Capítulo 3

Es de noche y está lloviendo. Tus compañeras de piso han salido y estás sola en un apartamento desconocido. Cuando enciendes la cocina eléctrica para prepararte la cena, se funden los plomos. ¿Qué harás?

a. Te acuerdas de que hay una cafetería en la esquina. Allí puedes comer algo caliente y dar can un tipo que sepa cómo arreglar las plomos. Excelente.

b. Te vas en busca del vecino para pedir ayuda. Sabes que nunca sale de casa en pleno día, pera ya es de noche, así que no habría problema.

c. Llamas al servicio de reparaciones urgentes y suplicas hasta las lágrimas para que te envíen un técnico de inmediato.

d. Sabes que hay una linterna y un fusible nuevo en una repisa situada al lado del contador y lo arreglas tú misma.

e. Te echas a llorar sin saber qué hacer.


– ¿Ya te sientes mejor? -preguntó Kate señalando la tetera para que me sirviera una taza yo misma.

– Mucho mejor -repuse con la melena envuelta en una de las toallas que había encontrado en el baño, un poco preocupada por el aspecto envejecido y deteriorado de mi albornoz.

Nunca había compartido piso con chicas de mi edad y mis mejores amigas de Maybridge me habían advertido que una casa compartida era como un campo de minas, plagado de peleas sobre quién se había terminado la leche o el azúcar, sobre cómo se iban a dividir los gastos de luz y teléfono… Y lo peor de todo, peleas encarnizadas a causa de los hombres. Sin embargo, eso último no sería un problema para mí. Ya tenía suficiente con mantener la atención de mi novio frente al atractivo de un carburador como para complicarme la vida con los hombres de las hermanas Harrington.

Kate parecía muy amistosa, pero yo quería dejar claro desde el principio que no era una aprovechada.

– Tengo que salir de compras -dije mientras me servía el té-. ¿Dónde está el supermercado más cercano?

– No te preocupes por eso hoy -contestó Kate-. Mientras no te comas el queso de cabra de Sophie, no habrá ningún problema.

– Gracias -dije con una cálida sonrisa.

– Philly, ¿conoces a alguien en Londres?

Meneé la cabeza, pero luego me acordé.

– Bueno… -Kate esperaba-, he conocido a nuestro vecino. Compartimos un taxi para llegar aquí.

Kate parecía sorprendida.

– ¿Has compartido un taxi con un desconocido?

– Llovía y él me lo cedió, pero puesto que íbamos en la misma dirección… Hum, es un hombre…-iba a decir que era un hombre muy amable, pero recordé su tono de impaciencia ante mis errores, así que…

– ¿Sí…? -me animó Kate.

– En realidad, le debo una disculpa y, probablemente, también tendré que pagarle un paraguas nuevo -Kate alzó las cejas asombrada-. Es una larga historia.

– Ya me la contarás mañana. Ahora tengo una cita con un abogado absolutamente maravilloso. La hubiera cancelado de saber que llegabas hoy, pero la verdad es que me interesa a largo plazo y no quiero arriesgarme a dejarlo solo un viernes por la noche -dijo Kate con una sonrisa de complicidad-. Y no te preocupes, no vas a tener que quedarte a solas con Sophie: se va a una fiesta. Le hubiera pedido que te invitara, pero tal y como están los ánimos, creo que es mejor no complicar las cosas.

– Lo entiendo -repuse, aliviada. La mera idea de verme arrastrada a una fiesta llena de desconocidos en compañía de Sophie me ponía los pelos de punta. Me tomé con tranquilidad la taza de reconfortante té, mientras las dos hermanas se arreglaban para salir.

Mi alivio fue aún mayor cuando vi aparecer a Sophie con unos zapatos de tacón de aguja, un vestido de seda y gasa plateado, perfectamente maquillada y con el cabello rubio platino cuidadosamente arreglado en una imponente cascada de rizos que le llegaba hasta los hombros. En mi ropero no había nada que pudiera acercarse ni de lejos a la etérea elegancia urbana de esa mujer.

A continuación llegó Kate, espléndida también con un sencillo pero elegante vestido negro.

– ¿Seguro que no te importa quedarte sola? -preguntó Kate-. Tenemos un montón de cintas de video y en la puerta de la nevera hay una lista de establecimientos que sirven comida a domicilio -hizo una mueca-. No solemos cocinar si podemos evitarlo.

– Estaré bien, no os preocupéis por mí -dije procurando superar la nostalgia. Desde hacia años pasaba todos los fines de semana con Don. Tengo un montón de cosas que hacer -añadí señalando la lavadora y acordándome de la ropa interior que se había quedado hecha una porquería después de arrastrarse por la calle.

Kate rio.

– Haz lo que te venga en gana -dijo a modo de despedida en el mismo momento en que sonaba el telefonillo.

– Vamos, Kate, debe ser el taxi -la urgió Sophie mientras se dirigía hacia la puerta.

Kate vaciló.

– ¿Era «George el Magnífico» o «Willy el Delicado»? -preguntó al fin.

– ¿Qué?

– El vecino con el que compartiste el taxi.

No quise confesarle que no nos habíamos presentado y, aunque ninguno de los dos nombres encajaba con mi caballero andante, estaba segura de que nadie hubiera podido bautizarlo con el sobrenombre de «el Delicado».

– Probablemente fuera «George el Magnífico».

– ¿Era alto, moreno y…?

– Exactamente.

– ¿…Y completamente homosexual?

– ¿Homosexual?

– ¿No te diste cuenta? -pregunto ella enarcando una ceja.

No, no me había dado cuenta, había estado tan ocupada dejando que sus ojos verdes me hipnotizaran que no había tenido tiempo de pensar en nada más.

– No presté demasiada atención -repuse-. Desde luego, se mostró más interesado por recuperar su paraguas que por intimar conmigo. De hecho, tengo que hablar con él sobre el tema. ¿En qué puerta vive?

Era evidente que mi interés por él no iba más allá de comportarme con educación y pedirle disculpas, aunque también tenía que asegurarme de que había encontrado el paraguas en buen estado.

Podía hacerlo pasando una nota por debajo de la puerta. Eso dejaría resuelta la cuestión y, a partir de ese momento, sólo tendríamos que saludamos con una ligera inclinación de cabeza si nos cruzábamos en el pasillo o en el portal.

– Al salir de nuestro apartamento, gira a la derecha y llega hasta el final del corredor. Es la puerta numero setenta y dos -dijo con una sonrisa y un ademan de despedida-. No nos esperes levantada.

«¿George el Magnífico?», me pregunté en cuanto se cerró la puerta tras ellas, sintiendo como mi corazón se hundía como el plomo en un pozo de desconsuelo. Desde luego, no por culpa de que el vecino fuera homosexual, sino porque estaba sola en Londres, sin amigos, un viernes por la noche. Mis padres volaban en ese momento a nueve mil metros de altura por encima de la tierra firme y mi hombre estaría sumergido en el motor de su viejo Austin o tomando una cerveza con los amigos. Así que hice lo que siempre hacia cuando me encontraba un poco deprimida: abrir la nevera. Necesitaba urgentemente tomar algo caliente y lleno de colesterol: unos huevos revueltos con beicon, unas salchichas con puré de patatas y mantequilla…, cualquier cosa menos, por supuesto, el queso de cabra de Sophie.

La nevera parecía un desierto, pero logré encontrar un poco de pan y un trozo de queso cheddar con el nombre de una conocida marca en la etiqueta. Seguro que pertenecía a Kate, pero podría reponerlo a la mañana siguiente. La perspectiva de tomarme una tostada con queso derretido me hizo sentirme mucho mejor. Encendí el grill del horno y puse el pan a tostar mientras rebuscaba por los armarios hasta encontrar un bote de chile. ¡Estupendo! Eché un vistazo a la tostada y me di cuenta de que el horno no se había encendido. Comprobé todos los interruptores y descubrí que no solo era el horno, sino que el cable principal de la cocina eléctrica estaba desconectado. Lo enchufé y saltaron chispas, mientras se oía una explosión y la casa se quedaba totalmente a oscuras. Grité despavorida con toda la fuerza de mis pulmones. Me temblaron las piernas al tiempo que los latidos de mi corazón saltaban desbocados. Estaba sola y completamente a oscuras. Por primera vez en toda mi vida, no tenia absolutamente nadie a quien recurrir. Procuré serenarme: solo se había fundido un fusible, eso era todo. Si estuviera en mi casa, podría llamar a Don por teléfono. Aunque era perfectamente capaz de cambiar un fusible yo sola, su presencia me habría reconfortado. Además, habría sido la ocasión ideal para estar con él a solas en una casa vacía y oscura. Su madre no habría sido capaz de reventarme los planes sin mostrar su verdadero odio, puesto que se trataba de una auténtica emergencia. Pero no estaba en Maybridge y Don no vivía en la casa de al lado. El único vecino al que conocía había visto toda mi ropa interior desparramada por la acera, lo cual superaba con creces el conocimiento que tenía el propio Don sobre los detalles de mi vida íntima, y eso me llenaba de inquietud. ¿Por qué? No acertaba a adivinarlo; al fin y al cabo…, era homosexual. Tenía que dejar de pensar en él y concentrarme en cómo arreglar el fusible yo sola.

Lo primero que debía hacer era encontrar el contador. La despensa de la cocina parecía un lugar idóneo, pero sería más fácil llegar hasta allí con la ayuda de una linterna. En casa guardábamos bajo la pila del fregadero una para las emergencias. Metí la mano a tientas, tropecé con algo, y a continuación escuché el chasquido que hizo una pieza de fina porcelana al romperse en mil pedazos. No sabía lo que era, pero seguro que se trataba de un objeto caro. Todo lo que había en el apartamento era lujoso y caro. Deseé volver a gritar, pero sabía que nadie me escucharía. Me contuve, me froté las mejillas y consideré la situación.

Podía esconder los restos de cerámica y la tostada en la maleta, irme a dormir y fingir sorpresa a la mañana siguiente.

Podía echarme a llorar. De hecho, ya estaba a punto de hacerlo. Pero sabía que las lágrimas solo servirían para que me escocieran y se me hincharan los ojos, de modo que me resistí heroicamente y me propuse acercarme lentamente, a tientas, hasta la puerta de la despensa, saltando por encima de la porcelana rota. Si estuviera en casa, habría un fusible nuevo sobre la caja del contador, junto a otra linterna. Me juré no volver a reírme de las medidas de emergencia doméstica de mi madre y me prometí comprar otra alarma personal al día siguiente.

Encontré el contador donde se suponía que debía estar, pero no había una linterna por ninguna parte.

Me acordé de que el pasillo del edificio estaba muy bien iluminado y pensé que si abría la puerta del apartamento quizá entrara un poco de luz hasta la despensa. Satisfecha conmigo misma, me dirigí ufanamente hacia la puerta y la abrí. Un grito de auténtico terror salió de mi garganta al tropezarme de frente con un hombre alto al que solo podía ver a contraluz. Alarmado, el hombre se retiró un poco y pude reconocer a mi vecino que, al parecer, estaba a punto de tocar el timbre de mi apartamento. Era la primera vez que lo veía a plena luz y confirmé que, efectivamente, era alto, moreno y… probablemente peligroso, al menos para mi propia estabilidad emocional. Llevaba en la mano una caja de cartón de las que se utilizan para servir las pizzas y mi estómago reaccionó muy favorablemente ante la perspectiva de ingerir algo caliente.

– ¿Sí? -le espeté.

– Has gritado.

– Me has asustado -repuse, a la espera de superar la taquicardia que me sacudía todo el cuerpo-.¿Qué quieres?

– No me refiero al grito que has soltado al abrir la puerta. Te he oído gritar antes, cuando estaba delante de mi apartamento pagando al repartidor -eso quería decir que solo habían pasado un par de minutos desde que se habían fundido los plomos…, parecía una eternidad-. Y como he visto salir a tus compañeras de piso, se me ha ocurrido venir a ver si te encuentras bien.

– Lo siento, no pensaba molestarte. Se han fundido los plomos, eso es todo. Me disponía a arreglarlos.

– ¿Sabes hacerlo? -me preguntó sin ocultar su incredulidad. Ese hombre debía pensar que yo era completamente idiota, pero traté de concentrarme en que sólo era un buen vecino que deseaba mostrarse amable.

– La educación ya no es lo que era -repuse-. Ahora enseñan ese tipo de cosas a las niñas en el colegio.

– ¿De verdad? ~se interesó el-. Entonces te dejo -añadió encaminándose hacia su apartamento. Vaciló, se dio la vuelta y pregunto-: ¿Tienes un fusible nuevo?

De momento, no había encontrado ninguno y pensé que podría resultar agradable aceptar su colaboración.

– Me temo que no -dije con la mejor sonrisa de que fui capaz.

– Entiendo. ¿Por qué no buscas el fusible fundido mientras yo voy a mi apartamento por uno nuevo?

– De acuerdo. En realidad, también nos vendría bien un destornillador, si es que tienes alguno.

– Bien. Un destornillador, comprendido.

– Y… ¿una linterna?

El no contestó, pero me entregó la pizza y salió disparado hacia su apartamento. Mi estómago se retorcía de hambre, pero resistí la tentación de abrir la caja y comerme un trozo. La dejé sobre una repisa y procuré recobrar la compostura. No podía comprender como ese hombre era capaz de dejarme sin aliento. Al fin y al cabo, era homosexual, ¿no? Y yo estaba comprometida de por vida con un hombre alto, fuerte y rubio llamado Don. Todos en Maybridge sabían que constituíamos una sólida pareja desde hacía un montón de años; todos menos su madre, claro.

Me dirigí hacia el contador de la despensa cuando retornó mi vecino con un fusible nuevo, un destornillador y una pequeña linterna, yo ya había localizado el desperfecto.

– ¿Como se ha fundido? -preguntó él entregándome el fusible nuevo y el destornillador mientras alumbraba la caja del contador.

– Enchufé la cocina y explotó -repuse sintiéndome enrojecer ante su proximidad.

– Voy a asegurarme de que está desconectada -dijo aplastando los trozos de loza al cruzar la cocina. Murmuró algo que no llegué a entender, pero me abstuve de preguntar.

– Bien -dijo a su regreso-. La cocina está desconectada. Te recomiendo que llames a un electricista para que la revise antes de volver a enchufarla.

– Tendré que olvidarme de la tostada con queso-dije mientras desatornillaba el fusible estropeado-. ¿Ibas a compartir la pizza con alguien? -pregunté sin poder creerme que fuera capaz de ser tan desvergonzada.

– No, en realidad no. Iba a cenar solo, pero al oírte gritar se me ocurrió pensar que tu seguridad era más importante que mi estómago. A lo mejor te gustaría compartirla conmigo -propuso-. Sé que una pizza jamás podrá competir con una tostada con queso, pero es lo mejor que te puedo ofrecer en estos momentos.

Me volví para pedirle el fusible nuevo mientras pensaba en una contestación adecuada y, sin darme apenas cuenta, me encontré estrechándole la mano.

– Me llamo Callum McBride -se presentó él con formalidad-. Llámame Cal.

Tenía unos dedos largos y delgados, unos dedos que parecían capaces de hacer cualquier cosa, desde poner ladrillos hasta tocar una sonata al piano o acunar a un niño. Yo seguía sin comprender la situación. Tenía amigos homosexuales en Maybridge y era capaz de reconocer sus preferencias íntimas sin necesidad de que me lo advirtieran. Pero ninguno de ellos había despertado jamás mis instintos femeninos más básicos, nunca había intercambiado con ellos la típica mirada cómplice de dos personas del sexo opuesto que se quitarían con gusto la ropa a jirones. ¿Qué veían en él Kate y Sophie?

– ¿Callum? Callum McBride. ¿Entonces no eres «George el Magnífico»? -dije pensando en voz alta con alivio. Era un error, todo era un gran error, se trataba de otro hombre.

– ¿«George el Magnífico»? -repitió él.

– Kate me dijo que eras alto, moreno y muy ho…ho… hombre -me corregí a tiempo de no soltar la palabra «homosexual»-. Pensaba pasarte una nota por debajo de la puerta pidiéndote disculpas, pero no sabía cómo te llamabas. Por la descripción que me dio Kate supuse que eras «George el Magnífico» del apartamento setenta y dos… -algo me dijo que estaba cometiendo una equivocación. Kate y Sophie tampoco sabían su nombre… «George» era simplemente un apodo que utilizaban para referirse a él. Y el propio interesado acababa de enterarse-. Vives en el apartamento setenta y dos, ¿no?

– Exactamente. Yo soy ese tipo alto, moreno y muy ho… ho… hombre -repuso él con una media sonrisa-. Y tú te llamas…

– Me llamo Philly Gresham -dije sintiéndome completamente idiota. Si de verdad se trataba de «George el Magnífico», ¿por qué me transmitían sus dedos esas oleadas de delicioso placer?-. Y estoy a punto de suicidarme.

– Déjalo para más tarde -rio él-. En cuanto termines de atornillar el fusible, tendrás que ayudarme a dar cuenta de esa pizza.

No parecía ofendido, al contrario, sonreía con expresión divertida y su mirada seguía posada sobre mi cuerpo, provocándome un rapto de deseo.

– ¿Se trata de una penitencia? -pregunté mientras se volvía a hacer la luz en la casa.

Él rio de nuevo.

– Si de verdad quieres castigarte, nos convendría añadir una botella de vino al festín.

– No se puede negar que estás en todo -repuse a mi vez con una cálida sonrisa.

– Como sabes, soy muy ho… hombre. ¿Por qué no recoges los trozos de porcelana mientras yo voy por el vino?

Eché un vistazo al desastre. Obviamente, se trataba de un objeto caro que era imposible recomponer. Me asomé al pasillo para comprobar que Cal entraba en el apartamento setenta y dos, deseando equivocarme. Pero no. Así pues, era homosexual. Hice un esfuerzo para convencerme de que nuestra relación tendría que limitarse a la buena vecindad. Era una pena, pero no podía por menos que reconocer que con Cal, Londres parecía una ciudad mucho más amistosa. Mientras recogía la loza, tuve un instante de mala conciencia al pensar en Don, puesto que me disponía a cenar con un desconocido, pero me tranquilicé inmediatamente al pensar que Cal nunca pensaría en mí como un hombre puede pensar en una mujer. En realidad, era perfecto: podríamos ser buenos amigos sin las complicaciones propias de los juegos de seducción. Además, tenía hambre.

Se me ocurrió proponerle que cenáramos frente a una película de miedo en la televisión, pero desistí. Durante el último año había estado haciendo algo semejante con Don, esperando que él tomase por fin la iniciativa, pero solo había conseguido que me pasara un brazo sobre los hombros mientras hundía repetidamente la mano libre en un cuenco de palomitas. Tenía tan poca iniciativa sexual que ya me había planteado seriamente la posibilidad de que su madre le estuviera echando algo a la comida con el fin de aplacar sus instintos más básicos. Su madre cultivaba plantas y las secaba boca abajo en la cocina. Nadie sabía qué eran ni qué efectos tenían. Sin embargo, todo Maybridge sabía que Don era el hombre de mi vida. Y estaba claro que Callum McBride nunca podría ocupar su puesto. Por lo tanto, no había nada que temer. Absolutamente nada.

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