Capítulo 7

Tu mejor amiga te invita a una cena de cuatro con un desconocido al que vas a adorar en cuanta la veas. ¿Qué harías?

a. Saltas de alegría. No hay nada que perder. El novio de tu amiga es jugador de rugby y se supone que todos sus amigos deben ser hombres potentes y musculosos.

b. Te acuerdas de tu última cita a ciegas con un ligero escalofrío, pera te convences de que esta vez no tiene por qué ser tan espantoso.

c. Le dices, sin contemplaciones, que nunca te citas a ciegas.

d. Le recuerdas que tienes un novio esperándote en tu pueblo y haces caso omiso a la carcajada con que te responde.

e. Como sabes que no va a aceptar un «no» por respuesta, llamas a una amiga para que finja una crisis de nervias repentina y te disculpas con esa excusa.


– ¿Philly?

Yo estaba hecha pedazos. Sophie me había llevado de tiendas y habíamos comprado ropa sin parar hasta que no pude dar ni un paso más. Ya no me importaba que Don no se planteara una boda inminente. Acababa de gastarme los ahorros de toda la vida en una tarde. El pensamiento de que tardaría tiempo en volver a reunir el dinero necesario para pagar los gastos de la boda no me molestó tanto como era de esperar.

Sin embargo, parecía que Sophie había cobrado nuevas energías al enterarse de que podía comprar ropa con la tarjeta de crédito de otra persona. Estaba feliz y contenta, y no parecía en absoluto cansada. Cuando llegamos a casa yo me dejé caer sobre un sillón, exánime, y ella se enroscó como un gato en el otro, con una copa de vino en una mano y mi revista en la otra, echando un vistazo a las posibles respuestas a la pregunta sobre la «cita a ciegas».

– Vamos, Philly, arriésgate -me animó-. No puedes ser tan mansa como una «ratoncita» con ese color de pelo.

– ¿Tú crees?

Cal me había dicho algo parecido mientras jugaba con uno de mis rizos. Con sólo pensar en sus largos dedos, en sus nudillos acariciándome la mejilla, mi corazón dio un brinco y sentí una comezón de excitación en la piel.

Me había enviado otros dos mensajes de texto al móvil. El segundo ligeramente ansioso: Philly, ¿dónde estás?; y el tercero, un puro mandato: Philly, llámame.

Yo deseaba hacerlo, el cielo lo sabe. Quería volver a escuchar su voz aterciopelada, estar tan cerca de él como para que mis sentidos se avivaran con su aroma. Sentir sus labios contra los míos…

– ¡Hooola! -exclamó Sophie para sacarme de mi ensueño-. ¿Me estás escuchando?

– ¿Qué? Sí, claro -mentí.

Mi mente ni siquiera estaba en la misma casa. Mi imaginación recreaba el temprano desayuno en el apartamento setenta y dos, con la mano de Cal sobre la mía. Luego erraba por el parque, ambos tomados del brazo, paseando sobre un lecho de hojas muertas. En el taxi, temblando mientras sus labios tocaban mi mejilla en el beso de despedida, deteniéndose allí el suficiente tiempo como para hacerme concebir ideas… Me moría por llamarlo, pero reparé en que Sophie me miraba con extrañeza.

– Estoy pensando -me justifiqué.

– Tan sólo es un cuestionario de una revista femenina, Philly, no un examen de doctorado.

Era verdad, y solo veinticuatro horas antes yo me hubiera inclinado inmediatamente por la respuesta d. Tenía un novio esperándome en mi pueblo, pero ese detalle parecía haberse eclipsado de mi mente. Lo único que deseaba era llamar a Cal, pero me detenía el recuerdo de su expresión seria mientras miraba hacia la ventana de Jay. Puede que Cal hubiera estado pensando en mi, incluso preocupándose por mi bienestar, pero la realidad era que estaba con Jay.

– Déjala -dijo Kate, llegando desde la cocina y dejándose caer sobre un sofá, ya arreglada para una nueva cita con su maravilloso abogado-, tiene a su novio esperándola para casarse en Maybridge.

– ¿De verdad? -preguntó Sophie, atónita-. ¿Estás comprometida o algo así? No llevas anillo.

No, no estaba comprometida ni llevaba anillo, pero, decidida a convertirme en una «tigresa», repuse:

– Para ser sincera, tengo que reconocer que mi novio está más interesado en el motor de un viejo Austin que en mí.

Había tenido intención de decirlo en tono de broma, pero mientras pronunciaba esas palabras, me di cuenta de que no tenían ni la menor gracia. Eran, simple y llanamente, la pura verdad. Había dedicado años enteros de mi vida a la devoción que sentía por Don mientras él dedicaba toda su atención a una innumerable serie de vehículos averiados. Yo había sido la novia perfecta, siempre atenta a sus caprichos, sin exigir nunca nada a cambio. Jamás había tenido que esforzarse para mantener nuestra relación. Aunque eso sólo era culpa mía, no estaba nada segura de cual hubiera sido el resultado si alguna vez me hubiera decidido a ponerlo a prueba.

– Quizá deberías apuntarme en la respuesta a -dije con una amarga sonrisa.

Kate me miró con sorpresa y Sophie con una sonrisa cómplice.

– Buena elección -dijo la menor de las hermanas-. Dispones de una hora para arreglarte. Ponte algo sexy. Tony adora los «bomboncitos» con mucho pelo y poca ropa.

¿Qué? ¿«Bomboncitos»? ¿Poca ropa?

– ¿Tony? ¿Quién es Tony? -pregunté, pasando por alto el calificativo «bomboncito» mientras sentía como me abandonaba la «tigresa», pasaba a toda velocidad por la «gatita» y me quedaba colapsada en mi tímida personalidad de «ratoncita».

– Es solo un amigo. Un buen tipo. Te gustara.

– ¡«Un buen tipo»! -gimió Kate, llevándose las manos al rostro con incredulidad, antes de volverse hacia mí-: Habría jurado que optarías por la cómoda seguridad de la respuesta «d», Philly. Si no, te habría prevenido para que no aceptaras una cita a ciegas.

Me sentí aliviada al sentir el sensato apoyo de Kate.

– Bueno, en realidad, no. Nunca he aceptado una cita a ciegas -repuse con una forzada carcajada.

– Tony es muy divertido -terció Sophie.

– Sí, claro, por eso necesita conocer mujeres en una cita a ciegas -dije con sarcasmo.

– Bueno, admito que se vuelve un poco… temperamental cuando bebe. Pero, por debajo de las apariencias, es un hombre muy simpático, incluso un poco tímido.

– ¡Por favor! -exclamó Kate.

– De hecho… -intervine, y ambas se volvieron hacia mí-, la verdad es que no tengo nada sexy que ponerme -afortunadamente, Sophie se había centrado por completo en la ropa de trabajo esa tarde-. No pensaba acudir a… ninguna cita.

Al pronunciar la palabra «cita», me di cuenta de que jamás había tenido ninguna. ¿Cómo habría que comportarse? ¿De qué se hablaba? El tema favorito de Don era su trabajo con el viejo Austin. Pero estaba segura de que Tony, con su preferencia por la escasez de ropa, tendría otros temas de conversación.

Si se hubiera tratado de Cal, no habría habido ningún problema. Hablar con él era fácil. Los silencios no eran incómodos. Y podía hacer comentarios personales sin intimidarme.

– No es una cita propiamente dicha -se apresuró a aclarar Sophie- Es una fiesta a la que va a acudir un montón de gente y, además, no es justo que pases tu primer sábado por la noche en Londres sola -mi expresión no debía ser muy entusiasta porque Sophie se apresuró a añadir-: No te preocupes por la ropa. Podemos prestarte algún vestido que te siente bien. Y acuérdate de los maravillosos zapatos negros de tacón de aguja que hemos comprado esta tarde.

Interpreté sus palabras como si quisiera decirme:

«He estado contigo toda la tarde y ha llegado la hora de que me devuelvas el favor».

– Pero… -balbuceé con intención de decir que prefería quedarme en casa, pero me interrumpí al darme cuenta de que eso sonaría muy grosero tratándose de una invitación de mi anfitriona para un sábado por la noche- Pero nada, acepto la invitación -dije por fin tragando saliva.

Una hora más tarde estaba en mi dormitorio embutida en un vestido negro tan pequeño que nadie dudaría en tacharme de «bomboncito», los pies calzados con unos tacones de doce centímetros que Sophie me había insistido en que llevara para completar mi nueva imagen de chica urbana. Me miré al espejo y me encontré con una desconocida. Tony iba a pensar que le había tocado la lotería.

Tenía tres opciones. La primera, sacar pecho y acompañar a Sophie para mantener la armonía dentro del piso compartido. La segunda, puesto que a Tony le gustaban las mujeres con una buena cabellera, era tomar unas tijeras y cortarme el pelo al cero. Al fin y al cabo, no me sentía muy unida a mi mata pelirroja, al menos hasta que Cal había jugado con él y lo había alabado. Pero… ¿qué bien podía hacerme pensar en Cal? Me excité ante la idea de encontrármelo en el pasillo, en el ascensor o en el portal, pero deseché la idea inmediatamente. Cal no podía estar interesado en mí, era solo un vecino solicito, preocupado por una chica pueblerina y estúpida que se metía en líos constantemente. Ni siquiera se había molestado en decirme que pensaba mudarse. Traté de superar un súbito dolor en la boca del estómago. ¿La tercera opción? Bueno, siempre podría llamar a alguien por teléfono, siguiendo las instrucciones de la opción e, para escapar de la cita. Pero, puesto que solo conocía a una persona en Londres y dado que había estado toda la tarde haciendo caso omiso a sus mensajes, la alternativa parecía imposible.

– El taxi ya está aquí -dijo Sophie, asomando la cabeza por la puerta-. ¿Estás lista? ¡Dios, estás preciosa! Tony no va a dar crédito a sus ojos.

– Prefiero que no se anime demasiado -dije, lista para salir con Sophie y sin alternativa.

Recogí el elegante abrigo negro que había comprado esa misma tarde. En aquel momento me había parecido una extravagancia, pero no podía por menos que alegrarme de que me cubriera desde el cuello hasta los tobillos. Podría no quitármelo en toda la noche.

Sophie estaba ansiosa por partir y tiró con fuerza de mí para arrastrarme hasta el ascensor antes de pulsar el botón de subida. Las puertas se abrieron y apareció Cal.

– ¡Dios mío, Philly! -exclamó él al cabo de unos segundos de sorprendido silencio.

Yo traté de hablar, pero mi boca se negó a pronunciar ni una sola palabra. ¿Cómo conseguía ese hombre afectarme de tal manera? ¿Cómo conseguía llegar justo a tiempo para rescatarme?

Salió del ascensor y me tomó de la mano, extendiendo el brazo para poder admirar mi indumentaria en todo su esplendor. El abrigo que llevaba en la mano cayo al suelo sin que nadie le prestara atención.

– Estás… -dijo él, al parecer incapaz de encontrar el adjetivo adecuado. Sin acabar su frase, me tomó por la cintura y me estrechó contra su cuerpo. Yo me quedé sin aliento- diferente -concluyó. Y antes de que pudiera reaccionar me besó, y no precisamente en la mejilla.

Yo pensaba que tenía una buena experiencia en lo que a besos se refería. Don y yo habíamos hecho bastantes prácticas, aunque no demasiadas últimamente. Pero estaba equivocada. La boca de Cal era posesiva y apasionada, y aprovechó al máximo el efecto sorpresa. Me sostenía por la cintura con una mano y enredó los dedos de la otra en mi melena.

Estaba claro que no iría a ninguna parte hasta que él hubiera terminado lo que había comenzado. No tenía ninguna prisa.

Sin embargo, Sophie, preocupada por la tarifa del taxi que nos esperaba, se aclaró la garganta. Cal se alejó un tanto y me miró con una ceja enarcada.

– No puedes salir a la calle así vestida -dijo.

– ¿De veras? -repuse atrevidamente.

– No, si no me permites acompañarte.

– Estás invitado a venir con nosotras -terció Sophie.

– Gracias, pero ha sido un día muy largo -contesto él, sujetando mi cintura con firmeza-. Tienes al taxi esperándote en la calle y podría jurar que el chófer está empezando a impacientarse.

– ¡Uf! -exclamó Sophie-, tengo que irme.

– Lo siento -dije volviéndome un poco insegura ante la posible irritación de Sophie, pero me encontré con un rostro de sonrisa radiante.

– Por Dios, Philly -dijo-, no te disculpes. Creía que ibas a ser la compañera de piso más aburrida del mundo. Bueno, eso es lo mejor que se puede pensar de una chica que aún vive en casa de sus padres, ¿no? -añadió dirigiendo una mirada de aprobación a Cal-. Pero tengo que admitir que yo en tu lugar, tampoco habría tenido prisa por salir de casa.

Una vez dicho eso, se metió en el ascensor-. Pasadlo bien -dijo, y presionó el botón de la planta baja.

– ¿Qué vas a decirle a Tony? -pregunté deteniendo las puertas automáticas del ascensor. Estaba recuperando el sentido común.

– Nada en absoluto. Tu aparición era una sorpresa y no pienso romperle el corazón diciéndole que ha estado a punto de conocer a la chica de sus sueños.

Sentí como el brazo de Cal me sujetaba con firmeza mientras yo dudaba.

– Estás entreteniendo a la señorita Harrington -me dijo, alejándome del ascensor. Las puertas se cerraron y Sophie desapareció de escena. Me volví para mirarlo, esperando un gesto de burla ante el nuevo lio en que había estado a punto de meterme. Pero él no se divertía podría decirse que estaba más bien furioso, aunque no podría asegurarlo. Sus ojos se habían oscurecido y no había en ellos ningún mensaje fácilmente descifrable. No tenía ni idea de qué estaría pensando.

– ¿Cómo lo sabias? -pregunté rápidamente para romper el silencio. Aún me sostenía por la cintura y me entregué al placer de estar entre sus brazos.

– Saber… ¿qué?

– Que deseaba que alguien me rescatara. Pensé mandarte un mensaje por el móvil, pero…

– ¿Un mensaje? -algo en su tono de voz me hizo pensar que había sido un error mencionar los mensajes-. Es muy gracioso eso de los mensajes. Me he pasado toda la tarde intentando contactar con alguien a través del móvil, pero esa persona lo tenía desconectado y, además, ha hecho caso omiso de todos los mensajes que le he mandado. Al final, me he quedado sin batería y he tenido que venir personalmente para asegurarme que se encontraba bien, que no se había perdido o se había dejado atrapar por un desconocido en un taxi.

– Entonces no habría servido de nada que hubiera intentado llamarte.

– No es lo mismo -aseguró, recogiendo mi abrigo del suelo pero sin soltarme-. Y respondiendo a tu pregunta, Philly -me dijo mientras tomaba mi rostro entre las manos-, no tenía ni idea de que deseabas que te rescataran, lo único que tenía claro era que no pensaba dejarte ir a ninguna parte con ese vestido sin mí. ¿Te has enfadado porque te haya besado?

– ¿Enfadarme? Claro que no. Ha sido un beso perfecto -dije ahogando un gemido e intentando no ponerme en ridículo. Pero la calidez de su boca, el contacto de su lengua contra la mía y su aroma varonil me habían hecho concebir esperanzas. ¿Quién podría pensar racionalmente en un beso tan apasionado?- Lo que quiero decir es…

– Sé a lo que te refieres -repuso él amablemente.

– Bueno, gracias de nuevo. Quizá algún día yo pueda hacer lo mismo por ti -dije poniéndome totalmente en ridículo, como había temido desde un principio-. Es decir…

– A mí no me ha sonado del todo mal lo que has dicho -aclaró él con una sonrisa en los ojos.

No tenía respuesta para eso. Al menos, ninguna que fuera coherente. Aunque nada había sido demasiado normal desde que él había aparecido y se había negado a dejarme salir con ese vestido mínimo. A no ser que estuviera pensando en Don. Claro, eso tenía que ser, no iba a dejarme cometer ninguna tontería, teniendo como tenía un novio esperándome en casa.

– Sera mejor que entre y me ponga algo más cómodo -dije haciendo un movimiento hacia mi puerta. Pero Cal siguió sujetándome por la cintura.

– Sería una pena, cuando te has esmerado tanto para estar tan…

– Sé perfectamente el aspecto que tengo -atajé.

– No, Philly. Te aseguro de que no tienes ni la menor idea -dijo con una sonrisa que me hizo estremecerme.

Se hizo el silencio y, finalmente, él optó por arrastrarme hacia su apartamento.

El beso de Cal podría haberme hecho soñar con sensaciones maravillosas y desconocidas, pero sólo había sido una charada para apartarme de Sophie.

Con él estaría a salvo, pensé, sintiendo como se apaciguaba mi conciencia.

– Puedes demostrarme tu gratitud preparándome una bebida mientras yo me doy una ducha. Luego podemos salir a cenar algo.

Me sentía tan segura como una montaña de granito, pero el problema estaba en que no deseaba sentirme segura. Quería arriesgarme al máximo y que Cal fuera el motivo del peligro.

– Realmente, no es necesario que me invites a cenar -dije rápidamente-. Ya has hecho bastante por mí en el día de hoy y todavía no sé cómo empezar a darte las gracias…

– ¿Y?

Y yo me estaba metiendo en un lío que no me sentía con fuerzas de manejar. Los sentimientos que despertaba en mí eran totalmente inadecuados a las circunstancias. Solo se trataba de la amabilidad de un vecino, nada más. Pero él seguía esperando una contestación y yo no sabía qué decir, así que hice uno de esos gestos vagos que no significaban nada para ocultar mis pensamientos. Mi mente me decía que no podía existir nada en el mundo comparable a pasar la velada con Cal, pero no quería que fuésemos simplemente amigos, quería algo que él no podía darme, algo que no había sabido siquiera que existía antes de conocerlo.

Él no me presionó.

– Entonces decide: o Tony o yo -dijo mientras abría la puerta de su apartamento-. Estoy seguro de que si llamas a Sophie, podrá darte la dirección de la fiesta.

– ¿Y qué le digo? ¿Que después de besarme has decidido huir? -pregunté con lo que quería ser un tono de broma-. No soy una autoridad en el tema, pero el beso que ha presenciado no parecía de esa clase.

– ¿Eso crees? -preguntó perdiendo la sonrisa mientras se apartaba para que yo lo precediera al entrar a su apartamento-. Ponte cómoda -dijo tomando mi abrigo y dejándome prácticamente desnuda. Lo colgó en un perchero y se volvió hacia mí-. Hay vino blanco en la nevera.

– Gracias, pero hoy me voy a dedicar al agua mineral, en plan preventivo.

– Aprendes rápido -repuso él, empezando a desabrocharse los botones de la camisa.

Estaba aprendiendo rápidamente un montón de cosas nuevas, pensé mientras él se deshacía de la camisa, y revelaba un pecho musculoso y un vientre plano.

– ¿Qué quieres beber? -pregunté para apartar los lujuriosos pensamientos de mi mente.

– Un whisky solo, con hielo. Ha sido un día muy duro.

Eso era culpa mía. Era un vecino encantador y yo, su peor pesadilla.

– Lo siento, Cal.

– No te preocupes -dijo él acercando una mano para acariciarme la mejilla, aunque sus dedos se cerraron en un puño antes de que pudiera tocarme-. Las cosas empezaron a enderezarse en cuanto se abrieron las puertas del ascensor -aseguró mientras abría la puerta de su dormitorio. Pude ver un suelo de terracota y una cama enorme con un edredón de color crema antes de que la cerrara tras él.

Dejé escapar un suspiro prolongado y lento y me dirigí a la cocina en busca de hielo, aunque estuve unos instantes parada delante de la nevera sin abrirla, para recuperar la tranquilidad de espíritu. Mi sistema nervioso se había encendido con la presencia de Cal, pero me invadía un sentimiento devastador de que esa relación no iba hacia ninguna parte. Volví al salón con una cubitera y una botella de agua mineral.

El apartamento de Cal era más grande que el que yo compartía con Kate y Sophie, y estaba claro que por allí no había pasado la mano de ningún decorador. Las ventanas carecían de cortinas, de modo que ofrecían una panorámica espectacular de la noche londinense, moteada de luces navideñas. Había estado tratando de superar la perspectiva de celebrar las Navidades lejos de mi familia y de mis amigos, de Don… y aparté la vista.

El apartamento era totalmente masculino, sin adornos de porcelana que pudieran causar desastres nocturnos. Había una chimenea flanqueada por dos confortables sillones de cuero. Entre ellos, una mesa de cedro se apoyaba sobre una alfombra persa. Sobre la chimenea colgaba una inmensa foto en blanco y negro de un tigre en plena carrera. La firma de Callum McBride no me sorprendió lo más mínimo. Lo que sí me sorprendió fue la sensación de que no se trataba de una vivienda eventual. Todo, el mobiliario y las piezas de arte primitivo, encajaba a la perfección con la personalidad del inquilino. Era posible que pensara marcharse pronto, pero desde luego no había signos de que hubiera empezado a hacer las maletas.

Llené un vaso de hielo y serví el whisky para Cal. Luego llené otro de hielo y agua mineral para mí y lo apoyé durante un instante sobre la frente. Aunque en la calle hacía frío, Cal debía tener una buena calefacción central. Yo estaba ardiendo. Tomé un cubito de hielo y me lo pasé por el cuello y la garganta, gimiendo de placer.

Un gemido que imitaba al mío me sacó de mi trance. Cal estaba en el umbral del dormitorio, vestido con un albornoz que dejaba sus piernas al descubierto. Se había secado el cabello con energía y lo tenía despeinado. Sus ojos, lo suficientemente cálidos como para derretir la escarcha, no se apartaron de mi rostro mientras cruzaba el salón para acercarse a mí.

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