Capítulo 1

Tu casa está en llamas y sólo tienes tiempo de llevarte una prenda de vestir ¿Qué elegirías?

a. La explosiva minifalda violeta de cuero que consigue que todos los hombres vuelvan la cabeza para mirarte por la calle.

b. Ese vestido negro carísimo que queda bien en cualquier ocasión.

c. Aquellos pantalones de deporte viejísimos que llevabas puestos el día que conociste al hombre de tu vida.

d. La falda de un conocido diseñador italiano que compraste en unas rebajas. Jamás volverás a tener una oportunidad semejante.

e. El jersey de lana que tricotó tu abuela para regalártelo en tu ultimo cumpleaños.


– ¿Estás segura de que no quieres llevarte este jersey, Philly? La tía Alice se alegraría mucho si te lo pusieras el día de Navidad.

Mi madre levantó la vista al ver que yo no respondía y me pilló hojeando la revista femenina que ella misma me había comprado para que me entretuviera durante el viaje.

– Reserva la revista para el tren, cariño -me dijo, como si fuera una niña de cinco años en vez de toda una mujer de casi veintitrés-, si no te aburrirás.

Resistí heroicamente la tentación de decirle que, aunque era la más pequeña de cinco hermanos y la única que no podía presumir de haber sobresalido con una carrera universitaria fulgurante, me sentía perfectamente capaz de comprarme una revista yo misma. La miré y me di cuenta de que la pregunta había sido meramente retórica, puesto que ella ya había adivinado cual sería mi respuesta. Descarté el jersey inmediatamente. Ese jersey había estado rondando en torno a mí como si fuera un fantasma desde que mi tía abuela Alice lo había tricotado. Era esponjoso como una nube y de color azul cielo. Lo detestaba. De hecho, ya había pensado meterlo junto a otras cosas en una caja de cartón para olvidarlo en el desván, con la esperanza de que una sabia polilla lo eligiera para depositar sus huevos.

– Deberías haber comprado una maleta nueva -insistió mi madre por enésima vez-. Me parece que esta cremallera no es muy segura.

– No le pasa nada a la cremallera -protesté-. Me voy en tren a Londres, no voy a volar hasta las antípodas, como vosotros.

Mis padres habían decidido abandonarme y dejarme al cuidado de unas desconocidas mientras ellos daban la vuelta al mundo para visitar al resto de mis triunfadores hermanos, que andaban desperdigados per varios países. Mi padre se acababa de prejubilar y mi madre había decidido que había llegado el momento de divertirse un poco y visitar a mis tres inteligentes y aventureros hermanos en Nueva Zelanda, California y Sudáfrica, respectivamente, y a mi igualmente inteligente, guapa y aventurera hermana, casada en Australia.

Se habían pasado los últimos treinta y cinco años de su vida atendiendo la casa familiar y, según ellos, les había llegado el turno de divertirse un poco. Y yo era el único impedimento. A mis veintidós años aún vivía en la casa paterna, aún salía con el hijo de los vecinos, sin atisbar ni la menor sombra de una futura boda. Pero eso no era lo peor. Yo había pensado que se marcharían contentos de dejarme al cargo de la casa. Además, estando sola en casa podría intentar movilizar un poco las cosas con Don, sacarle la cabeza de debajo del capó del viejo Austin que llevaba años reparando, arrancarlo de las fauces de su madre e inyectar un poco de vitalidad física a nuestra relación.

Pero el tipo que había reemplazado a mi padre en el trabajo deseaba alquilar una casa por la zona y darse tiempo para estudiar el mercado inmobiliario antes de comprar una vivienda definitiva para su familia. El trato se había cerrado sin consultarme.

Apelé a mi madre, pero me contestó que el asunto no tenía nada que ver con ella.

Y en ese momento, se produjo una de esas casualidades de la vida que nos hacen pensar en el destino: mi jefe en el banco, que jugaba al golf con mi padre todos los domingos, me propuso que me trasladara a la central de Londres en comisión de servicio durante seis meses. Me aseguró que era una oportunidad de oro para hacer méritos y empezar a subir en el escalafón de la entidad bancaria, algo que yo había estado rehuyendo durante los dos años anteriores porque la promoción profesional significaba tener que abandonar Maybridge.

Pero mi madre no perdió el tiempo, recurrió a sus amigas del colegio para encontrarme alojamiento en Londres.

– El cambio de aires te sentará bien -me dijo cuando osé protestar-. Te estás anquilosando en Maybridge; además, tu carrera profesional está estancada, ya no puedes llegar más lejos en esta sucursal. Por no hablar de Don, que te trata como si le pertenecieras por derecho propio. Estar separados durante una temporada será bueno para ambos, podréis aclarar vuestras ideas respecto al futuro.

Yo tenía muy claras mis ideas con respecto al futuro, las tenía tan claras como el día en que había cumplido diez años, pero mi madre me echó una mirada de seria advertencia que no me permitió seguir discutiendo con ella. Una mirada que decía: «yo sé muy bien qué es lo que te conviene». Quizá pensaba que Don daría algún paso adelante en nuestra relación al sentir mi ausencia. Yo tenía casi veintitrés años y aún era virgen… Estaba desesperada por conocer los secretos del amor cuerpo a cuerpo.

Aún así, me costó trabajo admitir que mi madre pudiera tener razón en cuanto a lo atrofiada que parecía mi rutinaria vida, dado que ella había vivido casi cuarenta años con el mismo hombre en la misma casa. No es que la criticara, al contrario, eso mismo era lo que deseaba hacer yo: pasar toda la vida junto a un solo hombre formando una familia.

Y Don tenía la misma idea, al menos eso decía.


El único problema era que él no estaba haciendo absolutamente nada para consolidar nuestra relación de pareja. Al fin y al cabo, era posible que mi escapada a Londres lo hiciera reflexionar.

Fui a buscarlo y lo encontré en el garaje de su casa, como de costumbre, limpiando y ensamblando piezas en el viejo Austin de l922. Le comuniqué la noticia y contuve el aliento.

– ¿A Londres? -preguntó con esa expresión tan dulce e inocente que le era tan propia y que yo adoraba. Era un hombre muy apuesto: alto, musculoso y de cabello rubio y ensortijado. Pero nunca había tenido que disputármelo con ninguna otra chica. Él sólo había tenido ojos para mí desde la más tierna infancia-. ¿Qué demonios piensas hacer en Londres?

«¡Oh, no!», pensé yo. Había supuesto que Don soltaría todas sus herramientas para estrecharme entre sus brazos llenos de grasa y proclamar al mundo algo como; «Tú no te vas a ninguna parte sin mí».

– Voy a escalar puestos en la central del banco -contesté yo irritada-. A darme un paseo, a cambiar de aires, a divertirme un poco -añadí intentando provocarlo.

Don frunció el ceño, no porque le disgustara que yo pensara divertirme, sino por algo más grave.

– ¿Te vas para siempre?

Durante un instante creí que al fin se aclararían las cosas entre nosotros. Pensé que él acababa de darse cuenta de que si no hacia algo inmediatamente yo podría desaparecer y no volver nunca más.

Soñé que soltaba las herramientas, me estrechaba entre sus brazos, etc., etc.

– Sí -contesté, dando por supuesto que si realmente quería hacer carrera, jamás podría volver a una sucursal tan pequeña como la de Maybridge.

Era algo que podía haber decidido hacía años, pero la rutina del pueblo me resultaba cómoda. A diferencia de mis hermanos, no corría ni una sola gota de sangre aventurera por mis venas. Sólo había tomado el avión una vez, tan aterrorizada que me había puesto enferma. Jamás repetiría semejante experiencia. Además, me gustaba vivir en casa-. Puede que haya llegado el momento de cambiar de hábitos -añadí, esperando que el hiciera cualquier cosa para disuadirme. Un lamento de pesar podría ser un buen comienzo para empezar a planear un viaje a Bali durante el cual casarnos en una playa bajo la luz de la luna.

Se retiró el flequillo con las manos llenas de grasa y un gesto adorable.

– Supongo que debo felicitarte. Te echaré de menos -yo sonreí, antes de darme cuenta de que me había pasado de lista-, pero así tendré más tiempo para dedicárselo al coche.

¿Qué? Ya pasaba todo su tiempo libre debajo del capó de ese coche.

– Gracias -dije rechinando los dientes.

– Así que a Londres -repitió Don, como si se tratara de una lejana y extraña ciudad mitológica en vez de una metrópoli llena de actividad situada a tan solo una hora de tren desde Maybridge-. Estoy seguro de que te lo pasarás estupendamente.

«¡Pero yo no quiero irme!», grité en silencio para dejar mi orgullo a salvo. ¿Por qué no se daba cuenta de que no tenía ganas de pasármelo estupendamente en ningún sitio si no era junto a él? Todo lo que quería era que me quitara de la cabeza la idea de irme a Londres y propusiera que me trasladara a vivir con él y con su madre viuda hasta que encontráramos una casa que pudiéramos compartir los dos solos… No me molesté en hacer planes en voz alta…, ya sabía la respuesta. La señora Cooper, una insulsa hipocondríaca que nunca había conseguido recobrarse de la huida de su marido con la secretaria, me trataba amistosamente, pero yo tenía la sospecha de que bajo esa expresión edulcorada se escondía un odio profundo por mi persona y, además, una desaprobación completa de mi prolongada relación con Don.

Tuve la tentación de desnudarme y seducirlo allí mismo, en el garaje, pero el suelo era de cemento, hacia mucho frío y las manos de mi hombre estaban llenas de grasa de la peor especie. Solo una idiota, o una mujer desesperada, se atrevería a desprenderse de su ropa de abrigo en tales circunstancias. Y sí, yo estaba desesperada, pero a pesar de mi inexperiencia, era capaz de imaginar que nadie, en un estado próximo a la congelación, sería capaz de encender una llama de deseo.

– Tengo que confesarte que casi te envidio -dijo Don-. Poder ver todos esos museos…

¿Museos? ¿Era esa la idea que tenía él de pasarlo estupendamente? Tuve ganas de abrazarlo, pero su mono estaba asqueroso, aunque si hubiera llevado puesto el jersey de la tía Alice, no me hubiera importado tanto.

– Acaba de ocurrírseme que si vas al Museo de Ciencias -añadió él con cierto brío-, podrías…

¿Al Museo de Ciencias? Podría apetecerme ir a ver las joyas de la corona, pero… ¿ir al Museo de Ciencias? Había perdido el hilo de la conversación…

– ¿Me lo prometes? -pregunto él.

¿Prometer? ¿Prometer qué? Dios santo, debería haberlo escuchado.

– ¿Por que no te vienes a pasar un fin de semana conmigo? -contesté, aprovechando la oportunidad-. Podríamos ver el Museo de Ciencias juntos.

Él echó un vistazo a su alrededor, incómodo.

– No creo que pudiera dejar a mi madre tanto tiempo sola, ya sabes que sufre de los nervios.

Era verdad, esa mujer había conseguido destrozar todos los planes que yo había hecho con Don durante los últimos cuatro años, apelando a sus repentinas crisis nerviosas. Esa fue también la razón de que el viernes, una vez que hubieron partido mis padres, tuviera que cargar yo sola con la maleta para irme a la estación. Don se había tomado la tarde libre para acompañarme, pero su madre había sufrido un pequeño ataque diez minutos antes de la hora acordada para salir. Estuve a punto de fingir yo misma otro ataque de nervios semejante, pero Don tenía una expresión tan preocupada que lo dejé irse a casa para esperar al médico mientras yo llamaba a un taxi y me metía en el tren.

Mientras Maybridge desaparecía tras una cortina de fina lluvia helada propia de cualquier tarde de finales del mes de noviembre, me acomodé con un bocadillo de queso en una mano y la revista femenina GH la otra.

Descubre si eres una «tigresa» o una «gatita», anunciaba la portada. Yo no necesitaba cumplimentar un cuestionario para saber la respuesta. Tenía casi veintitrés años, una madre que me trataba como si tuviera cinco y un novio que no daba rienda suelta a su libido. Así que tenia que ser una «gatita», ¿no? Pues no. Una vez cumplimentada la tanda de preguntas, descubrí que había sido demasiado optimista. Yo era una «ratoncita» y me salvaba por los pelos de ser una «ostra». Eso explicaba por qué me iba a Londres cuando lo que deseaba de veras era permanecer en Maybridge. Eso explicaba por qué mi novio siempre anteponía a su madre. Y también explicaba por qué me iba a pasar el día de Navidad con la tía abuela Alice, en vez de disfrutar de una tórrida noche de pasión con Don. Se me manejaba con facilidad. Era muy poco exigente. Mis expectativas de futuro se arrastraban por los suelos. Fui a morder el bocadillo de queso, pero me contuve, horrorizada: el queso era el plato favorito de la especie ratonil. Tendría que haber elegido un bocadillo de carne asada con mucho picante. Pero como «ratoncita» que era, me encantaba el queso. Debería llevar unos vaqueros de marca y tacones de aguja, en vez de unos cómodos pantalones de algodón que habían pertenecido a alguno de mis hermanos y unas zapatillas deportivas de saldo. Al fin y al cabo, estaba ahorrando para casarme, ¿no?

Puede que nunca llegara a ser una «tigresa», pero al menos podría aspirar a ser una «gatita» en vez de una «ratoncita». Se me ocurrió que, quizá en Londres, donde nadie me conocía, podría emprender algún tipo de cambio. Tenía que enfrentarme a los hechos. Comportarme como una «ratoncita» no había servido para animar a Don a soltarse de las faldas de su madre y pedirme en matrimonio. A lo mejor mi madre tenía razón. Era posible que una temporada de separación nos hiciera bien a ambos.

Don dispondría de seis meses para saber cómo era la vida sin que yo estuviera rondando por allí, acercándole un destornillador de punta plana incluso antes de que él lo pidiera.

Y yo tendría seis meses para acicalarme un poco y sacar partido a ciertas partes desatendidas de mi carácter para que, cuando volviera a Maybridge, Don cayera a mis pies antes de que su madre pudiera darse cuenta.

Cuando el tren se detuvo en la estación de Paddington, metí la revista en el bolso para terminar de leerla en otra ocasión y tiré de la maleta.

Me enfrentaba a una nueva vida, con un nuevo trabajo y ropa nueva que tendría que comprar. Estaba en Londres y pensaba sacarle el mayor partido posible a la gran ciudad.

No llegué a rugir cuando me uní a la multitud que se dirigía hacia el metro, pero en mi mente ya se estaba forjando la imagen de una «tigresa».

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