La habitación parecía más oscura que el pasillo. Oscura pero cálida, y de algún modo invitadora. Era su refugio seguro de la tormenta. Corrine entró y se movió en silencio hacia la ventana. Apartar las cortinas no dio más luz a la habitación. Pero a esa altura, la noche y la tormenta estaban sobrenaturalmente en silencio. Apenas podía distinguir la ciudad abajo, y era fácil creer que se hallaban en cualquier parte del mundo, solos.
Él se situó detrás de ella, sin tocarla.
– No estoy casado -anunció-. Ni tengo pareja -cuando ella ladeó la cabeza para mirarlo, sonrió-. Lo sé, no quieres hablar de ti misma y tampoco de mí, pero quería que supieras eso.
Le costaba imaginar a ese hombre sin compañía.
– ¿Estás solo?
– Salgo con mujeres de vez en cuando -se encogió de hombros-. No me ha surgido nada serio. A1 menos aún no.
Se sintió egoístamente aliviada. Nunca se había casado y hacía tanto que no tenía una pareja, que ya casi había olvidado cómo era. Lo extraño era que, a pesar de no salir con hombres, estaba siempre rodeada de ellos. Pero a pesar de eso, nunca en la vida había sido más consciente de uno que en ese momento. Se sentía rodeada por su perfecto desconocido; volvió a temblar, un temblor provocado por la necesidad.
Si esa necesidad no hubiera sido tan fuerte, tan innegable y recíproca, se habría muerto de vergüenza, porque Corrine Atkinson nunca había necesitado a nadie.
– Yo tampoco estoy casada ni tengo pareja -dijo, volviéndose hacia él-. Como mínimo, mereces saber eso.
Él esbozó una sonrisa lenta que estuvo a punto de pararle el corazón.
– Bien -dijo.
Más relámpagos centellearon, pero el trueno sonó apagado, como si sucediera en otro tiempo y lugar.
– Me encanta ver las tormentas -comentó Corrine, de pronto nerviosa-. En especial por la noche.
– Por la noche es diferente -acordó-. Más intenso. Cuando no puedes ver, se activan los otros sentidos y sientes más.
Exacto. Él lo entendía. Lo cual le produjo aún más nerviosismo.
– Mi madre odia este tiempo. Le estropea el pelo -«¿de dónde ha salido eso?» Corrine jamás compartía cosas de su vida. Eso significaba abrirse; y no era su estilo.
Antes de poder ocultar ese desliz con una broma ligera, él le acarició el cabello.
– Pero hace que el tuyo sea más hermoso.
Incómoda con los cumplidos, se llevó una mano al pelo revuelto.
– Me encantan las ondas -añadió, y volvió a acariciárselo.
Sintió el contacto hasta la punta de los dedos de los pies.
– Por lo general, lo mantengo recogido -otro dato personal-. Me lo dejo largo porque así lo puedo recoger. Si me lo cortara, parecería una fregona.
Él rio.
«Santo cielo, ¿quién le ha dado permiso a mi lengua para tomar el control de mi boca?»
– Es tan suave -le colocó un mechón, rebelde detrás de la oreja y luego bajó los dedos por la mandíbula.
Ella dejó de respirar. La mano bajó por el cuello para juntar más las solapas de la chaqueta. Creía que tenía frío. La gentileza de ese hombre la desarmó.
– Puedo dormir en el suelo -musitó él. La ternura de su voz, combinada con el cuidado con que la tocaba, fue la perdición de Corrine.
– No, yo…
Mike se llevó una mano al pecho. -Quería que vinieras a mi habitación más que respirar, pero ahora que estás aquí, no deseo apresurar las cosas.
Ella intentó recordar la última vez que se había sentido atraída por un hombre, pero no fue capaz. Veía a hombres atractivos en todo momento, y ni uno había despertado su interés.
Ese hombre no solo avivaba una chispa, sino que había provocado un incendio, y no era sencillamente por su belleza física, aunque la tenía. Ni tampoco su sonrisa, a pesar de que habría bastado para desbocarle las hormonas. Tenía algo, era tan grande y duro, pero tan… gentil. Probablemente se reiría de eso, o quizá se sentiría abochornado. Aunque tal vez no; no parecía un hombre que se abochornara por muchas cosas.
– No lo haces -repuso al final.
Mike le sonrió, luego apoyó las manos en sus hombros y la hizo girar de nuevo. En lo que comenzó como un contacto ligero y sexy, le tanteó los músculos hasta encontrar el nudo de tensión en la nuca. Con un sonido de simpatía, la masajeó.
Corrine estuvo a punto de caer al suelo, incapaz de contener el suave gemido de placer mientras los dedos de él se centraban con absoluta precisión en el lugar donde ella más los necesitaba.
– Mmm, estás tan contraída… Trata de relajarte un poco -trabajó los músculos hasta los brazos y siguió a las yemas de los dedos, para volver a subir hasta el cuello. Lo repitió una y otra vez, con infinita paciencia, hasta que ella tuvo que aferrarse al alféizar de la ventana para evitar deslizarse al suelo en un amasijo líquido de enorme gratitud-, ¿Mejor?
– Como mejore algo más -musitó-, podría explotar.
– ¿Lo prometes?
Como si dejar a una mujer completamente sin el control fuera algo cotidiano en su vida, rio con voz ronca cuando ella soltó otro gemido desvalido. Y quizá para él fuera algo corriente, pero no para ella. Quiso recordar cuándo había sido la última vez que había practicado el sexo. Pero los dedos de él obraban su magia y en ese momento pudo sentir su torso y sus muslos rozarle la espalda y las piernas, debilitándola aún más.
– Es muy tarde -indicó Corrine.
Los dedos de él se paralizaron, luego, con cuidado, retrocedió.
– Sí, lo es. Querrás irte a dormir. -Ella giró con el corazón en un puño.
– Creo que esto es algo por lo que vale la pena estar cansada.
En la mirada de él captó todo lo que ella estaba sintiendo… deseo y necesidad descarnados, incluso miedo, y no había manera de que pudiera resistirse a ello, ni que deseara hacerlo.
Se había concedido esa noche y no pensaba renunciar en ese momento. Pero incluso en su anonimato, había algo de lo que debían hablar.
– No tengo ninguna protección -llegó a ruborizarse; no se veía en una situación semejante desde el instituto-. No esperaba… esto.
Él mostró una sonrisa dulce.
– Yo tampoco. Solo espero que en mi neceser todavía haya… Un momento -desapareció en el cuarto de baño. Luego regresó con una expresión de gran alivio en la cara mientras sostenía en alto dos preservativos.
– Dos -a Corrine se le aflojaron aún más las rodillas-. Bueno… -estaba sin aliento-. Se dice que dos de cualquier cosa es mejor que uno, ¿no? -é1 soltó una risa breve y luego le rozó la mejilla con la boca. Los labios de ambos se encontraron una vez, luego otra, y otra, hasta que Corrine suspiró-. Sabes igual que hueles – murmuró, sin intención de decirlo en voz alta-. Como el cielo.
Él emitió un sonido que podría haber sido una mezcla de humor y anhelo, y lenta, lentamente, le quitó la chaqueta de los hombros antes de acercarla y pegarla a él.
Corrine estuvo a punto de morir de placer. Su cuerpo era tan grande, duro y excitante que echó la cabeza atrás y en silencio le pidió que volviera a besarla. Él lo hizo, pero ella necesitaba más. Lo había necesitado en cuanto lo vio por pri-mera vez, pero en ese momento ya no era soledad, sino un apetito que nunca antes había experimentado.
Él le enmarcó el rostro entre las manos y siguió besándola, en ese momento con más profundidad, al tiempo que la tocaba como si fuera especial, preciada. Femenina.
Quería ser todas esas cosas para un hombre, ese hombre, aunque solo fuera por una noche. La fascinaba. Era hermoso y sensual. Y peligroso, aunque solo fuera para su salud mental. Y estaba duro y excitado, por ella. Perfecto.
Le rodeó el cuello con los brazos al mismo tiempo que él la pegaba al cuerpo. Tenía la boca firme, exigente de una manera serena que le recordó su voz. Pero no la presionó más que ese simple contacto de sus bocas, y comprendió que no lo haría.
Si quería más, lo cual así era, tendría que tomarlo. No era que él no la deseara; podía sentir todo lo contrario, la protuberancia entre sus poderosos muslos. Y su contención hacía que lo deseara aún más.
Más adelanté se preguntaría qué le había pasado durante esa noche oscura y tormentosa, pero en ese momento, a salvo en la calidez y fortaleza de sus brazos, no parecía haber ningún modo mejor de satisfacer el vacío que tenía dentro.
– Más -dijo, hundiendo los dedos en el cabello de él, alzándole la cabeza para mirar sus ojos castaños.
– Más -prometió Mike. Sin soltarla, giró hacia la cama.
Ella sintió un momento de vacilación cuando la depositó sobre las sábanas, pero luego él se quitó la ropa. Corrine deseó que hubiera luz. Sin embargo, cuando apoyó una rodilla en la cama y se arrastró hacia ella, pudo vislumbrar su increíble cuerpo y lo olvidó todo. Tenía un torso ancho, un vientre plano que anhelaba tocar; los muslos eran largos, musculosos… Y estaba completamente excitado.
Era un desconocido, de modo que ninguna parte de él le era familiar; sin embargo, alzó los brazos y lo recibió como si se conocieran de toda la vida. Él le tomó la boca, en esa ocasión con más hambre, y si era posible, eso avivó el de ella.
El calor se extendió y, cuando él le desabotonó la blusa y luego el sujetador, quitándole ambas prendas por los hombros, se encontró jadeante, con las caderas presionando con insistencia las de él. La excitaba más allá de toda lógica, y si pudiera pensar, algo que decididamente no podía, quizá se hubiera sentido horrorizada ante su falta de control.
No obstante, en ningún momento se le pasó por la cabeza detenerlo, ni entonces ni cuando le quitó el resto de la ropa y se puso el preservativo. Tampoco cuando le enmarcó la cara entre sus manos fuertes y la besó, un beso profundo, húmedo y prolongado. Y desde luego no cuando la tocó primero con los ojos, luego con los dedos, después con la boca y por último cuando se hundió en ella.
En el exterior, la tormenta continuaba con su furia, mientras en el interior se desataba otra de naturaleza diferente. La realidad tenía pocas oportunidades entre los relámpagos y el apetito voraz y descarnado. La fricción de los embates de él y la codicia de su propio cuerpo la destrozaron. Podría haber sido aterrador la facilidad con que la proyectaba fuera de su ser. Todavía seguía bajo el poder de un orgasmo sorprendentemente poderoso, ¡el tercero!, cuando él hundió la cara en su pelo y encontró la liberación que necesitaba.
Corrine sabía que la mañana tenía que llegar, pero no le gustó que fuera tan pronto. Unos rayos anaranjados y amarillos se filtraban a través de las rendijas de las cortinas, proyectando una luz casi surrealista en la habitación, al tiempo que le aseguraban que la tormenta había pasado. Estaba claro que había llegado la mañana, y con ella se presentarían las responsabilidades.
Yacía en el abrazo de ese perfecto desconocido. Los dos estaban deliciosa y gloriosamente desnudos; el calor de sus cuerpos se mezclaba. Durante un momento de indulgencia, lo miró mientras dormía en toda su belleza masculina y se preguntó de quién sería ese cuerpo duro y esbelto que durante la noche la había transportado tantas veces al paraíso.
Tenía los ojos cerrados, la cara relajada y el pecho oscilaba a un ritmo sereno y pausado. La boca firme le provocó recuerdos de lo que podía conseguir con ella y la hizo experimentar un nuevo cosquilleo. Tenía pestañas largas y oscuras y unos pómulos marcados.
Un brazo servía de almohada galante para ella, mientras con el otro la mantenía pegada a él. Con los dedos le sostenía un pecho con gesto posesivo. Desde ese ángulo, no podía ver mucho por debajo de la cintura de él, pero lo sentía pegado a ella. Suspiró de placer.
Solo mirarlo le contraía el corazón. Era alguien por quien se habría podido interesar, si alguna vez se permitiera esas cosas. Pero no podía, al menos no en ese momento, no con la misión inminente. Quizá en otra ocasión…
Aunque sabía que eso era mentira. Siempre se había dicho que algún día dejaría que el Príncipe Encantado entrara en su vida, pero el momento nunca era el adecuado. Sintió el corazón en un puño, pero no le hizo caso. En su opinión, tal como estaba su vida en ese momento, lo tenía todo: Tenía unos padres estupendos que apoyaban su estilo de vida increíblemente ajetreado y tenía el mejor trabajo del mundo. Cierto que no tenía su propia familia, ni un marido ni hijos, pero no disponía de tiempo para eso. Tenía necesidades, como cualquier mujer normal de carne y hueso, pero esas necesidades se satisfacían con facilidad. Cuando sentía el picor ocasional, salía para que se lo rascaran. Con cuidado, desde luego, pero no era tímida.
Igual que había hecho la noche anterior. Y era hora de continuar con su vida. Satisfecha. Feliz. Realizada. Tal como quería.
Entonces, ¿por qué no se separaba de él? ¿Por qué se quedaba ahí tendida, jadeando por un hombre que tendría que haber olvidado a la primera luz del amanecer? No estaba segura, pero debería dejar esa reflexión para otro momento.
Tenía que irse.
Escabullirse de su brazo no fue fácil, pero era una maestra consumada del sigilo. No obstante, no pudo evitar pensar que, si él despertara en ese instante, sería el destino. Bajo ningún concepto podría mirar esos ojos cálidos y acogedores y marcharse. Menos aún si le lanzaba esa sonrisa igual de cálida y acogedora y alargaba los brazos hacia ella. Imaginó la reacción que tendría…
Él no se movió. Tentando al destino, se inclinó y le dio un beso suave en la mejilla.
«Nunca te olvidaré».
Durante un momento se quedó junto a la cama, anhelando algo que no era capaz de concretar. Pero aunque pudiera, no serviría para nada. Los asuntos del corazón no se le daban bien. Se vistió con rapidez y en silencio y titubeó una última vez en la puerta.
Luego, recogió la bolsa y se marchó, convencida de que no le quedaba otra elección. Ninguna en absoluto.