CUÁL te gusta más? -preguntó Simon, mientras se inclinaba a inspeccionar la bandeja de anillos que el joyero les había puesto solícitamente en el mostrador.
– No sé -dijo Polly, algo aturdida por la gran variedad de anillos-. ¿No deberíamos simplemente comprar el más barato?
– Vas a tener que llevarlo durante las dos próximas semanas, así que es mejor que elijas el que más te guste.
Polly dudó. ¡Eran todos tan bonitos… y tan caros!
– ¿Estás seguro de que es absolutamente necesario? Me parece un derroche tener que comprar un anillo sólo para quince días.
– Mira, Polly, ya te he explicado todo esto -respondió Simon, con impaciencia-. El punto culminante en lo que se refiere a Julien será cuando anunciemos nuestro compromiso. Y unos cuantos diamantes en el dedo resultarán de lo más convincente.
– Pero, ¿qué vas a hacer con él después? -protestó ella-. Si estás pensando en dárselo a Helena, es mejor que elijas él que creas que le va a gustar a ella. Nuestros gustos podrían ser completamente diferentes.
Probablemente, así sería, pensó Polly con cierta tristeza. La maravillosa y hermosa Helena, con su piel perfecta y su esbelta figura no iba a tener el mismo gusto que la desaliñada Polly.
Mientras tanto, Simon se preguntaba si se podría encontrar un regalo con menos tacto para Helena que un anillo de diamantes usado. Brevemente se imaginó la escena. Llegaría a casa de Helena, le explicaría que seguía sin quererse casar con ella, pero que le daba un anillo de compromiso que se había puesto otra mujer como compensación.
– No, no creo que se lo dé a Helena -dijo él con sequedad-. Helena se merece un anillo mucho más especial que ninguno de éstos -añadió, antes de que Polly pudiera empezar a preguntarse por qué no había querido comprarle un anillo a la mujer de la que él te había dicho estar enamorado-. Además, no le daría uno que te has puesto tú. Es mejor que te lo quedes.
– ¡No lo quiero! -exclamó Helena, algo ofendida por la implicación de que lo que era bueno para ella no lo era para Helena-. Me aterraría ponerme un anillo tan caro. Me pasaría la vida preocupándome por si lo perdía.
– Me parece que, si lo llevas en el dedo, deberías saber dónde lo tienes -se burló él.
– Sí, pero no lo tendría en el dedo, ¿no te parece? No podría ponerme un anillo de compromiso a menos que estuviera comprometida de verdad. ¿Qué le diría a mi madre o a Emily si me preguntaran por él?
– De acuerdo -replicó él con fastidio-. Me lo quedaré yo.
Aquella mañana había sido de lo más agotadora. La idea que él tenía de ir de compras era ir metódicamente por todos los pasillos del supermercado y hacerlo lo más eficazmente posible. La de ella, era recorrerse sin rumbo todo el mercado, escogiendo los alimentos más variopintos, cambiando de opinión cada cinco minutos sobre las cantidades que necesitaba y decidir por fin que lo que realmente quería era lo que habían visto dos pasillos antes.
En el mercado había sido mucho peor. Polly había insistido en comprar las verduras y la fruta allí. Una vez allí, habían ido de puesto en puesto, mientras Polly admiraba los quesos, admiraba los barreños llenos de aceitunas, inspeccionaba las berenjenas y los tomates, los espárragos y los melones con un aire pensativo sin comprar nunca nada. Cuando hubieron terminado con todos los puestos del mercado, ella decidió que el mejor era el primero, aunque sólo por el hecho de que el dependiente tenía la mejor sonrisa.
Cuando terminaron, Simon estaba al borde de un ataque de nervios. Prácticamente había empujado a Polly al coche y, tras guardarlo todo, todavía quedaba la tarea de comprar el anillo.
– ¿No puedes darte un poco más de prisa, Polly? -preguntó él secamente-. No quiero pasarme todo el día aquí.
– Hmm -meditaba Polly, hasta que él le ofreció un anillo de rubíes.
– Toma, pruébate éste. Te hace juego con los ojos.
– ¡Ja, ja! -exclamó ella, haciendo como si se riera-. ¿No me digas que tengo tal mal aspecto como esta mañana?
¿Por qué Polly podía siempre metérselo en un bolsillo cuando estaba a punto de explotar por los aires y lo desarmaba simplemente con una sonrisa? Muy a su pesar, Simon cedió de nuevo.
– ¡Tienes mejor aspecto que esta mañana! -replicó él.
Polly volvió a concentrarse en los anillos, avergonzada de notar que la alegría que había visto en los ojos de él le había hecho un nudo en la garganta. ¿Qué le pasaba? Sólo era Simon, riéndose.
– ¿Qué tal tu resaca? -preguntó él.
– Un poco mejor -respondió ella, concentrándose en elegir un anillo de diamantes y en respirar. Por fin, escogió uno al azar y se lo probó en el dedo-. Es un poco grande.
– ¿Y éste? -sugirió Simon, ofreciéndole un espectacular zafiro cuadrado-. Éste sí que te va con los ojos -añadió, algo aturdido, como si aquel pensamiento le hubiera sorprendido.
Polly entrelazó su mirada con la de él. Quería apartar los ojos, decir algo casual, pero no podía. Durante los momentos en que estuvieron mirándose, algo pareció ocurrir entre ellos, imposible de definir, desconocido, algo perturbador.
Confundida ya que no pudo explicar qué había sido, Polly pudo por fin apartar la mirada y concentrarse en lo que se suponía que debían estar hablando.
– Yo… yo creo que un diamante sería más apropiado.
Simon le agradeció que ella pudiera romper aquel vínculo y miró la bandeja, como si estuviera inspeccionando los anillos mientras trataba de olvidar la profundidad de los ojos de Polly. Al final, lo consiguió, centrando su atención en una alianza de zafiros y diamantes.
– Lo que nos gusta a los dos -sugirió, y, sin darse tiempo para preguntarse si era una idea o no, la tomó de la mano y se lo puso en el dedo-. ¿Qué te parece?
Todo lo que Polly podía pensar era que él la tenía de la mano y que el contacto de la piel de él con la suya le hacía temblar, por lo que tuvo que obligarse a mirar el anillo.
– Es precioso -dijo ella, atreviéndose de nuevo a mirarlo a él.
Él la contemplaba con una expresión inescrutable. El habitual gesto de burla le había desaparecido de los ojos, así que ella no supo cómo reaccionar. Cuando apartó la mirada, algo hizo que volviera a mirarlo y se encontró haciéndolo como si no hubiera visto aquellos ojos en su vida.
Eran los mismos de siempre, grises y penetrantes, pero de alguna manera resultaban desconcertantes. Polly notó de nuevo el contraste que había entre ellos y las oscuras pestañas y la textura de su piel y sintió que el corazón estaba a punto de saltársele del pecho. Quería apartar los ojos, como había hecho antes, pero no podía. Estaba prisionera, atrapada por aquella extraña expresión de sus ojos. Todo lo que podía hacer era mirarlos y echarse a temblar como si estuviera al borde de un abismo y no se atreviera a mirar abajo.
– Es una pena que nuestras madres no puedan vernos ahora, ¿verdad? -dijo Simon, rompiendo aquella tensión eléctrica que se había formado entre ellos.
– Se alegrarían mucho, ¿verdad? -respondió Polly, con una risita nerviosa-. Tu madre se iría corriendo a comprarse un sombrero y la mía se podría a llamar al cura antes de que pudiéramos darnos cuenta.
– En ese caso, es una suerte que no estén aquí.
– Sí, es verdad -dijo ella, con un tono de voz menos entusiasta de lo que hubiera deseado.
– ¿De verdad te gusta este anillo, Polly? -preguntó él, apretándole la mano, como si pareciera que verdaderamente le importaba su opinión.
– Sí.
– En ese caso, es tuyo durante las dos próximas semanas.
Sólo durante dos semanas. Polly contempló el anillo mientras Simon acordaba la venta con el joyero. Tenía una ridícula sensación de tristeza. ¿Cómo se sentiría si aquella situación fuera cierta y no porque era conveniente simular que estaban enamorados? ¿Cómo sería si de verdad estuvieran comprometidos y quisieran estar juntos para siempre?
No había razón alguna para preguntárselo ya que no era probable que Simon se enamorara de ella. Ella era demasiado desordenada, él demasiado preciso. Ella era demasiado descuidada, él demasiado organizado. Se volverían locos mutuamente.
Polly contempló a Simon mientras firmaba el recibo por el anillo. Ni siquiera había podido soportarla mientras iban de compras. Toda la mañana había sentido que él la comparaba mentalmente con Helena, la que planeaba los menús y escribía listas de compra y se merecía un anillo especial.
Debería ser Helena la que estuviera allí y no ella.
– ¿Qué te pasa? -le preguntó Simon, que se había vuelto de repente para ver que ella lo estaba observando con una expresión extraña.
– Nada -mintió ella, sintiendo que se sonrojaba-. Es que tengo hambre.
– Entonces, vamos -replicó él, mientras se guardaba la cartera-. Ya tenemos otra tarea menos que hacer.
Como afuera el sol lucía radiantemente, Polly se alegró de poder ponerse las gafas para protegerse. Le hubiera gustado que Simon no mencionara las tareas porque eso le recordaba lo de los besos. Se suponía que aquello también era una tarea.
Encontraron una mesa en una terraza en un lugar desde el cual se dominaba todo el centro del pueblo.
Polly contempló la bulliciosa plaza con alegría y poco a poco recobró el equilibrio que necesitaba.
¿Qué importaba que no estuviesen comprometidos de verdad y que Simon estuviera enamorado de una mujer tan aburrida y organizada como él? Lo importante era que ella estaba en Francia, y que dentro de poco tendría dinero en el bolsillo para viajar y pasárselo bien y podría demostrarles a sus padres que había hecho bien en ir a Francia.
Simon acabó de encargar la comida al camarero y vio a Polly contemplando la plaza con ensueño. El sol se filtraba a través de las hojas, que hacían sombras sobre la suave piel de ella. Al contemplar el vestido, tan sugerente, Simon tuvo que recordarse que ella se lo había puesto en honor de otra persona.
– ¿Estás mirando por si ves a Philippe? -preguntó él con sequedad.
– ¿Philippe? -repitió ella, que, estaba tan absorta que al principio no entendió. ¿Cómo habría podido ella olvidarse de Philippe?
En realidad, estaba tan absorta que se había olvidado de todo. Estaba pendiente de un niño, que cruzaba la plaza con dos baguettes bajo el brazo. Sin embargo, había oído tanto sobre Helena aquel día, que decidió que no vendría mal recordarle a Simon que Philippe era el único interés que tenía para pasar esas dos semanas con él.
– Puede que ya haya regresado -dijo ella-, y éste es el lugar más apropiado para verlo si viene a la ciudad.
– ¿Y qué vas a hacer si lo ves? ¿Echar a correr y tirarte a sus pies o te tomarás la molestia de envolverte en papel de regalo?
– No -replicó Polly-. Simplemente me acercaré a él, lo saludaré y le explicaré que estoy trabajando aquí.
– Espero que no vayas a decirle exactamente qué trabajo tienes.
– Tendré que hacerlo -protestó ella-. No tengo intención de que se crea que estamos comprometidos.
– Lo siento -le espetó él-. Puedes decirle lo que quieras después de que Chantal y Julien se hayan marchado, pero hasta entonces, este asunto se queda entre nosotros. Además, todo esto fue una condición tuya. Además, no me parece que un hombre como Philippe se vaya a interesar por ti -añadió con desprecio.
– Cosas más extrañas han pasado -replicó ella, desafiante, mientras se acercaba el camarero con los platos-. Nunca deberías desestimar el poder de la química.
– ¿De la química? -preguntó él, riéndose.
– Sí, ya sabes, el chispazo que, instantáneamente, salta entre un hombre y una mujer -respondió ella, pasándole el plato del pan-. No importa lo diferentes que sean las personas si la química es la adecuada. Es la base para que funcione cualquier relación.
– ¡Me alegra oír eso de alguien cuya idea de una relación con éxito es que le den una tarjeta de visita! -se burló él-. Como alguien que sabe lo que es tener una relación que funcione, puedo decirte que lo mejor es ser compatibles y tener cosas en común, y que no tiene que ver con la atracción física.
– ¿Cómo tú y Helena, supongo? -preguntó Polly, dejando caer la cesta encima de la mesa.
– Exactamente. Helena es brillante, independiente, centrada y, sobre todo, muy organizada. No me hace perder el tiempo llegando tarde, no tira la ropa por el suelo, no me llena la casa de chismes…
– ¡No digas más! -exclamó ella en tono de mofa-. ¿A que pone la tapa del tubo de pasta de dientes?
– Sí, así es. Es una bobada, pero eso demuestra que ella piensa como yo. Por eso nos llevamos tan bien: Somos perfectos el uno para el otro.
Si era así, ¿por qué se había sentido tan aliviado cuando ella se marchó? Simon frunció el ceño y tomó el tenedor. Aparentemente, Helena era todo lo que él buscaba en una mujer, pero tenía que admitir que su relación con ella era más cómoda que apasionada.
– Tal vez, ¿pero crees que te habrías enamorado de ella si no fuera también muy hermosa?
– Yo no estoy diciendo que la atracción física no importe -dijo él, evitando contestar la pregunta directamente-. Pero hay otro tipo de cosas mucho más importantes. Por suerte, Helena y yo nos tenemos el uno al otro.
– Pues yo creo que el amor es mucho más romántico que todo eso -replicó Polly, pinchando con fuerza un trozo de tomate-. Yo creo que es como una habitación que está vacía cuando la persona que amas no está en tu vida. Es cuando los dedos de los pies se estiran de felicidad al verla. Es cuando se sabe en el instante en que ves a alguien que quieres pasar el resto de su vida con él o ella. Yo me podría enamorar apasionadamente de alguien y casarme con él al día siguiente.
– Eso es muy arriesgado.
– Tal vez, pero yo creo que un matrimonio como ése tiene tantas posibilidades de prosperar como el que se ha establecido por lo que las dos personas hacen como la tapa del tubo de la pasta de dientes. Cuando yo me enamore, va a ser para siempre -confesó ella.
– ¿Al igual que te paso con Harry, Mark, Nick y todos los demás?
– No me había dado cuenta de que llevabas el registro de mi vida amorosa -le dijo Polly con frialdad-. En cualquier caso, no estaba verdaderamente enamorada de ninguno de ellos. Sólo eran amoríos pasajeros. El amor verdadero es algo muy diferente, como un relámpago caído del cielo.
– ¿Y es eso lo que sentiste cuando Philippe Ladurie te dio su tarjeta? -preguntó Simon con sorna-. ¡Qué raro! Yo estaba en la habitación y no noté ningún relámpago.
– No ocurrió entonces. Fue la primera vez que lo vi.
– ¡Por amor de Dios! -exclamó Simon-. No sabes nada sobre él aparte de que es guapo y que tiene una hermana que te trató como si fueras basura.
– Sé cómo es aquí dentro -respondió ella, tocándose el corazón.
Simon pensó que era típico de Polly embarcarse en algo tan estúpido como liarse con Philippe Ladurie. Nunca sabría tratar a un hombre como ése, un hombre que, de acuerdo con lo que le habían contado, era un seductor empedernido, un donjuán sin otro medio de vida que no fuera holgazanear. ¡Además, era demasiado viejo para ella! Si Polly tenía que enamorarse, ¿por qué no lo hacía de alguien que le conviniera? ¿De alguien como él?
Simon se puso rígido al ver que aquel pensamiento prohibido se colaba en su cerebro. ¡Imposible con alguien como él! ¡Aquello sería un desastre! Él buscaba compatibilidad y ella un flechazo.
Sin embargo, durante un instante, no pudo evitar recordar la descarga eléctrica que sintió cuando se besaron, pero estaba claro que eso no era lo que Polly estaba buscando. Aparentemente, lo que quería era sufrir enamorándose de hombres completamente inadecuados para ella. Además, aunque ella hubiera sentido la misma chispa que él, tendrían suerte si duraban más de una semana juntos antes de que él sufriera una crisis nerviosa. Le resultaría imposible vivir con Polly.
Sin embargo, eso no significaba que quisiera verla sufrir y eso era lo que Simon se temía que pasaría si ella salía con Philippe Ladurie. No era asunto suyo, pero, desde el fallecimiento de su padre, los de Polly se habían ocupado mucho de él y, de algún modo, se sentía responsable. No podía permitir que Polly se embarcara en una aventura amorosa que tenía todas las posibilidades de acabar en desastre.
Pero, por otro lado, no había razón para preocuparse de algo que muy bien podría no ocurrir. Polly tenía pocas posibilidades de que un hombre como Philippe se interesara por ella. No es que Polly no fuera bonita, pero probablemente los gustos de Philippe eran más sofisticados.
Incluso, tal vez ella ni lo vería. Marsillac no era un lugar tan pequeño. Polly suspiraría por él durante un par de semanas, pero perdería interés en él si no lo veía. Cuanto más pensaba en ello, más llegaba Simon a la conclusión de que podía relajarse. Probablemente nunca tendría que enfrentarse a aquel problema.
Sin embargo, estaba muy equivocado.
– Vamos a comprar unas flores -dijo Polly, mientras pasaban por un puesto lleno de maravillosas y coloridas plantas.
– No necesitamos flores -se opuso Simon, pero ella no le prestó atención y se acercó al puesto, maravillada por el tamaño de los girasoles.
– Ya sé que no están en tu maravillosa lista, pero compremos unas de todas maneras. Harán que la casa esté más bonita para Chantal.
– De acuerdo, un ramo.
– ¡No seas tan agarrado! -exclamó Polly alegremente, mientras tomaba un ramo de acianos-. Se supone que estamos prometidos. ¡Deberías estar cubriéndome de flores!
– Ya te he comprado un anillo muy caro -afirmó él con voz amarga.
– ¿Compramos también un ramo de éstas? -preguntó ella, inclinándose sobre un cubo de mimosas.
– Sí, claro -dijo Simon con sorna-. Sólo tenemos un jardín lleno de ésas en casa.
– Lo sé, pero es una pena cortarlas y éstas son preciosas -replicó ella, tomando dos ramos-. ¿Podemos comprar también unas margaritas?
– ¿Por qué no te compras todo el puesto? -dijo Simon, aunque no le impidió tomar los ramos que quería hasta que ella tenía los brazos llenos de flores.
– ¡Son preciosas! -exclamó ella, hundiendo la cara entre las flores para aspirar mejor el aroma-. Si quieres, las pagaré con mis cuarenta y ocho francos.
– Eso no será necesario -replicó Simon, pensando que Polly era la única persona del mundo que pondría todo el dinero que tenía para comprar flores-. Si tanto te gustan, te las compraré yo.
– Gracias -dijo ella, obsequiándole con una maravillosa sonrisa.
Volviéndose al dueño del puesto, Simon le preguntó cuánto le debía. Polly se sintió algo culpable al ver que él le entregaba un buen montón de billetes al tiempo que el hombre decía algo en francés, tan rápido que Polly no pudo entenderlo.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó a Simon con curiosidad mientras volvían al coche.
– Que eres muy bonita -confesó él, tras una pausa.
– ¡Qué amable! -exclamó Polly, encantada-. ¿Y tú qué le dijiste? -añadió, esperando que él dijera que era un desastre.
Sin embargo, él dudó y la miró mientras ella sonreía, con los brazos llenos de flores, y los ojos reflejaban el cielo azul de la Provenza.
– Le dije que tenía razón -admitió él
– ¿De verdad?
– Venga, Polly, ya sabes que eres muy guapa -admitió él de mala gana.
– No sabía que tú creyeras que lo era. ¿De verdad lo crees? -insistió ella, andando unos pasos para pararse en seco.
Simon también se detuvo y se volvió a mirarla. Estaban en medio de la plaza, mirándose el uno al otro, como si estuvieran envueltos en una burbuja de silencio que les aislaba del mundo exterior.
Simon abrió la boca para responder, sin saber muy bien lo que iba a decir, pero antes de que pudiera pronunciar una palabra, otra voz lo hizo por él.
– ¿Polly?
Polly tardó un momento en darse cuenta de que la estaban llamando y, cuando se volvió, se dio cuenta de que Philippe Ladurie estaba de pie, al lado de ella.
– ¡Ph-Philippe! -balbució ella, con algo de esfuerzo-. Yo… yo no esperaba verte.
– Estaba seguro de que eras tú -replicó él, lleno de encanto, besándola cuatro veces, dos en cada mejilla, con cuidado de no aplastar las flores-. Es maravilloso volver a verte de nuevo, Polly.
– Yo también me alegro de verte -dijo ella, consciente de que Simon estaba a su lado, con cara de pocos amigos. En otro momento, se habría alegrado mucho de ver a Philippe, pero no cuando estaba preguntándose lo que Simon tenía que decirla-. Um… Este es Simon Taverner. Simon, Philippe Ladurie.
– No nos conocíamos -dijo Philippe, mientras se daban la mano-, pero he oído hablar mucho de ti.
– Yo también he oído hablar mucho de ti -repitió Simon, mirando a Polly.
– Siento no haber tenido oportunidad de despedirme, Philippe -se excusó Polly-, pero me temo que me tuve que marchar algo… precipitadamente.
– Eso me contaron -respondió Philippe, riendo-. No te culpo por haberte marchado, la verdad. Mi hermana puede ser una mujer muy difícil, especialmente si se trabaja para ella.
– No me marché -confesó Polly-. Ella me despidió.
– ¿Cómo? -preguntó Philippe, alternando la mirada entre ella y Simon-. Entonces, ¿no es verdad que estáis prometidos?
– Claro que es verdad -replicó Simon, antes de que Polly tuviera oportunidad de responder, mientras abrazaba a Polly posesivamente-. ¿Por qué no iba a ser cierto?
– Nos sorprendió mucho que lo llevaseis tan en secreto -dijo Philippe-. ¡Enhorabuena! -añadió, mirando a Polly-. Eres un hombre muy afortunado -le dijo luego a Simon.
– ¿A qué sí? -preguntó Simon fríamente.
– ¿Os alojáis cerca de aquí? -preguntó Philippe, sin verse afectado por la hostilidad de Simon.
– Cerca de Vesilloux -dijo Polly, sabiendo que Simon no quería decirle el lugar exacto, mientras intentaba separarse de Simon-. ¿Lo conoces?
– Claro. ¡Somos prácticamente vecinos! Vivo en St. Georges, muy cerca de vosotros.
– Está por lo menos a quince kilómetros de distancia -le espetó Simon-. Y al otro lado de Marsillac. Yo no diría que somos vecinos.
– Al menos lo somos en espíritu -respondió Philippe, encantador.
En aquel momento se produjo una pequeña pausa. Polly buscó desesperadamente algo que decir, pero la forma en la que Simon la tenía abrazada se lo impedía.
– Entonces, Polly -dijo Philippe por fin-, te vas a casar con un inglés. ¿Significa eso que ya no te interesa aprender francés?
– No es eso -exclamó Polly, pisando a Simon para que la soltase, pero él ni se inmutó-. De hecho, todavía quiero hacerlo. De hecho, te iba a llamar. Simon tiene que volver al trabajo dentro de dos semanas y pensé que podía quedarme por aquí y concentrarme en mi francés. Pensé que tú podrías recomendarme a alguien para que me diera clases -añadió ella, sólo para fastidiar a Simon.
– Estoy seguro de que hay muchos profesores por aquí, pero lo mejor es hablar francés todo el tiempo y para eso no se necesita profesor. Yo estaría encantado de darte algunas clases de conversación, Polly.
– No te importa, ¿verdad, cariño? -le preguntó ella a Simon, en un tono de voz provocador.
– Claro que no -replicó él, apretando los dientes.
– En ese caso, me gustaría que vinierais los dos a visitarme antes de que Simon se marche.
– No encantaría -respondió Polly, antes de que Simon pudiera oponerse-. ¿No es cierto?
– Ya sabes que tenemos invitados, cariño -le espetó él.
– Pues, traedlos también -sugirió Philippe-. De hecho, voy a dar una fiesta dentro de dos fines de semana. ¿Por qué no venís todos y así podremos fijar una fecha para empezar con las clases de francés?
Philippe contemplaba a Polly con un brillo en los ojos y una encantadora sonrisa, por lo que ella no pudo evitar sonreír. Sin embargo, estaba algo embargada por aquella situación. Estaba acostumbrada a admirarle en la distancia y le desconcertaba un poco ver que sus fantasías se estaban haciendo realidad.
– Nos encantará -respondió ella.
Bajo la atenta mirada de Simon, Philippe volvió a besar a Polly en las mejillas, deteniéndose algo más de lo necesario.
– Au revoir, Polly -musitó Philippe.
– Au revoir -contestó ella.
– Adiós -concluyó Simon, estrechando aún más fuertemente a Polly entre sus brazos-. Vamos, cariño. Es hora de que nos vayamos a casa.