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Conmocionada, observó al desconocido. Aunque los rodeaba la oscuridad, pudo sentir su mirada penetrante en ella, como una caricia. Tembló en la profundidad de su chaqueta cálida y benditamente seca.

Pero no por el frío, sino por algo mucho más complicado.

Detrás del mostrador, otra mujer se unió a la recepcionista joven y nerviosa.

– Soy la directora -le dijo a Corrine-. Lamentamos mucho el inconveniente, pero como puede ver, sin electricidad y con el generador que no funciona bien, no estamos en posición de conseguirle una habitación ni ayudarla a encontrar otro lugar. Si lo desea, puede esperar aquí hasta que pase la tormenta.

¿Esperar en ese lugar frío, oscuro, ruidoso y lleno de gente igual de enfadada que ella?

O podía salir al exterior a tratar de loca-lizar un taxi. Vaya elección.

El hombre que tenía detrás se movió, lo suficiente para que el muslo le rozara la parte de atrás de la pierna, y todo en ella se quedó paralizado, y luego se encendió. Le había ofrecido su habitación. Y su cama.

«Por favor», le suplicó su propio cuerpo a su cerebro. «Oh, por favor, por favor».

– ¿Señora? -la directora miró a Corrine con un deje de impaciencia. En ese momento, tenía que ocuparse de más gente a la que debía sonreír y tratar de apaciguar.

¿Qué hacer? Corrine había nacido para gobernar. Y si no, que se lo preguntaran a sus padres, que desde el primer día la habían llamado Reina Abeja. Su madre, una bioquímica, y su padre, un cardiólogo, bromeaban con que mandar formaba parte de su composición genética. Tenía que reconocer que había cumplido sus predicciones.

Quizá si hubiera sido criada por personas que no la hubieran entendido, que no la hubieran animado a ser lo que quisiera ser, podría haberse convertido en alguien horrible, pero la verdad era que no era una malcriada. Poco después de que su familia se hubiera trasladado a Houston siendo ella pequeña, había soñado con convertirse en astronauta. Había trabajado con mucho tesón para lograr lo que quería, y no se había rendido hasta conseguirlo. No solo había logrado entrar en el programa espacial, sino que había tenido éxito más allá de las expectativas de todos. Excepto de las suyas, desde luego.

Gracias a su inamovible tenacidad, obstinación y trabajo duro había ido ascendiendo y pilotado lo que era un récord de cuatro misiones hasta la fecha, y en ese momento iba a ser la tercera mujer en la historia en dirigir una misión.

Quizá tenía confianza. Y sí, era probable que fuera un poco dura. Pero para conseguirlo en el espacio y en la aeronáutica, campos tradicionalmente dirigidos por hombres, debía serlo. Sabía que utilizaba esa dureza para espantar e intimidar adrede a las personas que la rodeaban, aunque en caso contrario jamás habría logrado llegar tan lejos.

Con ese espíritu, pensó en exigir una habitación, pero algo sucedió. Los dedos del hombre, todavía en su cintura, se extendieron y el pulgar se movió por su costado hasta apoyarse en su vientre y provocarle unos temblores desbocados.

– Yo tengo una habitación -repitió en voz baja.

Lo que los dedos de él le hacían- a su cuerpo debía ser declarado ilegal. Ya no era capaz de ver bien, estaba consumida por la lujuria hacia ese hombre, más atractivo que el diablo y lleno de promesas de pecado. Tenía una sonrisa lenta y sensual que iluminaba la noche. Era inteligente, con sentido del humor y quería compartir con ella la habitación que tenía.

– ¿Qué te parece? -preguntó él.

Que estaba loca. Que tenía una agenda estructurada y controlada para los próximos meses. Que era demasiado madura para eso. Que estaba demasiado… ocupada. Maldición, todo eso sonaba pretencioso. ¿Por qué no podía ser sencillo? ¿Por qué no podía tener derecho a una noche de frivolidad como cualquier otra persona? Llevaba demasiado tiempo sin disfrutar de ese tipo de relaciones y merecía una noche de puro egoísmo y placer, donde nadie se inclinara ante ella, obedeciera sus órdenes o tratara de adularla. Tenía derecho a ser una mujer de vez en cuando. ¿O no?

Con toda la calma que pudo, se volvió hacia la directora para comprobar la improbable posibilidad de que todo hubiera sido un error.

Pero la mujer movía la cabeza.

– Lo siento.

La sorprendió el alivio que sintió, pero siempre era honesta, quizá en exceso. En vista de eso, tuvo que reconocer que en realidad no quería una salida de esa situación. Había volado a Huntsville para ocuparse de una emergencia. Fuera la que fuere, era importante y la afectaría tanto a ella corno a la misión.

En los meses que quedaban no dispon dría ni de un momento para sí misma. Esa era su última noche. La asustaba descubrir lo mucho que lo deseaba.

Giro en la oscuridad y chocó contra el pecho de él, y por el modo en que contu-vo el aliento, supo que lo afectaba tanto como él a ella. «Tonto», quiso decirle. «Nos comportamos como adolescentes dominados por las hormonas».

Los dedos de él volvieron a jugar en la base de su columna vertebral. Y todas esas hormonas desbocadas por su propio apetito se alteraron en su interior.

Debería haber sido embarazoso. Incómodo como mínimo. Debería haber sentido temor y duda por un millón de motivos diferentes; el primero, que ni siquiera sabía cómo se llamaba. A cambio, la invadió la sensación más extraña de… estar haciendo lo correcto.

En la oscuridad, echó la cabeza hacia atrás para tratar de verle la cara. No pudo, y más que ver, percibió su sonrisa lenta y relajada. Todo dentro de ella reaccionó.

No le cupo ninguna duda de que se hallaba en el lugar adecuado con el hombre adecuado.

– Sí -dijo.

– ¿Sí?

– Sí -respiró hondo-, me gustaría compartir tu habitación.

La recepcionista y la directora se habían adelantado para oír la respuesta, y dio la impresión de que ambas querían suspirar aliviadas.

– La llave funcionará -explicó la directora- El sistema electrónico de llaves ha activado la energía de emergencia y es una de las pocas cosas que funcionan en este momento. No tendrán ningún problema para entrar en la habitación.

Detrás de ellos, la multitud se impacientaba.

Su desconocido, que olía como el cielo y poseía un toque casi igual de divino, no dijo una palabra, simplemente la tomó de la mano, se la llevó a los labios y entonces, sin soltarla, emprendió la marcha.

Y por segunda vez aquella noche, y segunda vez en toda su vida, ella siguió el camino que le abrían.


Más de una vez en su vida, a Mike lo ha-bían acusado de ser arrogante y seguro, pero abierto y despreocupado. A veces pe-rezoso. Pero como podía atestiguar cualquiera que hubiera trabajado con él, era un hombre muy controlado. Rara vez perdía el control, aunque en ese momento había estado a punto de hacerlo. Llevaba de la mano en dirección a su habitación a una mujer increíblemente hermosa, y no tenía ni idea de lo que ella esperaba.

Sabía que sus hermanos se mofarían de él, ya que tenía buena fama con las mujeres. Pero la verdad era que gran parte de su reputación de chico malo era exagerada, al menos en los últimos años, cuando había estado demasiado ocupado para vivir en consonancia con ella.

La miró por encima del hombro en la oscuridad y descubrió que lo observaba. Le apretó la mano y sonrió.

Ella le devolvió el apretón y la sonrisa, y el cuerpo se le contrajo de excitación. Con un poco de suerte, esa noche la fantasía y la realidad iban a ser una.

Atravesaron el vestíbulo grande y ruidoso con cuidado.

– ¿Todas estas personas están sin habitación? -se preguntó ella en voz alta.

Mike no se detuvo, pero le apretó la mano otra vez.

– Eso parece.

– Es terrible.

Lo era y no le producía una sensación agradable; pero tampoco era tan horrible como para invitar a alguien más a compartir su habitación. Entre trabajo, trabajo y más trabajo, de algún modo había encontrado algo para sí mismo. Frívolo. Incluso peligroso, si se tenía en cuenta la época en la que vivían y todos los problemas asociados con el sexo, pero algo en esa mujer le decía que era diferente.

Un suave resplandor procedente de varias linternas y velas iluminaba el camino hacia los ascensores que, desde luego, no funcionaban. También allí había gente que miraba consternada las puertas cerradas

La habitación de Mike se hallaba en la sexta planta.

Podría haber sido peor, mucho peor.

– Hemos de subir por las escaleras – anunció con pesar, aunque no por sí mismo. Dadas las exigencias físicas de su trabajo, por no mencionar el riguroso entrenamiento al que estaba sometido continuamente, podía subirlas en dos minutos sin empezar a sudar.

Pero para ella no sería tan fácil. La falda mojada tenía que limitarla, y esos tacones… bueno, resaltaban las piernas deslumbrantes, pero no podían ser cómodos. A la tenue luz, le brillaba el pelo húmedo. También la piel, junto con los ojos, llenos de misterios profundos y oscuros.

– Seis plantas de escaleras -añadió con tono de disculpa-. Iremos despacio -le aseguró, y habría jurado que ella se reía. Pero cuando la escrutó en la oscuridad, solo esbozaba una sonrisa.

– Lista cuando tú lo estés -dijo.

En el momento en que abrió la puerta que daba a las escaleras, los recibió una negrura total. Para tranquilizar a la mujer que tenía al lado, volvió a tomarle la mano.

– No te preocupes -del bolsillo sacó un bolígrafo que también era linterna. Cuando la encendió, ella lo miró sorprendida.

– ¿Llevas una linterna en el bolsillo?

Y una agenda electrónica. Y un teléfono móvil de última generación, capaz de conectarse a Internet y leer su correo electrónico. Era un fanático de lo tecnológico y no podía evitarlo, pero en su defensa se podía aducir que había pasado muchos años en Rusia, lejos del hogar. Esos juguetes de algún modo lo hacían sentirse más cerca de su país.

– Tienes que ser ingeniero -decidió ella.

– No lo soy -la vio sonreír, y le pareció tan hermosa que se quedó sin aliento.

– ¿Seguro? -seguía bromeando-. Ahora que lo pienso, lo pareces.

– ¿De verdad quieres saberlo? -preguntó en voz baja, con el deseo repentino de hablarle de sí mismo y oír su historia a cambio. Era una tontería, e incluso arriesgado, porque con esa conexión emocional adicional, sabía que lo que compartieran esa noche iba a ser la relación más poderosa que jamás había tenido.

Ella lo miró fijamente a los ojos, buscando algo que solo Dios conocía. Y al final negó con un movimiento de cabeza.

– Es tentador -susurró con pesar, y alzó una mano para rozarle la boca-. Pero no. No quiero saberlo.

Durante largo rato no se movió, con la esperanza de que ella cambiara de parecer, pero el momento pasó y forzó una sonrisa.

– Me gustaría estar preparado -indicó y dirigió la linterna hacia delante. «Por favor, que esté «preparado» con un preservativo en el neceser».

– Preparado -soltó una risa breve, un sonido algo oxidado, como si no lo hiciera a menudo. «Que sea una caja de preservativos», pensó Mike.

Empezaron a subir. A1 llegar al rellano de la primera planta, él hizo una pausa.

– ¿Necesitas descansar?

– ¿Después de un tramo de escalera? – movió la cabeza-. Dime que no te parezco tan frágil:

Era pequeña pero no frágil, no con esas curvas maravillosas y ese rostro tan lleno de vida.

– No me pareces frágil -repuso tras un largo escrutinio que le agitó el cuerpo.

– Respuesta inteligente.

Subieron otra planta y, cuando Mike volvió a detenerse en el rellano, ella enarcó una ceja.

– ¿Tú necesitas descansar?

Él sonrió y subieron el siguiente tramo, pero al oír una carcajada delante de ellos, Mike se detuvo otra vez. Repantigados en los escalones, dos hombres compartían una botella de lo que debía ser un líquido poderoso, a juzgar por las sonrisas bobaliconas que exhibían.

– Mira -dijo uno con voz pastosa mientras 1e daba con el codo a su amigo-. Esa sí que es manera de pasar el tiempo, amigo -e1 borracho le ofreció un guiño exagerado a Mike-. No hace falta que te diga que no pases frío, ¿eh? Tienes tu propia manta.

Los dos soltaron una carcajada estentórea, y al hacerlo, resbalaron unos escalones para caer enredados. Eso los hizo reír con más ganas.

Mike pasó por encima de ellos y la ayudó a hacer lo mismo.

El siguiente tramo comenzó de la misma manera, pero entonces oyeron un gemido extraño y acalorado, seguido de un veloz jadeo. Mike no sabía qué esperaba encon-trar. Una pelea, quizá. Alguien apuñalado o con un balazo, alguien de parto… no sabía reconocerlo por los sonidos asustados. Aunque estaba preparado para cualquier cosa y trató de mantener a la mujer detrás de él para protegerla.

Pero ella se negó a permitirlo. Apartó las manos de él y con terquedad permaneció a su lado.

Los sonidos procedían de una pareja, y no se trataba de una pelea ni de heridas graves, como había temido Mike, sino de un emparejamiento salvaje. Tenían las ropas desgarradas. Se retorcían contra la pa-red, y a juzgar por el grito de placer que escapó de los labios de ella, se hallaban al borde del orgasmo.

Mike miró a «Lola», pero ella no cerró los ojos ni pareció abochornada. Simplemente observaba a la pareja que tenían delante, como hipnotizada. Disponían de una vista perfecta. La mujer estaba apoyada contra la pared; el hombre podía tocar y agarrar a voluntad, lo que hacía. Ella tenía los pechos al descubierto, que se movían con frenesí en la cara del hom-bre, lo cual provocaba abundancia de gemidos por parte de ambos. Las manos de él le sostenían la falda a la altura de las caderas para poder embestirla una y otra vez.

– ¡Ahora! ¡Ahora! -gritó-. ¡Oh, Billy, ahora!

– Sí -convino Billy mientras continuaba sus embates-. Sí, nena.

– Ohhh -los pechos oscilaron. El trasero subió y bajó. La piel chocó contra piel-. ¡Oh, Billy, voy a llegar otra vez!

– Sí, nena. Yo también.

Juntos soltaros más gritos y chillidos, y luego se dejaron caer con gemidos guturales.

La mujer que había junto a Mike soltó un sonido ahogado.

– ¿Crees que podremos continuar avanzando?

Sonaba… sin aliento, y la palma que sostenía en su mano se había puesto húmeda. Casi sudorosa.

Mike conocía la sensación. Él nunca se había considerado un mirón, pero presenciar la unión de esa pareja, con Lola a su lado, había potenciado su deseo. Estaba tan encendido, duro e increíblemente preparado, que apenas pudo asentir.

– Vamos -musitó, y al unísono comenzaron a correr.

Subieron la quinta planta y luego la sexta.

A1 llegar al rellano, Mike se detuvo, convencido de que en esa ocasión había ido demasiado deprisa.

– Como me preguntes si necesito descansar -afirmó ella con cara seria-, te pegaré -ni siquiera jadeaba. Tampoco él, y habían subido muchos escalones-. Y si te maravillas de la buena forma que tengo -continuó-, cuando es evidente que tú te encuentras en igual buen estado, te…

– Lo sé -interrumpió-. Me pegarás. No te preocupes, me contendré y admiraré tu resistencia y fuerza más tarde. Vamos.

Llegaron a la puerta. No había nadie y en el pasillo reinaba una oscuridad absoluta salvo por el haz de luz que proyectaba la útil linterna de Mike.

Sacó la tarjeta y la miró a la cara. Ella lo observaba con expresión inescrutable. Despacio alargó una mano y le acarició la mejilla con un dedo.

– ¿Estás segura?

– ¿Ya lamentas haberme invitado?

– ¿Bromeas?

– Bueno, entonces, no lamento estar aquí -ella también alzó una mano y le tocó la cara, pasó un dedo por su labio inferior, por la mandíbula con un día de bar-ba… A1 acercarse a la oreja, él contuvo el aliento y todos sus músculos se tensaron-. ¿Vamos a quedarnos aquí toda la noche? – añadió-. ¿O entraremos y…?

– ¿Y? -instó, acercándose al tiempo que le acariciaba el cuello y se deleitaba con el escalofrío que experimentó ella. Apoyó la yema del dedo pulgar sobre los latidos frenéticos en la base de su cuello.

– Y terminar esto -susurró, cerrando los ojos y echando la cabeza un poco hacia atrás para brindarle más espacio-. Terminemos lo que empezamos nada más mirarnos a los ojos. ¿De acuerdo?

– Sí. Más que de acuerdo -con el cuerpo hormigueándole, introdujo la tarjeta en la ranura.

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