatease el aire, sólo para comprobar que lo que olía no le gustaba.
– Sí, claro.
Harry hundió los hombros y se volvió hacia Isabel, las sombras bajo sus ojos le hacían parecer un hombre que ya no tenía nada que perder.
– Esperaba hacer esto en privado, pero por lo visto no va a ser así, y como Tracy no quiere escuchar, te lo diré a ti, si no te importa.
Tracy parecía estar escuchando, e Isabel asintió.
– En absoluto.
– Me enamoré de ella cuando me volcó su copa en el regazo. Pensé que había sido un accidente. Sigo sin tenerlo claro. Había un montón de chicos guapos en aquella fiesta intentando llamar su atención, por lo que ni siquiera se me ocurrió intentarlo, no sólo por su belleza física, y Dios sabe que era la mujer más hermosa que había visto en mi vida, sino por una… por una especie de resplandor que tenía. Era energía pura. No podía quitarle los ojos de encima, pero al mismo tiempo no quería que supiese que estaba mirando. Entonces ella me volcó la copa, y yo no encontré las palabras para hablarle.
– Dijo: «Ha sido culpa mía.» -La voz de Tracy les sorprendió-. Yo volqué la copa y el muy idiota dijo «Ha sido culpa mía». Tendría que haberme dado cuenta entonces.
Él no prestó atención a sus palabras y siguió centrado en Isabel.
– No podía pensar. Me sentía como si mi cerebro hubiese recibido una dosis de novocaína. Ella llevaba un vestido plateado con mucho escote y el pelo recogido encima de la cabeza, a excepción de los rizos que le caían por la nuca. Nunca había visto nada igual. Nada igual a ella. -Miró dentro del vaso-. Pero con todo lo hermosa que estaba aquella noche… -añadió con un hilo de voz-. Con todo lo hermosa que era entonces… -Tragó saliva-. Lo siento. No puedo seguir. -Dejó el vaso en la encimera y salió por la puerta del jardín.
Tracy tenía los ojos humedecidos, pero se encogió de hombros como no le importase.
– ¿Veis lo que tengo que soportar con él? En el momento en que parece que por fin está preparado para hablar, cierra la boca. Podría haberme casado con un ordenador y sería lo mismo.
– Deja de comportarte como una gilipollas -dijo Ren-. Ningún tipo querría abrir su corazón delante de un ex marido. Ha estado intentando hablar contigo todo el día.
– Vaya cosa. Yo he estado intentando hablar con él durante anos.
Isabel miró hacia el jardín.
– No parece un hombre que sepa desenvolverse con sus sentimientos.
– Os diré una cosa a las dos -dijo Ren-: ningún hombre sabe desenvolverse con sus sentimientos. Aceptadlo.
– Tú sí -dijo Tracy-. Tú hablas de cómo te sientes, pero Harry sufre una obturación emocional en fase terminal.
– Yo soy actor, así que la mayoría de cosas que salen de mi boca son estupideces. Harry te ama. Incluso un tonto se daría cuenta.
– Entonces soy tonta, porque no lo creo.
– No estás jugando limpio -dijo Isabel-. Sé que te comportas así porque te sientes herida, pero eso no hace que esté bien. Dale una oportunidad para que te explique en privado qué siente. -Isabel señaló hacia la puerta-. Y escúchale con la cabeza cuando le hables, porque tu corazón está demasiado confundido para confiar en él.
– ¡No hay manera! ¿No lo entiendes? ¿Acaso crees que no lo he intentado?
– Inténtalo de nuevo. -Isabel la llevó hasta la puerta.
Tracy parecía contrariada, pero salió fuera.
– En este momento los mataría a los dos -dijo Ren-, y ni siquiera hemos empezado con los aperitivos.
Harry estaba bajo la pérgola, con las manos en los bolsillos. En la montura de sus gafas se reflejaban los últimos rayos de sol. Tracy sintió el familiar vértigo que había sentido hacía doce años, justo antes de volcarle la copa encima.
– Isabel me ha obligado a salir. -Tracy apreció la hostilidad de su propia voz, pero ya se había rebajado una vez ese día, y no iba a volver a hacerlo.
Él sacó las manos de los bolsillos y las apoyó en la pérgola, sin mirarla,
– Lo que dijiste esta mañana… ¿se trataba de otra de tus cortinas de humo? Lo de tener estrías y estar gorda… cuando sabes de sobra que estás más guapa cada día. Y dijiste que no te amaba, cuando te he dicho miles de veces lo que siento por ti.
Las palabras surgieron en su memoria. Te quiero, Tracy. Sin emoción alguna. Te quiero porque… Simplemente, Te quiero, Tracy. No olvides comprar pasta de dientes cuando vayas al supermercado.
– Una cosa es decirlo y otra creerlo. Son dos cosas distintas. Él se volvió lentamente hacia ella.
– No es mi amor lo que estaba en cuestión desde el principio. Siempre ha sido tu amor.
– ¿Mi amor? ¡Ahí te equivocas! Si hubiese sido por ti, nunca habríamos estado juntos. Te encontré, te perseguí y te pesqué.
– ¡Yo no era una gran pieza que digamos!
Harry nunca gritaba, y la sorpresa dejó sin palabras a Tracy.
Él se apartó de la pérgola.
– Querías tener hijos. Y yo tenía escrito la palabra «papi» en la frente. ¿O no? Para ti, nunca ha sido una cuestión de dos. Todo tenía que ver con tu necesidad de tener hijos. Yo era el padre que tú querías para ellos. En algún lugar de mi subconsciente, siempre supe que eso era lo que andabas buscando, pero no quise verlo. Y resultó fácil cerrar los ojos cuando sólo estaban Jeremy y Steffie. Incluso cuando llegó Brittany pude fingir que seguía siendo cosa de los dos, que me querías por ser quien era. Podría haber seguido fingiendo, pero entonces te quedaste embarazada de Connor, e ibas de un lado a otro con esa sonrisita del gato que quiere comerse al canario. Todo tenía que ver con estar embarazada y tener hijos. Traté de asimilarlo, de seguir fingiendo que yo era el gran amor de tu vida y no sólo la mejor fuente de esperma, pero se hizo más difícil. Me levantaba cada mañana para mirarte y desear que me quisieses como yo te quería, pero tú ni siquiera me veías. Y estabas en lo cierto. Empecé a apagarme. Y fui tirando. Pero cuando te quedaste embarazada por quinta vez, y estabas tan contenta, ya no pude fingir. Quería, pero no podía. -Se le rompió la voz-. Simplemente… no podía.
Tracy intentó comprenderlo, pero no era capaz de ordenar las emociones contrapuestas que crecían en su interior. Alivio. Rabia por tener un marido tan obtuso. Y alegría. Oh, sí, alegría, porque todavía quedaban esperanzas. No sabía por dónde empezar, así que decidió hacerlo de un modo curioso.
– ¿Y qué hay de la pasta de dientes?
Él la miró como si viese un segundo embarazo en su frente.
– ¿Pasta de dientes?
– A veces me olvido de comprar pasta de dientes. Y te vuelves loco cuando no encuentro mis llaves. Me dijiste que si volvía a utilizar mi chequera una sola vez más me la quitarías. ¿Y recuerdas la abolladura en el guardabarros del coche que tú creías que había sido cuando llevaste a Jeremy al béisbol? Fui yo. Connor vomitó en mi coche y no tuve tiempo de limpiarlo, así que cogí el tuyo, y le estaba gritando a Brittany en el aparcamiento de Target cuando choqué contra un carrito de la compra. ¿Qué hay de eso?
Él parpadeó.
– Si hicieses una lista ordenada de la compra, no olvidarías la pasta de dientes.
Como siempre, Harry no lo había entendido.
– Nunca voy a hacer una lista ordenada de la compra, ni voy a dejar de perder las llaves, ni voy a mejorar en todas esas cosas que te sacan de quicio.
– Lo sé. También sé que hay miles de hombres que harían cola para tener la oportunidad de comprarte la pasta de dientes y dejar que estrellases su coche contra un carrito de supermercado.
Tal vez sí lo había entendido.
Isabel le había dicho a Tracy que pensase con la cabeza en lugar de dejarse llevar por el corazón, pero era difícil hacerlo cuando se trataba de Harry Briggs.
– Sabía que serías un buen padre, y tal vez fue una de las razones por las que me enamoré de ti. Pero te habría seguido amando aunque sólo hubieses sido capaz de concebir un hijo. Contigo me sentía completa. No es que quisiese tener más hijos porque tú no eras suficiente para mí. Quería tener más hijos porque mi amor por ti era tan grande que necesitaba diversificarlo.
La esperanza brilló en los ojos de Harry, pero seguía pareciendo triste. Ella se percató de que sus inseguridades eran incluso más profundas que las suyas. Ella siempre le había visto como el hombre más inteligente del mundo, así que le resultaba difícil asimilar la idea de que tal vez la más lista de los dos era ella.
– Es cierto, Harry. Palabra por palabra.
– Es un poco difícil de creer. -Parecía estar embebiéndose de su rostro, a pesar de conocer todos y cada uno de los poros de su piel-. Míranos. Soy la clase de hombre con el que podrías cruzarte por la calle una docena de veces sin darte cuenta. Pero tú… Los hombres se convierten en buzones de correos cuando te ven.
– Nunca he conocido a un hombre tan fascinado por las apariencias. -Se olvidó de pensar con la cabeza y le dio un golpecito en la mandíbula para llamar su atención-. Me encanta tu aspecto. Puedo quedarme contemplándote durante horas. Estuve casada con el hombre más guapo de la galaxia y lo pasamos fatal. Y sí, tienes razón: podría haber conquistado a cualquier hombre de los que estaban en aquella fiesta, pero ninguno de ellos me atraía. Y cuando te volqué la copa encima, te aseguro que no pensaba en ti como el padre de nadie.
Tracy advirtió que su marido empezaba a distenderse, pero no todo estaba hecho.
– Algún día seré vieja y, si miras a mi abuela, comprenderás que para cuando tenga ochenta años seré fea como el demonio. ¿Dejarás de quererme entonces? ¿La apariencia es lo único que te importa? Porque de ser así, tenemos un problema mayor del que yo creía.
– Por supuesto que no. Yo no… Yo nunca…
– Hablando de cortinas de humo. Siempre he creído que eras una persona de pensamiento claro, pero incluso en un día malo soy capaz de pensar con más claridad que tú. Dios, Harry, a mi lado pareces un cubo de basura emocional.
Eso le hizo reír, y su aspecto era tan ridículo que ella se dio cuenta de que finalmente estaban avanzando. Quería besarle para borrar todos sus miedos, pero ella tenía que seguir lidiando con sus propios miedos, y sus problemas no desaparecerían a base de besos. No quería tener que pasar el resto de su matrimonio tranquilizándolo. Tampoco le gustaba lo importante que era para él su aspecto. El rostro que él tanto amaba mostraba ya signos de desgaste. ¿Cómo se sentiría Harry cuando todo su cuerpo empezase a marchitarse?
– Tras tantos años de matrimonio, podría pensarse que nos comprendíamos mejor el uno al otro -dijo Harry.
– No puedo seguir viviendo así. Tenemos que arreglar de manera definitiva lo que se ha roto entre nosotros.
– No sé cómo vamos a hacerlo.
– Acudiendo a un buen consejero matrimonial, así lo haremos. Y cuanto antes lo hagamos, mejor. -Se puso de puntillas, le dio un beso y se volvió hacia la casa-. ¡Isabel! ¿Podrías salir un momento?