Ren dio un paso atrás al tiempo que las niñas se enredaban entre sus piernas, sus chillidos lo bastante agudos como para romper cristal. Sólo el niño permaneció a distancia.
Isabel sintió un leve vahído. ¿Papi? Ren nunca le había dicho que tuviese hijos. Había admitido un breve matrimonio cuando era joven, pero tres hijos no parecían el fruto de un breve matrimonio.
Alzó la vista y vio aparecer una mujer en lo alto de la colina. Su silueta se recortaba contra el cielo, con un bebé en brazos, y la brisa ciñendo la falda de algodón sobre el vientre abultado de embarazada.
– ¡Papi! ¡Papi! ¿Nos has echado de menos? – chilló la mayor de las niñas en inglés, en tanto la pequeña no dejaba de reír.
Ren se apartó como si las niñas fuesen radiactivas y miró a Isabel con algo similar al pánico.
– Juro por Dios que no las he visto en mi vida.
Isabel señaló con el mentón hacia lo alto de la colina.
– Quizá sería mejor que se lo dijeses a ella.
Ren miró.
La mujer agitó la mano, su largo pelo mecido por la brisa.
– ¡Hola, cariño!
Él se hizo visera con la mano.
– ¿Tracy? Maldita sea, Tracy, ¿eres tú?
– Has dicho «maldita sea». -La menor de las niñas, de cuatro o cinco años, le golpeó en las piernas.
– Él puede decirlo, idiota -dijo el niño.
– Venid aquí, chicos -llamó la mujer-. Ya le hemos asustado suficiente.
– Parece que se ha vuelto loco, mamá -dijo la menor de las niñas-. ¡Se ha vuelto loco, señor?
– Ten cuidado -le advirtió el niño-. Mata a la gente. Incluso a niñas. Le arranca los ojos a las personas, ¿a que sí?
– ¡Jeremy Briggs! -exclamó la mujer desde la colina-. Sabes muy bien que no puedes ver esa clase de películas.
– Era para mayores de trece años.
– ¡Y tú tienes once!
Isabel se volvió hacia Ren.
– ¿Le arrancaste los ojos a alguien en una película para mayores de trece años? Muy bonito.
Él le dedicó una mirada que significaba que los próximos ojos que arrancaría serían los suyos.
– ¿Qué hifiste con ellos? -preguntó la niña pequeña-. ¿Te los jomiste? Yo me hife pipí en el avión.
Los dos niños mayores se echaron a reír, pero Ren palideció.
– Me lo hice en el brazo del asiento -prosiguió la niña como si tal cosa-. ¿Quieres ver mis brajitas de delfines?
– ¡No!
Pero ella ya se había levantado la falda del vestidito.
– También tiene ballenas -dijo señalando.
– Muy bonitas. -Isabel estaba empezando a pasárselo bien. Ver azorado al señor frío-como-el-acero era lo más divertido que le había pasado en todo el día-. No creo que hubieses visto antes ballenas en la ropa interior de una mujer, Ren.
Él juntó sus oscuras cejas formando uno de sus gestos característicos.
La madre de los niños se pasó el bebé al otro lado de la cadera.
– La única manera en que puedo descender es tumbada de espaldas, así que será mejor que vengas aquí. Brittany, ponte inmediatamente las braguitas. Tu cuerpo es privado, ¿lo recuerdas?
La pequeña de pelo oscuro no había dudado en desnudarse como una bailarina de striptease. Ren echó un vistazo y escaló la colina como si Denzel Washington y Mel Gibson le persiguiesen. El niño salió tras él, pero cambió de opinión y se dirigió al Maserati aparcado junto a la casa.
– ¿ Tú tienes delfines? -le preguntó la pequeña a Isabel.
– Brittany, eso no está bien -le dijo su hermana.
Isabel sonrió a ambas y ayudó a la pequeña con sus braguitas.
– Delfines no. Sólo un poco de encaje.
– ¿Puedo ver?
– Me temo que no. Tu madre tiene razón, los cuerpos son privados. -Lo cual era otra buena razón para no volver a compartir el suyo con Ren Gage, aunque no había hablado de sexo en toda la tarde. Tal vez había decidido que sería demasiado trabajo. O quizás, al igual que Michael, creía que ella era demasiado.
Cuando Brittany recuperó la compostura, Isabel tomó a las niñas de la mano y las llevó colina arriba para intentar no perderse la conversación que estaba teniendo lugar allí. Se percató de que los gestos de desagrado de Ren no le restaban el menor atractivo.
– Debo de haber olvidado tu llamada avisándome que vendrías, Tracy.
La mujer se puso de puntillas y le besó en la mejilla.
– Bueno, yo también me alegro de verte.
Su sedoso cabello oscuro le caía sobre los hombros en cascada. Su piel era blanca como la nieve y bajo sus brillantes ojos azules tenía unas oscuras sombras, como si no hubiese dormido. Llevaba un arrugado aunque moderno vestido premamá y unas caras sandalias de tacón bajo. No llevaba bien cuidadas las uñas de los pies y las sandalias tenían el tacón gastado. Algo en el modo en que se movía, combinado con la despreocupación de sus maneras a la hora de vestir, hablaban de dinero con abolengo.
– ¡Papi! -El bebé balbuceó en brazos de su madre y extendió sus bracitos hacia Ren, quien se apartó con tal brusquedad que chocó con Isabel.
– Relájate -dijo Tracy-. Se lo dice a todos los hombres.
– Bueno, pues enséñale a que no lo haga. ¿Qué clase de madre le dice a sus hijos que hagan algo tan pervertido como correr hacia un extraño y llamarle…? ¿Qué palabra utilizaron?
– Me divertía la idea. Aunque me costó cinco pavos por cabeza.
– No ha tenido gracia.
– Para mí sí. -Miró a Isabel con interés. Su vientre abultado y sus exóticos ojos la hacían parecer una diosa de la sexualidad y la fertilidad.
Isabel empezó a sentirse un poco intimidada. Al mismo tiempo, apreció cierto aire de tristeza tras la fachada de despreocupación de aquella mujer.
– Soy Tracy Briggs. -Le tendió la mano-. Su cara me suena.
– Isabel Favor.
– Claro, es usted. Ahora la reconozco. -Les miró a los dos con curiosidad-. ¿Qué hace con él?
– He alquilado la casa. Ren es mi casero.
– Será una broma. -Su expresión dejaba a las claras que no creía una sola palabra-. Sólo he leído uno de sus libros, Relaciones sanas en un mundo enfermo, pero me gustó mucho. He… -se mordió el labio inferior- he intentado que no se me fuese la cabeza respecto a lo de dejar a Harry.
– Dime que no has dejado tirado a otro de tus maridos -dijo Ren.
– Sólo he estado casada dos veces. -Se volvió hacia Isabel-. Ren sigue enfadado conmigo porque le dejé. Pero, la verdad, era un marido horroroso.
Así que ésa era la ex mujer de Ren. Una cosa parecía evidente: cualquier tipo de chispa que hubiese habido entre ellos había desaparecido. Isabel tuvo la impresión de estar contemplando a dos hermanos discutiendo, no a dos antiguos amantes.
– Nos casamos cuando teníamos veinte años y éramos estúpidos -dijo Ren-. ¿Qué pueden saber del matrimonio dos personas tan jóvenes?
– Yo sabía más que tú. -Tracy señaló con la barbilla hacia su hijo, que se había subido al Maserati-. Ese es Jeremy, el mayor. Steffie es la segunda; tiene ocho años. -Steffie parecía un duendecillo y tenía un ligero aire de ansiedad. Ella y su hermana empezaron a dibujar círculos en la grava con los talones de sus sandalias-. Brittany tiene cinco. Y éste es Connor, acaba de cumplir tres, pero sigue sin querer usar el orinal. ¿Lo harás algún día, grandullón? -Palmeó el pañal del niño y después palpó su propia barriga-. Se suponía que Connor tenía que ser nuestro furgón de cola. Pero, sorpresa sorpresa.
– ¿Cinco niños, Trace? -dijo Ren.
– Estas cosas pasan. -Se mordió el labio otra vez.
– Sólo tenías tres cuando hablamos hace un mes.
– Hace cuatro meses de eso, y eran cuatro. Nunca prestas atención cuando te hablo de ellos.
Steffie, la de ocho años, lanzó un agudo grito.
– ¡Una araña! ¡Hay una araña!
– No ef una araña. -Brittany se acuclilló sobre la grava.
– ¡Jeremy! Sal del…
Pero la orden de Tracy llegó demasiado tarde. El Maserati, con su hijo dentro, ya había empezado a moverse.
Ren echó a correr. Llegó abajo justo a tiempo para ver cómo su caro deportivo chocaba contra una pared de la casa, arrugando el frontal como si fuese una pajarita de papel.
Isabel mejoró la idea que tenía de Ren, ya que sacó a Jeremy del coche y comprobó que el niño de once años no había sufrido ningún daño antes de inspeccionar los desperfectos del vehículo. Tracy, mientras tanto, había descendido la colina dando bandazos, con la barriga y el bebé a cuestas. Isabel se apresuró a sujetarla del brazo antes de que cayese, y se las apañaron para llegar hasta donde se encontraban Ren y el niño.
– ¡Jeremy Briggs! Cuántas veces te he dicho que dejes tranquilos los coches de los demás? Ya verás cuando tu padre se entere de esto. -Tracy tomó aire un par de veces' y entonces dejó de contenerse. Bajó los hombros y sus ojos se llenaron de lágrimas.
– ¡Una araña! -gritó Steffi desde lo alto de la colina, a sus espaldas.
El bebé se percató del llanto de su madre y también rompió a llorar.
– ¡Una araña! ¡Una araña! -gritó la niña.
Ren miró a Isabel, su expresión de indefensión resultaba cómica.
– ¡Eh, señor Ren! -Brittany le llamó desde lo alto de la colina-. ¡Mírame! -Ondeó sus braguitas como un banderín-. También tengo caballitos de mar.
Tracy dejó escapar un sonoro sollozo, se inclinó y se apoyó en el pecho de Ren.
– ¿Entiendes ahora por qué nos hemos mudado aquí? -le dijo.
– ¡Ella no puede hacerme algo así! -Ren se detuvo para señalar a Isabel como si ella fuese la culpable. Estaban en el salón trasero de la villa, con las puertas abiertas al jardín y los niños correteando de un lado para otro. Sólo Anna parecía feliz. Reía con los niños, le revolvía el pelo a Jeremy y tenía en sus brazos al bebé. Luego se lo llevó a la cocina para preparar comida para todos.
– ¡Ve arriba y dile a Tracy que se vaya! -pidió Ren a Isabel.
– Me temo que no me escucharía. -Se preguntó cuándo se daría cuenta Ren de que estaba librando una batalla perdida de antemano. Los personajes que interpretaba en la pantalla tal vez fuesen capaces de eliminar a una mujer preñada y a sus cuatro hijos, pero en la vida real Ren parecía más bien blando. Lo cual no quería decir, sin embargo, que aquello pareciese bien.
– Llevamos divorciados catorce años. No puede mudarse aquí con sus cuatro hijos y ya está.
– Pues parece que lo ha hecho.
– Has visto que he intentado conseguir un hotel para ella, pero me arrancó el teléfono de la mano.
Isabel palmeó el hombro de Steffie.
– Ya basta de insecticida, cariño. Dame el bote antes de que todos contraigamos un cáncer.
Steffie se lo dio a su pesar y se miró los pies con aprensión en busca de más arañas.
Ren le dijo a la niña de ocho años:
– Estamos en septiembre, ¿no deberíais estar todos en el colegio?
– Mamá será nuestra profesora hasta que volvamos a Connecticut.
– Tu madre apenas sabe sumar.
– Suma bien, pero tiene problemas con las divisiones largas, por eso Jeremy y yo tenemos que ayudarla. -Steffie fue hasta el sofá y levantó con reparos uno de los cojines para mirar debajo-. ¿Puedes devolverme el insecticida, por favor?
La atención de Isabel se centró en la niña pequeña. Le pasó el bote de insecticida a Ren y después se sentó junto a la niña y la abrazó.
– ¿Sabes una cosa, Steffie? Las cosas que creemos que nos dan miedo no son siempre las que realmente nos preocupan. Como las arañas. Casi todas son insectos muy amables, pero han pasado muchas cosas en tu familia últimamente, y tal vez sea eso lo que te preocupa de verdad. Todos tenemos miedo a veces. No pasa nada.
Ren masculló entre dientes algún tipo de maldición. Mientras Isabel hablaba en voz baja con Steffi, observaba a Jeremy a través de las puertas venecianas lanzar una pelota de tenis contra la pared de la casa. Era sólo cuestión de tiempo que rompiese una ventana.
– ¡Miradme todos! -Brittany entró en la estancia y empezó a dar volteretas en dirección a un gabinete cargado de porcelana de Meissen.
– ¡Cuidado! -Ren corrió tras ella y la atrapó justo antes de que chocase contra él.
– Mírale el lado bueno -dijo Isabel-. Lleva las braguitas puestas.
– ¡Pero se ha quitado todo lo demás!
– ¡Soy la campeona! -La niña de cinco años se puso en pie y extendió los brazos formando la V de victoria. Isabel sonrió y alzó los pulgares. En ese instante, el aire se llenó con el inconfundible ruido de cristales rotos, seguido del grito de Tracy en la planta de arriba:
– ¡Jeremy Briggs!
Ren apuntó el bote de insecticida y apretó el botón.
Fue una larga tarde. Ren amenazó a Isabel con cortarle la corriente para siempre sí le abandonaba, así que se quedó en la villa mientras Tracy permanecía encerrada en una habitación. Jeremy se entretuvo torturando a Steffie con arañas fantasma. Brittany escondió su ropa y Ren no dejó de quejarse ni un solo segundo. Allí donde iba dejaba cosas tras de sí -las gafas de sol, los zapatos, la camisa-, los hábitos de un hombre acostumbrado a tener sirvientes que fuesen recogiéndolo todo.
Como si fuese una niña, Anna sufrió un cambio de personalidad y no dejó de reír y de preparar comida para todo el mundo, incluso para Isabel. Ella y Massimo vivían en una casa a un par de kilómetros de la villa, con sus dos hijos mayores y su nuera. Cuando se fue a casa después de cenar, le pidió a Marta que subiese ala villa para pasar la noche. También Marta parecía una mujer diferente en presencia de los niños, y no tardó en adoptar a Connor como su mascota, que no se apartaba de su lado excepto cuando desaparecía tras un rincón para llenar su pañal. Para tener sólo tres años, pensó Isabel, el niño disponía de un excelente vocabulario. Su expresión favorita era: «El orinal es muy muy malo.»
A pesar de que Ren no animaba a los niños, no dejaban de exigir su atención. Los ignoró todo lo que pudo, pero finalmente tuvo que ceder a las peticiones de Jeremy para que le enseñase algunos movimientos de artes marciales. Eso fue bien entrada la noche, antes de que todos se fuesen a la cama. Isabel se las ingenió para irse a su casa mientras Ren hablaba por teléfono.
Se tumbó en la cama y se durmió al instante, pero la despertó un ruido seguido de una maldición, a la una de la madrugada. Se incorporó de golpe en la cama.
La luz del pasillo estaba encendida, y al poco Ren asomó la cabeza por la puerta.
– Lo siento. Le di un golpe a la cómoda con la bolsa y tiré una lámpara.
Ella parpadeó y tiró de la sábana para cubrirse los hombros.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– No creerías que iba a quedarme allí arriba, ¿verdad? -exclamó indignado.
– Bueno, no puedes mudarte aquí.
– Reza por mí. -Y se marchó.
Ella salió de la cama, con su bata de seda ondeando a su espalda, y le siguió.
Él lanzó la bolsa sobre la cama de la habitación de al lado, más pequeña que la de ella pero igualmente sencilla. Los italianos no gastaban dinero en decorar espacios de soledad como los dormitorios, pudiéndolo gastar en lugares de reunión como las cocinas y los jardines. Cuando ella apareció, él dejó de deshacer su bolsa lo suficiente como para ver el canesú de encaje color marfil y la delicada camisa que le llegaba hasta la mitad de los muslos.
– ¿Tienes delfines debajo de eso?
– No es asunto tuyo. Ren, tu villa es enorme, pero esta casa es pequeña. No puedes…
– No lo bastante enorme. Si crees que podría quedarme bajo el mismo techo que una mujer embarazada y sus cuatro hijos psicóticos, estás más loca que ellos.
– Pues entonces vete a otro sitio.
– Eso es exactamente lo que estoy haciendo. -Sus ojos le dieron otro repaso. Ella esperaba que él dijese algo provocativo, pero la sorprendió-. Aprecio que te quedases conmigo esta noche, aunque podría haber pasado sin tus consejos.
– Me amenazaste con cortarme la electricidad si me iba.
– No puedes culparme, doctora. Te habrías quedado de todas formas, porque adoras arreglar los problemas de los demás. -Sacó de la bolsa unas camisetas arrugadas-. Tal vez por eso te guste pasar el rato conmigo, aunque en mi caso se trate de una batalla perdida.
– No me gusta pasar el rato contigo. Me he visto forzada a pasar el rato contigo. De acuerdo, tal vez me guste un poco. -Alargó el brazo para recoger una de las camisetas que habían caído al suelo, pero se arrepintió-. Puedes dormir aquí esta noche, pero mañana volverás a la villa. Tengo que trabajar, y tú sólo me distraerías.
Él apoyó un hombro contra el marco de la puerta, recorriendo con la mirada el cuerpo de Isabel, de los muslos a los pechos.
– Una distracción demasiado grande, ¿eh?
Ella sintió cómo se le calentaba la piel. Era el demonio hecho carne. Así era como arrastraba a las mujeres a la perdición.
– Digamos que necesito concentrarme en lo espiritual -replicó.
– Hazlo. -Le dirigió su sonrisa más siniestra-. Y no te preocupes por lo que le sucedió a Jennifer López cuando durmió en la habitación contigua a la mía.
Ella replicó con una mirada que dejaba a las claras lo infantil que lo consideraba, y después le dio la espalda. Cuando iba por la mitad del pasillo, se percató de la pequeña lámpara encendida sobre el aparador que había justo enfrente. E incluso antes de oír su maligna risa, supo que él la estaba viendo al contraluz.
– Ya veo que no tienes delfines. Me matas, Fifi.
– Es una posibilidad.
A la mañana siguiente, Isabel se preparó un zumo de naranja, salió fuera y se sentó en una silla en una zona soleada cerca de la casa. Sobre las ramas de los olivos todavía pendían finos retazos de neblina en el valle. Rezó una corta oración de gratitud -era lo menos que podía hacer- y bebió el primer sorbo de zumo justo cuando Ren salía de la casa.
– Tenía que madrugar si quería correr un poco antes de que hiciese demasiado calor -dijo entre bostezos.
– Son casi las nueve.
– Pues eso.
Ella observó cómo empezaba a hacer estiramientos. Se le marcaban los abdominales, y una línea de vello oscuro desaparecía bajo los pantalones negros de deporte. Contempló cada centímetro de su cuerpo: mejillas, barba incipiente, pecho de atleta, y todo lo demás…
Él la pilló mirándolo y cruzó los brazos, disfrutando.
– ¿Quieres que me dé la vuelta para que puedas apreciar mi espalda?
Ella replicó con tono profesional.
– ¿Crees que quiero que te des la vuelta?
– Oh, sí.
– Debe de ser difícil ser alguien tan deslumbrante. Nunca puedes saber si la gente quiere estar contigo por tu personalidad o tan sólo por tu apariencia.
– Sin duda, por la apariencia. Carezco de personalidad.
No podía dejar pasar la oportunidad.
– Tienes una personalidad muy fuerte. Gran parte de la misma está mal ubicada, eso es cierto, pero no toda.
– Gracias por nada.
¿No era increíble cómo una buena noche de sueño podía incrementar la capacidad de incordio de una mujer? Ella imitó su torcida sonrisa.
– ¿Te importaría ponerte de lado para poder apreciar tu perfil?
– No te hagas la listilla. -Se dejó caer en una silla a su lado y se bebió de un trago el zumo que ella había tardado diez minutos en exprimir.
Isabel frunció el entrecejo.
– Creía que ibas a correr -le dijo.
– No me Fastidies. Dime que ninguno de los pequeños monstruos de Tracy rondan por aquí.
– Todavía no.
– Son unos cabroncetes muy listos. Nos encontrarán. Y tú te vas a quedar conmigo allí arriba hasta que consiga solucionar este asunto, así podrás estar presente cuando hable con ella. He decidido decirle que te estás recuperando de una crisis y que necesitas paz y tranquilidad. Después los meteré a todos en el Volvo de ella y los enviaré a un buen hotel, con todos los gastos pagados.
De algún modo, Isabel no creía que fuese tan sencillo.
– ¿Cómo te encontró?
– Conoce a mi agente.
– Es una mujer interesante. ¿Cuánto tiempo dijiste que estuvisteis casados?
– Un miserable año. Nuestras madres eran amigas, así que crecimos juntos, nos metimos juntos en problemas y nos las apañamos para que nos expulsasen de la universidad a la vez. Como no queríamos prescindir del sustento familiar y tener que ganarnos el pan trabajando, decidimos que si nos casábamos distraeríamos su atención. -Dejó el vaso vacío en el suelo-. ¿Tienes idea de lo que sucede cuando dos niños mimados se casan?
– Nada agradable, supongo.
– Portazos, rabietas, tirones de pelo. Y ella era incluso peor. Isabel rió.
– Volvió a casarse dos años después de nuestro divorcio. La he visto un par de veces en Los Ángeles, y hablamos cada tanto.
– Una relación inusual para una pareja de divorciados.
– Durante varios años no cruzamos palabra, pero ninguno de los dos tiene hermanos o hermanas. Su padre murió y su madre es una chiflada. Supongo que la nostalgia que sentimos por nuestras respectivas infancias conflictivas hace que mantengamos el contacto.
– ¿Nunca habías visto a sus hijos o a su marido?
– Vi a los dos mayores cuando eran muy pequeños. Nunca he visto a su marido. Es uno de esos ejecutivos. Al parecer, un auténtico gilipollas. -Sacó un papel del bolsillo de sus pantalones cortos y lo desdobló-. He encontrado esto en la cocina. ¿Quieres explicarme de qué trata?
Isabel debía de tener un deseo subconsciente de ser torturada, pues de no ser así no habría permitido que aquel papel se quedase allí.
– Dámelo.
Él lo mantuvo a distancia.
– Me necesitas más de lo que creía. -Empezó a leer la hoja de la agenda que ella había escrito el primer día de su llegada-. «Levantarse a las seis.» ¿Por qué demonios tendrías que hacerlo?
– No lo hago, porque me levanto las ocho como muy pronto.
– «Oración, meditación, agradecimiento y afirmaciones diarias» -prosiguió-. ¿Qué es una afirmación diaria? No, no me lo digas.
– Las afirmaciones son declaraciones positivas. Una manera beneficiosa de controlar los pensamientos. Por ejemplo, uno cualquiera: «No importa cuánto me moleste Lorenzo Gage, tengo que recordar que él también es una criatura de Dios.» Tal vez no la mejor, pero…
– ¿Y qué es esta chorrada de «No olvides respirar»?
– No es una chorrada. Es un recordatorio para mantenerme centrada. Significa permanecer en calma. No sentirme abofeteada por cada ráfaga de viento que sople en mi dirección.
– Suena aburrido.
– A veces lo aburrido es bueno.
– Oh, oh. -Señaló el papel-. «Lectura inspiradora.» Por ejemplo, ¿la revista People?
Dejó que él se divirtiese a su costa.
– «Ser impulsiva.» -Alzó una de sus exquisitas cejas-. Eso sí va a suceder. Y, de acuerdo con esta agenda, deberías estar escribiendo.
– Eso tenía planeado. -Jugueteó con uno de los botones de su blusa.
Él agitó la lista ante los ojos de Isabel con una mirada perspicaz.
– No tienes ni idea de qué vas a escribir, ¿no es así?
– He empezado a tomar notas para un nuevo libro.
– ¿Cuál es el tema?
– Superación de las crisis personales. -Fue el primer pensamiento que le vino a la cabeza, y parecía tener lógica.
– Estás bromeando. -Su suspicaz expresión la espoleó.
– Sé algo al respecto. Por si no te has dado cuenta, estoy superando una crisis.
– Debo de haberme perdido esa parte.
– Ése es tu problema: te pierdes demasiadas cosas.
La irritante simpatía de Ren volvió a aparecer.
– No me presiones tanto, Isabel. Tómate tu tiempo y no intentes forzarlo todo. Relájate y pásalo bien para variar.
– ¿Y cómo tendría que hacerlo? Ah, sí, ya me acuerdo. Acostándome contigo, ¿verdad?
– Ésa sería mi opción, pero supongo que cada uno tiene su propia idea de entretenimiento, así que puedes elegir la tuya. Bien pensado, sería mejor para los dos si me dejases que te llevase a la cama.
– Pierdes el tiempo si sigues por ese camino.
Él se removió en la silla.
– Has pasado por muchas cosas en los últimos seis meses. ¿No crees que te mereces un pequeño respiro?
– Hacienda acabó conmigo. No puedo permitirme demasiados respiros. Tengo que volver a poner mi carrera en marcha para poder pagarme un techo, y la única manera de conseguirlo es trabajando. -Mientras lo decía sentía las punzadas de pánico abriéndose paso en su interior.
– Hay muchas maneras de trabajar.
– Sugieres que me tumbe de espaldas, ¿no?
– Puedes ponerte encima, si lo prefieres.
Ella suspiró.
Él se puso en pie y se volvió hacia el olivar.
– ¿Qué están haciendo Massimo y Giancarlo allí abajo?
– Algo relacionado con los desagües o con un pozo, dependiendo de la traducción.
Él bostezó de nuevo.
– Voy a correr un poco. Después hablaremos con Tracy. Y no te niegues, a menos que quieras cargar sobre tu conciencia con la muerte de una mujer embarazada y sus cuatro odiosos hijos.
– Oh, no voy a negarme. No querría perderme ver cómo te subes por las paredes.
Él frunció el entrecejo y se fue.
Una hora después Isabel estaba cambiando las sábanas de su cama cuando le oyó regresar y entrar en el baño. Ella sonrió. No tardó demasiado en oírlo aullar.
– Se me olvidó decírtelo -dijo con dulzura-. No tenemos agua caliente.
Tracy estaba en medio del dormitorio que había ocupado. Maletas, ropa y todo un surtido de juguetes se extendían por el suelo a su alrededor. Mientras Ren se apoyaba en la pared mirándolas a ambas con ceño, Isabel empezó a separar la ropa sucia de la limpia.
– ¿Entiendes ahora por qué me divorcié de él?
Tracy tenía los ojos enrojecidos y parecía cansada, pero aun así estaba atractiva con un albornoz color cereza. Isabel se preguntó cómo sería disponer de semejante belleza sin esfuerzo alguno. Tracy y Ren eran tal para cual.
– Es un hombre frío. Un cabrón sin sentimientos. Por eso me divorcié de él.
– Sí tengo sentimientos. -Ren sonó totalmente falso-. Pero ya te he dicho que, dado el delicado estado de los nervios de Isabel…
– ¿Estás mal de los nervios, Isabel?
– No, a menos que tengas en cuenta una grave crisis vital. -Dejó una camiseta en la pila de la ropa sucia y se dedicó a seleccionar la ropa interior limpia. Los niños estaban en la cocina con Anna y Marta pero, al igual que Ren, habían dejado rastro de su paso por todas partes.
– ¿Te molestan los niños? -preguntó Tracy.
– Son estupendos. Estoy disfrutando mucho con ellos. -Se preguntó si Tracy entendería que los problemas en el comportamiento de sus hijos se debían a la tensión reinante entre sus padres.
– Ésa no es la cuestión -terció Ren-. La cuestión es que te has presentado aquí sin avisar…
– ¿Podrías pensar en alguien más que en ti mismo por una vez? -Tracy tiró al suelo un GameBoy, interrumpiendo el meticuloso trabajo de recogida de Isabel-. No podré cuidar a cuatro niños tan activos en una habitación de hotel.
– ¡Suite! Te he reservado una suite.
– Tú eres mi amigo de toda la vida. Si el amigo de toda la vida no quiere ayudar a su amiga de toda la vida cuando tiene problemas, ¿quién lo hará?
– Los amigos más recientes. Tus familiares. ¿Qué tal tu prima Petrina?
– Detesto a Petrina desde nuestra puesta de largo. ¿No recuerdas que intentó pegarte? Además, ninguna de esas personas está ahora en Europa.
– Lo cual es otra razón para que vuelvas a casa. No soy un experto en embarazos, pero entiendo que una mujer embarazada tiene que estar rodeada de cosas familiares.
– Tal vez en el siglo XVIII. -Tracy hizo un gesto de desesperación hacia Isabel-. ¿Podrías recomendarme un buen psicólogo? Me he casado dos veces con hombres que tienen piedras en lugar de corazón, así que necesito ayuda. Aunque al menos Ren no me puso los cuernos.
Isabel apartó de la línea de fuego la ropa que había ordenado.
– ¿Tu marido te ha sido infiel?
La voz de Tracy se hizo más insegura.
– No quiere admitirlo.
– Pero crees que tenía una aventura…
– Los pillé juntos. Una secretaria suiza de su oficina. Él me culpaba de haberme vuelto a quedar embarazada. -Cerró los ojos-. Fue su venganza.
Isabel no pudo evitar sentir un creciente desagrado por el señor Harry Briggs.
Tracy inclinó la cabeza y el cabello le cayó sobre un hombro.
– Sé razonable, Ren. No voy a quedarme para siempre. Sólo necesito unas semanas para aclarar mis pensamientos antes de enfrentarme al regreso.
– ¿Unas semanas?
– Los niños y yo estaremos todo el rato en la piscina. Ni siquiera te enterarás de que estamos aquí.
– ¿Maaaaaami? -Brittany entró en la habitación; a excepción de los calcetines, iba completamente desnuda-. ¡Connor ha vomitado! -Y se marchó.
– Brittany Briggs, ¡vuelve inmediatamente! -Tracy salió tras la niña dando bandazos-. ¡Brittany!
Ren sacudió la cabeza.
– Resulta difícil creer que sea la misma chica que se ponía hecha una furia si la criada la despertaba antes del mediodía.
– Es más frágil de lo que crees. Por eso ha venido a buscarte. Comprendes que tienes que dejar que se quede, ¿verdad?
– Tengo que salir de aquí. -La agarró del brazo, y ella apenas tuvo tiempo de coger el sombrero de paja antes de que la sacase por la puerta-. Te invito a un café en el pueblo, y también te compraré uno de esos calendarios pornográficos que tanto te gustan.
– Es tentador, pero debo empezar a tomar notas para mi nuevo libro. El de la superación de las crisis personales -añadió.
– Créeme. Alguien que se entretiene recogiendo basura de los campos no tiene la menor idea de cómo superar una crisis. -Empezó a bajar las escaleras-. Algún día tendrás que admitir que la vida es demasiado complicada como para arreglarlo todo con tus Cuatro Piedras Angulares.
– Ya he visto lo complicada que puede ser la vida. -Sonó a defensa, pero no pudo evitarlo-. También he comprobado cómo aplicar los principios de las Cuatro Piedras Angulares puede hacer que las cosas vayan mejor. Y no sólo para mí, Ren. Hay mucha gente que puede asegurarlo. -¿Cuán patético había sonado eso?
– Estoy seguro de que las Cuatro Piedras Angulares funcionan en muchas situaciones, pero no siempre para todo el mundo, y no creo que estén funcionándote a ti ahora.
– No están funcionando porque no estoy aplicando los principios de manera adecuada. -Se mordió el labio inferior-. Y, además, tengo que añadir algunos pasos nuevos.
– ¿Vas a relajarte de una vez?
– ¿Y tú?
– No me juzgues tan rápidamente. Al menos, yo tengo una vida.
– Trabajas en películas horrorosas donde tienes que hacer cosas terribles. Tienes que disfrazarte para salir a la calle. No estás casado, no tienes familia. ¿A eso llamas tener una vida?
– Bueno, si te vas a poner quisquillosa… -Recorrió el suelo de mármol hacia la puerta principal.
– Tal vez puedas desmontar la vida de los demás con un par de comentarios irónicos, pero eso no funciona conmigo.
– Eso es porque has olvidado cómo reír -le espetó y cogió el pomo de la puerta.
– Eso no es cierto. Ahora mismo me estás haciendo reír. ¡Ja!
La puerta se abrió y al otro lado había un hombre.
– ¡Maldito bastardo ladrón de mujeres! -gritó. Y propinó un puñetazo a Ren.