Capítulo 2

Es hora punta y está lloviendo. Paras un taxi al mismo tiempo que un desconocido apuesto, alto y moreno, y él sugiere que lo compartís.

¿Qué harías?

a. Pensar que te ha tocado la lotería, coquetear al máximo hasta llegar a tu destino y abandonar el taxi entregándole tu número de teléfono con una sonrisa que dice claramente: «Llámame».

b. Acordarte de que tu madre no lo aprobaría, pero está lloviendo y él no parece ser un asesino en serie. ¿Qué importa?

c. Lo mandas a la porra, te metes en el taxi, y lo dejas plantado sin contemplaciones.

d. Le dejas que tome el taxi y esperas a que llegue otro.

e. Te vas andando.


Después de haber sobrevivido a las estrecheces del metro, y habiéndome equivocado de dirección sólo dos veces, finalmente emergí a la luz del día. Cuando hablo de «la luz del día», me permito una licencia poética. Realmente tuve que enfrentarme con la desapacible oscuridad del final de una fría y lluviosa tarde de noviembre. Y cuando digo «lluviosa», no me quedo corta. La lluvia fina y helada con que había abandonado Maybridge se había convertido en un auténtico aguacero casi invernal. En el campo, el cielo hubiera estado oscuro, pero en Londres las luces de neón nunca se apagaban y, además, dada la fecha, millones de bombillas se añadían al conjunto formando los más diversos motivos navideños, que se reflejaban sobre el suelo encharcado.

Y había gente, miles de personas que sabían a donde iban apretaban el paso bajo la lluvia. Yo estaba delante de la estación del metro, con un callejero en la mano, intentando orientarme mientras los impacientes peatones me daban rápidos e involuntarios empujones para abrirse paso. Sobre el papel, no parecía que el piso de Sophie y Kate Harrington estuviera demasiado lejos, pero ya me había dado cuenta de que, vistas en un mapa, las distancias podían resultar bastante engañosas. Y los problemas que había tenido en el metro para distinguir entre el norte y el sur me habían minado considerablemente mi fuerza de voluntad. Tal y como estaban las cosas, decidí que era el momento de hacer una pequeña inversión en un taxi y escruté el tráfico de la calzada para intentar detectar la pequeña luz amarilla que indicaba que uno de los taxis negros de Londres estaba libre.

Jamás había tomado un taxi en Londres. En Maybridge los taxis no daban vueltas por el pueblo para que la gente los detuviese, había que llamarlos por teléfono. Sin embargo, había visto suficientes películas en la televisión como para saber que simplemente tenía que acercarme a la acera, levantar una mano y gritar «¡taxi».

Pasó uno, pero aún no había tenido tiempo de acercarme del todo a la acera y mi grito resultó de una fragilidad patética. No me vio. Esperé bajo la lluvia hasta que pasara otro, con la indomable mata de fosco cabello pelirrojo chorreando, el bolso al hombro y la maleta entre las piernas, calada y helada hasta los huesos. Sabía que era difícil encontrar un taxi libre en Londres a una hora punta y bajo una lluvia torrencial. Por eso cuando detecté de nuevo una luz amarilla entre el trafico, mi gesto fue tan desesperado y mi grito tan fuerte y agónico que el taxi dio un frenazo en seco y maniobró hasta llegar a la acera, a unos doce metros por delante de mí.

¡Por fin! Nadie que hubiera visto mi proeza podría pensar de mí que tenía la personalidad de una «ratoncita». Agarré mi maleta y tiré de ella, sorteando el gentío que caminaba en dirección opuesta con las cabezas inclinadas bajo la lluvia, pero cuando llegué hasta el taxi, alguien había abierto ya la puerta y estaba cerrando su paraguas para ocuparlo.

– ¡Oiga! ¡Este taxi es mío! -grité como una «tigresa» salvaje para defender el derecho a mi primer taxi londinense, a pesar de que mi adversario me sacaba la cabeza.

El hombre que pretendía robarme el taxi terminó de cerrar con impaciencia el paraguas, el cual soltó un chorro de agua sobre mis pies.

– Lo siento, pero yo lo he llamado antes de que usted lo viera -dijo dirigiéndome una seca mirada que me dejó paralizada, antes de ponerse a jurar por lo bajo al verme cargada con una enorme maleta-.

– Le cedo el puesto -concluyó por fin con resignación-, no quiero que se ahogue.

Yo dudaba, podía enfadarme con alguien que intentara quitarme un taxi, pero me veía incapaz de aceptar su oferta si era verdad que él lo había llamado antes, aunque mi situación fuera, sin duda, más dramática que la suya. Al fin y al cabo, él disponía de un paraguas y no iba cargado. Pero yo esta tan mojada que no me importaba seguir un rato más bajo la lluvia, esperando a que pasara otro taxi.

Además, tuve la ligera impresión de haberlo visto en el bordillo de la acera la primera vez que levanté la vista del callejero al salir de la boca del metro.

Era muy posible que llevara más tiempo que yo esperando ese taxi. La «tigresa» que había en mi desapareció, dejando paso a la conocida «ratoncita».

– No, gracias -balbuceé-. Lo siento, en realidad…

– ¡Por Dios! -exclamó él, disgustado, agarrando el asa de mi maleta y arrastrando hasta el taxi todas mis pertenencias sin esfuerzo aparente-. Deje ya de parlotear y súbase.

– ¿Piensan decidirse ya? -gritó el conductor-. Tengo que dar de comer a mis hijos.

– Quizá podríamos compartirlo -sugerí mientras entraba al taxi, detrás de la maleta. Mi caballero andante iba a cerrar la puerta detrás de mí, pero hizo una pausa con gesto pensativo-. No voy muy lejos y usted podría… podríamos… Al menos no tendrá que seguir bajo la lluvia -añadí, sorprendiéndome a mí misma. Jamás había compartido un taxi con un apuesto desconocido. Solía pasar la velada del viernes en el garaje de Don, conversando sobre las intrincadas complejidades del motor de combustión interna mientras le iba acercando las herramientas que necesitaba. Así era el ambiente al que estaba acostumbrada: confortable, familiar, relajado, seguro y totalmente carente de experiencias que me aceleraran el corazón, como en ese momento sucedía.

– ¿Adónde va? -quiso saber el hombre.

Cuando se lo dije, alzó ligeramente las cejas.

– ¿Le viene de paso? -pregunté.

Después de un momento de duda, él asintió con la cabeza, se subió al taxi y se sentó frente a mí, de lado, para que nuestras rodillas no entrechocaran.

Tenía los pies más grandes que había visto en toda mi vida. No pude evitar pensar si sería verdad que un hombre con los pies grandes tenía… ejem… todos los apéndices del mismo tamaño.

– Acabas de llegar a la ciudad, ¿verdad? -preguntó él con una sonrisa amistosa que indicaba que ya conocía la respuesta.

– Ahora mismo -tuve que confesar, sin atreverme a mentir para contrarrestar mi evidente aspecto rústico; sabía que sin la indumentaria adecuada y un poco de maquillaje jamás podría pasar por una sofisticada chica de ciudad. Tendría que haber pensado en ello antes de salir de casa. Según la revista, una «tigresa» siempre tenía que estar preparada para conocer al hombre de sus sueños. Pero ¿cuántas posibilidades había de que eso me sucediera precisamente el mismo día de mi llegada a Londres? Además, el hombre de mis sueños estaba en Maybridge-. Supongo que es evidente: la maleta, el callejero…

– No lo digo por eso -replico él con una amplia sonrisa que no dejaba dudas sobre la perfección de su deslumbrante dentadura-, sino por tu disposición a cederme un taxi en un día como este. No es típico de una chica londinense.

En la intimidad del asiento trasero, pude comprobar que mi hombre no solo era alto, sino también moreno y apuesto. Moreno, apuesto y, posiblemente, peligroso.

Y su voz, tan grave y aterciopelada… Incluso en el peor momento de impaciencia, había sonado entreverada de semitonos aterciopelados.

Observé hipnotizada como una gota caía desde uno de sus cortos rizos sobre el cuello de su abrigo y me estremecí. Allí estaba yo, mirando con expresión atónita al prototipo de hombre que poblaba las fantasías más lujuriosas de cualquier mujer: alto, moreno, guapo, musculoso y con los ojos de color verde mar. Una pequeña cicatriz interrumpía brevemente el trazado de su ceja derecha, dando la impresión de que se trataba de un individuo intrépido que no dudaría ante el peligro…

– ¿Vienes de muy lejos? -preguntó él intentado retomar la conversación, posiblemente incómodo ante mi descarado escrutinio.

– Hum…, no. En realidad, no. Vengo de Maybridge. Está cerca de…-balbuceé, acostumbrada a tener que dar explicaciones sobre el tema y luchando por hablar con coherencia sin conseguirlo.

– Sé donde esta Maybridge -repuso él, rescatándome de mi lucha interior-. Tengo unos amigos que viven en Upper Haughton.

– ¡Upper Haughton! -exclamé gratamente sorprendida. Era una aldea medieval perfectamente conservada situada a cinco kilómetros de Maybridge-. Exactamente -corroboré temblando mientras la «ratoncita» que llevaba dentro se apoderaba de mi de nuevo-, Maybridge está muy cerca de Upper Haughton.

Deseé no estar junto a un desconocido capaz de ubicarme geográficamente con tanta precisión, soñé con la posibilidad de haberle cedido el taxi y haberlo perdido de vista para siempre. Pero mi «tigresa» interior deseaba entregarle una nota con mi nombre y número de teléfono al tiempo que murmuraba «llámame» con tono seductor. Sin embargo, la «ratoncita» decidió que jamás podría olvidar la vergüenza de entregarme a un desconocido tan impudentemente. Consulté el reloj para evitar seguir mirándolo a los ojos.

– Casi hemos llegado -dijo él-. ¿Vas a estar mucho tiempo en Londres?

– Seis meses. Mis padres están de viaje: Australia, Sudáfrica, Estados Unidos…, y han decidido alquilar la casa familiar -farfullé enojada conmigo misma. Ya estaba parloteando de nuevo y, al recordar su impaciencia, concluí rápidamente-: Por eso estoy aquí.

– ¿Dispuesta a disfrutar un poco de la vida mientras tu familia está ausente? -preguntó él con malicia mientras el taxi se detenía frente al lujoso jardín delantero de un moderno y elegante edificio de apartamentos. El espectáculo me permitió evitar una respuesta. Durante un instante me quedé con la boca abierta admirando el ostentoso barrio, mientras mi inquieto compañero, al parecer deseoso de seguir su camino, abría la puerta y sacaba la maleta. Después, como haría todo un caballero, colocó su paraguas abierto delante de la puerta del taxi y alargó una mano para ayudarme a salir. Salté afuera y me volví hacia el chofer mientras buscaba el monedero dentro del bolso. Finalmente encontré un billete de cinco libras.

– Guárdate eso -me ordenó él con tono imperioso.

– No, insisto -contesté. No podía permitirle que pagara mi trayecto, pero él no se molestó en discutir. Pagó, cerró la puerta del taxi, agarró mi maleta y se dirigió hacia el portal, dejándome con el billete en una mano y su paraguas en la otra. El taxi se marchó-. ¡Eh, un momento! -grité desconcertada.

Las hermanas Harrington me habían explicado el sistema de seguridad del edificio. Era necesario abrir el portal con una tarjeta de banda magnética, o llamar por el telefonillo para que uno de los vecinos pulsara el botón de apertura. Mi desconocido, alto, moreno y peligroso, se saltó todos los trámites al sujetarme la puerta mientras alguien salía y mantenerla abierta para que yo entrara. ¿Pensaba subir conmigo? ¿Esperaba que lo invitara a tomar un café como premio a su gentil caballerosidad? Me sentí confusa, pueblerina, ingenua y completamente idiota. Había permitido que un hombre al que no conocía de nada, y cuyo nombre seguía siendo un misterio, se enterara de donde vivía. Además, estaba confusa, mojada y aturdida mientras él le indicaba la dirección al taxista y no había prestado la menor atención. ¡Podíamos estar frente al apartamento de las hermanas Harrington o en cualquier otra parte! ¿Y quién me echaría de menos?, ¡le había confesado que mis padres estaban en la otra punta del planeta! ¿Cuánto tiempo tardarían Sophie y Kate Harrington en alarmarse por mi tardanza?

Cuando la semana anterior había hablado con Sophie por teléfono, no me había parecido que su voz resultara precisamente entusiasta ante mi inminente llegada. De hecho, me había quedado bastante claro que el plan de instalarme en la habitación libre del apartamento que compartía con su hermana mayor le resultaba horrendo, aunque se había visto obligada a ceder por alguna oscura razón. Estaba claro que mi compañera de piso no llamaría esa misma noche a la policía, ni siquiera al día siguiente. Al fin y al cabo, yo era mayor de edad. Quizá no llegaría a preocuparse en serio hasta que Don intentara ponerse en contacto conmigo. Pensé en la angustia que sentiría mi novio de toda la vida al enterarse de que aún no había aparecido por la casa que iba a convertirse en mi residencia durante los próximos seis meses; pensé en su preocupación al darse cuenta de que aún tendría que haberme acompañado hasta la estación para asegurarse de que tomaba el tren sin contratiempos. Y me sentí feliz durante un instante, pero regresé inmediatamente a la realidad. Mi madre me había hecho múltiples advertencias sobre los peligros de dejarse llevar por un desconocido y me había regalado una alarma de bolsillo. Yo me lo había tomado a broma, pero le había jurado que la llevaría siempre conmigo mientras viviera en Londres. Y, al parecer, ya había llegado el momento de usarla. Metí la mano en el bolso para buscarla mientras intentaba distraer al peligroso desconocido con la mejor de mis sonrisas.

– Realmente no hacía falta que me acompañaras hasta la puerta -dije.

– Jamás lo hubiera hecho si no diera la casualidad de que vivo en el apartamento de al lado.

– ¿En el apartamento de al lado? -pregunté súbitamente aliviada, aunque podía estar mintiendo.

– ¿Te importa que entremos ya? Cierra el paraguas y…

Saqué la mano del bolso con prisa y la alarma saltó por los aires. La atrapé antes de que tocara el suelo, pero el apretón activo el mecanismo. Un pitido estridente me retumbó en los oídos y, momentáneamente horrorizada, solté el paraguas, que se escapó volando empujado por el viento, vuelto del revés, en dirección al tráfico. Mi apuesto desconocido lanzó un juramento por lo bajo mientras soltaba mi maleta bruscamente con intención de detener la alarma e irse a buscar el paraguas. La vieja cremallera de la maleta no aguantó el golpe contra el suelo y toda mi ropa interior se desparramó por el suelo, delante del edificio, mientras la alarma que aún sostenía en la mano no paraba de sonar. Era necesario utilizar una clave para desactivarla, pero mi mente había dejado de funcionar. El desconocido me estaba diciendo algo que el estruendo me impedía entender. Finalmente, me abrió el puño, tiró la alarma al suelo y la hizo trizas a base de enérgicos pisotones. El repentino silencio me dejó más aturdida aún.

– Gracias -conseguí farfullar en cuanto empecé a recobrar el aliento. Deseaba que me tragara la tierra.

– Espérame aquí -contestó él fríamente. Comprendí su furia. Me había cedido su taxi, se había negado a aceptar mi billete de cinco libras, me había llevado la maleta hasta el portal. Y yo le respondía con una desagradable alarma antiagresores, como si diera por hecho que pensaba raptarme, violarme y, finalmente, asesinarme en algún oscuro callejón.

Mientras mi sufrido caballero andante se perdía en la oscuridad en busca de su paraguas, me puse a recoger la embarrada ropa interior. Sabía que debía esperar a que él regresara para pedir sinceras disculpas, que debía ofrecerme a pagar la reparación del elegante paraguas, si era necesario. Pero al cabo de un instante, cambié de opinión. Vivía en el apartamento contiguo y sería suficiente con deslizar una nota de disculpa y agradecimiento por debajo de la puerta a la mañana siguiente. Seguramente, después de todo lo sucedido, él preferiría no tener que volver a enfrentarse conmigo, al menos aquella noche.

Cargué con la maleta y corrí hacia los ascensores.


Sophie Harrington se tomó su tiempo antes de abrir la puerta mientras yo esperaba chorreando y en cuclillas, abrazada a la maleta para evitar que volviera a abrirse. Cuando subía en el ascensor me había prometido a mí misma que la siguiente vez que tuviera que hablar con el vecino de al lado me presentaría decentemente vestida, adecuadamente peinada y completamente serena. No se trataba de impresionarlo, pero sí de superar en la medida de lo posible la mala imagen de debía tener de mí…, con toda la razón. Incluso yo misma estaba convencida de haberme comportado como una perfecta idiota. Pero si Sophie no se daba prisa, aún estaría en el corredor cuando él saliera del ascensor, lo cual podría convertirse en una auténtica pesadilla. Volví a tocar el timbre con urgencia y la puerta se abrió de golpe. En el umbral había una joven en albornoz, con el pelo mojado y cara de pocos amigos. ¡Fantástico! Después de haber ofendido gravemente al vecino de al lado, acababa de sacar a mi anfitriona de la ducha. ¡Así se empieza!

Aunque sabía perfectamente que debía presentar un aspecto deplorable, la mirada de incredulidad y desaprobación de mi futura compañera de piso no dejó lugar a dudas.

– Tú debes ser Philly Gresham -dijo con una mirada irritada-. Yo soy Sophie Harrington. Será mejor que entres.

– Gracias -dije arrastrando mi maleta hacia el interior-. He tenido un viaje un poco accidentado -expliqué sin necesidad, tratando de romper el hielo-. Se me rompió la cremallera de la maleta.

La hermana mayor de Sophie, Kate, apareció de pronto y me echó una ojeada.

– ¡Dios santo! ¿Has venido a nado? -se sorprendió antes de dedicarme una sonrisa de bienvenida-.

Acompáñame, te mostraré tu habitación. Necesitas soltar esa maleta y darte una ducha caliente mientras Sophie nos prepara una taza de té.

Sophie torció el gesto dando a entender que no estaba dispuesta a hacer de ama de casa, pero después puso cara de resignación y se metió en la cocina al tiempo que soltaba un hondo suspiro.

– No le hagas caso a mi hermana -dijo Kate-. Tenía otros planes para ocupar la habitación vacante, pero lo superará.

– ¿En serio? -me interesé educadamente.

– Se ha incorporado un empleado nuevo a su empresa. Creo que es impresionantemente guapo y, al parecer, necesitaba alojamiento. Sophie se había propuesto seducirlo ofreciéndole una habitación a buen precio -explicó Kate con expresión divertida-. Lo cual hubiera sido un error, ¿no crees? Lo más probable es que nos hubiera llenado la casa de mujeres impresionantes.

– Una auténtica molestia -comenté con una sonrisa de complicidad.

Intercambiamos una mirada comprensiva entre mujeres adultas, aunque sólo teníamos dos años más que Sophie.

– Para mí fue un auténtico alivio cuando la tía Cora llamó para ver si podíamos alojarte. En serio. Sophie intentó discutir con ella, pero sabe perfectamente que cuando la tía Cora abre la boca, no hay más remedio que acatar sus deseos.

– ¿La tía Cora?

– Es la hermana de mi madre. El apartamento es suyo, es una de las propiedades que le correspondieron en su acuerdo de divorcio. Afortunadamente, ella prefiere vivir en Francia y por eso estamos nosotras aquí.

– ¿Pagáis alquiler?

– No, solo los gastos -contestó Kate mientras abría la puerta de un dormitorio-. Esta es tu habitación.

El cuarto estaba lujosamente decorado por un profesional. El suelo era de tarima clara y las paredes estaban pintadas de un impresionante color marrón que solo un experto se habría atrevido a utilizar. La cama era enorme y las sabanas de hilo estaban estampadas con motivos florales.

– Es preciosa.

– Demasiado perfecta para mi gusto -contestó Kate-. Necesita que alguien le insufle un poco de vida. Relájate, Philly -añadió dirigiéndome una afectuosa mirada-, date una ducha y ponte cómoda. Esta puerta da al baño y esta otra a un vestidor.

Yo me hubiera contentado con un pequeño armario, suficiente para acomodar mis escasas pertenencias, pero sería todo un placer poder contar con un vestidor cuando me decidiera a renovar mi vestuario, lo cual no era un caprioho sino una autentica necesidad, dado que iba a trabajar en las oficinas centrales de una importante entidad bancaria.

– ¿Hay alguna lavandería por los alrededores?-pregunté.

– Sí, claro, pero… ¿Para qué salir a la calle con este tiempo cuando tenemos de todo en casa? ¿Quieres que meta tu abrigo en la secadora? -se ofreció Kate.

Sonreí.

– Gracias, Kate.

– Encantada. Voy a ver qué está haciendo Sophie en la cocina. No te preocupes por tu aspecto. Solemos rondar por la casa en albornoz en cuanto llega el vienes por la tarde -dijo con una sonrisa-. Ven a buscar el té en cuanto estés lista.

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