ES ÉSTA? -preguntó Polly, mirando a través de la ventanilla del coche para contemplar la vieja granja escondida entre árboles y olivos centenarios.
– ¿No te gusta? -preguntó él, sorprendido por el tono de su voz.
– Es muy bonita -respondió Polly, contemplando las macetas de geranios, las rojas tejas y las contraventanas-. Es que no es lo que me había imaginado, eso es todo.
– ¿Cómo pensaste que sería?
– No estoy segura. Se supone que las casas reflejan la personalidad de sus dueños -explicó ella, saliendo del coche. El olor a jazmín y a mimosas lo impregnaba todo-. Siempre me había imaginado una casa muy funcional. Ya sabes, con líneas puras y pocas cosas.
– Y así espero que siga -dijo Simon, metiendo la llave en la cerradura-. No quiero que empieces a poner cosas por todas partes. No me gustaría pasarme estas dos semanas apartando bolsas de plástico.
Al entrar en la casa, Polly vio que el salón era cálido y acogedor, con gruesas paredes de piedra y losetas del mismo material en el suelo.
Se habían pasado toda la mañana hablando de todo, desde la música al chocolate y desde la política hasta las verdaderas razones por las que se extinguieron los dinosaurios. Durante aquella conversación, Polly se había sentido como si estuviera con el Simon de siempre y ambos parecían haberse olvidado de la incómoda situación que se había producido tras el beso.
Sin embargo, Simon no parecía incómodo en absoluto. Desde que había conseguido lo que quería, se había comportado de la manera más práctica. Había ordenado que ella volviera a la habitación a recoger sus cosas, había pagado la cuenta, y la había metido en el coche, tirando sin ninguna ceremonia sus bolsas de plástico en la parte de atrás.
Simon nunca hubiera tratado a Chantal o a Helena de aquella manera. Simon las habría mimado, abierto la puerta y se habría asegurado de que estaban cómodas. ¡No les hubiera dicho a ninguna de las dos que se metieran en el coche y se callaran!
– ¿Qué te parece? -preguntó Simon, mostrándole el espacioso salón, decorado con la elegante simplicidad que Polly sólo había visto en las revistas de decoración. Todo estaba perfectamente en su sitio y cada uno de los muebles había sido elegido cuidadosamente.
– Prefiero algo que demuestre que la gente vive en la casa -respondió Polly-. No me imagino al alguien sentado en el sofá comiendo helado y viendo la televisión, por ejemplo.
– Eso es porque se supone que en este lugar se tienen conversaciones inteligentes -dijo Simon, algo herido porque a ella no le hubiera impresionado.
– Para hablar no se tiene por qué estar incómodo -replicó Polly, sentándose en uno de los enormes sofás color crema y recogiendo las piernas bajo su cuerpo-. ¿Dónde os relajáis Helena y tú? -añadió, estirándose voluptuosamente.
– Tenemos que hacer cosas mejores que eso -replicó él, bajándole los pies del sofá y colocando uno de los cojines que ella había movido.
– ¿El qué? ¿Aseguraros de que los cojines no se descolocan?
– A Helena y a mí nos gusta estar en la compañía del otro relajadamente. Ninguno de los dos podría vivir en el desorden que parece ser tu hábitat natural.
– Sé que no soy la persona más ordenada del mundo, pero prefiero vivir con un poco de desorden que pasarme la vida sintiéndome nervioso por saber si puedo poner los pies en el sofá. ¿Qué hay aquí fuera? -preguntó ella, dirigiéndose a unas puertas de cristal.
– La terraza -dijo Simon, abriendo las puertas para que ella pudiera salir a la sombra de una parra.
Al contrario que el salón, decorado con sobria elegancia, aquella terraza rebosaba color y estaba llena de flores, que caían descuidadamente sobre el suelo.
– ¡Dios mío! -se burló ella-. Creo que vas a tener que hablar en serio con el jardinero, Simon. Ha sido algo descuidado mientras tú no has estado aquí. ¡Mira estas flores! ¿No crees que es mejor que pongamos todas las macetas en línea recta y que las podemos para que estén todas igualitas?
– Muy graciosa.
Con una sonrisa en los labios, Polly se dirigió a la escalera que bajaba al jardín, rodeado de olivos de ramas retorcidas y hojas plateadas. Había jazmines en las paredes y el olor persistente de la mimosa llenaba el aire. Polly miró el sol y suspiró de felicidad.
– ¡Esto sí que me gusta! -exclamó ella.
Simon la contemplaba desde la terraza. ¿Cómo se le podría haber olvidado lo insoportable que era Polly? Él tenía la desagradable sensación de que no iba a ser una buena idea hacerla pasar por Helena. Si se sentía así en la primera mañana con Polly, ¿qué pasaría al cabo de las dos semanas?
Ella había arrancado un tallo de lavanda y aspiraba el aroma con fruición. Justo cuando Simon estaba hartándose más cada segundo, ella lo miró, con el rostro iluminado por una sonrisa.
– Es preciosa -dijo ella, con los hombros bañados por el sol.
– Ven a ver la parte de arriba -respondió él secamente.
Desde el descansillo de la escalera, se abrían las puertas a una serie de dormitorios y cuartos de baño, todos decorados con el mismo estilo que las habitaciones de abajo.
– Y ésta es mi habitación -dijo Simon, abriendo la última puerta-. O tal vez, debería decir nuestra habitación.
Era una habitación preciosa, decorada con materiales naturales y colores neutros, bañada por el sol. En el centro había una enorme cama de hierro forjado.
Era la cama de Simon. También era la cama que él había compartido con Helena, la cama donde habían hecho el amor. ¿Habría él besado a Helena de la manera en la que la había besado a ella? Polly sintió que se le hacía un nudo en el estómago y apartó la mirada, deseando no haber pensado en aquel estúpido beso. En lo que tenía que pensar era que, aquella noche, tendría que compartir aquella cama con Simon.
Sin embargo, no había motivo para preocuparse. Simon le había dejado muy claro que no tenía intención de repetir el experimento. Se había pasado todo el día hablando maravillas de Chantal y Helena, dejándole muy claro que ambas eran completamente diferentes de ella.
Simon no la encontraba en absoluto atractiva, lo que era una bendición. Se apresuró a decirse que ella tampoco le encontraba atractivo, por lo menos, no muy atractivo.
Mirándolo de reojo, comprobó que, efectivamente, no era nada atractivo, sobre todo si se le comparaba con un hombre como Philippe, pero, sin embargo, había que admitir que tenía algo.
A primer vista, su rostro pasaba totalmente desapercibido, pero si se le volvía a mirar, se veía que su mandíbula era muy poderosa y la boca algo severa. Aquello le daba un aire de fuerza contenida que podía resultar de lo más atractivo, lo que no era el caso de Polly.
Sin embargo, ella hubiera deseado no averiguar lo fuerte que era su cuerpo o lo sugerentes que podrían llegar a ser sus labios o lo cerca que iba a estar de él cuando se metiera en la cama aquella noche.
Intentando apartar sus pensamientos de la noche, se dirigió a la ventana y abrió las contraventanas para admirar el paisaje.
– ¡Qué vista tan maravillosa! -exclamó ella, contemplando las filas de olivos entremezclados con los suaves colores de la lavanda.
– Hay otra habitación si prefieres dormir sola hasta que vengan Chantal y Julien.
– No creo que merezca la pena sólo por dos noches -replicó ella, que no quería demostrar que estaba nerviosa-. Como tú has dicho, anoche no fue un problema dormir juntos, así que es mejor que sigamos como estamos.
– Espero que no estés planeando comportarte como lo hiciste anoche -afirmó Simon, que se sentía algo inquieto por la presencia de Polly en su habitación. Esperaba que al verla allí, recordaría lo poco que ella tenía que ver con su vida. Sin embargo, parecía encajar más allí que Helena-. ¿O acaso tengo que acostumbrarme a que me beses todas las noches?
– Claro que no -replicó Polly, sonrojándose-. No creo que ninguno de nosotros quiera repetir esa experiencia.
– ¿De verdad?
– ¿No estarás intentando decirme que te gustó? -preguntó ella, sin saber si estaba bromeando o no. Su rostro permanecía inescrutable.
– ¿Acaso a ti no?
– No estuvo mal -respondió ella, que no estaba dispuesta a admitir que le había gustado-. Pero no fue más que un beso. Tú sigues siendo el mismo Simon de siempre para mí -añadió, esperando resultar convincente-, y yo no soy diferente de la Polly que tú siempre has conocido.
– No lo sé. No reconocí nada de la Polly de siempre en la mujer que me besó anoche.
– Ni yo tampoco. ¡Recuerda que tú también me besaste!
– Es cierto, pero sólo porque tú lo estabas haciendo de una manera tan entusiasta que me pareció una grosería no corresponder.
– Bueno, pues no te preocupes. ¡No te volveré a hacer pasar por ese mal trago!
– Pues me temo que vas a tener que hacerlo -afirmó Simon con voz fría-. Nos tendremos que besar de vez en cuando para convencer a Julien y a Chantal de que estamos muy enamorados.
– Pues hasta ahora no te has esforzado mucho -le espetó Polly, recordando la manera en la que la había metido en el coche-. Es mejor que practiques un poco antes de que ellos lleguen.
– ¿Acaso crees que necesito mejorar? -preguntó Simon, a quien aquellas palabras habían sonado como un desafío, mientras se dirigía a la ventana y tomaba a Polly por la cintura.
– ¿Qué estás haciendo? -protestó ella, poniéndole las manos en el pecho para que no se acercara.,
– Practicando -replicó él, mirándola con frialdad-. Tú me has dicho que lo necesitaba.
– No me refería a… -empezó ella, haciéndosele un nudo en la garganta cuando él le tomó la cara entre las manos.
– ¿No te referías a qué? -preguntó Simon dulcemente, sin apartarle los ojos de la boca.
– A que… -insistió ella, deteniéndose al sentir que él le acariciaba la mandíbula, sin saber que aquel gesto le hacían temblar como una niña.
El corazón estaba a punto de estallarle contra el pecho y la voz se le ahogó en la garganta, por lo que lo único que pudo hacer fue mirarlo, sin poder hacer nada más.
– ¿No te referías a esto? -sugirió él, inclinando la cabeza sobre la suya.
Después, a Polly se le ocurrieron todas las cosas que podría haber hecho. Podría haber dado un paso atrás, haberle empujado, haber hecho una broma de todo aquello, pero no pudo hacer nada. En vez de eso, cerró los ojos y separó los labios con un pequeño suspiro, como si llevara esperando aquel beso desde que él había aparecido en el umbral de los Sterne.
Los dedos de Simon se le enredaron en el pelo, sujetándole la cabeza firmemente mientras la besaba. Los labios eran suaves, pero a la vez posesivos y tan sugerentes que Polly podía sentir cómo los últimos trazos de resistencia se fundían bajo una marea de placer.
El sol entraba por la ventana, envolviéndola cálidamente. De alguna manera, las caricias de Simon habían despertado tanto sus sentidos que no sólo era consciente de sus caricias, sino también de la del sol y del aroma de los jazmines, que subía por la escalera procedente del jardín.
Cautiva de sus labios y casi sin saber lo que hacía, Polly rodeó el cuello de Simon con sus brazos y, cuando él la estrechó más fuertemente entre los suyos, ella gimió de placer. Y Simon la oyó.
– ¿Ha estado éste mejor? -preguntó él.
Polly parpadeó, ya que aquella pregunta le había hecho volver, de un modo brutal, a la realidad. Ésta no era la calidez que parecía envolverla, sino la fría pregunta de Simon.
Cuidadosamente, se separó de él, buscando apoyo en la ventana, con sentimientos mezclados. Una parte de ella, muy a su pesar, sólo quería volver a lanzarse entre sus brazos, lo que le hacía sentir desprecio de sí misma.
– Sí, mucho mejor -replicó ella, con toda la frialdad que le fue posible.
– ¿Crees que la práctica lleva a la perfección? -preguntó Simon, completamente tranquilo, como si aquello no le hubiera afectado en absoluto.
– Eso es lo que dicen.
– Tal vez deberíamos seguir practicando -sugirió él, con mucha ironía.
– Tal vez -le espetó ella, dispuesta a no dejarle ver que estaba temblando por dentro-. Si nos besáramos cada día, como si fuese una rutina, deberíamos poder hacerlo de un modo bastante natural para cuando tengamos que hacerlo delante de Julien y Chantal. Estaremos tan acostumbrados que no nos costará ningún trabajo.
– ¿No te parece que esto es un juego algo peligroso? -preguntó él, algo impresionado por la frialdad que ella parecía demostrar.
– No -respondió ella, muy segura de sí misma-. Como ninguno de los dos encontramos atractivo al otro… Quiero decir que tú estás enamorado de Helena y yo lo estoy de Philippe. Lo de los besos es algo que tenemos que hacer para dar solidez a esta farsa. No es algo que queramos hacer. Lo que estaba diciendo es que resultaría más convincente y más fácil si fuera algo que hemos hecho tan a menudo que podemos hacer casi sin pensar.
– Entonces, ¿crees que el besarnos debería ser una más de nuestras tareas?
– Exactamente -afirmó ella, con una seguridad aplastante-. Como la de comprar el pan o fregar los platos.
– ¿Cuándo quieres empezar? -preguntó él, sin poderse imaginar algo más perturbador que besar a Polly todos los días. Sin embargo, no podía echarse atrás-. ¿Ahora?
A Polly le hubiera gustado tener la sangra fría suficiente como para aceptar, pero no tenía tanta seguridad en sí misma. No estaba segura de que pudiera soportar otro beso como el que acababan de compartir.
– No, hoy ya hemos cumplido -dijo ella, sin mirarlo a los ojos-. Es mejor que lo dejemos para mañana.
– ¿Es que no te has dado cuenta de que la habitación está llena de armarios y cajones? -le preguntó Simon a la mañana siguiente cuando entró en la cocina, con una bolsa de plástico en la mano.
– ¿Es que no te has dado cuenta de que tengo una terrible resaca? -replicó ella.
La tarde anterior, habían decidido dejar la compra para el día siguiente y él la había llevado a un restaurante del pueblo, con una excelente reputación por su cocina. Sin embargo, Polly no recordaba mucho de lo que habían comido. A pesar de sus decididas palabras, a lo largo de la tarde se había ido sintiendo cada vez más nerviosa al recordar que tenía que volver a dormir con él.
Por eso, al llegar al restaurante, se había tomado dos copas de vino de un trago y había funcionado. Después de un rato, se sintió mucho más relajada. Además, no sentía que tuviera que impresionar a Simon, como cuando salía con otros hombres. Con Simon no tenía que preocuparse ni de su apariencia ni de su comportamiento. Podía ser ella misma. Incluso cuando llegaron a casa, no le causó ningún problema tener que meterse en la cama con él.
Sin embargo, aquella mañana, la cabeza parecía a punto de estallarle. Además, tenía la boca terriblemente seca a pesar de que se había tomado ya varias tazas de té. Mientras se tomaba dos pastillas de paracetamol, miró a Simon completamente agotada.
– No sé por qué estás gruñendo. Sabía que me ibas a montar un número, así que lo guardé todo.
– Me parece que lo que tú entiendes por «guardar» difiere mucho de lo que entiendo yo -dijo él sarcásticamente-. Yo creo que recoger las cosas significa sacarlas de la maleta y ponerlas en el armario. ¡Tú, por el contrario, aparentemente crees que significa extenderlas por toda la habitación y cubrir todas las superficies posibles con chismes y tirar al suelo todo lo que no puedes poner en otra parte! ¡Y eso es sólo en la habitación! El cuarto de baño parece haber sufrido un terremoto.
Simon estaba de mal humor, pero a Polly no le importaba. Por lo menos había dormido bien la noche anterior. Simplemente se había metido en la cama y se había dormido enseguida, mientras él miraba el techo y se preguntaba por qué había dejado que ella invadiera su tranquila y ordenada vida.
No le gustaba cómo discutía con él ni el aire de torbellino que la rodeaba aún cuando estaba tranquila. No le gustaba que hubiera aparecido de la noche a la mañana, convirtiéndose en una mujer difícil de ignorar. Y no le gustaba su desorden. Ella era incapaz de cerrar un cajón. Al ir al cuarto de baño, había encontrado botes por todas partes, tubos sin el tapón puesto, polvos de talco por todas partes… El grifo estaba goteando y la toalla estaba en el suelo, hecha un rebuño.
Muy enojado, Simon lo había ordenado todo para ir a descubrir que la cocina había sufrido el mismo proceso de transformación. Ella estaba sentada a la mesa con el pelo revuelto, rodeada de bolsas de té usadas, migas de pan y tazas a medio beber. Aquello le hizo recordar a Helena con nostalgia. Helena era tan ordenada, tan tranquila en comparación con Polly.
Tras retirar el cartón de leche y tiras las bolsitas de té a la basura, Simon se sentó al lado de Polly y suspiró.
– ¿Has preparado ya la lista? -preguntó, mientras ella levantaba la cabeza de entre las manos.
– ¿Para qué?
– Tenemos que ir a hacer la compra.
– No tenemos por qué hacer una lista -replicó Polly-. Necesitamos de todo, así que es mejor que esperemos a ver lo que hay en el mercado. Además, yo no creo en las listas. Hay algo de… de represión en ellas.
– Me parece que la palabra que deberías utilizar es eficaz -le espetó Simon, sabiendo que Helena ya hubiera preparado el menú para una semana y una lista con los ingredientes-. Eres consciente de que durante las dos próximas semanas tendrás que alimentar a cuatro personas, ¿verdad?
– Se supone que esto son unas vacaciones, no una campaña militar -protestó Polly-. No veo por qué no puedes relajarte y tomar las cosas como vengan.
– Si te organizas un poco, se tiene más tiempo para disfrutar.
– ¡Ja! Te apuesto algo a que tú y Helena no podéis disfrutar de nada hasta que lo hayáis añadido a vuestra lista de cosas que hacer… ¿Cómo sería…? ¡Despertarse, respirar, divertirse, irse a la cama…!
– Te recuerdo que estás cobrando por estas dos semanas, Polly. Espero que estés planeando hacer algo para ganarte todo ese dinero.
– ¡Estoy simulando estar enamorada de ti! -exclamó ella, antes de volver a tomarse la cabeza entre las manos-. ¿Qué más quieres?
– Accediste a actuar como una perfecta anfitriona. Eso significa que tienes que asegurarte de que las camas están hechas, la casa está ordenada y de que hay algo para comer cuando sea la hora de la comida.
– Eso es ser una esclava, no una anfitriona -protestó Polly-. Para esto, me podría haber quedado trabajando con Martine Sterne. ¡Al menos a ella no tenía que besarla!
– De acuerdo -replicó Simon, mordiéndose la lengua. Sabía que no había forma de hablar con Polly citando estaba de aquel humor-. Yo haré la lista. Ve a arreglarte.
– Ya estoy arreglada.
– ¿No crees que sería una buena idea que te pusieras algo de ropa para ir al pueblo?
– Es un vestido playero -explicó ella, lenta y claramente como si estuviera hablando con un niño. A continuación, se puso de pie para que él pudiera admirarla de los pies a la cabeza. El vestido era muy corto, con tirantes y bastante ajustado-. Es la última moda.
– No me parece que eso sea adecuado.
– Se supone que tiene que ser corto -reiteró ella, haciendo un gesto de impaciencia con los ojos-. De eso se trata. Así puedo enseñar bien mis piernas. -añadió ella, contemplándoselas con placer-. Son lo mejor que tengo, así que tengo que aprovechar.
– ¿Lo mejor que tienes? ¡Qué tontería! -exclamó Simon mientras se ponía a escribir la lista.
– ¡Eso no es cierto! ¡Todo el mundo me dice que tengo unas piernas estupendas!
– Puede ser. Pero lo que yo estoy diciendo es que no son lo mejor que tienes -respondió él, sin dejar de escribir.
– ¿De verdad? ¡No sabía que fueras tan experto! ¿Qué es, en tu experta opinión, lo mejor que tengo? Y no te atrevas a decir que mi personalidad, porque eso es lo que me dice siempre mi madre.
– ¡Créeme Polly! ¡Lo último que se me ocurriría decir de ti esta mañana es que lo mejor de ti es tu personalidad! -exclamó él, levantando la vista.
– Entonces, ¿qué buscas tú en una mujer? Por ejemplo, ¿qué es lo que encuentras más atractivo de Helena?
– Su personalidad -respondió él, mientras añadía mermelada a la lista.
– Me refiero físicamente.
– Su pelo… sus ojos. Tiene una piel preciosa y una figura envidiable. Es una mujer muy hermosa, pero no podría decir qué parte de ella me gusta más. Lo que importa en el atractivo es que todo encaje perfectamente, ¿no?
– Yo no estoy tan segura -replicó ella, sentándose encima de la mesa mientras estiraba las piernas para admirarlas-. Si estuvieras preparándome una cita con uno de tus amigos y quisieras hacerme sonar muy atractiva, te apuesto que lo primero que mencionarías serían mis piernas.
– No.
– Entonces, ¿qué?
Simon intentó concentrarse en la lista, pero con Polly sentada en la mesa, le estaba resultando muy difícil. Tenía que admitir que eran unas piernas estupendas. Escribía fruta, queso y café, deseando que se le ocurriera una respuesta. Había muchas cosas de Polly que le resultaban atractivas: su aroma, la rotundidad de sus senos, la base de la garganta, cosas que él nunca había notado antes.
– ¿Y bien?-insistió ella.
– Tienes una preciosa sonrisa -dijo él por fin.
– ¿Una preciosa sonrisa? -repitió Polly, sintiéndose algo desilusionada. Aquello era lo que la gente decía cuando no se le ocurría nada más interesante que decir-. Todo el mundo tiene una preciosa sonrisa.
Simon la miró. En aquel momento ella no estaba sonriendo, de hecho, parecía enfadada, pero Simon podía recordar su sonrisa con claridad, con el movimiento de la boca, el gesto de los ojos y la curva de las pestañas.
– No todo el mundo tiene una sonrisa como la tuya -dijo él, como si le hubieran obligado.
Entonces, se produjo un incómodo momento de silencio. Polly sintió que se sonrojaba. Una preciosa sonrisa. No era muy original, pero el hecho de que Simon lo hubiera notado le daba un carácter muy íntimo. Se había sentido en el paraíso cuando Philippe le dijo que era muy bonita, pero no le había causado la desazón de las palabras de Simon.
– Bueno, me alegro de que te guste -replicó ella, intentando sonar despreocupada, como si no se hubiese sonrojado-. Creo que yo me quedaré con las piernas. Y ya sabes lo que se dice. ¡Si se tiene, muéstralo!
– Pues hoy pareces haberte tomado muy en serio ese consejo.
– Nunca se sabe -replicó ella, sintiendo que le volvía la confianza al notar la ironía en la voz de él, mientras se bajaba de la mesa-. Si vamos a Marsillac, podría encontrarme con Philippe y quiero tener el mejor aspecto del mundo por si eso ocurriera.
– No estás realmente enamorada de él, ¿verdad?
– Me encantaría. Es mi hombre ideal. ¡Ponlo en la lista de las cosas que hay que comprar, junto con algo para mi resaca! -exclamó ella, inclinándose sobre el hombro de él.
La larga melena rubia le cayó por los hombros, acariciando la mejilla de él. Simon se vio envuelto por el aroma del pelo de Polly y el calor que le emanaba de la piel.
– Si estás preparada -dijo él, levantándose abruptamente de la silla-, es mejor que nos vayamos.