7

El día siguiente lo pasaron otra vez de reunión en reunión, y al terminar, Corrine se sentía mentalmente extenuada. No era por el trabajo, ya que le encantaba. Era por Mike. No podía olvidar la expresión que había puesto cuando le dijo que creía que ella estaba avergonzada de lo que habían hecho. Había dejado que creyera eso, y de esa manera lo había herido.

Eso era lo que sucedía cuando alguien actuaba de forma irresponsable. Y tener sexo con un desconocido en su habitación del hotel, desde todos los ángulos constituía un acto irresponsable.

Pero lo verdaderamente extraño era que no conseguía lamentar lo que habían hecho. Ni un solo momento. Y desde luego tampoco estaba avergonzada. Lo que significaba qué, por una simple cuestión de honestidad, tenía que aclarar las cosas. Solo entonces podría continuar con su vida y dedicar toda su concentración a la misión.

Cuando acabó con todo el papeleo y la burocracia, fue a buscar á Mike. Su intención era aclarar esa situación, lo que en absoluto explicaba por qué le vibraba el cuerpo ante la sola idea de volver a verlo. Lo atribuyó a que no había comido. No logró dar con él. No pudo encontrar a nadie del equipo. Como último recurso, fue a buscar a Ed, uno de los ayudantes administrativos.

– Han salido a cenar -le explicó.

No supo si lo que vio en los ojos de él fue pena, ya que nada más contestarle se marchó, recordándole que la mayoría de los asistentes vivían dominados por el miedo que les inspiraba.

Se dijo que no había motivo real para ello. Sí, por lo general tenía prisa. Y quizá algunas veces podía ser… brusca. Pero no se trataba de nada personal.

Que su equipo saliera sin ella dejaba bien claro que eso sí era personal. Nada importante. Tampoco ella quería comer en su compañía. Además, tenía trabajo que hacer. Se quedó hasta tarde para demostrarlo, pero sabía muy bien que una parte de sí misma se preguntaba si alguno de ellos se presentaría después de cenar para ver cómo le iba.

Era patético. Se odió por verse reducida a pensar semejantes tonterías.

«Supéralo y sigue adelante».


Esa noche se encontraba despierta, mirando el techo. Lejos de concentrarse en la misión, su mente estaba ocupada con un hombre alto y esbelto, hermoso, que cuando sonreía podía convencerla para que saltara desde un risco.

A medianoche pensó que quizá la esperara otra vez en el pasillo. Se puso de pie de un salto, con el corazón desbocado. Pero al ir hacia el cuarto de baño, todo lo lenta y ruidosamente que se atrevía, nadie la agarró. Ni entonces ni cuando salió. Estaba sola, sola de verdad, tal como siempre había querido estar.

Antes de que se diera cuenta, la semana en el Centro de Vuelo Espacial Marshall llegó a su fin. Mike y el resto del equipo iban a ir a Houston y al Centro Espacial Johnson, donde permanecerían entrenándose hasta que la misión despegara del Centro Espacial Kennedy, en Florida.

Quedaba mucho por hacer. En el Centro Espacial Johnson los exprimirían en sus respectivas especialidades. Una y otra vez. Cargar. Descargar. Construir. Reparar. Reconstruir. Despege. Aterrizaje. Repasarían todos los posibles escenarios, y cuando creyeran que ya habían terminado, recibirían la orden de volver a empezar.

La NASA se tomaba todo muy en serio. Después de sufrir dolorosos fracasos en el pasado, errores que habían costado miles de millones de dólares, por no mencionar la fe de los contribuyentes, no quería repetir ninguno de esos errores.

Mike lo entendía muy bien, y aun así le encantaba su trabajo. Le gustaba todo menos trabajar para una mujer a la que quería hacer perder la cordura a besos y a la que no terminaba de quitarse de la cabeza.

Pensaba trasladarse a Houston del mismo modo en que había viajado a Huntsville, pilotando su propia avioneta, que él mismo había reconstruido.

Frank también había volado en su propio avión, de modo que se marchó de la misma manera. Pero Stephen y Jimmy se mostraron contentos del ofrecimiento de Mike de que lo acompañaran.

Y para su sorpresa, también Corrine. Ella apareció en la pista con una bolsa de viaje al hombro.

– ¿Tienes sitio para alguien más?

– Desde luego.

Ante el súbito e incómodo silencio que reinó, Mike miró a Stephen y a Jimmy, quienes se encogieron de hombros. Sus rostros habían perdido las expresiones risueñas, pero hasta ellos eran lo bastante profesionales como para no quejarse porque su comandante quisiera viajar en su compañía.

Con Stephen y Jimmy concentrados en admirar el trabajo realizado por Mike en su Lear, Corrine se le acercó.

– Quería hablar contigo.

– Ya has dicho lo mismo con anterioridad -enarcó una ceja-. Y en realidad no era así -ella se apoyó sobre un pie y luego sobre el otro y soltó una risa leve, y él comprendió con cierto asombro que estaba nerviosa. Corrine nunca parecía nerviosa, lo cual despertó su curiosidad-. Habla, entonces -indicó con más ligereza que la que realmente sentía.

– Muy bien. Gracias -dejó la bolsa en el suelo-. Me has estado evitando.

Así era, por una simple cuestión de supervivencia. Pero no pensaba darle la satisfacción de revelárselo. Mike Wright no evitaba a nadie.

– ¿Cómo es posible? Llevamos una semana trabajando codo con codo.

– Sí, hemos trabajado juntos -convino-. Pero no hemos…

Estaba mal fingir que no tenía ni idea de lo que ella hablaba… mal, pero tan satisfactorio…

– ¿Sí? -instó-. No hemos…

– Ya sabes -soltó un suspiro-. Hablado…

Y verla ruborizarse era más que satisfactorio.

– ¿Te refieres a nuestros besos ardientes, húmedos y largos? ¿O a la diversión encendida y húmeda que tuvimos en mi habitación del hotel?

Los ojos de ella se oscurecieron y apretó la boca.

– Fue un error sacar este tema. Lo siento -iba a pasar por delante de él para entrar en la avioneta, pero Mike la detuvo.

– Te has equivocado -manifestó con un susurro áspero-. Porque en realidad no quieres hablar de ello. Lo que deseas es olvidar que alguna vez sucedió. Estás avergonzada…

– No -apoyó una mano en el pecho de él, y ese simple gesto evaporó el enfado que lo dominaba-. No estoy avergonzada. Eso era lo que quería decirte. Lamento haberte hecho creer lo contrario.

Durante un momento, lo dejó ver dentro de ella, más allá de la altivez hacia la mujer que había tenido tan cerca aquella noche. Le produjo un dolor peculiar en el pecho.

– ¿Por qué lo haces? -susurró, incapaz de contenerse de acariciarle el brazo-. ¿Por qué los dejas creer que eres la Reina de Hielo? Sé que no lo eres.

Corrine abrió mucho los ojos; y también la boca, que luego cerró con cuidado.

– ¿Qué? -preguntó.

– Nada -un nudo le atenazó el estómago; ella desconocía cómo la llamaban-. Nada.

– ¿Qué? -repitió Corrine al rato-. ¿Qué has dicho que me llaman?

Aunque logró esconder con sorprendente velocidad el dolor que la embargó, sabía que él era el culpable de causárselo, y no pudo sentirse peor.

– Corrine…

– Olvídalo -irguió los hombros y elevó el mentón-. No es necesario que me sienta insultada cuando es la verdad.

– Espera…

– No. Esta tarde tenemos una reunión y hemos de apresurarnos.

– Sí, pero…

– ¿Vas a pilotar este aparato o no? -soltó, subiendo a bordo. Asintió con gesto seco hacia los otros, sin ninguna señalexterior de que acababan de destrozarla.


¿Has acabado con la última inspección? – le preguntó a Mike cuando ocupó el asiento del piloto.

– Concluida. Corrine…

– No -sentada junto a él en la cabina, como si fuera su sitio, recogió la carpeta de anotaciones y procedió a la comprobación antes del despegue. Él se la quitó.

– Yo lo haré.

Recogió los auriculares de Mike. Se los habría puesto, pero, en su avión, él estaba al mando. También se los quitó.

– ¿Ruta? -pasó las manos sobre los controles.

– Sé cómo llegar -le apartó los dedos del panel de instrumentos.

– Entonces ponte en marcha de una vez -lo miró irritada.

Él ignoró el tono de ese comentario, ya que comprendía que se encontraba herida. Pero con esa actitud desagradable y controladora, estuvo a punto de olvidar lo cálida y generosa que podía ser.

No le gustaba. De hecho, detestaba esa altivez y tomó la decisión de destruirla. Aguardó hasta que se encontraron en el aire y Corrine completamente relajada, perdida en su propio mundo. Estaba enfrascada en una revista de aviación cuando Mike alargó la mano y la apoyó en su rodilla.

Estuvo a punto de salir por el techo debido al brinco que dio.

Mike se mantuvo serio, aunque por dentro eso le había devuelto el buen humor. Comprendía que había encarado mal la situación. La respuesta no radicaba en dejar que ella levantara defensas, sino en volverla loca, y al parecer podía conseguirlo con un simple contacto.

– ¿Podrías pasarme un pañuelo de papel? -preguntó, señalando la caja pequeña que había junto a la cadera derecha de ella. Antes de quitar la mano del muslo, la acarició, solo una vez.

Corrine tembló y se le cayó el pañuelo, luego se sobresaltó cuando al fin pudo entregárselo y sus dedos se tocaron. Mike sonrió, y la mirada de ella se posó en sus labios.

«Bingo», pensó él, complacido. Muy complacido. El resto del viaje la tocó siempre que fue posible, cuando no lo veía nadie más. Incluso logró lamerle el lóbulo de la oreja durante un delicioso segundo.

Creyó que en ese instante ella se volvería loca, pero no dijo ni una palabra. Simplemente lo miró con ojos centelleantes mientras el rubor y la respiración entrecortada la delataban.

Pero como era evidente que estaba furiosa con él, de algún modo fue una victoria vacía.


En Houston las cosas fueron diferentes. Todo el grupo, menos Mike, vivía allí, de modo que cada noche sus integrantes podían regresar al hogar. La NASA había reservado una suite de hotel para él, de manera que no se produjeron más «encuentros» clandestinos camino del cuarto de baño. Corrine los echó de menos.

Cuando llevaban una semana de entrenamiento en el Centro Espacial Johnson, supo que tenía un problema. No era el equipo; todos trabajaban bien juntos. Más que bien, ya que aprovechó a su favor saber que la consideraban la Reina de Hielo. Se dijo que no estaba allí para hacer amigos, sino para dirigir a un grupo.

Una vez más, el problema era Mike. La estaba volviendo loca. Había mantenido el secreto, no le había contado a nadie la noche salvaje de pasión que habían compartido, pero ya no la evitaba. Aunque eso tampoco era del todo cierto. Ante cualquiera que no conociera lo que había pasado entre ellos, Mike y Corrine solo trabajaban juntos. Punto. Nadie vería más que un vínculo profesional mientras los dos continuaban intentando que la misión fuera un éxito.

No obstante, se esforzaba en volverla loca con contactos ocultos. A menudo. De hecho, todo el tiempo. Simplemente un dedo sobre su piel. Un susurro y una sonrisa perversa. El roce de un muslo contra el suyo. Un millón de cosas diferentes, cada una pensada para volverla loca de lujuria.

Ya no podía soportarlo. No hacía falta ser un genio para saber que quería dejar algo claro, pero ya estaba encendida y excitada cada segundo de cada día, así que no era capaz de conjeturar qué podría ser.

Después de un día especialmente largo, caluroso y frustrante, después de dedicar horas a tratar de conseguir que uno de los brazos robóticos hiciera lo que se le ordenaba, Corrine no pudo más. Mike y ella llevaban horas juntos. En todo ese tiempo había estado respirando su fragancia.

En ese momento, él se hallaba boca abajo, extendido sobre la plataforma, jugando con el aparato que intentaban hacer funcionar. Jimmy y Frank se encontraban debajo de él; Stephen estaba en la sala de control estudiando las imágenes de ordenador. Todos estaban muy concentrados. Solo Mike atraía la mirada de Corrine.

Tenía el pelo revuelto, sin duda de mesárselo con los dedos. Hacía tiempo que se había remangado para revelar unos antebrazos duros y fibrosos, tensos. Mostraba cada músculo de la espalda delineado y perfilado por la camisa húmeda. Solo la espalda le quitaba el aliento; luego se permitió bajar la vista. La conmocionaba la facilidad que tenía para descentrarla del trabajo. Tenía que encontrar una manera de ponerle fin o iba a sufrir una combustión instantánea.

Al final del día, con calma, lo siguió al pasillo.

– No puedo hacerlo -dijo a la espalda de él, haciéndolo parar-. Estoy con la sensibilidad a flor de piel. No me soporto, Mike. Hemos de parar…

Se preparó para mostrarse fría y compuesta, pero él giró en redondo, le tomó la mano, abrió la puerta de un cuarto trastero y la introdujo en el espacio oscuro. -Mike…

El nombre fue lo único que pudo pronunciar antes de que la pegara a él y la besara con ardor. Corrine necesitó un instante para pegarse a Mike como una segunda piel y devolverle el beso con igual pasión.

Algo sucedió en ese momento desesperado. Se convirtió en mucho más que un beso y fue mucho más necesario que respirar. Corrine cerró los ojos a la oscuridad que los rodeaba, al hecho de que hacían algo muy, muy estúpido, y se concentró únicamente en Mike, en el gemido ronco que soltó al sentirla con las manos, en el sabor de él, en el contacto del cuerpo duro y grande contra el suyo. Después de un prolongado momento, durante el cual las manos de ambos lucharon con la ropa en un afán por acercarse lo más posible, ella tuvo uvo que respirar.

– Mike.

Él apoyó la frente contra la de Corrine y respiró de forma entrecortada.

– Lo sé -adelantó la cadera, su frustración evidente por el tamaño de la erección. -Mike…

– Por favor, Corrine, no te escudes en tu papel de comandante. Aún no. Parecías tan… excitada. Tuve que tocarte.

Y el cuerpo aún le palpitaba con un deseo encendido, pero se apartó. Él suspiró y bajó las manos.

– Sal tú primero -indicó él-. Yo lo haré cuando pueda caminar. Necesitaré aproximadamente una hora.

Ella se alisó la ropa, imaginando que debía estar con la piel encendida y los labios hinchados.

– Tenemos que parar. Tienes que parar.

– ¿Parar qué, exactamente?

– Parar… de tocarme. Ya sabes, rozarme por accidente.

– Da la casualidad de que trabajamos en un entorno muy cerrado.

– Sí, pero no tiene que ser tan cerrado. Y deja de mirarme -añadió, sin prestar atención a la risa sorprendida de él-. Hablo en serio. Me miras y no soy capaz de pensar, Mike.

– Dejar de tocarte, de mirarte. ¿Te parece bien si sigo respirando?

– Lo siento -había vuelto a herir sus sentimientos.

– Vete, Corrine.

Con toda la dignidad que pudo exhibir, se fue, horrorizada por el anhelo de volver a meterse en el cuarto trastero y atacarlo como una adolescente. Y horrorizada porque cualquiera podría haber abierto de forma inocente el cuarto y haberlos encontrado dando rienda suelta a su ridícula e incontrolable pasión.

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