Capítulo 9

Acabas de comunicarle al hombre de tu vida que piensas abandonarlo por causa de una tercera persona. ¿Qué harías?

a. Mirarlo a los ojos, decirle la verdad, disculparte con él por hacerle tanto daño puesto que sigue siendo un tipo estupendo, pero dejando claro que estás enamorada de otra persona.

b. Te vas a ver a su mejor amigo y le pides que sea él quien le cuente lo sucedido.

c. Dejas que te sorprenda en brazos de tu nuevo amor siempre que estés segura de que no se va a poner violento.

d. Dejas de responder a sus llamadas con la esperanza de que él mismo interprete tus silencios.

e. Le mandas una carta explicativa encabezada por un «Querido John» y te refugias en casa de tu tía mientras el digiere la noticia.


– No soy de piedra, Philly. ¿Tienes la menor idea de la impresión que me causaste al verte con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados, la melena sobre los hombros, y pasándote ese cubito de hielo por la garganta mientras gemías de placer?

Desde luego, tomada desde ese punto de vista, la imagen no podía ser más erótica.

– No era consciente de tener espectadores -dije, tratando de justificarme mientras me encogía de hombros-. Simplemente, estaba acalorada.

– No te preocupes, no volverá a suceder.

Eso no era lo que yo deseaba oír.

– ¿Te refieres a que no vas a volver a besarme?-pregunté con la sensación de estar lanzándome por un precipicio, sin poder contenerme. Lo deseaba y quería que él me deseara a mí.

– Exacto. Lo que tú necesitabas anoche era estar con un amigo, no con un pretendiente. Y yo deseaba que te sintieras a gusto conmigo, segura, sin presiones.

Era verdad, yo me había sentido relajada y segura con él, mientras compartíamos la pizza y la botella de vino, después de todos los desastres del día. No cabía duda de que Cal era un hombre peligroso, pero amable y considerado. Junto a él me sentía viva y respetada. Si me dijera que me amaba, me sentiría la mujer más feliz del mundo. Pero estaba claro que no era una persona que pudiera acomodarse a la vida de Maybridge, jamás podría satisfacer mis deseos de llevar una vida doméstica en el campo. Pero esos eran solo los deseos de la «ratoncita» que había abandonado su pueblo la tarde anterior. Después del beso de Callum McBride, me había convertido en una mujer totalmente distinta.

– Me di cuenta -prosiguió el con cierto esfuerzo- de que si seguías pensando que yo era homosexual, no me verías como una amenaza.

– Lo conseguiste -dije, al fin. Era verdad que, durante la mañana en Portobello y el paseo por los jardines de Kensington, nos habíamos reído juntos y habíamos estado varias veces en estrecho contacto físico. Pero yo me había sentido segura, sin el menor problema de conciencia con respecto a Don.

Pero las cosas habían cambiado. Ya no deseaba sentirme segura, sino lanzarme de lleno al peligro que representaba la intimidad con el hombre que estaba cenando conmigo.

– También pensé que, si te sentías segura conmigo, podríamos pasar más tiempo juntos.

– ¿En serio? -pregunté frunciendo el ceño, pero sintiéndome viva de nuevo: él se había tomado muchas molestias para verme y eso indicaba, sin lugar a dudas, que yo le gustaba.

– Totalmente. Pero tengo que reprocharme que fue una decisión egoísta y carente de nobleza, Philly. Deseaba verte, tocarte, verte reír, escuchar los secretos que sólo le contarías a un verdadero amigo.

– ¿Piensas que es imposible que un hombre y una mujer heterosexuales puedan ser simplemente, amigos?

– Acabamos de demostrarlo -repuso él con una sonrisa seca-. Aunque yo he mantenido la charada durante veinticuatro horas, sé que tú te has sentido confusa con respecto a mí desde el principio.

– Evidentemente. Esta mañana has estado cortejándome alegremente mientras desayunábamos -dije recordando como había jugado con mi pelo, como me había mirado, como me había tomado de la mano para pedirme la sal-. ¿Eras consciente de lo que hacías?

– Me temo… que no pude evitarlo. Pero tú tampoco pudiste evitar echarle una mirada de advertencia a aquella mujer que estaba a nuestro lado frente al puesto de herramientas antiguas.

– ¿Te diste cuenta? -pregunte sonrojándome hasta la raíz del cabello.

– Si de verdad hubieras estado totalmente convencida de que yo era homosexual, no te habría importado. Te lo habrías tomado a broma, sin más. Pero ya sentías algo por mí. ¿Por eso no has contestado a mis mensajes, Philly? ¿Tenías problemas de conciencia con respecto a Don?

– No regresé directamente a casa -dije mirándolo de soslayo, sin querer admitir que le había dedicado todos mis pensamientos-. Fui al Museo de Ciencias.

– Ah. Entiendo.

– Exponen el primer Austin construido en l922, el mismo modelo que Don está restaurando. Antes de salir de Maybridge, me pidió que lo visitara y que le enviara una postal.

– Lo siento.

– ¿El qué? ¿Que le enviara una postal?

– No. Que te sintieras culpable.

– ¿Por qué? No es culpa tuya. Además, no puedo jurar que me sintiera exactamente culpable, quizá simplemente confusa.

– ¿Todo a su gusto, señor? -preguntó el camarero mientras retiraba los platos de la mesa, dando por hecho que habíamos terminado, aunque ninguno de los dos habíamos hecho justicia a la comida.

– Todo perfecto -repuso Cal-. Gracias.

Mantuvimos un silencio sosegado mientras nos servían el segundo plato y nos rellenaban las copas de vino. Yo lo miré con suspicacia y Cal se dio cuenta.

– Es blanco -dijo.

– Estupendo -contesté. Después de haberme bebido una margarita, no sería lógico seguir insistiendo en beber agua, pero tendría que tener mucho cuidado con el vino.

La conversación iba más deprisa que de costumbre y yo carecía de la menor experiencia en los juegos de seducción.

– ¿Puedo abrirlo? -pregunté al fin, señalando el regalo.

– Es tuyo, haz lo que quieras con él.

Rompí el envoltorio a jirones, pero le salvé la vida al lazo. Sabía que guardaría esa cinta decorativa en el fondo de algún cajón durante el resto de mi vida. Dentro de la cajita había un llavero con una alarma anti agresión en miniatura. No era una alarma barata, como la que me había entregado mi madre, sino un aparato de acero inoxidable de alta tecnología que, sin duda, resistiría los golpes de cualquiera, incluidos los del zapato de Callum McBride.

– Quería reemplazar el que machaqué a pisotones -explicó él.

– ¿Piensas que puedo sentirme segura con esto en tu presencia?

– Si te sientes amenazada, aprieta el botón.

Me reí.

– Te gusta el peligro, ¿eh?

– Detesto el aburrimiento.

– ¿Cómo lo sabes? Por lo visto, no has abandonado el riesgo desde que quemaste el juego de cama de tu madre para escapar a tu destino como arquitecto.

– A diferencia de ti, que tienes un trabajo seguro, un novio seguro y una vida segura -comentó meneando la cabeza-. Olvida lo que acabo de decirte. Eso es lo que tú deseas, así que,… ¿Quién soy yo para criticarte?

¿Era eso lo que yo deseaba?

– He abandonado mi hogar -contraataqué-, tengo un trabajo en Londres, me he comprado un vestuario completo y estoy cenando con un hombre al que acabo de conocer.

– ¿Qué te parece? -anuncié sintiéndome bastante satisfecha de mí misma durante las ultimas veinticuatro horas.

– Vives en un piso que te ha buscado tu madre y, por lo que me has contado, te resististe hasta el último momento antes de aceptar el traslado a Londres. Además, siento arruinar la imagen que te has formado sobre mí, pero te aseguro que se necesita mucho más que una sábana quemada para escapar al destino que ha trazado para ti tu familia.

– ¿Forma esa frase parte de la filosofía vital de Cal McBride? Es muy profundo lo que dices.

– Me limito a destacar que es más fácil aceptar lo que a uno le viene dado que luchar por un futuro diferente.

– Y tu has renunciado a lo fácil, ¿no?

– Estuve a punto de perder la partida en un par de ocasiones -admitió-. Durante años estuve ahorrando para comprarme cámaras y filtros bajo la atenta mirada de mis padres, a los que había jurado que el cine solo era un simple pasatiempo que jamás alteraría mis planes universitarios. Les prometí que estudiaría Arquitectura y que me uniría a la empresa familiar.

– ¿Pensabas cumplir tu palabra?

– La arquitectura, especialmente cuando eres socio propietario, es mucho más lucrativa que hacer documentales sobre la vida secreta de las palomas. Yo lo sabía y me hice a la idea de que podría sentirme satisfecho dedicándome a ello como pasatiempo. Así que empecé la carrera de Arquitectura para satisfacer a mis padres, pero solo duré dos años.

– ¿Qué pasó?

– Conocí a alguien en la universidad -dijo, mirándome con intensidad para asegurarse de que yo entendía la importancia que aquello había tenido para el-. Era una mujer inteligente, adorable y creativa que se mató en un estúpido accidente. Resbaló en una escalera cubierta de hielo y se rompió el cuello, mientras se dirigía a toda prisa para asistir a una conferencia que ni siquiera le interesaba demasiado.

– Lo siento mucho, Cal… -dije sintiendo la necesidad de alargar la mano para acariciar la suya.

Sin embargo, me contuve, no quería entrometerme en su dolor.

– Tenía solo veintiún años, Philly, y estudiaba Matemáticas en vez de música para complacer a su padre. Él pensaba que su hija no podía echar a perder su vida dedicándose al canto. Tenía una voz que lo mismo podía hacerte llorar que reír.

– Tú la amabas, ¿no?

– Es posible. La amaba de esa manera despreocupada en que se aman los jóvenes que se creen inmortales. Mi dolor se debe tanto al pesar que me causé su muerte como a la pérdida definitiva de la inocencia que todo ello supuso para mí. Todo lo que sé es que ella dejó de lado su vocación para satisfacer a otras personas y, mientras escuchaba el responso frente a su tumba, me juré que yo jamás cometería el mismo error.

Alargó una mano y tomó la mía, como si necesitara que lo comprendiera. Yo volví la palma hacia arriba y apreté la suya para confirmarle que comprendía perfectamente sus sentimientos.

– No es eso, ¿verdad? -dije al cabo de unos instantes-. Ese no es tu verdadero secreto.

– Eres muy lista, ¿no?

– Tú lo has dicho, no yo -repuse, dispuesta a abandonar el tema, puesto que no me veía capaz de confesarle mi más oscuro secreto-. ¿Qué pasó después?

– Abandoné la universidad.

– ¿Y nadie te lo recriminó? El tono en que tu hermana te preguntó si habías hablado con tus padres…

– Tuvimos una pelea tremenda. Mi madre me aconsejó que me tomara un año sabático, para aclararme las ideas. Pensó que si tenía que soportar las dificultades de trabajar como ayuda de cámara bajo las inclemencias del tiempo, en un país extranjero y tercermundista, acabaría entendiendo que la seguridad laboral que me ofrecía mi familia era la mejor opción. Pero mi padre intuyó la verdad desde un principio, sabía que jamás volvería a la universidad.

– ¿Trató de presionarte?

– Es demasiado inteligente para hacer algo así. Prometió regalarme el apartamento en el que vivo si terminaba los estudios. Sólo pretendía eso, que me licenciara. Después, hablaríamos de nuevo.

– ¿El apartamento? ¿Te refieres al número setenta y dos?

– Él diseñó el edificio.

– Es precioso, Cal.

– Recibió un premio por él. Los McBride somos una familia de triunfadores -dijo con una sonrisa-. Mi padre es un hombre muy inteligente y tiene mucho talento. El constructor atravesó una mala racha financiera y mi padre renunció a sus honorarios a cambio de tres apartamentos. Mis padres se alojan en el ático cuando vienen a Londres. Tessa recibió el apartamento más pequeño como regalo de boda. Y a mí me ofrecieron el número setenta y dos a cambio de que renunciara a mis ilusiones como cineasta de documentales sobre la vida salvaje de los animales.

– Pero si no renunciaste… -me encontraba confusa.

– Se lo compré cuando salió al mercado hace un par de años. Como declaración de que seguía unido a la familia, pero a mí manera -yo silbe entre dientes, asombrada-. ¿Piensas que hice mal? -me pregunto.

– Eso solo lo puedes saber tú. ¿Apareció tu padre para felicitarte?

– Si vino alguna vez, puedo asegurarte que yo no estaba en casa. Es inteligente y tiene talento, pero no por ello deja de ser un cabezota.

– ¿Y no has intentado arreglar las cosas por tu cuenta?

– ¿Quién? ¿Yo? -exclamó con una carcajada.

– No debes alimentar el resentimiento, Cal -lo amonesté.

– Lo he intentado…

– No, no lo has intentado. Lo que has hecho es estamparle tu éxito en plena cara. Lo que has hecho es decirle: «Ves, aquí estoy, he comprado tu maldito apartamento con mi propio dinero. Eres tu el que está equivocado y yo no necesito tu ayuda para nada». Creo que sería oportuno demostrar un poco de humildad, ¿no te parece? Dejarle saber que te has convertido en el hombre que eres gracias a la educación que te han dado tus padres, aunque vuestros intereses difieran. Ahora puedo ver tu carácter con claridad: eres inteligente y tienes talento, pero también eres un cabezota.

– Por favor, no te andes con rodeos, Philly, si piensas que me he equivocado, dímelo claramente.

– No necesitas mi opinión. Lo único que tienes que hacer es pensar en cuales serán tus sentimientos con respecto a él cuando estés de pie frente a su tumba dentro de veinte años. En lo diferente que hubiera sido tu vida si te hubieras atrevido a arrinconar un poco tu orgullo para facilitar las relaciones familiares -él se estremeció y yo le apreté la mano comprensivamente para que supiera que entendía que la tarea no era fácil-. Dentro de poco será Navidad, aprovecha el momento para hacer algo que te acerque a ellos.

– ¿Qué me sugieres? ¿Que me pegue un tiro y les mande mi cuerpo como regalo? -preguntó él con amargura.

Había hablado demasiado, me dije, echándole la culpa a la margarita y al vino.

– Si vas a pegarte un tiro, prefiere que me mandes el cuerpo a mí -dije con fingida desenvoltura-. Desgraciadamente, ese día estaré compartiendo un pavo con mi tía abuela Alice y no creo que ella pudiera soportarlo.

Se produjo un silencio espeso, largo e incómodo como respuesta a mi frívolo comentario.

– Se acabó el sermón -dije recuperando la cordura mientras alejaba mi mano de la suya con el pretexto de apartarme un mechón de cabello de la cara-. Y ahora, dime, Cal… ¿quién es exactamente «George el Magnífico»? Si Jay no es tu amante, ¿por qué intentó asesinarme con la mirada el día que nos conocimos?

Una vez efectuado el cambio de tema, agarré el tenedor y ataqué mi plato. Cal me imitó al cabo de unos instantes.

– Alquilé el apartamento a George Mathiesen durante mi estancia en África. Se mudó la semana pasada. Supongo que es a él a quien te refieres.

– De acuerde, ese era «George», pero… ¿era magnífico?

– Como inquilino era perfecto -dijo sin comprometerse-. De acuerdo -añadió al ver la curiosidad pintada en mi mirada-, es modelo de pasarela y mide un metro ochenta y cinco, tiene unos ojos tan azules que lo más probable es que lleve lentillas de color y sus pómulos parecen esculpidos en mármol. ¿Contenta?

– No necesitaba una explicación tan detallada. Me hubiera conformado con un simple «sí».

– No tienes de qué preocuparte, Philly -me dijo con una sonrisa-. Te aseguro que no es mi tipo.

– ¿De veras? ¿Y Jay?

– No sé qué decirte sobre Jay. Creo que es mejor que se lo preguntes a su mujer.

– ¿Mujer? ¿Está casado?

– Pareces sorprendida -me dijo en tono de guasa.

– Entonces, si no estaba celoso, ¿qué problema tenía conmigo esta mañana?

– Vino a buscarme para que nos fuéramos juntos a echar un primer vistazo a la cinta. Pero yo le dije que tenía ya un compromiso previo que no pensaba cancelar.

– ¿No tuvo nada que ver con el paraguas?

– No llegó a mencionarlo -admitió Cal-. Le di el que había comprado por la mañana y ni siquiera se percató de la diferencia.

– Pero parecía tan… irritado… Me resultó tan…grosero…

– No era nada personal, Philly. Está obsesionado con el trabajo. Se había pasado toda la noche editando la cinta y deseaba a toda costa que yo fuera a felicitarlo. Nada más.

– No lo entiendo. ¿Por qué te tomaste tan en serio la búsqueda de un paraguas adecuado si él no iba a notar la diferencia?

– Porque cuanto más alargara la búsqueda, más tiempo podría pasar en tu compañía, Philly. Me resultó muy duro tener que meterte en un taxi, dejar que desaparecieras de mi vista -traté de concentrarme en la comida para mantener mis reacciones físicas bajo control-. Jay me saludó desde la ventana y yo le devolví el saludo. Cuando volví la vista, tu taxi ya había desaparecido. Me sentí como si el corazón me hubiera dejado de latir…

Durante unos segundos, Cal se mantuvo en silencio, como si sopesara la posibilidad de comprometerse aún más y seguir hablando de los sentimientos que me profesaba. Yo levitaba.

– Parece una tontería -prosiguió al fin-, pero cuando me di cuenta de que no ibas a contestar a mis mensajes, se me pasaron por la cabeza cientos de posibles catástrofes. Finalmente, decidí interrumpir la sesión con Jay y…

– Gracias -lo interrumpí-. Ahora jamás podré librarme del odio de Jay.

– No, Philly. Jay es obsesivo, pero no inhumano. Me dijo que me fuera a resolver mis asuntos mientras él se dedicaba a lo verdaderamente importante. -Por primera vez, pensé en Jay con simpatía-. Solo quería verte, asegurarme de que te encontrabas bien.

– No soy del todo idiota, Cal. Soy capaz de poner en práctica mis planes sin que nadie me lleve de la mano.

Él levantó las manos en gesto de rendición.

– Supongo que, entonces, el idiota soy yo -dijo-. La verdad es que deseaba volver a verte, mirarte…aunque supiera que no debía tocarte. Cuando se abrieron las puertas del ascensor, te vi vestida como en mis mejores sueños, pero no para mí ni para Don, sino para irte de juerga con Sophie. Y perdí la cabeza, por eso te besé. Si estabas disponible, yo te quería para mí.

– Estaba disponible y podrías haber hecho el amor conmigo, Cal -le aclaré tranquilamente.

– Ya. Y después… ¿qué? Me hubiera sentido culpable de haberme aprovechado de tu… inocencia. -mi corazón dio un respingo pensando que, por alguna oscura razón, ese hombre había sido capaz de descubrir mi secreto mejor guardado-. En realidad estaba pensando en tu vulnerabilidad -se explicó-. Me habrías odiado, Philly al menos tanto como yo me habría odiado a mí mismo.

– Antes me has preguntado por qué no había contestado a tus mensajes -dije, pensando que Cal se merecía que yo fuera tan sincera como él-. Me metiste en ese taxi y me besaste en la mejilla -relate tocándome con la mano el lugar donde él me había besado, recordando la mezcla del aire fresco con su masculino aroma-. Durante un instante pensé que te ibas a quedar conmigo, que mandarías a Jay a la porra y te meterías en el taxi. Sin duda, era una locura, pero te deseaba de tal manera que no podía pensar con sensatez.

– Me habría gustado…

– Pero no lo hiciste. Te alejaste del taxi y saludaste a Jay. Al verlo, sentí que me habías olvidado por completo en un abrir y cerrar de ojos.

– ¡No!

– Me sentía tan… tan celosa, que no pude contenerme.

Hacía ya un rato que yo jugaba con uno de mis rizos, enroscándolo y volviéndolo a desenroscar.

Cal me tomó por la muñeca, solté el rizo, que se enroscó de nuevo y Cal depositó mi mano sobre la mesa y puso la suya encima.

– Así que me fui al Museo de Ciencias -continué-, a ver el precioso ejemplar del Austin de mil novecientos veintidós, a recordar todas las tardes y fines de semana que había pasado junto a Don en un garaje sin calefacción, la cantidad de años que había pasado así mientras él luchaba con motores estropeados para devolverlos a la vida.

– ¿Por qué lo hiciste? Lo de los años, no lo del Museo.

– Porque desde que tenía diez años le había considerado un héroe y, desde los trece, estaba impresionada por su estatura y su cabello rubio. Porque nunca me dijo que me marchara y dejara de molestarlo, como hacían mis hermanos. Nunca me torturo con arañas. Siempre se mostro amable. Éramos amigos… Porque… -me quedé con la vista fija en el vacío, un lugar oscuro y peligroso, pero no me detuve-: porque después de haberle declarado al mundo entero, cuando tenía diez años, que iba a casarme con él, nunca se me ocurrió pensar en que podría no ser así.

– Nunca debió permitir que te alejaras de él.

Yo estaba empezando a plantearme si se habría dado cuenta de que ya no estaba allí. Era posible que estuviera echando de menos mi ayuda en el garaje o las tazas de café que solía prepararle. Pero todo lo que Don había hecho por mí durante todos esos años había sido contestarme con monosílabos, e incluso parecía haber hecho un verdadero esfuerzo para mantener ese tipo de conversación cuando un manguito se negaba a ajustar en el motor.

Me había librado de atravesar dramas amorosos parecidos a los de mi hermana y mis amigas, a las que había dejado sollozar sobre mi hombro, mientras me sentía por completo a salvo en mi pequeño mundo, quitándoles importancia a las pequeñas bajadas de tensión en la relación que mantenía con Don.

Pero con Cal había aprendido a disfrutar de una clase de amor de mucha mayor altura, la clase de amor por la que llevaba suspirando toda la vida.

Sin embargo, no me engañaba: la realidad era que Cal jamás podría hacer una vida hogareña y, además, iba a emprender un nuevo viaje a corto o medio plazo. La «tigresa» que llevaba dentro sería capaz de soportar todo eso, pero en mi fuero interno yo deseaba tener una vida tranquila, una familia.

¿Merecería la pena afrontar el riesgo?

– ¿Philly?

– ¿Qué? -pregunté sorprendida, comprendiendo al instante que debía llevar mucho rato abstraída y en silencio-. Lo siento, estaba a muchos kilómetros de aquí.

– ¿En Maybridge? -inquirió el-. ¿Pensando en Don?

– No… -dije con tono de poca convicción-. Es decir, sí. Tengo que volver a casa, Cal.

– ¿A casa? ¿Ya has tomado una decisión?

– He tomado una decisión -confirmé-. Es necesario. Hemos sido… -busqué la palabra adecuada para definir mi relación con Don- amigos durante mucho tiempo. No puedo mandarlo todo a la porra en un instante y…

– Por favor, Philly, no necesitas justificarte conmigo -me interrumpió Cal, al tiempo que hacia un gesto con la mano para llamarme la atención sobre los platos-: ¿Has terminado?

– No pretendía dar la impresión de que deseaba irme en este preciso instante.

– Ya lo sé, Philly -repuso él con la mandíbula tensa-. ¿Quieres un postre o un café? -añadió al cabo de un momento, más relajado.

Hacía horas que sonaba con tomarme un postre lleno de chocolate, pero era evidente que él deseaba marcharse, así que agité la cabeza rechazando la oferta.

– Vámonos, pues.

Pagamos, bueno, pagó él, y nos pusimos los abrigos. El propio Nico apareció para asegurarse de que habíamos disfrutado de la cena y despedirnos.

Cal atravesó unos instantes de irritación, pero después recobró su encanto natural. Se disculpó por no haber terminado la sopa mientras me ayudaba a ponerme el abrigo. Salimos a la calle y me tomó del brazo hasta que llegamos al elegante edificio que su padre había diseñado y dentro del cual vivíamos como vecinos.

Aunque no había pasado nada extraño, yo tenía la sensación de haber interrumpido la velada abruptamente.

Todo había ido de maravilla hasta que había dicho que tenía que volver a Maybridge. Pero… cualquiera se daría cuenta de que no podría limitarme a escribirle una cana a Don, después de tantos años. Tenía que verlo, decirle a la cara que, cualquiera que fuera a ser mi futuro, él ya no estaba incluido en los planes.

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