5

Isabel se volvió en la cama. Su despertador de viaje marcaba las nueve y media. Debía de ser de la mañana, pero la habitación estaba a oscuras. Desorientada, miró hacia la ventana y vio que las contraventanas estaban cerradas.

Se tumbó de espaldas y estudió la combinación de tejas rojas y gruesas vigas de madera sobre su cabeza. Oyó, procedente del exterior, el ruido de algo que quizá fuese un tractor. Eso fue todo. Nada del sonido tranquilizador de los camiones de la basura, o los melodiosos insultos de los taxistas en lenguas del Tercer Mundo. Estaba en Italia, durmiendo en una habitación cuyo último ocupante, a juzgar por su aspecto, podría haber sido un santo martirizado.

Volvió la cabeza lo suficiente para ver el crucifijo que colgaba de la pared de estuco en la cabecera de la cama. Las odiadas lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Lágrimas de añoranza por una vida perdida, por el hombre que creía amar. ¿Por qué no había sido más inteligente, por qué no había trabajado más duro, por qué no había tenido la suerte necesaria para conservar lo que tenía? O aún peor, ¿por qué se había denigrado a sí misma acostándose con un gigoló italiano parecido a un psicópata cinematográfico? Intentó eludir las lágrimas con una oración matutina, pero la Diosa Madre hacía oídos sordos a su hija descarriada.

La tentación de cubrirse la cabeza con las sábanas y no volverla a sacar nunca más era muy fuerte. No obstante, bajó las piernas y tocó con los pies las frías baldosas. Cruzó la inhóspita habitación y salió a un estrecho pasillo con un lavabo en un extremo. Aunque era pequeño, había sido reformado, así que aquella casa tal vez no era la ruina que había supuesto.

Se duchó, se envolvió en una toalla y regresó a la celda del santo martirizado, donde se puso unos pantalones grises y un top sin mangas. Fue hasta la ventana y abrió las contraventanas.

Una cascada de luz la bañó. Entró por la ventana como si la vertiesen con un cubo, y los rayos eran tan intensos que tuvo que cerrar los ojos. Cuando volvió a abrirlos, vio las suaves colinas de la Toscana frente a sí.

– Oh, por todos…

Apoyó los brazos en el alféizar de piedra y fijó la vista en aquel mosaico de miel, ante y peltre que formaban los campos, roto aquí y allá por hileras de cipreses que semejaban dedos señalando hacia el cielo. No había cercados. Los límites entre los campos cultivados, los grupos de árboles y los viñedos estaban indicados por ocasionales valles y caminos.

Estaba observando la Tierra Santa de los artistas renacentistas. Ellos habían pintado los paisajes que conocían como fondo para el retrato de madonnas, ángeles, pesebres y pastores. La Tierra Santa… justo al otro lado de su ventana.

Observó la lejanía y después estudió el terreno más cercano a la casa. Un viñedo se extendía a la izquierda, y más allá del jardín había un olivar. Quería ver más, se apartó de la ventana y se detuvo cuando apreció el cambio que la luz había obrado en la habitación. Las paredes blancas y las oscuras vigas de madera eran ahora hermosas en su parquedad, y los sencillos muebles hablaban del pasado con mayor elocuencia que cualquier libro de historia. La casa no era una ruina en absoluto.

Recorrió el pasillo y bajó los escalones de piedra hasta la planta baja. La sala, que apenas había entrevisto la noche anterior, tenía sobrias paredes y el típico techo en arco de los antiguos establos europeos, algo que probablemente había sido en su momento, pues creía recordar haber leído que los campesinos de la Toscana alojaban a sus animales en la planta baja. Habían transformado la estancia en un hermoso, pequeño y confortable salón sin prescindir de la autenticidad rústica.

Los arcos de piedra, bastante anchos para que los animales pasasen por debajo de ellos, hacían ahora las veces de ventanas y puertas. El rústico color sepia de las paredes era la versión auténtica del falso color que reproducían los pintores de Nueva York, al precio de unos cuantos miles de dólares, en los apartamentos y casas de la zona alta. El viejo suelo de terracota había sido encerado, pulido y suavizado por el paso de los años. Contra la pared, había una sencilla mesa de madera oscura y un arcón. Más allá, un sofá tapizado con tela color tierra y un sillón con motivos florales.

Las contraventanas, cerradas cuando llegó la noche anterior, estaban abiertas. Se preguntó quién lo habría hecho, pasó bajo uno de los arcos de piedra y llegó a la cocina.

La estancia tenía una larga y rectangular mesa de madera mellada y arañada por siglos de uso. Baldosas de cerámica rojas, azules y amarillas formaban un estrecho mosaico sobre un rústico fregadero de piedra. Debajo del mismo, una cortinilla azul y amarilla escondía las cañerías. Sobre los estantes, todo un surtido de potes coloridos, cestitas y utensilios de cobre. La vieja cocina era de butano y los armarios de madera. Las recias puertas francesas que daban al jardín habían sido pintadas de verde botella. Era tal como ella habría imaginado que debería ser la cocina de una casa campestre italiana.

La puerta se abrió y apareció una mujer de unos sesenta años. Tenía una figura más bien amorfa, las mejillas fofas, el pelo negro reseco y unos pequeños ojos oscuros. Isabel se apresuró a demostrar su aplastante dominio del italiano.

Buon giorno.

Aunque la gente de la Toscana era conocida por su amabilidad, la mujer no parecía para nada amable. Un guante de jardinería colgaba del bolsillo del descolorido vestido negro que llevaba, acompañado de unas gruesas medias negras de nailon y unas zapatillas de plástico también negras. Sin pronunciar palabra, sacó un carrete de cuerda de un armario y volvió a salir.

Isabel la siguió al jardín. Al salir, se detuvo para observar la vista de la casa desde la parte trasera. Era perfecta. Absolutamente perfecta. Descanso. Soledad. Contemplación. Acción. No podría haber encontrado un lugar mejor.

Las viejas piedras de la casa aparecían de color beige bajo el sol de la mañana. Las enredaderas ascendían por las paredes y se doblaban cerca de las altas contraventanas verdes. La hiedra trepaba por el bajante del agua. Había un pequeño palomar en el tejado, y unos líquenes suavizaban las combadas tejas de terracota.

La parte principal de la casa formaba un sencillo rectángulo carente de ornamentación, el típico estilo fattoria de las casas de campo italianas sobre el que había leído. Como añadida de cualquier modo en un extremo, una construcción de un solo piso.

Ni siquiera la presencia de aquella mujer cavando con su pala pudo sustraerla del brillante encanto del jardín, y los nudos que Isabel sentía en su interior empezaron a deshacerse. Un muro bajo, construido con las mismas piedras que la casa, marcaba el perímetro exterior, con el olivar extendiéndose más allá, así como la vista que Isabel había apreciado desde el dormitorio. A la sombra de un magnolio había una mesa con patas de madera y superficie de gastado mármol, un lugar perfecto para una comida sin prisas o, simplemente, para disfrutar de las vistas. Pero ése no era el único refugio que ofrecía el jardín. Más cerca de la casa, una pérgola cubierta por una glicina daba cobijo a un par de bancos en los que Isabel pudo imaginarse sentada con papel y bolígrafo.

Los senderos de grava serpenteaban entre las flores del jardín, las hortalizas y las hierbas. Lustrosas plantas de albahaca, blancas y radiantes campanillas, tomateras y rosales crecían cerca de los tiestos de barro con geranios rojos y rosas. Las capuchinas, de un brillante color naranja, formaban una pareja perfecta con las delicadas flores azules del romero, y las plateadas hojas de la salvia se mezclaban de forma agradable con macizos de pimientos rojos. Según la moda de la Toscana, los limoneros crecían dentro de dos enormes tiestos de terracota a ambos lados de la puerta de la cocina, en tanto que otros tiestos tenían tupidas hortensias con gruesos capullos rosados.

Isabel se volvió y contempló el banco bajo la pérgola y la mesa bajo el magnolio, sobre la que reposaban un par de gatos. A medida que se llenaba los pulmones con el tibio aroma de la tierra y las plantas, el sonido de la voz de Michael se iba silenciando, y una sencilla oración empezó a tomar forma en su cabeza.

Los murmullos de la mujer de negro se inmiscuyeron en aquel momento de paz, y la oración se disolvió. Aun así, Isabel sintió un destello de esperanza. Dios le había ofrecido la Tierra Santa. Sólo una tonta le daría la espalda a semejante regalo.

Condujo hasta el pueblo con el corazón menos apesadumbrado. Finalmente, algo lograba atenuar su desesperación. Llegó a pie hasta un pequeño negozio di alimentari. Cuando regresó a la casa, encontró a la mujer de negro en la cocina, lavando unos platos que Isabel no había dejado allí. La mujer le dedicó una de sus poco amables miradas y salió por la puerta trasera; una víbora en el Jardín del Edén. Isabel suspiró y sacó de las bolsas los alimentos que había comprado, ordenándolo todo entre uno de los armarios y la nevera.

Signora? Permesso?

Se volvió para ver a una hermosa mujer de unos treinta años con las gafas de sol en lo alto de la cabeza, de pie bajo el arco que comunicaba la cocina con la sala. Era menuda, y su piel olivácea contrastaba con su cabello claro. Llevaba una blusa color melocotón, una ligera falda beige y los mortales zapatos que acostumbran calzar las mujeres italianas. Los altos tacones repiquetearon en las viejas baldosas cuando se aproximó.

Buon giorno, signora Favor. Soy Giulia Chiara.

Isabel asintió a modo de respuesta, preguntándose si todo el mundo en la Toscana entraba en las casas de los desconocidos sin avisar.

– Soy la agente immobiliare -afirmó buscando las palabras adecuadas en inglés-. Trabajo en la inmobiliaria que se ocupa de esta casa.

– Encantada de conocerla. Me gusta mucho la casa.

– Oh, pero no es una buena casa. -Gesticuló con las manos-. Intenté telefonearle muchas veces la semana pasada, pero no logré encontrarla.

No lo había hecho porque Isabel había desconectado el teléfono.

– ¿Hay algún problema?

– Sí. Un problema. -Giulia se mordió el labio inferior y se remetió un mechón de pelo tras la oreja, dejando a la vista una diminuta perla prendida del lóbulo-. Lo siento mucho, pero no puede quedarse aquí. -Movía las manos describiendo los gráciles gestos que utilizan los italianos incluso en las más sencillas conversaciones-. No es posible. Por eso intenté llamarla. Para explicar este problema y decirle que tiene otro lugar para quedarse. Si viene conmigo, yo se lo enseño.

El día anterior, a Isabel no le habría importado marcharse, pero ahora sí le importaba. Aquella sencilla casa de piedra con su apacible jardín ofrecía la posibilidad de la meditación y el descanso. No iba a dejarla así como así.

– Cuál es el problema?

– Es… -Trazó un pequeño arco con la mano-. Hay que hacer trabajo. Nadie puede quedarse aquí.

– ,Qué tipo de trabajo?

– Mucho trabajo. Hay que excavar. Hay un problema con los desagües.

– Estoy segura de que podríamos arreglarlo juntos.

– No, no. Impossibile.

Signora Chiara, he pagado por dos meses de alquiler, y quiero quedarme.

– Pero no le gustaría. Y la signora Vesto se enfadaría si usted no está contenta.

– ¿La signora Vesto?

– Anna Vesto. Estaría muy triste si usted no se siente cómoda. He encontrado una bonita casa en el pueblo. Le gustará mucho.

– No quiero una casa en el pueblo. Quiero ésta.

– Lo siento mucho. No es posible.

– ¿Es ella la signora Vesto? -Isabel señaló hacia el jardín.

– No, ella es Marta. La signora Vesto está en la villa. -Señaló hacia lo alto de la colina.

– ¿Marta es el ama de llaves?

– No, no. No hay ama de llaves aquí, pero en el pueblo las hay muy buenas.

Isabel no tuvo en cuenta sus palabras.

– ¿Es la jardinera?

– No, Marta cuida el jardín, pero no es la jardinera. No hay jardinera. En pueblo encontrará jardineras.

– Entonces, ¿qué hace aquí?

– Marta vive aquí.

– Creí que tendría toda la casa para mí.

– No, no estaría sola. -Giulia entró en la cocina y señaló hacia la construcción adicional de una sola planta que había en la parte trasera de la casa-. Marta vive muy cerca. Ahí.

– ¿Y acaso estaré sola en el pueblo? -repuso Isabel con aspereza.

– ¡Sí! -exclamó Giulia. Su sonrisa era tan encantadora que Isabel lamentó tener que insistir.

– Creo que lo mejor será que hable con la signora Vesto -dijo-. ¿Está ahora en la villa?

Giulia se sintió aliviada de pasarle a otro el bulto.

– Sí, sí, eso será mejor. Ella explicará por qué no puede estar aquí, y yo volveré para llevarla a la casa que he encontrado para usted en el pueblo.

Isabel se apiadó de ella y no replicó. Guardó todas sus fuerzas para la signora Anna Vesto.


Siguió el sendero que llevaba desde la casa a una carretera larga, bordeada de cipreses. La Villa dei Angeli estaba ubicada al final de la misma y, tras tomar aliento, Isabel creyó haber sido transportada al interior de una versión de la película Una habitación con vistas.

El exterior, de un estuco color salmón, así como los aleros de la casa, que surgían aquí y allá, eran característicos de la Toscana. Rejas negras cubrían las ventanas de la planta baja, y las grandes contraventanas del piso superior estaban cerradas para evitar el calor del día.

Cerca de la casa, los cipreses daban paso a unos setos bien recortados, estatuas clásicas y una fuente octogonal. Una escalinata de piedra de dos tramos, con gruesas barandillas, llevaban a un par de pulidas puertas de madera.

Isabel hizo sonar la aldaba con forma de cabeza de león. Mientras esperaba, le echó un vistazo al polvoriento Maserati negro descapotable aparcado junto a la fuente. La signora Vesto tenía gustos caros.

Nadie respondió, por lo que volvió a llamar.

Una voluptuosa mujer de mediana edad, con el pelo teñido de un discreto tono rojizo y unos brillantes ojos a lo Sofía Loren, abrió la puerta y le sonrió a Isabel con amabilidad.

Sì?

Buon giorno, signora. Soy Isabel Favor. Estoy buscando a la signora Vesto.

La sonrisa de la mujer se desvaneció.

– Yo soy la signora Vesto. -Su sencillo vestido azul marino y sus cómodos zapatos parecían pertenecer al ama de llaves más que a la dueña del Maserati.

– He alquilado la casa de abajo -dijo Isabel-, pero al parecer hay un problema.

– No hay ningún problema -replicó la signora Vesto con energía-. Giulia le ha encontrado una nueva casa. Ella se encargará de todo.

Mantenía la mano en la puerta, esperando que Isabel se fuese. Tras ella había una hilera de maletas grandes y caras en el recibidor. Isabel habría apostado a que la dueña de la villa acababa de llegar o estaba a punto de marcharse.

– Firmé un contrato -dijo con tono amable pero firme-. Voy a quedarme.

– No, signora, tendrá que cambiar. Irá alguien esta tarde a ayudarla.

– No voy a irme.

– Lo siento mucho, signora, pero no es posible otra cosa.

Isabel comprendió que era el momento de ponerse firme.

– Me gustaría hablar con el señor.

– El señor no está aquí.

– ¿Y esas maletas?

La signora Vesto pareció molestarse.

– Tiene que irse ahora -insistió.

Las Cuatro Piedras Angulares estaban pensadas para momentos como ése. «Compórtate de un modo respetuoso, pero con decisión.»

– Me temo que no voy a irme hasta hablar con el señor.

Isabel la apartó y se adentró en el recibidor, logrando hacerse una idea de los altos techos, una araña de bronce y una ancha escalera antes de que la mujer se plantase delante de ella.

Ferma! ¡No puede entrar aquí!

«Las personas que intentan esconderse tras su autoridad lo hacen por miedo, de ahí que necesiten nuestra compasión. Pero no podemos permitir que sus miedos se conviertan en los nuestros.»

– Siento decepcionarla, signora -dijo con tanta compasión como fue capaz-, pero tengo que hablar con el señor.

– ¿Quién le ha dicho que él está aquí? Nadie lo sabe.

Había acertado con su suposición: el propietario era un hombre.

– No se lo diré a nadie.

– Tiene que irse.

Isabel oyó el sonido de un tema rock en italiano procedente del fondo de la casa. Caminó hacia una arcada ornamentada con incrustaciones de mármol verde y rojo.

Signora!

Isabel estaba harta de que la gente quisiese fastidiarla: un ávido inspector de Hacienda, un novio infiel, un editor desleal, sus volubles admiradores. Prácticamente había vivido en los aeropuertos por sus admiradores, llegando a subirse al estrado por ellos incluso aquejada de neumonía. Les había tomado de la mano si sus hijos se drogaban, abrazado si sufrían depresión y rezado por ellos si estaban gravemente enfermos. Pero en cuanto aparecieron las primeras nubes de tormenta en su propia vida habían huido como conejos.

Se adentró en la casa a través de un ancho pasillo decorado con retratos de ancestros familiares y paisajes barrocos, con pesados marcos, y llegó a una elegante sala de recepción con paredes de empapelado a franjas marrones y doradas. Le sorprendieron los frescos representando escenas de caza y los sombríos retratos de mártires. Un busto romano tembló sobre su pedestal cuando ella pasó junto a él.

Llegó a un salón menos formal en la parte trasera de la casa. Los pulidos suelos de madera de castaño formaban espigas, y los frescos mostraban escenas de la cosecha en lugar de escenas de caza. El rock italiano acompañaba las formas que creaba la luz del sol al entrar por las ventanas abiertas.

Al fondo de la habitación, una amplia arcada daba a otra sala, de donde salía la música. Allí había un hombre con el hombro apoyado contra el marco de la ventana y mirando hacia fuera. Entrecerró los ojos y vio que llevaba vaqueros y una camiseta negra con un agujero en la manga. Su figura, que parecía tallada según los cánones clásicos, podría haber pertenecido a una de las estatuas de la habitación anterior. Pero algo en su postura, la botella de licor que sostenía en una mano, y la pistola que colgaba de la otra le dijeron que tal vez se trataba de un dios romano extraviado.

Con la vista clavada en la pistola, se aclaró la garganta.

– Eh… Scusi? Perdone.

El hombre se volvió.

Ella parpadeó a causa del resplandor. Volvió a parpadear. Se dijo que sólo se trataba de una mala pasada de la luz. No podía ser cierto. No podía…

Загрузка...