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Dieciocho horas más tarde, el terrible dolor de cabeza aún no había remitido. Se encontraba en algún lugar al suroeste de Florencia, en plena noche, conduciendo un Fiat Panda por una carretera desconocida con indicaciones en un idioma que desconocía. Su vestido de punto estaba hecho un ovillo bajo el cinturón de seguridad, y se había sentido demasiado mareada como para peinarse.

Se odiaba a sí misma por sentirse tan desorganizada, alterada y deprimida. Se preguntó cuántos errores podía cometer una mujer hasta dejar de poder llevar la cabeza bien alta. Teniendo en cuenta el actual estado de su cabeza, demasiados.

Una señal quedó atrás antes de que pudiese descifrarla. Disminuyó la velocidad, se detuvo en el arcén y dio marcha atrás. No temió que alguien pudiese chocar por detrás, porque no había visto un solo coche en muchos kilómetros.

La campiña de la Toscana tenía fama de ser preciosa, pero ella había viajado de noche, así que no había visto demasiado. Debería haberse levantado más temprano, pero no consiguió salir de la cama hasta mucho después del mediodía. Después se limitó a sentarse ante la ventana y fijar la vista, intentando rezar, pero fue incapaz de hacerlo.

Los faros del Panda iluminaron la señal: casalleone. Torció en la rotonda para observar las diferentes direcciones y comprobar que, de algún modo, se las había ingeniado para tomar la carretera adecuada. Dios protegía a los tontos.

Pero ¿dónde estabas anoche, Dios?

En algún lugar lejano a ella, sin duda. Pero no podía culpar a Dios, ni a todo el vino que había bebido, por lo ocurrido. Sus propios defectos de carácter la habían llevado a cometer aquella monumental estupidez. Había traicionado todo aquello en lo que creía, sólo para descubrir que la doctora Favor estaba en lo cierto, como solía suceder: el sexo no podía curar las heridas del alma.

Se adentró en la carretera. Como muchas otras personas, sus heridas interiores se habían originado en la niñez, pero ¿hasta cuándo puede uno culpar a sus padres de sus propios errores? Sus padres habían sido profesores universitarios sumidos en el caos y los excesos emocionales. Su madre, una gran bebedora, era brillante e intensamente sexual. Su padre, bebedor, brillante y violento. A pesar de ser autoridades en sus respectivos terrenos académicos, ninguno de los dos poseía plaza fija en la universidad. Su madre tenía una autoindulgente tendencia a mantener relaciones íntimas con sus alumnos, y su padre sentía predilección por meterse en líos con sus colegas. Isabel había pasado su niñez de una ciudad universitaria en otra, testigo involuntaria de unas vidas fuera de control.

Mientras los otros niños intentaban zafarse de sus padres, Isabel rezaba por una armonía familiar que nunca llegó. Sus padres, por el contrario, la usaban como arma arrojadiza en sus batallas. En un acto desesperado de autopreservación, se fue de casa al cumplir los dieciocho. Se había mantenido a sí misma desde entonces. Su padre había muerto seis años atrás por problemas hepáticos, y su madre le siguió poco después. Cumplió con ellos al final, pero no les echó de menos tanto como le dolió que hubiesen malgastado sus vidas.

Los faros iluminaron unas pintorescas casas de piedra al borde de la estrecha carretera. A medida que avanzaba, vio una serie de tiendas, cerradas a esas horas de la noche. Todo en aquel pueblo parecía antiguo y poco corriente, a excepción del enorme póster de una película de Mel Gibson en la pared de una casa. En letras pequeñas, bajo el título, pudo leer el nombre de Lorenzo Gage.

Fue entonces cuando cayó en la cuenta. Dante era la viva imagen de Lorenzo Gage, el actor que había provocado el reciente suicidio de su actriz favorita.

El estómago se le revolvió otra vez. ¿Cuántas películas de Gage había viste ¿Cuatro? ¿Cinco? Demasiadas, según su punto de vista, pero a Michael le encantaban las películas de acción, cuanto más violentas mejor. Ahora ya no tendría que ver ninguna más.

Se preguntó si Gage sentiría remordimientos por la muerte de Karli Swenson. Tal vez se habría convertido en otro detalle a añadir en su historial de donjuán. ¿Por qué los chicos malos fascinaban a las buenas mujeres? La fantasía del rescate, suponía: la necesidad de creer que eran las únicas mujeres capaces de transformar a aquellos perdedores en maridos y padres como Dios manda. Pero eso no resultaba nada fácil.

Llegó hasta el límite del pueblo y giró en otra rotonda para ver los carteles indicadores. «Siga el camino a Casalleone unos dos kilómetros y gire a la derecha cuando llegue al mono herrumbroso.»

¿Mono herrumbroso? Se imaginó a King Kong teñido de mala manera. Dos kilómetros después, los faros perfilaron una extraña forma a un lado de la carretera. Aminoró y vio que el mono herrumbroso no era un gorila sino los restos de un motocarro, uno de aquellos minúsculos vehículos tan queridos por los campesinos europeos. Éste en particular había sido muy famoso en su tiempo, con sus tres ruedas, aunque los neumáticos hacía tiempo que habían desaparecido.

Cuando giró, las piedras golpearon contra los bajos del coche. Una señal indicaba la entrada de Villa dei Angeli. «Villa de los Ángeles», se dijo, y encaminó el Panda hacia otra serie de curvas ascendentes antes de ver las verjas de hierro que indicaban el camino de entrada a la villa. El camino de grava que buscaba estaba un poco más allá. Era poco más que un sendero, y el Panda fue dando tumbos como si descendiese por una colina, hasta tomar una curva cerrada.

Una edificación apareció frente a ella. Pisó el freno. Por un momento se limitó a mirar. Finalmente apagó el motor y las luces y apoyó la cabeza contra el asiento. La desesperación la embargó. Aquella maltrecha pila de piedras era la casa campestre que había alquilado. Nada de hermosa restauración, como había asegurado el agente inmobiliario, sino un montón de pedruscos que parecían haber sido un establo para vacas.

Soledad. Descanso. Contemplación. Acción. La curación sexual ya no formaba parte de su plan. Ni siquiera pensaba en ello.

La casa ofrecía soledad, pero ¿cómo podría descansar allí, encontrar siquiera la atmósfera que condujese a la contemplación, cuando lo que tenía ante sus ojos era una ruina? Y necesitaba contemplación si quería completar el plan de acción que había trazado para que su vida volviese a tomar impulso. Sus errores se acumulaban. Ya no recordaba cómo era sentirse competente.

Se restregó los ojos. Como mínimo, había resuelto el misterio de por qué el alquiler era tan económico.

Apenas tenía fuerzas para salir del coche y cargar con la maleta hasta la casa. El silencio era tan profundo que podía oír su propia respiración. Habría dado cualquier cosa por oír el amistoso sonido de la sirena de un coche de policía o el amable rugir de los motores de un avión camino del aeropuerto de La Guardia, pero sólo oyó el canto de los grillos.

La sólida puerta de madera no estaba cerrada con llave, como el agente inmobiliario había indicado, y chirrió como un efecto sonoro de una mala película. Agitó los brazos para protegerse de una inexistente bandada de murciélagos, pero lo único que salió a su encuentro fue el poco peligroso y húmedo aroma de las piedras antiguas.

«La autocompasión te paralizará, querida lectora. Así pues, evita el pensamiento victimista. No eres una víctima. Estás dotada de un magnífico poder. Eres…»

¡Oh, cállate!, se ordenó.

Palpó la pared hasta dar con un interruptor que encendió una lámpara de pie con una tira de luces navideñas. Echó un vistazo alrededor. El suelo era de baldosas desnudas, había unos cuantos muebles viejos y un banco de piedra de aspecto poco acogedor. Al menos no había vacas.

No podría haber asimilado nada más esa noche, así que cogió su maleta y subió las escaleras. Arriba encontró un lavabo que funcionaba -gracias, Diosa Madre- y un pequeño y austero dormitorio que parecía la celda de una monja de clausura. Después de lo que había hecho la noche anterior, nada hubiese resultado más irónico.


Ren se encontraba en el Ponte alla Carraia, mirando hacia el Arno y los puentes construidos para reemplazar los que la Luftwaffe había volado durante la guerra. Hitler había dejado en pie únicamente el Ponte Vecchio, que databa del siglo XIV. En una ocasión, Ren había intentado hacer saltar por los aires el puente de la Torre de Londres, pero afortunadamente George Clooney lo había impedido.

El viento hizo que un mechón de su pelo le cayese sobre la frente. Se lo había cortado esa misma tarde. También se había afeitado y -dado que esa noche tenía pensado evitar los lugares públicos- se había quitado las lentillas. Sin embargo, se sentía expuesto. A veces deseaba estar fuera de su propia piel.

La mujer francesa de la noche anterior le había asustado. No le gustaba juzgar de forma errónea a los demás. Aunque había logrado el encuentro sexual anónimo que buscaba, algo había ido mal. Siempre se las arreglaba para encontrar problemas incluso cuando no los buscaba.

Un par de rateros se encaminaron hacia él desde el otro lado del puente, mirándole como si calculasen cuán dura sería su resistencia en caso de intentar robarle la cartera. Sus andares, decididos y arrogantes, le hicieron recordar su propia juventud, aunque sus delitos se habían limitado a la autodestrucción. Había sido un punk con cucharilla de plata, un muchacho que comprendió bien pronto que su comportamiento airado era una manera de llamar la atención. Nadie llamaba más la atención que los chicos malos.

Buscó sus cigarrillos, aunque había dejado de fumar hacía seis meses. El arrugado paquete que sacó del bolsillo tenía un solo cigarrillo, el que llevaba siempre consigo. Era un recurso para las emergencias.

Lo encendió, lanzó la cerilla por encima de la barandilla del puente y observó cómo se acercaban aquellos tipos. Le decepcionó que se limitaran a intercambiar miradas con él y siguiesen su camino.

Dio una calada profunda y se dijo que tenía que olvidar lo ocurrido la noche anterior. Pero no sabía cómo hacerlo. Aquella mujer de ojos castaños le había parecido inteligente, y su sofisticación le había excitado, lo que probablemente le había llevado a no darse cuenta de que era una pirada. Al final había tenido la desagradable sensación de que, de algún modo, la estaba violando. Si bien él lo hacía en la pantalla, en la vida real la violación era una aberración inconcebible.

Dejó el puente y caminó sin rumbo por una callejuela desierta, acarreando su sombrío humor, a pesar de que debería sentirse en la cima del mundo. Todo aquello para lo que había trabajado duro estaba a punto de suceder.

La película de Howard Jenks le proporcionaría la credibilidad que tan esquiva le había sido. Aunque tenía dinero más que suficiente para vivir el resto de su vida sin trabajar, le encantaba el mundo del cine, y ése era el papel que había estado esperando, un villano que sería tan memorable para los espectadores como Hannibal Lecter. Aun así, faltaban seis semanas para que diese comienzo el rodaje de Asesinato en la noche, y Florencia le provocaba claustrofobia.

Karli… La mujer de la noche anterior… La idea de que nada de lo que había conseguido significaba nada… Dios, odiaba sentirse deprimido. Con el cigarrillo en la comisura de los labios, metió las manos en los bolsillos, se encorvó de hombros y siguió caminando. El jodido James Dean en el bulevar de los sueños rotos.

Al diablo con todo. Al día siguiente dejaría Florencia.

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