Isabel pilló a Ren mirándola. Él iba vestido de negro. Bajo el toldo, a su espalda, manteles de lino azul cubrían las mesas, cada una de ellas con un geranio rosa en un tiesto de terracota. La música sonaba por los altavoces que Giancarlo había sacado de la casa, y las mesas para servir ya tenían encima las bandejas con antipasti, lonchas de queso y cuencos con fruta.
Isabel le sostuvo la mirada, con las llamas de la rabia bailando en sus ojos. Aquel hombre había sido su amante, pero no tenía ni idea de lo que ocurría más allá de sus ojos azul plateado, aunque tampoco le importaba. A pesar de toda su fuerza física, había demostrado ser un cobarde emocional. Le había mentido de mil maneras: con sus seductoras comidas y sus cautivadoras risas, con sus besos ardorosos y su arrebatadora manera de hacer el amor. Ya fuese de forma intencionada o no, todas aquellas cosas habían supuesto una promesa. Si no de amor, sí de algo importante, y él había traicionado esa promesa.
Andrea Chiara se aproximó a ella desde el jardín. Isabel se alejó de Ren, con su atuendo negro e igualmente negro corazón, y fue a reunirse con el médico.
Ren quiso romper algo cuando vio a Isabel saludando al zalamero hermano de Vittorio. La oyó pronunciar su nombre con una voz tan sensual como una estrella de los años cincuenta. Chiara le dedicó una mirada insinuante, alzó la mano de Isabel y la besó. Capullo.
– Isabel, cara.
Cara. Y una mierda. Ren observó al doctor Gilipollas tomarla del brazo y llevarla de un grupo a otro. ¿De verdad creía Isabel que podía ganar a Ren jugando en su terreno? No estaba más interesada en Andrea Chiara de lo que había estado él en Savannah. ¿Por qué al menos no le miraba para ver si su veneno estaba causando efecto?
Deseaba que ella lo mirase para poder bostezar, que era todo lo que necesitaba para convertirse en un estúpido certificado. Quería cortar con ella, ¿no era eso? Tendría que sentirse aliviado de que flirtease con otro, aunque sólo lo hiciese para provocar celos. En cambio, sentía unos horribles deseos de matar a aquel cabrón.
Apareció Tracy y lo arrastró a un aparte para poder increparle.
– ¿Qué tal sienta probar un poco de tu propia medicina? Esa mujer es lo mejor que te ha pasado en la vida, y tú lo estás mandando todo a freír espárragos.
– Bueno, yo no soy lo mejor que le ha pasado a ella, y lo sabes, maldita sea. Ahora, déjame en paz.
En cuanto se libró de ella, apareció Harry.
– ¿Estás seguro de saber lo que estás haciendo?
– Mejor que nadie.
Había perdido la pasión de Isabel, su cariño, su infinito sentido de la certidumbre. Había perdido el modo en que casi le había hecho creer que era mejor persona de lo que él creía ser. Le echó un vistazo a su preciosa y desordenada doppelgänger y deseó que el orden y la paciencia de Isabel volviesen a él, con la misma intensidad con que había intentado apartarla de sí.
Cuando Chiara puso una mano en el hombro de Isabel, Ren se obligó a tragarse los celos. Esa tarde tenía una misión, una misión con la que esperaba alcanzar una agridulce redención. Quería hacerle saber a Isabel que la inversión emocional que había realizado en él al menos había merecido la pena. Esperaba merecer siquiera una de sus sonrisas, aunque cada vez parecía más improbable.
En principio, había planeado esperar hasta después de la comida para hacer su declaración, pero no iba a tener la paciencia necesaria. Necesitaba hacerlo en ese preciso instante. Le pidió a Giancarlo que apagase la música.
– Amigos, ¿podéis prestarme atención?
Uno a uno, los presentes se volvieron hacia él: Giulia y Vittorio, Tracy y Harry, Anna y Massimo, todos los que habían colaborado en la vendimia. Los adultos hicieron callar a los niños. Ren se desplazó hacia una zona bañada por el sol junto al toldo, en tanto que Isabel permaneció al lado de Andrea.
Primero habló en italiano y después en inglés, porque quería asegurarse de que ella no se perdiese una sola palabra.
– Como sabéis, pronto me iré de Casalleone. Pero no podía hacerlo sin encontrar el modo de demostrarle a mis amigos lo mucho que les aprecio.
Cuando todo el mundo le miraba, cambió al inglés. Isabel le estaba escuchando, y Ren podía sentir su rabia llegándole en oleadas sucesivas. Notaba la resaca en sus piernas, amenazando con hacerle perder el equilibrio.
Sacó la caja que había escondido bajo la mesa y la puso encima.
– Espero haber encontrado el regalo adecuado. -Había planeado crear un poco de suspense dando un largo discurso, hacerles sufrir un poco, pero no tuvo ánimo para tanto. En lugar de eso, abrió la tapa.
Todo el mundo se acercó cuando apartó los materiales de seguridad que rodeaban el objeto. Metió las manos en la caja y sacó La sombra de la mañana para que todos pudiesen verla.
Tras unos segundos de asombrado silencio, Anna lanzó un grito:
– ¿Es la auténtica? ¿Has encontrado nuestra estatua?
– Es la auténtica -dijo.
Giulia, boquiabierta, se lanzó en brazos de Vittorio. Bernardo alzó en volandas a Fabiola. Massimo hizo un gesto de gratitud hacia el cielo y Marta empezó a sollozar. Todo el mundo se acercó, impidiéndole observar a la persona cuya reacción más le interesaba.
Alzó bien alto Ombra della Mattina para que todos pudiesen verla. Poco importaba ahora el hecho de que no creyese en los poderes mágicos de la estatua. Ellos sí creían, y eso era lo que contaba.
Al igual que Ombra della Sera, esa estatua era de unos sesenta centímetros de alto y unos pocos de ancho. Tenía el mismo rostro dulce que su pareja masculina, mas el pelo y un par de pechos diminutos indicaban su feminidad. Las preguntas acerca de cómo la había encontrado empezaron a surgir.
– Dove l'ha trovata?
– Com'è successo?
– Dove era?
Vittorio se colocó los dedos en la boca y silbó con fuerza para pedir silencio. Ren dejó la estatua sobre la mesa. Tracy se movió unos centímetros y Ren consiguió echarle un vistazo a Isabel. Tenía los ojos muy abiertos, y el puño apretado contra la boca. Estaba mirando la estatua, no a él.
– Cuéntanos -pidió Vittorio-. Dinos cómo la encontraste.
Ren empezó explicando la llamada de Giulia a Josie para la lista de regalos que Paolo le había enviado.
– En principio no aprecié nada extraño. Pero después me di cuenta de que le había enviado un juego de herramientas para chimenea.
Vittorio respiró hondo. Como guía turístico profesional, entendió la historia antes que los demás.
– Ombra della Sera -dijo-. Nunca pensé… -Se volvió hacia los otros-. El campesino que encontró la estatua masculina en el siglo XIX la utilizó como atizador de chimenea hasta que reconocieron su valor. Paolo conocía la historia. Se la oí contar.
Ren estudió la lista muchas veces antes de recordar cómo se había encontrado la otra estatua.
– Llamé a Josie y le pedí que describiese las herramientas. Dijo que eran antiguas y un tanto extrañas. Una pala, unas tenazas y un agitador con forma de cuerpo de mujer.
– Nuestra estatua -susurró Giulia-. Ombra della Mattina.
– Josie había intentado tener un hijo. Paolo lo sabía. Al ver que no podía quedarse embarazada, sacó la estatua de la iglesia y la empaquetó junto al resto de cosas para que su nieta no sospechase de qué se trataba. Le dijo que era un valioso y antiguo juego de herramientas, y que si las colocaba junto a la chimenea le traerían suerte.
– Y así fue -dijo Anna.
Ren asintió.
– Tres meses después de recibir la estatua, se quedó embarazada de su primer hijo. -Una coincidencia, aunque ninguno de los presentes lo entendería así.
– ¿Por qué Paolo se molestó en hacer que la estatua pareciese una herramienta? -preguntó Tracy-. ¿Por qué no se la mandó tal cual?
– Porque temía que se lo contase a Marta, y no quería que su hermana supiese lo que había hecho.
Marta se quitó el delantal y le explicó a todo el mundo lo mucho que su sobrina había deseado tener un hijo y cómo a Paolo le rompía el corazón su tristeza al no conseguirlo. A pesar de estar muerto, Marta seguía sintiendo la necesidad de defender a su hermano, e insistió en que Paolo habría devuelto la estatua al pueblo después de saber del embarazo de su nieta, pero murió justo después. La gente se sentía magnánima y asintió.
Giulia agarró la estatua y la sostuvo.
– Hace poco más de una semana que recibí la lista. ¿Cómo has podido recuperarla tan rápido?
– Le pedí a un amigo que fuese a su casa a recogerla. Me la envió al hotel de Roma y la recibí hace dos días. -Su amigo también disponía de medios eficientes para evitar las aduanas.
– ¿¿No le importó devolvérnosla?
– Ahora tiene dos hijos, y sabe lo importante que es la estatua.
Vittorio abrazó a Ren y le besó las mejillas.
– En nombre de todo Casalleone, nunca podremos agradecerte lo suficiente lo que has hecho por nosotros.
Desde ese momento, todo el mundo le rodeó. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, todos le abrazaron y besaron. Todos menos Isabel.
La estatua fue pasando de mano en mano. Giulia y Vittorio resplandecían. Tracy chilló cuando Harry intentó acercarle la estatua. Anna y Massimo miraban con orgullo a sus hijos y con cariño a los demás.
Ren se sentía demasiado mal para disfrutar del momento. Siguió mirando a Isabel para ver si había entendido que, al menos en eso, no le había fallado. Pero ella no parecía haber captado el mensaje. A pesar de reír con los demás, Ren sentía presente aún su rabia hacia él.
Steffie le dio un golpecito en el brazo.
– Pareces triste.
– ¿Quién, yo? Nunca he estado más contento. Soy un héroe. -Le limpió a la niña restos de chocolate de la comisura de la boca.
– Creo que la doctora Isabel está enfadada contigo. Mamá dice… -Se le formaron unas arruguitas en la frente-. No importa. Mamá es un poco rara. Papi le dijo que tenía que tener paciencia contigo.
– Mira, un bastoncito de pan -dijo Ren, y se lo metió en la boca para que dejase de hablar.
Anna y la mujer mayor empezaron a conducir a todos hacia las mesas. Mientras la estatua pasaba de una familia a otra, propusieron un brindis en honor de Ren. Un infrecuente nudo se le formó en la garganta. Iba a echar de menos ese lugar y su gente. No lo había previsto en absoluto, pero de algún modo había echado raíces allí. Lo cual no dejaba de ser irónico, pues no podría regresar hasta dentro de mucho tiempo. Incluso aunque regresase siendo un anciano, sabía que seguiría viendo a Isabel en el jardín, con los ojos brillantes sólo para él.
Ella se sentó en el extremo opuesto de la mesa, lo más lejos posible de Ren. Andrea se le sentó a un lado y Giancarlo al otro. Ninguno de los dos le quitó ojo de encima a Ren. Isabel era como una película a cámara rápida. Los rizos se movían en lo alto de su cabeza cuando gesticulaba. Sus ojos centelleaban. Todo lo relacionado con ella estaba cargado de energía, pero sólo él parecía capacitado para apreciar la rabia que rugía tras todo ello.
La ilusión les había abierto el apetito y la sopa no tardó en desaparecer. El viento se hizo más frío y algunas mujeres echaron mano de sus suéteres; Isabel no. La rabia calentaba sus brazos desnudos.
Pasaban las nubes, y ráfagas de viento movían las ramas de los árboles. La energía de Isabel le impedía permanecer sentada, y cada vez que iba a recoger las bandejas de comida Ren esperaba ver cómo le temblaban las manos. Todos los presentes querían hablar con ella, como si su piel produjese un efecto magnético. Vertió vino en el mantel cuando volvió a llenar los vasos. Tiró al suelo el plato de la mantequilla. Pero no estaba ebria. Apenas había tocado su propio vaso.
El sol descendió y las nubes se oscurecieron, pero el pueblo había recuperado su estatua y el humor de los presentes se hizo más festivo. Giancarlo subió el volumen de la música y algunas parejas se animaron a bailar. Isabel se inclinó hacia Andrea, escuchándole como si las palabras que salían de su boca fuesen miel que ella desease probar. Ren hizo crujir sus nudillos.
Cuando las botellas de grappa y vinsanto hicieron acto de presencia, Andrea se puso en pie. Ren le oyó decirle a Isabel por encima de la música:
– ¿Quieres bailar?
El toldo ondeaba debido al viento. Ella se levantó y tomó su mano. Mientras caminaban hacia el interior de la casa, los puntos brillantes de su vestido resplandecieron en sus rodillas. Movió la cabeza y sus rizos volaron. Los ojos de Andrea se posaron en sus pechos al tiempo que encendía un cigarrillo.
Sin más ni más, Isabel se lo quitó de la boca y le dio una calada.
Ren se puso en pie con tal ímpetu que hizo caer su silla. Antes de que Isabel pudiese darle la segunda calada, se acercó a ella.
– ¿Qué demonios crees que estás haciendo?
Ella se llenó la boca de humo y lo exhaló en su cara.
– Soy una chica marchosa.
Ren le dedicó a Andrea la mirada que había estado evitando toda la tarde.
– Te la devolveré en unos minutos, colega.
Ella no se opuso, pero cuando él la agarró para sacarla de allí, sintió el calor de su piel. Ignoró las expresiones de incredulidad de la gente al verlos pasar y se metió detrás de la estatua más grande.
Le vinieron ganas de lavarle la boca con jabón, pero había sido él quien lo había iniciado todo. En lugar de sacarle la rabia a besos, le habló como un pomposo gilipollas.
– Esperaba que pudiésemos hablar, pero obviamente no pareces tener ganas de mostrarte racional.
– En eso tienes razón. Así que apártate de mi camino.
Ren nunca daba explicaciones, pero esta vez tuvo que hacerlo.
– Isabel, no funcionaría. Somos demasiado diferentes.
– La santa y el pecador, ¿no es eso?
– Esperas demasiado, eso es todo. Olvidas que soy el tipo que tiene tatuado en la frente: «Sin valores sociales destacables.» Un periodista me abordó en Roma. Había oído un rumor sobre nosotros. Lo negué todo.
– ¿Quieres la medalla del buen boy scout?
– Si la prensa se entera de que tenemos una aventura, perderás la poca credibilidad que te queda. ¿No lo entiendes? Es demasiado complicado.
– Entiendo que me pones enferma. Entiendo que te entregué algo importante y que tú lo rechazaste. Y entiendo que no quiero volver a verte. -Lanzó el cigarrillo a sus pies y echó a andar, con el vestido flameando bajo una hoguera de furia.
Ren se quedó allí intentando recobrar la compostura. Tenía que hablar con alguien que tuviese la cabeza clara -que pudiese aconsejarle-, pero al echar un vistazo por la casa comprobó que la persona más inteligente estaba bailando con un médico italiano.
El viento se coló entre su camisa de seda, y su sentimiento de pérdida casi le hizo caer de rodillas. Fue en ese momento cuando lo comprendió. Amaba a aquella mujer con todo su corazón, y alejarse de ella había sido el mayor error de su vida.
Así pues, ¿qué importaba que ella fuese demasiado buena para él? Era la mujer más fuerte que había conocido nunca, lo bastante fuerte para domesticar al mismo demonio. Si se lo proponía, acabaría poniéndolo en el lugar que le correspondía. Demonios, no, no se la merecía, pero lo único que significaba eso es que tendría que esforzarse al máximo para que ella no se percatase de ese detalle.
Pero Isabel, precisamente, era una experta en esas cosas. No era una mujer emocionalmente necesitada y prendada de una cara bonita. ¿Qué pasaría si las cosas que había dicho de él fuesen ciertas? ¿Qué pasaría si sus predicciones eran acertadas, si él había crecido pero se miraba a sí mismo con unas viejas gafas que no le permitían ver en quién se había convertido?
La idea le hizo estremecer. Esa nueva visión de sí mismo abría demasiadas posibilidades como para pensarlas en ese momento. En primer lugar, tenía que volver a hablar con ella, decirle lo que sentía, aunque ella no facilitase las cosas.
Hasta ese momento, habría jurado que ella poseía una ilimitada capacidad de perdón, pero ahora no lo tenía tan claro. La estudió mientras bailaba. Había algo diferente en ella esa noche, algo que iba más allá del peinado, del vestido, incluso de su rabia. Algo…
Los ojos de Ren se posaron en su muñeca desnuda, y el pánico que había mantenido bajo control se liberó de golpe. Su brazalete había desaparecido. Se le resecó la boca al ver cómo encajaban todos los cambios.
Isabel se había olvidado de respirar.
Las manos de Isabel se convirtieron en puños, y no consiguió llenar de aire los pulmones. Apartó de sí a Andrea y caminó entre los bailarines hacia un extremo de la estancia. A su alrededor había caras alegres, pero en lugar de calmarla, la felicidad de todos se transformó en combustible para su ira.
Los niños pasaron corriendo, armando escándalo y alboroto. Andrea se dirigió hacia Isabel para saber qué le sucedía. Ella se volvió y salió al jardín. Una contraventana se soltó a causa del viento y golpeó contra la fachada de la casa.
La rabia la consumía, ya no dirigida hacia Ren sino hacia sí misma. Su vestido rojo anaranjado era como ácido sobre su piel. Quería llorar, peinarse de manera adecuada otra vez, quitarse el maquillaje de la cara. Quería recuperar la calma, el control, la certidumbre acerca del orden de la vida, todo lo que había sentido tres noches atrás al leer aquellas cartas y rezar junto al fuego.
El toldo chasqueaba como la vela de un barco en medio de una tormenta. Los niños jugaban, niños contra niñas, persiguiéndose sin pausa. Pasaron como una flecha junto a la mesa sobre la que estaba la estatua. Ella la observó, una solitaria figura femenina atesorando todo el poder de la vida.
Acepta…
La palabra la golpeó como un puñetazo, ya no era el tranquilo susurro surgido de las oraciones junto a la chimenea de la otra noche, el susurro que no había podido descifrar. Ahora era como un disparo.
Acepta…
Miró la estatua. No quería aceptar. Quería destruir. Su vida al completo. Pero tenía demasiado miedo de lo que había al otro lado.
Ren empezó a acercarse atravesando el jardín, con cara de preocupación. Los niños jugaban a pillarse; las niñas chillaban. Isabel recorrió el trecho de camino hasta la estatua.
Acepta el…
Anna alzó la voz, ordenándole a los niños que se alejasen del todo. Pero su advertencia llegó demasiado tarde. El niño que iba delante tropezó con una de las estacas.
Acepta el…
– ¡Isabel, cuidado! -gritó Ren.
El toldo se tambaleó.
– ¡Isabel!
¡Acepta el caos!
Ella cogió la estatua de debajo del toldo y echó a correr.