Como siempre, Mike durmió profundamente y despertó poco a poco. Uno de sus defectos era tardar tanto en desterrar el sueño. A lo largo de los años eso lo había metido en problemas, uno de los cuales había sido quedarse dormido durante una de las simulaciones de pilotaje del transbordador. Eso le había costado años de bromas a sus expensas, por no mencionar que casi había tenido que suplicar que lo mantuvieran en el programa. De poco le había servido aducir que estaba tomando una medicación para la gripe.
Y en ese momento, cuando al fin logró abrir los ojos y ver la brillante luz del sol que entraba por la ventana del hotel, antes de alargar el brazo, supo que se hallaba solo.
Pero se estiró y tocó el lado de ella de la almohada que habían compartido cuando no habían dado vueltas, acalorados y sin aliento, entre las sábanas.
Estaba frío.
Eso significaba que llevaba ausente un rato, y el único culpable para la extraña mezcla de pesar y alivio que experimentó era él.
A1 levantarse y darse una ducha, se recordó que no tenía tiempo en su vida para una relación seria. Ocupar el puesto de piloto para esa misión, cuando la misión llevaba tantos meses en la fase de preparación, significaba que hasta el despegue iba a estar poniéndose al día. Sabía que no sería fácil. Iba a requerir cada segundo de cada día hasta la hora de la cuenta atrás.
Primero, debía pasar el proceso inicial de adaptarse a un equipo ya establecido. Se encontraban en Huntsville para preparar ese proyecto crítico. En una semana, pasarían a Houston, donde se quedarían hasta el momento de despegar, con algunos viajes de ida y vuelta hasta el Centro Espacial Kennedy, en Florida.
Lo esperaba un torbellino de actividad. Lo que significaba que no era el momento idóneo para pensar en un vínculo personal. Lo cual era bueno, ya que nunca había querido algo así.
Pero la noche anterior, lo que había compartido con esa mujer… podría haber sido la primera vez en que hubiera tomado en consideración la idea de algo próximo a una relación. Pero se había ido y él tenía trabajo, de modo que estaba acabado. Lo cual no explicaba por qué después de la ducha se quedó mirando la cama arrugada, anhelando algo que se encontraba fuera de su alcance.
Se vistió y desayunó como si fuera cualquier otra mañana y todo estuviera normal. Pero no lo era ni él era el mismo. Sabía que eso se lo debía a la noche anterior. Desde el momento en que ella pisó aquel bar, empapada, con la cabeza erguida y los ojos brillantes, supo que iba a alterarle la vida. Había hecho eso y más; lo había alterado a él hasta el mismo centro de su ser. Trató de no pensar en ello ni en lo que habría podido sentir por ella en circunstancias diferentes.
Se preguntó cómo podía pasar algo así después de solo un poco de conversación y buen sexo. Un magnífico sexo. Pero él no solía sentirse así a la mañana siguiente. Siempre había sido el que había tenido que irse. Pero era ella quien lo había dejado a él, sin una palabra ni una nota, y habría jurado que era justo lo que él quería.
Entonces, no sabía por qué pensaba en relaciones, familia y una casita con una valla blanca. Tenía misiones que llevar a cabo y, con algo de suerte, algún día dirigir. Una esposa e hijos sonaban bien, pero para mucho, mucho más adelante. No en ese momento.
A las nueve en punto de la mañana, entraba en el Centro de Vuelo Marshall con la idea de que lo llevaran de inmediato al trabajo.
Lo que no esperaba era una sala de conferencias llena de gente sonriente y buena comida… una contradicción cuando se trataba de alimentos proporcionados por el gobierno.
Aunque había pasado muy poco tiempo en los Estados Unidos desde sus días en las Fuerzas Aéreas, muchas de las personas allí presentes le eran familiares. La industria espacial era muy cerrada. Pocas personas del exterior comprendían la proximidad con la que trabajaban Rusia, Japón, los Estados Unidos y otros muchos países para construir la Estación Espacial Internacional, e incluso en ese momento, solo pensar en ello hacía que a Mike se le hinchara el pecho de orgullo de formar parte de ese proyecto.
– ¡Bienvenido, Mike!
Tom Banks, antiguo astronauta compañero de entrenamiento y que en ese momento trabajaba en el control de tierra, le estrechó la mano con vigor. Lo sorprendió ver que Tom había perdido pelo y ganado algo de peso desde sus días de entrenamiento.
– ¡Me he enterado de la buena noticia! -Tom sonreía-. Has vuelto a los Estados Unidos y vas a ocupar el puesto de Patrick -la sonrisa se borró de su cara-. Pobre chico. No puedo creer que se hiciera eso saltando en paracaídas. ¿Sabías que le tuvieron que meter tres clavos en la pierna?
– Vaya -se preguntó si era demasiado egoísta al estar agradecido por ese accidente, y también por el hecho de que el piloto suplente hubiera contraído hepatitis. Probablemente, sí. Pero llevaba años entrenándose justo para esa oportunidad: Con anterioridad había estado dos veces en el espacio y anhelaba regresar. Hasta el momento, lo único que sabía era que la misión transportaría e instalaría el tercero de los ocho paneles solares que, al finalizar la construcción en el 2006, representaría el sistema de energía eléctrica de la estación espacial. Era un proyecto que conocía muy bien, ya que llevaba años trabajando en lo mismo en Rusia-. ¿Cómo va todo?
– En marcha -repuso Tom-. Están encantados de tenerte, ya que tu fama te precede.
Mike sabía que eso podía ser bueno o malo.
– Me enteré de lo sucedido el año pasado -continuó Tom-. Cómo controlaste el incendio en mitad del vuelo.
Gracias a unos buenos reflejos mentales por parte de Mike, y estaba convencido de que cualquiera del equipo habría podido hacer lo mismo, pero él había llegado primero, había logrado contener el fuego y extinguirlo antes de que causara daños irreparables en la nave.
– No me gustaría revivir la experiencia -comentó con modestia.
– Fuiste un canalla con suerte, de eso no cabe duda. Todo el equipo. ¿Conoces al equipo? -Tom se volvió hacia los dos hombres que se les acababan de acercar-. Mike Wright, te presento a Jimmy Westmoreland, Especialista Primero de Misión, y a Frank Smothers, Especialista Segundo de Misión.
Mike ya los conocía a ambos. Hacía unos años habían ido a Rusia para estudiar parte del equipo de comunicación para la estación espacial en su fase de planificación. Unos momentos más tarde, le presentaron a Stephen Philips, el quinto miembro del equipo y el especialista de carga.
Ya conoces a todos -indicó Tom-.No está mal para tus primeros diez minutos aquí.
– No conozco a la comandante.
Extrañamente, Mike experimentó un destello de… aprensión no, ya que esa era una palabra demasiado fuerte para un hombre que se sentía tan cómodo en su mundo. Pero así como la industria espacial era famosa por tener profesionales excesivamente bien preparados, también lo era por sus grandes egos, y nadie, absolutamente nadie, llegaba al rango de comandante sin cierta vanidad.
Sumado a eso había otro problema. La comandante era mujer.
Todo el mundo sabía que a Mike le encantaban las mujeres. Las adoraba, soñaba con ellas, las deseaba… Como muestra de ello estaba lo sucedido la noche anterior.
Pero, ¿trabajar para una mujer? ¿Bajo sus órdenes? No quería considerarse un hombre con prejuicios o machista, pero si era sincero, debía reconocer que no imaginaba por qué una mujer iba a querer dirigir ese proyecto. Hacía falta fuerza, dotes de mando y, bueno, coraje.
– ¿Corrine Atkinson?
Stephen alzó la cabeza, igual que Tom y los demás. A diferencia de Tom, Frank, Jimmy y Stephen eran altos y delgados. Lucían el corte de pelo casi al ras que indicaba su carrera militar, y todos mostraban el aspecto de atletas duros, rígidamente controlados y bien entrenados. Por desgracia, los astronautas, por regla general, no eran tan serios como su reputación podía hacerle creer al público en general. De hecho, en su mayor parte eran grandes juerguistas y pendencieros, y ninguno de los allí presentes resultaba una excepción.
– La comandante anda por alguna parte -le aseguró Stephen-. Acaba de llegar de Houston.
– De hecho, vino para conocerte -indicó Frank con demasiada inocencia. Lo estropeó al sonreír-. No te preocupes. Le hemos contado todo sobre ti.
Jimmy se unió a la atmósfera festiva con su sonrisa de lobo.
– Sí. Empezamos con aquella vez en que fuimos a Rusia y nos llevaste a esa fiesta, ¿recuerdas?
Claro que la recordaba.
– Y aquellas mujeres que salieron de la tarta -añadió Jimmy, a pesar de que Mike conocía el resto.
– Eran muy guapas -aseveró Frank-. Pero luego descubrimos que eran prostitutas. ¿Recuerdas, Mike, que tú trataste de enviarlas a casa? No tenían medio de transporte, de modo que les ofrecimos uno…
Mike gimió al recordar la despedida de soltero de uno de sus camaradas. -Decidme que no se lo habéis contado.
– Oh, sí, desde luego que lo hicimos. Lo que más le gustó fue la siguiente parte -Frank sonrió-. Lo recuerdas, ¿no? La parte desnuda.
– Muy bien, eso no fue culpa mía – Mike se frotó las sienes-. Y cuando sacaron las pistolas para robarnos, nadie resultó herido. Espero que le hayáis contado eso.
– No corrimos peligro porque les habías gustado -señaló Jimmy-. Pero sí se llevaron nuestras carteras y el dinero en efectivo:
– Y nuestra ropa -añadió Frank-. No te olvides de que se llevaron nuestra ropa y llaves, y nos dejaron en la carretera.
– Empezó a llover -recordó Jimmy con un temblor-. A cántaros.
– Sí -Frank sonrió con añoranza-. Menos mal que no era invierno.
– Supongo que a la comandante esa historia le habrá resultado fascinante -comentó Mike de mala gana.
– Oh, sí.
Todo el mundo se partió de risa menos él. Mike ni la conocía y lo más probable era que ya figurara en su lista negra. Lo que le faltaba.
– Ahí está -Stephen señaló hacia el otro extremo de la sala.
En ese momento, les daba la espalda. Mike solo pudo ver que era más bien pequeña. Nada más, salvo que se había recogido el pelo en un moño severo.
Parecía ser que a la comandante Corrine Atkinson le gustaban los trajes conservadores y cuadrados que no mostraban prácticamente nada del cuerpo femenino y ocultaban las curvas que podía o no tener.
– Ven, te la presentaré -dijo Tom.
Mike respiró hondo, sintiéndose resignado, aunque no sabía por qué. Que se vistiera de forma rígida y se peinara de manera conservadora no significaba que no se trabajara bien con ella. Eso esperaba.
– ¿Mike?
– Sí -miró a Tom-. Voy -pero no se movió.
Frank rio y le dio una palmada en la espalda.
– No es más que la jefa, grandullón, no la guillotina.
Pero Mike sabía que en ocasiones podía tratarse de lo mismo. Juntos, moviéndose ya como un equipo, avanzaron para presentarlo, los otros con sonrisas en la cara, relajados de un modo que, de repente, Mike no habría podido imitar ni aunque en ello le fuera la vida. Algo extraño, dado lo mucho que le gustaba sonreír y estar relajado. No lo entendía, al menos no hasta que llegó a un metro de ella y se volvió para mirarlos.
Corrine experimentó ese extraño hormigueo en la base del cráneo que solía advertirla de que algo estimulante, no sabía si bueno o malo, estaba a punto de pasar. Descubrió que la percepción era acertada. A1 volverse y enfrentarse al grupo de hombres que había allí de pie, sonrientes, supo que los conocía a todos. A algunos mejor que a otros. Con la excepción de uno. Su perfecto desconocido.
El hombre de los ojos maliciosos y manos aún más maliciosas, el que había imaginado que durante años dominaría sus fantasías, se hallaba de pie justo delante de ella. Solo que en ese momento no llevaba vaqueros ni camiseta, ni movía el pie al son de la música mientras la tormenta bramaba en el exterior. En ese momento no parecía solo y sexy, y un poco peligroso para su salud mental.
En ese momento… seguía siendo sexy y peligroso, pero ya no estaba solo como la noche anterior. Se hallaba rodeado por su equipo, con el aspecto de estar en un ambiente que era natural para él.
– ¿Comandante Atkinson? Le presento a Mike Wright -comentó orgulloso Tom. Inimaginable. Ella abrió la boca, quizá para negar que eso pudiera estar pasando de verdad, quizá para soltar un chillido indignado, pero por suerte él habló primero.
– ¿Tú eres la comandante? -parecía anonadado-. ¿La comandante Atkinson?
Al menos parecía tan aturdido como ella. Lo cual no ayudaba en nada, no cuando su desconocido estaba… Santo cielo.
En su equipo. Era su subordinado. Iba a tener que aceptar órdenes directas de ella, y como bien sabía, no le iba a gustar. Era fuerte, duro e independiente… y eso no podía estar ocurriéndole a ella. No podía haberse acostado por accidente con alguien con quien iba a trabajar en estrecha relación. Con alguien con quien iba a estar prácticamente pegada durante los siguientes cuatro meses. Tenía que ser una broma cósmica.
Una pesadilla.
Por primera vez en su vida, se quedó sin habla, sin saber cómo reaccionar.
Pero él no. De hecho, ya había empezado a extender la mano, no para estrechársela como haría un desconocido, sino para sostenerla y apretarla con suavidad, de ese modo tan familiar que había empleado unas horas atrás.
– ¿Y tú eres…?
– Mike. Mike Wright.
Tenía nombre. Apartó la mano y con cuidado exhibió una pasividad distante.
– Encantada de conocerte.
¡Y de pronto comprendió quién era Mike Wright!
No su primera ni su segunda elección para piloto. Las circunstancias habían querido que se quedara sin ellos. Cuando se sugirió que el astronauta nacido en los Estados Unidos y entrenado en Rusia, Mikhail Wright, fuera el segundo reemplazo de emergencia, ella había aceptado, porque era de todos conocido el talento asombroso y el control preciso que exhibía él. Aunque no lo conocía en persona, le había parecido que sería perfecto. Perfecto.
Y lo era. Lo había sido. Y en ese instante le tocaba pagar el precio.
– Ha sido estupendo que dejaras Rusia y los proyectos que tenías allí para venir a unirte a nuestro equipo -indicó ella-. Gracias -él simplemente la miró-. Bueno…
Calló, porque durante un momento no fue la comandante, sino Corrine, la mujer que había derrumbado sus defensas por un hombre, acto que le había deparado unas posibilidades que no podía imaginar.
La situación no podía ser peor: «Bueno, en realidad, sí», pensó. «Todo el mundo en la sala podría saber que me he acostado con él».
Si su equipo lo averiguaba, a ojos de ellos perdería ese toque intenso y duro. Todo su control le sería arrebatado y perdería gran parte del respeto que tanto le había costado ganar, destino mucho peor que la muerte.
Irguió la espalda y se obligó a sonreír un poco, con la esperanza de que él -recibiera el mensaje silencioso y la súplica urgente.
– Querrás comenzar de inmediato. Primero te pondremos al tanto de lo que hemos estado haciendo. Tienes una reunión de un día entero con los especialistas de la misión, a quienes veo que ya conoces.
Frank y Jimmy sonrieron. Mike en ningún momento apartó la vista de ella; su cuerpo grande y musculoso se tensó como un cable. Guardó silencio.
– Mañana, á las ocho, empezaremos con el simulador -continuó, refiriéndose el enorme depósito de agua que proyectaba la ingravidez aproximada del entorno en el espacio-. Después de entrenarnos juntos durante una semana para acostumbrarnos a funcionar en equipo, nos marcharemos al Centro Espacial Johnson, donde nos quedaremos hasta el lanzamiento, sometidos a un entrenamiento diario.
Seguía mirándola fijamente, con expresión sombría, y en las profundidades de esos ojos insondables, ella vio cosas a las que no sabía responder… sorpresa y conmoción, por no mencionar una decepción amarga por el modo en que Corrine había manejado esa situación imposible.
Al final, tras un largo y tenso momento, él asintió despacio.
– Nos vemos entonces -respondió él con voz de acero. Dio media vuelta y abandonó la sala.
Corrine lo observó irse y se preguntó por qué experimentaba una extraña sensación de pérdida.
El resto del día fue una pura tortura, y solo era el primer día. Le quedaban meses hasta poder estar sola para lamerse y superar las heridas. No sabía muy bien qué era lo que debía superar, pero todavía no iba a permitirse pensar en ello. No le sorprendió encontrarse dos veces más con Mike ese mismo día. Cada una fue más difícil que la anterior. La primera quiso la casualidad, o la mala suerte, que ella fuera por el pasillo mientras él salía de la sala de conferencias después de su primera reunión.
Llevaba la camisa remangada y el pelo revuelto, como si se lo hubiera mesado a menudo con los dedos. Pero su mirada ardiente la atravesó.
Había gente por doquier, lo que le impidió a Corrine hacer algo más que preguntarle cómo había ido la reunión. Él respondió de manera similar, sin revelar nada, algo que ella agradeció.
Pero al alejarse, temblorosa por dentro debido a tantas emociones sin nombre, sintió la mirada de él, y continuó sintiéndola mucho después de desaparecer de su vista.
La segunda vez que se topó con Mike fue en mitad de la noche. Todo el equipo se alojaba en el centro y cada miembro tenía un dormitorio privado, pero compartían tres cuartos de baño comunitarios.
Por desgracia para Corrine, siempre había necesitado ir al cuarto de baño a medianoche, y esa noche no fue una excepción. Al salir caminó por el pasillo a oscuras y chocó contra un pecho sólido.
– Corrine.
No había otra voz en el mundo que pudiera aflojarle las rodillas. Ninguna capaz de evocar tantos pensamientos y emociones.
– Tenemos que hablar -dijo él. Aquí no.
Un pánico como el que nunca había conocido creció en ella, porque con ese hombre se sentía débil. Vulnerable. Todavía no podía hablarle del «problema» que compartían, no hasta que controlara mejor sus emociones y a sí misma. Nunca más volvería a verla sin ese control.
Lo había perdido por completo con él, lo había dejado hacer todo. Había estado extendida y abierta sobre la cama, con Mike arrodillado encima, empleando los dedos, la lengua, la totalidad del cuerpo para hacerla gritar y suplicar. No importaba que él también hubiera gritado y suplicado. En ese momento no se cuestionaba su control.
– Hablar no ayudará -indicó Corrine-. Ya está hecho.
– No tiene por qué ser así.
¿Qué insinuaba? ¿Que la deseaba otra vez? ¿Cómo era posible cuando sabía quién era ella?
No importaba. Corrine no quería que se repitiera. Anhelaba seguir adelante, como si nunca hubiera permitido que sus debilidades, su soledad, su momentánea falta de cordura tuvieran lugar.
– Se acabó, Mike -pronunciar su nombre ayudó. Su desconocido tenía un nombre y una identidad que acompañaban ese cuerpo largo, duro y cálido que durante una noche había adorado.
– ¿Así de fácil? -preguntó él-. ¿Igual que como empezó?
– Sí.
– Es duro, ¿no te parece?
– Así es la vida -se obligó a mantener la ecuanimidad, cuando lo que más deseaba era pedirle que la abrazara-. Adiós, Mike.
– No puedes despedirte de mí. Estoy en tu equipo.
– No te digo adiós como mi compañero de equipo.
É1 movió la cabeza y la miró de un modo que hizo que quisiera llorar.
– Y yo no te digo adiós como mi amante…
Corrine apoyó un dedo en sus labios, casi sin poder hablar.
– No lo digas -suplicó-. No digas nada.
Él le tomó la mano y con gentileza, con tanta gentileza que las lágrimas que había luchado por no derramar se asomaron a sus ojos, le besó los nudillos.
– No lo diré -convino-. Pero porque no hace falta. Aún no hemos terminado. Y creo que tú lo sabes.
Y se marchó.