Has perdido la cabeza por un hombre al que acabas de conocer. El deseo apenas te deja llevar una vida normal, pero tus amigas y amigas te advierten que todo el asunto va a acabar en lágrimas, las tuyas. ¿Qué harías?
a. Le das una patada a las precauciones. Sólo se vive una vez y la aventura apasionada que estás a punto de disfrutar es más importante que la pasible decepción que puedas sufrir más tarde.
b. Aceptas que los hombres y las lágrimas de las mujeres van siempre de la mano. Al menos, en ese caso habrá merecido la pena.
c. Te ríes. Ese hombre va a darte de comer y beber y va a hacerte sentir como una estrella de cine. Así que… ¿para qué llorar?
d. Te pones inmediatamente a llorar. Sabes que tus amigas tienen razón.
e. Les dices que entregar el corazón es lo que nos hace humanos. Y que también es muy humano que las personas se hagan daño.
Cal se detuvo ante la puerta de mi apartamento.
– ¿Cuándo piensas marcharte?
– Cuanto antes mejor. Mañana, supongo.
– Los trenes van a rebosar los domingos.
– Lo soportaré.
– No es necesario. Si ya has tomado una decisión. -se paró para tomar aliento com esfuerzo, pero yo levanté una mano y se la enredé en el pelo, preocupada-. Si estás completamente segura, te llevaré en coche -dijo-. ¿A las once? ¿Tendrás suficiente tiempo para arreglarte? ¿Arreglarme‘? ¿Pensaba que me iba a vestir de forma especial para la ocasión? ¿Pensaba que iba a ponerme especialmente guapa para que Don se diera cuenta de lo que se había perdido?
– Gracias, pero… ¿No crees que podría resultar… insensible'?
– Podrías dedicar un poco de esa sensibilidad para tener en cuenta mis sentimientos -yo lo miré, confusa-. Si te vas sola, estaré preocupado por ti durante todo el día.
– ¿En serio?
– En serio.
– De acuerdo -dije, comprensiva, aunque todo ese asunto de que yo no podía dar ni un paso sin que alguien me llevara de la mano estaba afectando seriamente a mi sistema nervioso-. Tal y como me pones las cosas, no entiendo cómo he podido sobrevivir durante veintitrés años sin que alguien como tu estuviera pendiente de todos mis desplazamientos. Ni siquiera mi madre se preocupa tanto.
– Créeme, Philly, mis sentimientos no son en absoluto maternales -dijo con una mirada llameante que me encendió el corazón-. Lo único que pasa es que no puedo soportar la idea de imaginarte pasando frío dentro de un vagón de tren. Piensa que en vez de un coche tengo un taxi, si eso te ayuda.
– No, Cal, en serio. Esto es algo que tengo que hacer yo sola -él me miró con frustración-. Pero puedes llevarme hasta la estación si quieres -añadí.
Aceptó tan de inmediato que supe que volvería a insistir en llevarme personalmente hasta Maybridge. Supuse que había pensado esperarme en la cafetería de la estación del pueblo para luego traerme de vuelta a Londres. Deseé abrazarlo, pero él se mantenía a una prudente distancia.
– Solo hasta la estación, Cal -insistí-. Por favor, dime que entiendes por qué no quiero… Es decir, por qué debo hacerlo.
– ¿Quieres que te mienta? Jamás lo haré.
– Inténtalo -dije.
Por supuesto, no deseaba que me mintiera, pero sí que me entendiera, que comprendiera que si iba a iniciar una relación con él, lo lógico y lo más sensato era romper antes con mi novio de toda la vida.
No comprendía su distancia. A lo mejor se estaba arrepintiendo de no haber aprovechado la oportunidad de acostarse contigo aquella misma tarde, cuando ambos habíamos perdido la cabeza.
Me di cuenta de que Cal me mostraba la palma de la mano desde hacía rato para que le entregara las llaves de mi piso. Busqué en el bolso, revolviendo todo su contenido.
– Lo siento, tienen que estar por alguna parte. -dije olvidando el bolso para concentrarme en los bolsillos del abrigo-. Sé que tienen que estar por aquí -añadí, sabiendo que estaba metida en un nuevo lío. Le tendí el abrigo y volví a registrar el bolso-. Tengo que tenerlas, no quería depender de Sophie para volver a casa…
– A lo mejor se te han caído mientras estabas en mi apartamento -dijo el-. Cuando sacaste el teléfono para llamar a un taxi… o cuando te estuviste arreglando en el cuarto de invitados.
– Es posible -admití.
Cal me devolvió el abrigo, se dirigió directamente hacia su apartamento y sacó la llave del bolsillo como si intentara demostrarme lo fácil que era.
Yo lo seguí con cautela, rebuscando aún dentro del bolso mientras él abría la puerta.
– Aquí no están -dijo echando una mirada a la alfombra del vestíbulo-. ¿Quieres mirar en la habitación de invitados? Registré primero la superficie del lavabo del cuarto de baño de invitados y luego escruté cada centímetro de suelo con lupa, así como la papelera donde había arrojado el pañuelo de papel que había usado para quitarme el pintalabios. Finalmente, miré detrás de la puerta. Nada.
Cal enarcó las cejas cuando salí.
– ¿Ha habido suerte? -yo meneé la cabeza-. Voy a llamar a Nico, puede que las hayas perdido allí.
– Estoy segura de que no he abierto el bolso en el restaurante de Nico -dije observando la enorme alfombra persa que había delante de la chimenea-.
¿Has mirado bien por aquí? Podrían pasar desapercibidas en medio de estos dibujos tan intrincados.
– Compruébalo tú misma -propuso, y se quitó el abrigo para colgarlo en el perchero.
Yo tuve una sensación de déjà vu. Cal desabotonándose la camisa, desnudándose para ir a darse una ducha… Me invadió una oleada de calor estremecedora.
– Voy a preparar un café -dijo él, devolviéndome a la realidad.
– De acuerdo.
Me quité los zapatos, me puse de rodillas sobre la alfombra y pasé las manos por toda su superficie.
Nada. Estaba empezando a pensar que quizá, con las prisas, en el último momento me había olvidado de meterlas en el bolso. Era posible que Cal tuviera razón sobre mí: no se me podía dejar sola porque, de una manera u otra, siempre me las arreglaba para meterme en algún lío. A lo mejor me estaba volviendo loca. Me reuní con Cal en la cocina y me dejé caer sobre un taburete, con el abrigo puesto, mientras observaba como él preparaba el café.
– Sophie tardará horas en volver a casa y Kate va a quedarse a dormir com su novio -anuncié.
– No hay ningún problema, Philly -repuso él sin mirarme. Mi corazón sufrió un acelerón y me quedé sin aliento-. La habitación de invitados está preparada.
Fui incapaz de darle las gracias, jamás había conocido a un hombre tan considerado. Era un santo.
– Mi vida era muy aburrida -dije al cabo de unos instantes.
– Me resisto a creerlo.
– Es verdad, Mis compañeros de estudios me eligieron «la chica mejor preparada para el matrimonio» cuando tenía quince años. No creo que fuera exactamente un cumplido. En realidad, creo que pensaban que yo era la chica más aburrida que habían conocido en toda su vida. Y nada cambió en los años posteriores. Seguía teniendo el mismo novio y había encontrado un trabajo aburrido, pero seguro. Nunca he bebido ni he fumado y ésta es la primera vez que pierdo las llaves de casa. Aunque en mi pueblo no hubiera supuesto ningún problema. Mi madre siempre guardaba un juego de llaves en la casa del vecino.
– ¿Dónde si no? -preguntó Cal con un cierto sarcasmo.
– No en la casa de la madre de Don -aclaré rápidamente-. No se puede decir que ellas dos hayan sido nunca íntimas. Aunque se tratan con educación, claro.
El se volvió para mirarme con los ojos brillantes de pasión o… de furia. Su comportamiento conmigo se había enfriado un tanto desde que le había dicho que debía regresar a casa.
– ¿Y?
– «Y» ¿qué?
– Me estabas explicando que hasta ahora habías llevado una vida sin incidentes. Supongo que lo dices por algo.
Durante un instante estuve a punto de replegar, pero sus ojos volvieron a brillar y esa vez estaba segura de que lo que había detrás de ellos era pura lujuria.
– Sí, lo digo intencionadamente. Toda mi vida ha discurrido por canales seguros hasta… hasta que te he conocido a ti.
– ¿Pretendes que te pida disculpas por haber alterado tu forma de vida?
Yo no sabía lo que quería, pero desde luego no que me pidiera disculpas.
– Contigo me siento… fuera de control.
– Eso es culpa de la pasión.
– ¿La pasión?
– La pasión, el deseo, las ganas de vivir. Me parece que sabes a qué me refiero, ¿no? -dijo con mayor amabilidad.
– Sí, claro que sí-repuse recordando el breve episodio erótico de la tarde.
– ¿Has hablado con tu madre desde que estás en Londres? -preguntó él.
¿Mi madre? ¿Cómo había entrado ella en la conversación?
– Llamó para decirme que habían llegado bien, pero yo no estaba en casa.
– Es la hora del desayuno en Australia, ¿por qué no la llamas ahora?
La tentación de llamar era grande, pero me resistí a complicarles la vida a mis padres con mis problemas mientras se encontraban de viaje de placer.
– ¿Crees que ella puede adivinar donde he perdido las llaves? – pregunté maliciosamente.
– Creo… creo que debes hablar con alguien en quien puedas confiar. Alguien que sólo se preocupe de tu bienestar personal. Creo que has perdido el norte y que te encuentras algo desconcertada. Llámala y cuéntale que has perdido las llaves y que vas a pasar la noche en casa de un amigo que piensa en ti con lujuria. Pídele consejo materno.
Intenté buscar una sonrisa en sus labios, pero ni el menor asomo.
– ¿A eso te dedicas? -pregunté-. ¿A pensar en mí con lujuria? A mí me parece que tienes tu ansia de poseerme y tus instintos carnales totalmente bajo control.
– Sí, es cierto, estoy algo chapado a la antigua, pero necesito toda tu colaboración, ni se te ocurra provocarme. Has tomado una decisión y, en lo que a mí respecta, te puedo asegurar que tu honor va a quedar completamente a salvo. Puedes quitarte el abrigo.
Lo hice.
– Lo siento…
– ¡No! No quiero que te sientas culpable por nada -dijo acercándose a mí de tres zancadas para tomarme por la cintura-. No quiero que sufras por mi causa -murmuró sobre mi pelo-, jamás haría algo que pudiera hacerte daño. Quiero que lo sepas, quiero que me creas.
Lo miré y luego tomé su rostro entre mis manos.
– ¿Cómo podría dudar de ti, Cal? -sus ojos se cerraron en un gesto de dolor-. Te has convertido en mi ángel de la guarda desde que llegué a Londres. ¿Te crees que no me he dado cuenta del mal rato que has pasado para refrenar tus instintos cuando estuvimos a punto de hacer el amor hace un par de horas? Sé lo que sentiste porque yo también te deseaba, Cal, me moría por hacer el amor contigo…
– ¡Para! -exclamó apartándose de mí-. No digas ni una palabra más, Philly, por favor -cuando estuvo seguro de que yo no hablaría más, me tomó las palmas de las manos y las cubrió de besos, antes de interrumpiese de nuevo con un deje de amargura. -Quizá sea mejor que vuelvas a ponerte el abrigo, después de todo. Vamos, te prestaré una camiseta para dormir -añadió tirando de mi mano.
No podía dormir. La habitación era preciosa y la cama cómoda, pero yo llevaba puesta una camiseta de algodón que pertenecía a Cal McBride y su aroma me tenía hipnotizada, provocaba en mi sucesivas oleadas de deseo.
Le oía en la habitación de al lado, dando vueltas en la cama, tan inquieto como yo, y deseé que no hubiera un tabique por medio. Aún no sé como fui capaz de resistir la tentación de levantarme para reunirme con él, abrazarlo, sentir su cálida piel contra la mía, compartir nuestra ternura… Descubrir, por fin, lo que pasaba cuando un hombre y una mujer se unían físicamente. Sólo la convicción de que primero tenía que contarle la verdad a Don me permitió seguir a solas en la cama de invitados. Una vez roto el compromiso con Don, podríamos entregamos el uno al otro sin la menor sombra de culpabilidad. La noche se estaba haciendo eterna y ya había amanecido cuando finalmente se apoderó de mí el sueño.
– ¿Philly? -ni siquiera el sonido de una taza de café depositada sobre la mesilla fue suficiente para que abriera los ojos. Me limité a gemir con pereza.
– Venga, preciosa -dijo Cal sentándose sobre el borde la cama-. No puedo dejar que sigas durmiendo.
¿Preciosa? Aunque estaba destrozada, eso no me impidió sentir lo aterciopelada que era su voz, así que me di la vuelta, parpadeé y, finalmente, me incorporé con los ojos abiertos.
– Hola -dije con una timidez incomprensible, deseando que él me besara.
– Hola, guapa -repuso él sin intención de besarme-. ¿Has dormido bien?
– No demasiado -Cal me llevaba la delantera; estaba duchado, desayunado y vestido, pero tampoco parecía que hubiera dormido mucho-. ¿Y tú?
– Sobreviviré. Si piensas ir hoy a Maybridge.-dijo dejando la frase en suspenso a propósito por si yo había cambiado de idea. La tentación de volverme a dejar caer sobre las almohadas, y olvidarme de la pesadilla que supondría el viaje hasta la casa de Don, era casi irresistible. El plan del día no me apetecía lo más mínimo, pero era una obligación.
– Tengo que ir -dije tomando un sorbo de café.-Aunque no creo que Sophie se alegre de que llame a su puerta a estas horas de la mañana.
– ¡Son más de las once! -exclamó Cal.
– ¿Qué? -abandoné el café, me destapé de un plumazo y puse los pies en el suelo-. A este paso voy a llegar a Maybridge de noche.
– No te preocupes. He hablado con Tessa y me ha prestado su coche. Voy a llevarte a casa.
– Pero…
– Déjame hacerlo, Philly. Aunque ya hayas decidido que Don es el hombre de tu vida y que vas a volver a casa para estar junto a él, eso no significa que yo pueda desterrar mis sentimientos de un día para otro. No puedo dejar de preocuparme por tu bienestar.
Escuché sus palabras completamente atónita y tuve que hacer un esfuerzo para procesarlas y comprenderlas en toda su magnitud.
– Repite lo que has dicho -le pedí.
– Quiero decir que lo comprendo, ¿de acuerdo? Creo que te equivocas. Pienso que cualquier hombre que sea capaz de dejarte marchar es un idiota que no te merece.
– Cal…
– De hecho ya me he dado cuenta de que yo soy más idiota todavía, facilitándote el regreso a casa sin luchar antes por tu amor. Pero sé que eres tú la que debe tomar una decisión. Quiero que seas feliz…
– Cal…
– Me importa más tu felicidad que la mía propia -continuó, incapaz de echar el freno-. Sé lo que vas a decirme. Que es imposible. Que el amor a primera vista no existe. Que es solo lujuria, atracción sexual…
– Cal, por favor…
– Pero si hubiera sido sólo eso, la noche de ayer habría terminado de manera muy diferente. Es una locura, lo sé. Solo nos conocemos desde hace un par de días. Me tropecé con una mujer irritada porque le estaba robando el taxi en una tarde fría y lluviosa, y luego con una mujer distinta, tan recatada y desconcertada como si aún fuera virgen, que me cedía inocentemente el taxi con las mejillas sonrosadas. Deseé besarte en ese preciso momento -relató él con un leve encogimiento de hombros-. En realidad, cuando me enteré de que vivíamos en el mismo edificio, me asaltaron las más íntimas fantasías. Y eso es todo. A partir de ahora tendré que acostumbrarme a la idea de que te he perdido para siempre.
– Cal, cállate.
– Lo siento. Seguramente te ha incomodado tener que escucharme, pero necesitaba desahogarme. Sabía que en Londres te sentirías triste y sola, pero no quise aprovecharme de tu inseguridad para que no cometieras lo que podía ser el error más grande de tu vida.
– Cal, escúchame detenidamente. Me voy a Maybridge para decirle a Don que he conocido a otro hombre. Un hombre que ilumina mi vida como… como la luz del sol en pleno verano. Alguien que me hace sentir que soy una mujer… completa.
– Pero…
– Escúchame -dije-. Escúchame bien -él batalló consigo mismo durante unos instantes-. Quiero ir hoy a Maybridge para decirle a Don que voy a arriesgarlo todo para emprender una relación contigo. Voy a decirle que viajas, que desapareces entre las nubes a bordo de un avión para pasar varios meses fuera y que nadie sabe cuando regresarás. Pero, pase lo que pase entre nosotros, debo decirle que toda mi vida ha cambiado desde que te conocí. Que mi relación con él ha pasado a la historia.
– Philly.
– No he terminado. Voy a decirle a Don que lo amo, que siempre lo querré como amigo, pero que ahí se acaba todo, en una simple amistad -respiré hondo-. ¿Te acuerdas que me has dicho que me había sonrojado como si fuera virgen delante del taxi? Pues quiero que sepas que es verdad. Soy virgen, ése era mi secreto.
Cal se tomo su tiempo para asumir la noticia.
– Pero… Entonces… ¿Quieres decir…?
– Quiero decir que ayer estuve muy cerca de dejar de serlo -añadí temblando ante su cara de estupefacción-. He estado a punto de…
– Hacer el amor conmigo -dijo él tomándome la mano-. De hacer el amor -repitió él abrazándome y estrechándome contra su cuerpo que también temblaba-. Anoche, en el restaurante, estuviste tan abstraída… y luego me dijiste que deseabas volver a casa…
– Tenía que regresar a Maybridge para dejarle claras las cosas a Don. Tenía que dar por acabada esa historia para poder iniciar la nuestra.
– Quise morirme -dijo-. Cuando oí tus palabras, di por sentado… Quería morirme.
– Pero no dijiste nada, no intentaste que cambiara de opinión.
– Cada cual debe tomar sus propias decisiones, Philly. Si te hubiera arrastrado hasta mi cama, ¿qué habríamos ganado?
– Hubiéramos podido conciliar el sueño tranquilamente.
– Es posible. Ahora que ha llegado el turno de las confesiones, tengo que decirte que anoche encontré tus llaves sobre la alfombra y me las guardé. ¿Estás enfadada?
– ¿Enfadada? ¿Por saber que me deseas tanto? Está de broma -dije con una amplia sonrisa y una sensación reconfortante.
– Sera mejor que te vistas antes de que se me ocurra demostrarte lo mucho que te deseo. Tenemos que irnos a Maybridge.
Solté una carcajada y me embutí en la ropa del día anterior. Tenía que pasar por mi apartamento para cambiarme. Él intentó retenerme con un beso.
– Cal…
– No puedo dejarte sola ni un momento, prefiero acompañarte a tu piso.
Se vino conmigo y, cuando abrió la puerta con mis llaves, oímos el sonido de una conversación en la cocina.
– ¡Philly! -gritó Kate al verme aparecer-. ¿Dónde demonios te habías metido? Tienes una visita -dijo apartándose para que yo pudiera ver a Don.
– Hola, Phil -me saludó Don echando una mirada a Cal, antes de levantarse del taburete. Por muy inocente que hubiera sido la noche que habíamos compartido Cal y yo, todas las evidencias demostraban lo contrario. Don se dirigió hacia nosotros y yo me interpuse entre Cal y él para evitar que le soltara un puñetazo. Pero no parecía violento. Al contrario, caminaba con una mano extendida, preparado para estrechar la de Cal-. Soy Don Cooper -se presentó con la mayor formalidad.
– ¿Te acuerdas de él? -intervino Sophie con sarcasmo-. El «vecino de toda la vida».
– Philly acaba de mudarse a mi apartamento. Vamos a casarnos -terció Cal.
¿Casarnos? ¿Quién había hablado de casarse?
– Una sabia decisión -comentó Don-. Pero no te atrevas a hacerla sufrir o tendrás que vértelas conmigo.
– Íbamos a visitarte hoy -dije-, para contártelo.
– Entonces os he ahorrado el viaje. Yo también tengo algo que decirte. Hace un par de meses conocí a un hombre. Se llama Alex y tiene un taller mecánico. Desde entonces ha estado intentando convencerme para que me una a él, pero no sólo en el terreno laboral sino también en el sentimental. ¿Comprendes?
Comprendí. Por fin se hizo la luz en mi mente:
Don era homosexual, pero jamás había tenido el coraje de admitirlo. Eso lo explicaba todo.
– Lo siento, Philly -prosiguió Don al cabo de un momento.
– No, la que lo siente soy yo -dije rodeándole el cuello con los brazos-. Prométeme que vas a ser feliz.
– Te lo prometo. Y ahora tengo que irme, Alex me está esperando en la calle. Te llamaré para darte mi nueva dirección. A lo mejor os apetece invitarnos a la boda -dijo mirando a Cal.
– Dalo por hecho -contestó éste.
El silencio se apoderó de la cocina, una vez que Don se hubo marchado. Kate y Sophie desaparecieron discretamente.
– Eso lo explica todo -dije.
– ¿No tenías ni la menor sospecha? -preguntó Cal.
– Nos queríamos desde niños, supongo que ha estado conmigo todos estos años para no dar un disgusto definitivo a su madre -expliqué-. Tengo que darme una ducha y cambiarme de ropa.
– Espera -dijo Cal-. Quiero que sepas que hablaba en serio con respecto a nuestro matrimonio.
– Pero… es un poco pronto para hablar de boda, ¿no te parece?
– No pensaba fijar una fecha hoy mismo. Además, tienes razón, aún tenemos que pasar mucho tiempo juntos para conocernos mejor. Es una pena que le tengas miedo al avión, si no te invitaría a venirte como ayudante a una isla tropical.
– Creo que podré superar los horrores del vuelo si me llevas de la mano -contesté, a sabiendas de que sería capaz de caminar sobre ascuas si ese hombre me lo pedía.
– Quizá podamos empezar por algo más corto. ¿Qué te parece un fin de semana en Paris para hacer las compras navideñas?
– Hum, perfecto -dije ilusionada.
– Es una pena que te hayas comprado tanta ropa para ir a trabajar.
– Puedo devolver la mitad y gastarme el dinero en unos biquinis.
– Eso suena a gloria bendita.
– Tengo que ducharme. Además, te recuerdo que deberías subir a visitar a tus padres.
– Iré, pero no con las manos vacías. Tú vas a ser mi regalo de Navidad para ellos. Están deseando convertirse en abuelos; imagínate, una nueva generación de McBrides…
Todos mis hermanos regresaron a casa para celebrar mi boda en Navidad del año siguiente. Yo había pasado todos esos meses disfrutando del amor y los viajes. Aún no estaba del todo a gusto dentro de un avión, pero la mano de Cal era de lo más reconfortante. Mi familia divirtió a Cal con miles de pequeñas anécdotas sobre mi infancia y mi madre brillaba entusiasmada, como si fura ella la responsable de que mi vida hubiera dado un giro de ciento ochenta grados. Era posible que tuviera razón.
Mi padre me tomó del brazo frente a la puerta de la iglesia.
– ¿Eres feliz? -me preguntó.
– Estoy en el paraíso -repuse mientras empezaba a sonar la marcha nupcial.
Avanzamos hacia el altar. Allí me esperaba Cal con los ojos brillantes de satisfacción y deseo, dispuesto a comprometerse conmigo para toda la vida.
En cuanto me tomó de la mano con firme determinación supe que siempre seriamos felices.