11

Se sentía culpable. Pero no por el motivo que Corrine parecía considerar. Sin importar lo que ella creyera, no había hecho el amor en el trabajo para que los sorprendieran.

Lo había hecho porque le era imposible dejar de tomarla, tanto como dejar de respirar. Que hubieran estado en el despacho de ella debería haber bastado para detenerlo, para devolverle la cordura, pero era otro signo de lo perdido que estaba.

Y así como se sentía furioso por haberla tomado contra la puerta, un vistazo a la cara de Corrine le indicó que ella estaba más furiosa.

En menos de sesenta segundos la vio recuperar su personalidad de comandante. A pesar de sí mismo, Mike observó fascinado la transformación. Cuando se alisó el cabello, irguió los hombros e iba a abrir la puerta, él emitió un silbido.

– Es asombroso -comentó con tono de cierta amargura-. Pasas de ser una mujer cálida, encendida y cariñosa a una fría, dura y centrada en un abrir y cerrar de ojos.

Sabía que era un golpe bajo, pero no la perturbó. Le dirigió una gélida mirada.

– No se lo íbamos a contar a nadie.

– Creo que ya es demasiado tarde.

– No te voy a perdonar esto.

Mike asintió, como si ella no le acabara de clavar un puñal en el corazón.

– Porque crees que lo hice a propósito -lo ponía enfermo que semejante noción pudiera pasarle por la cabeza, pero antes de que pudieran librar esa batalla en particular, ella abrió la puerta y se enfrentó a lo que él sabía que era su mayor miedo: quedar expuesta ante los demás.

Stephen aguardaba.

– Buenas noticias -espetó Corrine-. Nos hemos dejado la piel durante meses, y dado que habrá un parón hasta la llegada del nuevo equipo, por no mencionar el fallo de programación del ordenador, todos tenemos derecho a un largo fin de semana – miró su reloj de pulsera y estudió la fecha-. Ya estamos a jueves. No quiero veros a ninguno hasta el lunes. Llamaré a los demás.

Por lo general una noticia así sería recibida con un hurra. Pero en esa ocasión no iba a poder escapar de Stephen con tanta facilidad.

– Maldita sea -susurró este, mirando por encima del hombro para cerciorarse de que se hallaban solos-. ¿Tenéis idea del ruido que hacíais?

Corrine palideció, aunque por lo demás no mostró ningún signo exterior de emoción.

– ¿Has oído lo que acabo de decir?

– Sí, días libres, cosas por el estilo. Pero…

– ¿Qué necesitas? -cortó ella con esa voz fría y conocida.

– ¿Necesitar? -Stephen los miró-. Hmm…

– Muy bien. Nos vemos el lunes -fue a cerrar la puerta de su despacho, luego pareció recordar que Mike seguía allí de pie detrás de ella. Le lanzó una mirada que le indicaba que se largara.

Pero él no pensaba ir a ninguna parte hasta que no aclararan la situación.

– Necesito un momento -aclaró ella.

Sin importar lo que Corrine quisiera, ese momento no iba a desaparecer con un simple movimiento de la muñeca. Él se volvió hacia Stephen.

– Escucha, no estoy seguro de lo que has oído, pero…

– No quieres saberlo.

Corrine cerró los ojos.

– Pero si me retorcieras el brazo -continuó Stephen, observándolos con creciente diversión a medida que se desvanecía la sorpresa inicial-, diría que primero oí los golpes contra la puerta.

– Muy bien -se apresuró a manifestar Corrine-. Soy humana, ¿de acuerdo? Pero el trabajo ha terminado y me niego a disculparme por algo que es un asunto estrictamente personal -agarró a Mike del codo y lo sacó de su despacho.

Entonces, antes de que él pudiera parpadear, entró y cerró de un portazo, dejándolos a los dos fuera. Y echó el cerrojo.

Stephen miró a Mike con expresión de curiosidad.

– Supongo que eso es todo, ¿no?

– Sí -respondió, aliviado de que no insistiera o se burlara-. Eso es todo.

– No te preocupes. Tampoco fue tan obvio.

– De acuerdo -Mike suspiró-. Bien.

– Quiero decir, ahí dentro podríais haber estado haciendo cualquier cosa. Fotocopias. Enviar faxes. Cosas de informática…

«Así es», se dijo Mike. Podrían haber estado haciendo cualquier cosa.

– Salvo por esa parte de «No pares, Mike, oh, por favor, no pares» -añadió Stephen-. Eso te delató, grandullón -lo miró largo rato.

– ¿Qué? -dijo Mike-. Si quieres exponer algo, hazlo.

– Bueno, podría decirte lo increíblemente estúpido que es esto.

– Sí.

– O podría solicitarte detalles.

– Vas a conseguir que te haga daño, Stephen -frunció el ceño.

– Oh, chico. Dime que no estás enamorado. Dime que no eres tan estúpido.

– ¿Por qué sería estúpido enamorarse? -preguntó a la defensiva.

– Esa no es la parte estúpida. A menos que te estés enamorando de la Reina de Hielo.

– Se llama Corrine.

Stephen gimió.

– Has caído. Maldita sea, Mike, estás metido hasta el cuello.

Cuando se quedó solo, clavó la vista en la puerta cerrada, cuestionándose las tres cosas que le habían sucedido.

Primero, había perdido el control y hecho el amor con Corrine en el trabajo, consiguiendo que los dos quedaran en una situación muy comprometida.

Segundo, ella jamás lo iba a perdonar.

Y tercero, acababa de darse cuenta de que quizá Stephen tuviera razón, en cuyo caso se hallaba metido en un problema del que no iba a poder salir.

A sus hermanos les encantaría saber que se había enamorado. Él, el hombre que solo le temía al compromiso, de pronto anhelaba con todo su corazón estar comprometido con una mujer que no solo era su comandante, sino que no creía en ninguna debilidad. Y estaba convencido de que consideraría esa súbita necesidad una gran debilidad.

Quería un compromiso con Corrine. Eso lo aturdió y deseó tener una silla a mano. Como no había, se dejó caer al suelo sin quitar la vista de la puerta aún cerrada.

¿Qué le estaba pasando? ¿Qué le pasaba a su existencia despreocupada? Ojalá lo supiera. Diablos, lo sabía. Y muy bien.

Corrine fue de un lado a otro de su despacho, pero sin importar lo mucho que caminara, las imágenes se negaban a desaparecer. Ella con la espalda contra la pared, las piernas enroscadas en torno a Mike, la cabeza echada hacia atrás mientras dejaba que la poseyera con frenesí.

Dejaba que la poseyera. Nunca en toda su vida había dejado que nadie la poseyera. No, lo había exigido, y ese recuerdo la marcaba. Y todo el mundo lo sabía.

Se dijo que ya estaba hecho y que no iba a llorar por algo irremediable. Su equipó lo sabía. Ya se ocuparía de eso. De lo que no podría ocuparse era de evitar que volviera a pasar.

Alzó el auricular del teléfono y marcó un número.

– Mamá -saludó aliviada cuando su madre contestó-. Te echo de menos – una subestimación de la realidad. No había ninguna parte en la tierra donde se sintiera mejor, más cómoda, más a gusto en su propia piel que con su familia-. Tengo tres días libres y me voy a casa.

Después de oír el júbilo de su madre, recogió el bolso, dejó el maletín y abrió la puerta de su despacho.

Tropezó con Mike y cayó en su regazo. Los brazos de él la rodearon, y envuelta en su calidez, olvidó odiarlo.

– ¿Estás bien? -murmuró.

Corrine se puso de rodillas y lo señaló.

– Tú.

Estaba sentado con las piernas cruzadas, en el suelo, con aspecto tan desdichado como se había sentido ella antes de llamar a su casa, lo cual la satisfizo.

– Yo -convino.

– ¿Qué haces en el suelo?

– No estoy seguro de que vayas a creerme. Ni yo mismo lo creo musitó-. Además, pensé que dejarte tan furiosa podría ser una idea verdaderamente mala.

Con toda la dignidad que pudo, se puso de pie y le lanzó una mirada abrasadora cuando le impidió marcharse.

– No es un buen momento para hablar, Mike.

– Lo sé -pero no la soltó-. Quiero que me mires a los ojos, Corrine, y que me digas que de verdad crees que te hice esto para causarte algún daño. Que te tomé contra la puerta de tu despacho con el único propósito de dejar que todo el mundo se enterara de lo que sucedía.

Por supuesto que no podía mirarlo a los ojos y afirmar eso.

– No es un buen momento.

– Mírame, maldita sea… -le impidió soltarse-. Dímelo.

Estaba furioso, dolido y de malhumor. Igual que ella. Lo apartó y recogió el bolso que había dejado caer.

– Adiós, Mike.

Se dirigió a los aseos para lavarse. A1 salir, él seguía allí, esperando. Sin reconocer su presencia, Corrine dio la vuelta para irse.

Marchaba por la mitad del pasillo cuando se dio cuenta de que lo tenía justo detrás. Silencioso. Sombrío. No le prestó atención en todo el trayecto hasta su coche, aun cuando tenía ganas de abrazarlo, de apoyar la cabeza en el hombro de él y olvidar que existía el resto del mundo.

Qué debilidad. La aterraba.

– Ni siquiera pienses en seguirme -se metió en el coche, arrancó e imaginó los siguientes tres días de paz y tranquilidad.

Sin Mike.

Y en el futuro no muy lejano, una vez completada la misión, estaría fuera de su vida durante más de tres días. Desaparecería para siempre.

Las cosas serían fantásticas, ella estaría bien y su vida regresaría a la normalidad. Pero la verdad era que no estaba bien y que nada volvería a ser normal. No sin Mike. Arrancó con la vista al frente.


En su acto más estúpido desde que decoró la casa de su profesor de matemáticas del instituto con papel higiénico después de un examen especialmente difícil, Mike siguió a Corrine:

Le costó mantener su ritmo en la carretera; era un terror para el tráfico, metiéndose a derecha e izquierda. No iba a su apartamento.

Tardaron menos de treinta minutos en llegar a un barrio bonito y apacible, donde había vallas blancas de madera y patios cuidados con flores, monovolúmenes y niños jugando… algo a un mundo de distancia de la infancia militar que él había tenido.

Después de haber pasado los últimos diez años en Rusia, en sus ciudades superpobladas, experimentaba una sacudida cultural.

Corrine bajó del coche, subió corriendo por la entrada de una casa excepcionalmente bonita y abrazó a una pareja mayor. En su rostro por lo general solemne, había una sonrisa deslumbrante.

Y él entendió. Había ido a casa. Era interesante, ya que nunca la había catalogado como una persona familiar. Aunque tampoco se había imaginado a sí mismo persiguiendo a una mujer a la que no conseguía quitarse de la cabeza.

Supuso que lo lograría al conocer a su familia. Eso potenciaría la necesidad de huir. A1 menos contaba con ello.

Aparcó y bajó, inseguro de cuál debía ser su siguiente paso, ni de lo que quería realmente. Quizá que Corrine reconociera que había sido injusta con él en su despacho. O tal vez que le dijera qué diablos tenían, porque se sentiría mejor si de algún modo pudiera etiquetar toda la maldita situación.

Supo el momento exacto en que ella lo percibió; se puso rígida y se dio la vuelta, luego frunció el ceño. Aunque estaba aún lejos, imaginó que gruñía. Se acercó.

– Del trabajo -musitó ella por encima del hombro, evidentemente en respuesta a la pregunta de su madre-. Es mi piloto. No, no lo miréis, quizá se vaya.

– ¡Corrine Anne! -su madre pareció conmocionada y horrorizada-. ¡Ese no es modo de tratar a un invitado.

En ese momento, lo miró directamente a los ojos, con expresión llena de pavor y resignación. Lo mismo que sentía él. «Estamos juntos en esto, cariño», pensó él.

– Hola -dijo el hombre que Mike tomó por padre de Corrine. Extendió la mano-. Donald Atkinson.

– Doctor Donald Atkinson -corrigió Corrine-. Mi padre -señaló a la mujer pequeña de cabello oscuro que tenía al lado, que observaba a Mike detenidamente, llena de curiosidad-. Y esta es mi madre. La doctora Louisa Atkinson -sonrió con dulzura-. Y ahora ya puedes irte.

– Tenemos que hablar, Corrine -iba a requerir delicadeza.

– No lo creo, Mike.

– Sé que estás furiosa conmigo, pero…

– Aquí no. Estoy… ocupada. Ocupada de verdad.

– ¿Por qué no dejas de huir?

– ¿Huir? -se quedó boquiabierta, luego pareció recordar dónde estaba y cerró la boca-. Jamás huyo. Y ahora vete, Mike.

– Claro que no se va a ir, cariño -intervino su madre, adelantándose con una mano extendida-. Si ni siquiera ha entrado todavía.

Él se la tomó de inmediato, creyendo que quería estrechársela, pero se encontró siendo envuelto en un abrazo cálido.

– Bueno -manifestó, completamente contra una madre, cualquier madre. La suya llevaba muerta mucho tiempo, y en su mundo había imperado la ausencia de una influencia maternal. Pero Louisa atravesó todas las barreras y entró en su corazón.

Alzó la vista y captó la mirada de Corrine. Se había quedado quieta y en ese momento lo observaba con expresión diferente, de una forma que él no pudo analizar.

Y la irritación que sentía por tenerlo allí pareció disminuir. Cuando los padres de ella abandonaron el salón para ir a buscar galletas, Mike supo que era para brindarles algo de intimidad.

– Te caen bien -suspiró ella-. No habría podido imaginarte aquí, con una taza de té en la mano, manteniendo una conversación social. Pero aquí estás.

– Yo tampoco te habría imaginado a ti. Y aquí estás.

– Y aquí estamos.

– Sí -alargó el brazo y le tocó la mano con tanto anhelo que le dolió; sin embargo, aún no tenía las palabras-. ¿Y ahora qué, Corrine?

– Depende.

– ¿De qué?

– De por qué has venido. ¿Qué buscas realmente aquí, Mike?

Abrió la boca, pero como no tenía una respuesta clara para eso, o al menos una que entendiera lo suficiente como para explicar, volvió a cerrarla. Extrañamente desilusionada, ella retrocedió.

– ¿Qué querías que dijera? -preguntó él a su vez.

– Ahí está la cuestión -suspiró ella-. Yo tampoco lo sé.

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