21

Sólo Massimo estaba en el viñedo cuando Ren llegó por la mañana, y no porque Ren se hubiese levantado más temprano que nadie, sino porque no se había ido a dormir. Había pasado la noche escuchando música y pensando en Isabel.

Ella apareció como si él mismo la hubiese conjurado, saliendo a la niebla de la mañana como un ángel terrenal. Llevaba unos vaqueros nuevos, una camisa de franela de Ren y también su gorra de los Lakers. Aun así, se las había ingeniado para parecer pulcra. Él recordó las cartas de sus admiradores, y algo ardió en su pecho, pero afortunadamente sólo tuvieron ocasión de cruzar un breve saludo porque en ese momento llegó Giancarlo, y poco después los demás. Massimo empezó a dar órdenes. La vendemmia había empezado.


Isabel comprobó que la recogida de la uva era un asunto bastante sucio. Cuando colocaba los pesados racimos en las cestas, o paniere, que era como las llamaban, el jugo amenazaba con colarse por sus mangas, y sus tijeras de podar estaban tan pegajosas que podrían haberse quedado adheridas a sus manos. Eran además tan traicioneras que confundían la carne con los tallos de los racimos. Isabel no tardó en tener un dedo cubierto de tiritas.

Ren y Giancarlo recorrían las hileras para volcar las cestas en los cajones de plástico colocados en el pequeño remolque del tractor. Luego los descargaban en el viejo cobertizo de piedra junto al viñedo, donde otro grupo empezaba a exprimir la uva y vertía el mosto en las cubas de fermentación.

Era un día nublado y frío, pero Ren llevaba una camiseta con el logotipo de una de sus películas. Se acercó para recoger la cesta que Isabel acababa de llenar.

– No tienes por qué hacer esto, sabes -le recordó.

En la siguiente fila, una de las mujeres se colocó dos racimos de uvas en sus pechos y los balanceó, haciendo reír a todo el mundo. Isabel ahuyentó una abeja que no dejaba de incordiarla.

– ¿Cuántas oportunidades tendré de participar en una vendimia en la Toscana? -respondió.

– Sí, el romance está a punto de acabar.

Parecía como si ya hubiese acabado, pensó ella cuando él se enjugó la frente y se fue.

Observó la abeja que se había detenido en el reverso de su mano. Ren no había ido a verla la noche anterior. En lugar de eso, la telefoneó desde la villa y le dijo que tenía trabajo. Ella también lo tenía, pero lo que hizo fue dejarse llevar por la melancolía. El lado oscuro del pasado de Ren colgaba sobre él como una telaraña, interponiéndose en la realización de cualquier esperanza de un futuro juntos. O quizás había decidido que ella era demasiado para él.

Se sintió agradecida cuando una joven se colocó a su lado para trabajar. Dado que el inglés de la chica era tan limitado como el italiano de Isabel, su conversación requirió de toda su atención.

Al llegar la tarde, recogido ya medio viñedo, Isabel se fue a casa. No habló con Ren, que había ido a compartir una botella de vino con algunos hombres. Cuando Tracy la llamó para invitarla a cenar, rechazó la invitación. Estaba demasiado cansada para comer algo más que un bocadillo de queso e irse a la cama.

La mañana llegó antes de lo que le hubiese gustado, y sus músculos protestaron mientras se volvía en la cama. Barajó la posibilidad de quedarse acostada, pero había disfrutado de la camaradería el día anterior, así como de la sensación del trabajo bien hecho. Era algo que hacía tiempo que no experimentaba.

El trabajo fue más rápido el segundo día. Vittorio acudió para echar una mano. Llegó Tracy con Connor para contarle a Isabel cómo había ido el primer día de colegio de los niños, así como que Harry la había llamado desde Zurich la noche anterior. Fabiola hizo uso de su limitado inglés para contarle a Isabel sus dificultades a la hora de quedarse embarazada. Pero Ren apenas habló con ella. Isabel se preguntó si trabajaba más duro que nadie porque era el dueño del viñedo o porque quería evitarla.

El sol se acercaba a la línea del horizonte. Cuando faltaban sólo unas pocas hileras, por podar, Isabel se acercó a la mesa para tomar un vaso de agua. En ese momento un estallido de risas le hizo alzar la vista. Un grupo de tres hombres y dos mujeres descendía desde la villa.

Ren se sentó sobre un cajón de plástico recién descargado e hizo un gesto con la mano hacia ellos.

– ¡Ya era hora de que llegaseis! -gritó.

Dos de los tres hombres eran del tipo Adonis, y ambos tenían acento americano.

– Cuando el gran hombre llama, la caballería acude a rescatarle.

– ¿Dónde está la cerveza?

Una pelirroja bien vestida se colocó las gafas de sol encima de la cabeza y besó a Ren.

– Tío, te hemos echado de menos.

– Me alegra. -La besó en la mejilla y después hizo lo mismo con la otra mujer, que parecía una réplica de Pamela Anderson.

– Me muero por una coca-cola light -dijo-. Tu despiadado agente no para nunca.

El tercer hombre era más pequeño y delgado, y debía de andar por la cuarentena. Sus gafas de sol colgaban de su cuello, y estaba hablando por su teléfono móvil. Le dio a entender a Ren con un gesto que su interlocutor era un idiota y que acabaría en un minuto.

La pelirroja soltó una carcajada y recorrió con el índice el pecho desnudo de Ren.

– Oh, Dios mío, cariño, mírate. ¿Estás «realmente» sucio?

Isabel sintió crecer la indignación. Era el pecho de Ren el que aquella mujer estaba toqueteando. Isabel se fijó en los pantalones de la pelirroja, sus zapatos asesinos, sus inacabables piernas y su perfectamente visible ombligo. ¿Por qué no le había dicho Ren que había invitado a aquellas personas?

Estaba lo bastante lejos como para que él la ignorase, pero aun así la llamó.

– Isabel, ven, quiero presentarte a unos amigos.

Tracy había alabado la capacidad de Isabel de parecer siempre pulcra, pero no se sentía pulcra en ese momento. Mientras caminaba hacia ellos, deseó poder congelar el tiempo lo suficiente para darse un baño, peinarse, maquillarse y ponerse algo elegante, además de tener una copa de martini en la mano.

– Perdonad que no os dé la mano. Estoy un poco sucia.

– Son unos amigos míos de Los Ángeles -dijo Ren-. Tad Keating y Ben Gearhart. El tipo del móvil es mi agente, Larry Green. -Señaló a la pelirroja-. Ella es Savannah Sims. -Y a la réplica de Pamela Anderson-. Y ésta es Pamela.

Isabel parpadeó.

– Sólo me parezco a ella -dijo Pamela-. No somos familia.

– Ella es Isabel Favor -dijo Ren-. Se aloja en esa casa de ahí.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Pamela-. ¡En nuestro club del libro hablamos de dos de tus libros!

El hecho de que alguien que se pareciese a Pamela Anderson fuese también lo bastante inteligente para pertenecer a un club del libro podría haberle proporcionado otra razón a Isabel para detestarla, pero produjo el efecto contrario.

– Qué amables.

– ¿Eres escritora? -preguntó Savannah alargando las palabras-. Qué guay.

De acuerdo, a ella sí podría detestarla.

– Bien, chicos -dijo Ren-, estoy preparado para una noche de marcha. Isabel, ¿por qué no vienes a la villa después de ducharte? A menos que estés muy cansada.

Aborrecía que alguien por encima de los veintiún años utilizase la palabra «marcha» en lugar de «fiesta». Es más, aborrecía el modo en que él la estaba haciendo sentir fuera de lugar.

– No estoy cansada en absoluto. De hecho, no puedo esperar más. Venga, marcha a tope.

Ren miró hacia otro lado.

Cuando llegó a casa, Isabel se dio un baño. Luego se tumbó para echar una rápida cabezadita, pero cayó profundamente dormida. Cuando se despertó, eran más de las nueve. Se sacudió la modorra y empezó a vestirse. Dado que no podía competir con las mujeres del departamento de tías buenas, ni siquiera lo intentó. En lugar de eso, se puso un sencillo vestido negro, se cepilló el pelo con esmero, se puso el brazalete, cogió el chal y salió hacia la villa.

Se sentía una invitada, así que llamó a la puerta en lugar de entrar como lo hacía siempre. La música salió a su encuentro cuando Anna abrió la puerta.

– Me alegro de que haya venido, Isabel -dijo, y su rostro evidenciaba desagrado-. Esas personas… -Hizo un gesto de fastidio.

Isabel sonrió comprensivamente y siguió el rastro de la música hacia la parte trasera de la casa. Cuando llegó al arco que daba paso al salón del fondo, se detuvo.

El agente de Ren yacía de bruces sobre la alfombra con Pamela a horcajadas sobre su espalda, con el vestido por encima de los muslos mientras le daba un masaje. Las luces estaban bajas, y la música atronaba. Había comida abandonada por todas partes, y un sujetador negro colgaba del busto de Venus. Junto a él, el adonis Tad se lo estaba montando con la chica de la tienda de cosméticos del pueblo. Ben, el otro adonis, tenía una varita en la mano que hacía servir de micrófono para cantar borracho al ritmo de la música.

Ren bailaba con Savannah y no pareció percatarse de la llegada de Isabel, quizá porque los pechos de la pelirroja estaban aplastados contra su propio pecho y ella le rodeaba el cuello con los brazos. Un vaso de cristal con algo de aspecto letal se balanceaba entre los dedos de Ren, pues la mano estaba apoyada en la cintura de Savannah. La otra mano se deslizaba por la redondeada cadera de la chica.

Así que…

– ¡Hola! -Pamela la saludó desde su posición sobre la espalda de Larry Green-. Larry adora los tríos. ¿Te animas a masajearle los pies?

– Creo que no, gracias.

Ren se volvió lánguidamente al oír su voz, y Savannah se movió con él. Tenía un elegante aspecto de depravación con sus pantalones negros a medida y su camisa de seda blanca abierta más de lo necesario. Se tomó su tiempo para apartarse de Savannah.

– Hay comida en la mesa si tienes hambre -le indicó.

– Gracias.

Un mechón de pelo le cayó sobre la frente mientras volvía a llenarse la copa con una botella de licor que había sobre una bandeja de plata. Bebió un sorbo y después encendió un cigarrillo. El humo envolvió su cabeza como un halo sin brillo.

– Creí que no vendrías.

Isabel se quitó el chal y lo dejó sobre el respaldo de una silla.

– ¿Y perderme una noche de marcha? Ni hablar. Sólo dime si aún queda alguna botella para mí.

Él la repasó con la mirada, con el humo saliéndole por la nariz. Savannah, la de expresión altiva y piernas inacabables, estudió el sencillo vestido de Isabel con frío asombro. Pamela rió y se apartó de la espalda de Larry Green.

– Isabel, eres muy divertida. Cuando estabas en la universidad ¿practicaste alguna vez aquel juego que consistía en dar un trago cada vez que Sting cantaba Roxanne?

– Creo que eso me lo perdí.

– Probablemente estabas estudiando mientras yo pasaba el rato en el bar. Quería ser veterinaria porque adoraba los animales, pero las clases eran muy duras y acabé dejándolo.

– ¡Las mates son un rollo! -exclamó la Reina de las Zorras.

– Yo no podía con la química orgánica -explicó Pamela. El adonis Ben dejó su varita-micrófono y se puso a tocar una guitarra de aire.

– Ven aquí y hazme el amor, Pammy. Soy un animal.

Pamela rió entre dientes.

– Cuida de Larry, Isabel. ¿Lo harás?

Savannah se enroscó en Ren como si de una serpiente pitón se tratase.

– Bailemos, cariño.

Él se colocó el cigarrillo en la comisura de los labios y se encogió de hombros mirando a Isabel. Apoyó las manos en la zona lumbar de Savannah y empezó a frotarla muy despacio.

Larry alzó la vista para mirar a Isabel desde el suelo.

– Te daré cien pavos si acabas lo que Pam ha dejado a medias.

– Primero tendríamos que ver si somos compatibles.

Ren resopló.

Larry gruñó y se incorporó.

– Tengo jet-lag. Ellos durmieron en el avión pero yo no. -Le tendió la mano-. Soy Larry Green, el agente de Ren. Estaba hablando por teléfono cuando nos presentaron. No he leído ninguno de tus libros, pero Pam me ha puesto al tanto de tu carrera. ¿Quién te lleva?

– Hasta hace poco, Ren.

Larry rió, y ella comprobó que tenía una mirada perspicaz pero no carente de amabilidad. El ritmo de la música se enlenteció y Ren deslizó la mano unos centímetros por debajo de la cadera de Savannah.

Larry señaló con la cabeza hacia la mesa de los licores.

– ¿Una copa?

– Vino estaría bien. -Se sentó en el sofá. Había comido por última vez hacía ocho horas, pero había perdido el apetito.

Ahora sonaba a una balada romántica, y Savannah no dejaba de restregarse contra todos los rincones del cuerpo de Ren. Larry le tendió la copa a Isabel y se sentó a su lado.

– He oído que tu carrera se ha ido al traste.

– Por completo.

– ¿Qué piensas hacer al respecto?

– Ésa es la pregunta del millón.

– Si fueses mi cliente, te diría que te reinventases. Es la manera más rápida de recuperar la energía. Crea un nuevo personaje.

– Buen consejo, pero por desgracia me temo que soy persona de un único personaje.

Él sonrió, y empezaron a hablar de sus respectivas carreras al tiempo que ella intentaba no mirar a Ren y Savannah. Le preguntó a Larry por su trabajo como agente, y él le preguntó sobre el circuito de conferencias. Ren dejó de bailar para enseñarle a Savannah algunas de las antigüedades de la estancia, incluida la pistola que había atemorizado a Isabel durante su primera visita. Para su alivio, Ren se apartó de ella y se acercó a Larry para preguntarle:

– ¿No has traído algo de hierba? -Su voz sonó pastosa.

– No. Tengo un miedo irracional a las prisiones extranjeras. ¿Y desde cuándo tú…?

– La próxima vez trae algo de jodida hierba. -Volvió a llenar su vaso, sin advertir que derramaba la mitad en la bandeja. Bebió un trago, fue en busca de Savannah y colocó las manos en sus caderas. Empezaron una nueva y lenta danza sexual. Isabel se dijo que era bueno que no hubiese comido, porque podría haber vomitado.

– ¿Quieres bailar? -preguntó Larry, en gran medida porque sentía pena por ella, le pareció a Isabel, más que por tener ganas de moverse del sofá. Negó con la cabeza.

Ren acarició con una mano el trasero de Savannah. Ella, por su parte, ladeó la cabeza y entreabrió los labios. Ésa era la insinuación que Ren necesitaba, y la correspondió.

Ya era suficiente. Isabel se puso en pie y cogió su chal. Entonces habló lo bastante alto para que se la oyese por encima de la música.

– Ren, ¿podrías salir un momento conmigo?

Ren se apartó despacio de los labios de Savannah.

– No seas plasta -dijo alargando las palabras.

– Sí, bueno, «Plasta» es mi segundo nombre de pila, pero no te retendré demasiado.

Él cogió su copa, bebió un largo trago y la devolvió a la mesa. Parecía aburrido y bastante borracho.

– Vale, vamos allá. -Cuando echó a andar encendió otro cigarrillo.

Ella no tardó en arrancárselo de la boca y tirarlo al suelo en cuanto salieron.

– ¡Pero qué…!

Isabel aplastó la colilla con fuerza.

– Mátate cuando estés solo.

Él replicó con la torpeza de los borrachos.

– Me mataré cuando me dé la puta gana.

– Estoy muy molesta contigo.

– ¿Molesta?

– ¿Acaso tendría que estar contenta? -Se ciñó más el chal-. Has hecho que me duela la cabeza. Y no he podido tragar un solo bocado.

– Estoy demasiado bebido para que me importe.

– No estás borracho del todo. Tus copas eran hielo básicamente, y tirabas más de la mitad al servirlas. Si quieres alejarte de mí, simplemente dímelo.

Él apretó los labios y su aspecto de borracho desapareció. Su habla se hizo clara como el sonido de una campanilla.

– De acuerdo. Quiero apartarme de ti.

Ella apretó los dientes.

– No tienes ni idea de lo que quieres.

– ¿Quién lo dice?

– Yo. Y ahora mismo me parece que soy la única de nosotros que está, aunque sea remotamente, en contacto con sus sentimientos.

– ¿Has visto lo que pasaba ahí dentro? -Señaló la puerta-. Esa es mi auténtica vida. Esta temporada en Italia sólo han sido unas vacaciones. ¿No lo entiendes?

– Ésa no es tu auténtica vida. Tal vez lo fue una vez, pero ya no. Desde hace tiempo. Lo que querías es que yo creyese que ésa es tu auténtica vida.

– ¡Vivo en ese manicomio que es Los Ángeles! Las mujeres me meten las bragas en los bolsillos cuando salgo de copas. Tengo mucho dinero. Soy superficial y egoísta. Vendería a mi jodida abuela por una portada del Vanity Fair.

– También tienes una boca muy sucia. Pero nadie es perfecto. Yo puedo ser estirada.

– ¿Estirada? -Parecía dispuesto a eructar. Dio un paso hacia ella, apretando los dientes-. Escúchame, Isabel. Crees que lo sabes todo. Bueno, miremos las cosas como son. Supón que lo que dices es cierto. Supón que los he invitado, que he organizado todo esto sólo para demostrarte que lo nuestro ha acabado. ¿No lo pillas? Estoy intentando apartarme de ti.

– Obviamente. -Apenas podía mantener su tono de voz-. La cuestión es, ¿por qué tienes que pasar tú por todo esto? ¿Por qué no me dices simplemente «sayonara, nena»? ¿Sabes lo que creo? Creo que tienes miedo. Bueno, yo también lo tengo. ¿Crees que me siento a gusto con nuestra relación?

– ¿Cómo demonios voy a saber qué piensas? No entiendo nada de ti. Pero sé una cosa: si juntas a una santa y a un pecador tendrás problemas.

– ¿Una santa? ¿Eso piensas de mí, que soy una santa?

– Comparada conmigo, sin duda lo eres. Eres una mujer que necesita tener todas las cosas colocadas en fila. Ni siquiera te gusta llevar el pelo despeinado. Mírame. ¡Soy un caos! Todo lo que tiene que ver con mi vida es insano. Y me gusta que así sea.

– No eres tan malo.

– Bueno, no me chupo el dedo, cariño.

Isabel se abrazó a sí misma.

– Nos preocupamos el uno por el otro, Ren. Puedes negarlo cuanto quieras, pero nos preocupamos. -Sus sentimientos no eran vergonzantes, y no iba a tratarlos como si lo fueran. Aun así, tuvo que respirar hondo antes de poder continuar-. Yo voy más allá de la preocupación. Me he enamorado de ti. Y eso no me hace feliz.

Él no tardó en responder.

– Vamos, Isabel, eres lo bastante inteligente para saber lo que está pasando. No es auténtico amor. Eres una mujer que lleva la palabra «salvadora» grabada en la frente. Me ves como un gran proyecto de salvamento.

– ¿Es eso? Bien, ¿de qué tendría que salvarte? Tienes talento y eres competente. Eres uno de los hombres más inteligentes que he conocido. A pesar de la comedia que has montado para convencerme, no tomas drogas y nunca te he visto borracho. Eres un padrazo con los niños a tu extraña manera. Tienes un buen trabajo y el respeto de tus colegas. Incluso le gustas a tu ex mujer. Aparte de tu debilidad por la nicotina y de ser un bocazas, no sé qué hay tan terrible en ti.

– No quieres verlo. Eres tan ciega para las faltas de la gente que es un milagro que hayas salido adelante.

– El hecho es que te asusta lo que ha pasado entre nosotros pero, en lugar de intentar hacer que funcione, has decidido comportarte corno un idiota. Y en cuanto vuelvas ahí dentro, será mejor que te laves los dientes para librarte de los gérmenes de esa mujer. También tendrás que pedirle disculpas a ella. Es una mujer muy infeliz y no tienes derecho a utilizarla de ese modo.

Él cerró los ojos y susurró:

– Dios, Isabel…

La luna apareció por debajo de una nube, creando sombras angulares en su cara. Parecía torturado interiormente y, de algún modo, derrotado.

– La escena de ahí dentro… no ha sido más que una exageración.

Ella resistió el impulso de tocarle. No podía solucionar aquello por él. Ren tendría que ponerse a trabajar, aunque fuese a su manera.

– Lo siento -le dijo-. Sé cuánto te desagrada vivir de ese modo.

Él gimió casi inaudiblemente y la atrajo hacia sí, pero al punto la apartó.

– Mañana tengo que ir a Roma -dijo.

– ¿Roma?

– Howard Jenks está allí acabando de decidir las localizaciones. -Se tocó el bolsillo, buscando el inexistente paquete de cigarrillos-. Oliver Craig va a volar hasta allí, es el británico que va a interpretar a Nathan. Jenks quiere que leamos juntos el guión. Tenemos que hablar del vestuario y hacer pruebas de maquillaje. Concederé un par de entrevistas. Estaré de vuelta a tiempo para la fiesta.

La fiesta se celebraría dentro de una semana.

– Estoy segura de que a Anna le gustará saberlo.

– Lo de ahí dentro… -Señaló con el mentón hacia la casa-. No te merecías algo así. Es sólo que… Tenías que entenderlo, eso es todo. Lo siento.

Y ella también. Más de lo que él podía imaginar.

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