Capítulo 5

A causa de una serie de infortunios, el hombre absolutamente maravilloso que acabas de conocer cree que eres una completa imbécil. Y tú quieres demostrarle que dentro de tu cabeza hay un cerebro capaz de pensar. ¿Qué harías?

a. Nada, Cuando te vaya conociendo mejor se dará cuenta de su error y ambos podréis tomároslo a broma.

b. Te quitas las lentillas y te pones las horribles gafas que juraste no volver a usar nunca para que te den un aspecto más intelectual.

c. Lo invitas a visitar tu oficina y le demuestras que eres capaz de sacar el mayar partido de sus ahorros y planes de pensiones.

d. Te preguntas si realmente quieres impresionar a un hombre que piensa que eres idiota sin apenas conocerte.

e. Te das cuenta de que, puesto que él desconfía de ti, lo más lógico es pensar que le gusta dejarse acompañar por mujeres estúpidas, y lo mandas a paseo.


Me eternicé bajo la ducha caliente hasta pude sentir cómo mi malestar comenzaba a disiparse poco a poco. Era mi primer día fuera de casa y pensaba ejercer de «tigresa». Lo sucedido el día anterior no tenia la menor importancia, debía olvidarlo todo, a excepción de la cena con Cal. Ese hombre parecía un oasis en medio del desierto, aunque tenía que reconocer que tampoco habíamos empezado con muy buen pie. El debía pensar que era muy divertido que yo le abriera la puerta prácticamente desnuda, pero no estaba dispuesta a dejar que volviera a reírse de mi. Mi meta más inmediata se centraba en demostrarle que no era una payasa, y para eso había que empezar por seleccionar un atuendo adecuado. Me envolví en una toalla y estudié mi limitado vestuario.

El llevaba pantalones vaqueros, lo cual me ponía las cosas un poco más fáciles. Al fin y al cabo, era sábado y nuestro plan consistía en vagar indolentemente por un mercadillo callejero. Por tanto, los vaqueros eran una buena elección, aunque para esa ocasión me pondría unos que había comprado yo misma, ninguno de los que había heredado de mis hermanos. La marca no estaba de moda y no podría presumir de lo caros que me habían costado, pero me sentaban como un guante… un poco estrecho. La depresión y el chocolate iban de la mano, y yo no me había sentido demasiado entusiasta durante las últimas semanas. Respiré hondo y contuve el aliento para abrocharme los botones, luego me coloqué un cinturón de cuero y una blusa de seda de color crema. Añadí una chaqueta de piel vuelta muy abrigada y quedé bastante satisfecha del conjunto. Habría estado aún más contenta si hubiera conseguido domesticar la melena pelirroja que me llegaba hasta los hombros, pero ese era un tema que había decidido aparcar hacía tiempo. Por supuesto, llevaba el pelo mojado. Sin electricidad, tampoco había secador.

Me di un toque de brillo en los labios y me miré en el espejo en busca de imperfecciones, antes de dirigirme a la cocina para comprobar qué tal le iba al electricista. El horno estaba totalmente desarmado.

– Hum, estaré en casa del vecino si me necesita -le dije, sin conseguir que levantara la cabeza.

La puerta de Cal estaba abierta y al entrar escuché el sonido de unas voces. Había dado por supuesto que vivía solo, pero ya estaba acostumbrada a que mis primeras impresiones jamás coincidieran con la realidad.

– Hola -grité para que supieran que estaba allí.

– Estamos en la cocina -replicó Cal.

«¿Estamos?» Ya no tenía escapatoria. Me había vestido para salir con Cal y no se me ocurría ningún pretexto para cancelar la cita. Así que compuse mi mejor sonrisa, la misma que llevaba años practicando delante de la madre de Don, y me encaminé hacia la cocina con paso firme y decidido.

Cal se volvió hacia mí en cuanto entré y alzó ligeramente las cejas, supuestamente sorprendido por mi cambio de indumentaria.

– ¿Se te ha pasado el dolor de cabeza?

– Bajo la ducha -expliqué con un gesto elocuente para demostrar que estaba dispuesta a pasar el mejor día de toda mi vida.

Cal me pasó un vaso con zumo de naranja antes pude sentir cómo mi malestar capuzaba a disiparse de hacer una señal en dirección a su compañero..

– Jay, te presento a Philly Gresham, la chica de la que te he hablado. -¿Qué demonios le habría contado sobre mi?-. Philly, este es Jay Watson.

– Hola, Jay.

– Mejor será que le digas adiós -intervino Cal-.Ya se marchaba.

Lo cierto era que Jay llevaba el abrigo puesto, aunque sin abrochar, como si estuviera esperando una invitación para unirse a nosotros que no llegó a materializarse.

– Adiós, Jay -dije sin preocuparme de la mirada de reproche que este me dirigió.

– A la una en punto, Cal -dijo-. Y esta vez no llegues tarde -lo amonestó.

Yo me tragué el zumo de naranja fingiendo ser una mujer mundana que no se sorprendía por nada mientras Jay nos abandonaba, pero algo dentro mí me decía que las cosas no iban del todo bien entre esos dos hombres.

– Lo siento, me parece que a tu… -no sabía cómo llamarlo ni qué papel jugaba en la vida de Cal. Lo miré mientras me servía el café, pero sus ojos no fueron de gran ayuda- amigo -me decidí al fin- no le ha hecho demasiada gracia que…

– ¿Tomas azúcar? -me contestó Cal sin entrar en el tema, mirándome sin sonreír pero con expresión algo traviesa. ¿Acaso me encontraba divertida?

Tomo mi silencio por un «no»-. ¿Leche?

– No, gracias, así está bien.

En realidad lo habría preferido con un poco de leche y me moría por una buena cucharada de azúcar. Hacía años que intentaba olvidarme del dulce sin el menor éxito. Bebí un sorbo de café intentando evitar una mueca de desagrado por lo amargo que estaba.

– Escucha, si estás ocupado, puedo irme sola a Portobello. A pesar de que las apariencias indiquen lo contrario, las células de mi cerebro son capaces de crear conexiones entre sí.

– Lo único que tengo que hacer en toda la mañana es buscar un paraguas nuevo para Jay.

Lo cual quería decir que bien trataba de mostrarse amable bien no se había creído el cuento ése de como funcionaban mis neuronas. Era posible que, en su caso, yo también me hubiera mostrado escéptica. Mi corazón era incapaz de mantenerse bajo control ante su proximidad física y lo más seguro era que él lo hubiera interpretado como un signo de debilidad mental. De repente, me di cuenta del significado de sus palabras.

– ¿El paraguas era de Jay? -pregunté horrorizada.

Estaba preparada para costear un paraguas nuevo para Cal. Se había portado como un amigo y un buen vecino. ¡Incluso había compartido su cena conmigo! Pero no me sentía tan generosa con respecto a Jay, aún recordaba la mirada de reproche con que me había obsequiado antes de marcharse.

Era como si me hubiera clavado un puñal en la espalda. Y yo sentía lo mismo por él.

– Insistió en que me lo llevara ayer por la tarde cuando salí de su casa, a pesar de mis protestas. Me ha explicado con todo lujo de detalles el cariño que le tenía y lo mucho que lo va a echar de menos.

Procuré refrenar el ataque de celos que me había provocado el hecho de enterarme de que Cal había estado el día anterior en casa de Jay.

– Pero tú no tuviste la culpa de que se perdiera, fui yo. Lo siento, supongo que se habrá reído al escuchar la historia completa de los desastres de ayer, ¿o no?

– No, no se la he contado.

Me imaginé lo difícil que resultaría explicarle a tu amante que le habías prestado su paraguas a una mujer desconocida y que ésta lo había perdido.

– Lo siento de veras.

Cal sonrió.

– No te preocupes tanto. Limítate a ayudarme a encontrar otro nuevo en Portobello, para que podamos hacer las paces.

– Estupendo -dije, recordando que también habría que reemplazar el cuenco de porcelana-. ¿Podemos detenernos en un cajero durante el camino?

Daba la impresión de que me iba a tener que gastar hasta el último penique de mi cuenta de ahorros.


– ¿A Notting Hill?

Estaba tan impresionada por la soltura con la que Cal se movía por los pasillos del metro que ni siquiera me había preocupado por enterarme de en qué estación nos teníamos que bajar. Había estado en Londres antes, de compras con mi madre o en plan turista con el colegio, pero las vistas del palacio de Buckingham desde la ventana de un autobús escolar no tenían nada que ver con el glamour de Notting Hill.

– Es la parada más cercana -dijo él levantándose mientras el tren entraba en la estación. Me sonrojé de emoción y di gracias al cielo por que Cal no pudiera verme la cara en ese momento.

– ¿Izquierda o derecha? -pregunté en cuanto salimos a la calle.

– Depende.

– ¿De qué?

– De si te apetece acompañarme a comprar algún libro -contestó él con una sonrisa.

– Parece una buena idea.

– Aquí cerca hay una librería especializada en libros de viajes. ¿Quieres echar un vistazo?

– Puede que la compañía de los libros me inspire.


Nos sentamos en la última mesa libre de un café lleno de gente en plena zona de venta de antigüedades y pedimos un desayuno lleno de colesterol que conseguiría que los pantalones me apretaran aún más.

La camarera nos trajo primero el café, para que fuéramos abriendo boca, pero Cal hizo caso omiso.

Se repantingó en la silla y estiró las piernas. Junto a él me sentí como si fuera la mujer más afortunada del mundo, todo producto de mi turbulenta imaginación, claro. Habíamos estado en la librería y, después de curiosear un poco, Cal había escogido un libro lleno de fotografías sobre el Serengueti y me lo había regalado con una sencilla frase:

– Para que te inspires.

Después, me había pasado un brazo sobre los hombros mientras caminábamos por las callejuelas, para protegerme de los embates de la multitud, hasta que llegamos al café.

En esos momentos me miraba de una forma que nunca hubiera podido igualar Don y, fantasía o realidad, mi cuerpo respondía con los más sanos instintos. Deseaba que me raptara y me desnudara, que me acariciara posesivamente. Sentí una oleada de calor por todo el cuerpo, muy diferente del calor que solía sentir en las clases de gimnasia. Era un calor aletargante, lento y placentero, que llenaba mi vientre y me tensaba los pechos. Toda una experiencia.

– Bueno -dije de pronto, decidida a alejar semejantes pensamientos de la mente-, ¿cuál es tu próximo proyecto? ¿La fascinante vida de la lombriz de tierra en un jardín metropolitano? ¿O la vida privada de la serpiente de cascabel en el desierto de Arizona? -él se mantuvo en silencio como si fuera consciente de que yo solo deseaba romper el ambiente mágico que nos envolvía, pero yo mantuve el ataque-: ¿Los hábitos de anidación del pelicano?

– Los hábitos de anidación, sí, pero no del pelicano -repuso finalmente, tomándose su tiempo-. Estamos negociando con una cadena de televisión para filmar un reportaje sobre el ciclo vital de la tortuga gigante.

Deshizo la cómoda postura y se inclino sobre la taza de café, sirviéndose azúcar y removiéndola más tiempo del necesario.

– La película sobre los monos que Jay está editando será nuestra carta de presentación. Si consigue tener el trabajo terminado a tiempo…

– ¿Jay es tu editor?

– Un gran profesional. Utiliza mis tomas y las convierte en arte.

– Qué bien, ¿no?

– El lado malo de tanto perfeccionismo es que jamás queda satisfecho. Si no le meto un poco de prisa, nunca terminaremos de editar la cinta. Ese es mi plan para esta tarde y, probablemente, para el resto de la velada.

Combatí el pensamiento de que Jay tuviera otras razones, aparte de las puramente profesionales, para querer estar con Cal. No era asunto mío, me dije. Sin embargo, a pesar de saber que era una tontería, no pude evitar un ligero estallido de placer al comprobar que no hablaba de sus planes para la tarde con demasiado entusiasmo. Sabía que, para mí, Cal solo podría llegar a ser un buen amigo. Me convencí de que no estaba lanzando feromonas a mí alrededor, al menos no intencionadamente, y de que la reacción de mi cuerpo no tenía nada que ver con el sexo. Lo más probable era que yo estuviera reaccionando con simple interés pueblerino ante el aire sofisticado y el conocimiento del mundo de ese hombre, unidos a su encanto personal. Interesada por esos ojos que parecían mirarme continuamente, y entusiasmada por la novedad de que ese hombre me estuviera dedicando toda su atención por completo. Material más que suficiente para calentarme la cabeza, si tenía en cuenta que durante toda mi vida sólo había conseguido que Don apartara ligeramente la cabeza de las entrañas del viejo Austin cuando le dirigía la palabra. A veces, ni siquiera eso.

– Ataquemos -propuse en cuanto nos sirvieron sendos platos de huevos revueltos con beicon, salchichas y champiñones-. Jay te advirtió que no llegaras tarde -añadí, perdiendo de pronto el apetito al recordar de nuevo a aquel hombre.

El me tomó la mano y yo salté de emoción. Me miró durante unos instantes.

– ¿Podrías pasarme la sal, por favor? -pidió.

– No es bueno abusar de la sal -dije sin quitar la mano de debajo de la suya. Deseaba prolongar ese instante hasta la eternidad.

Cal echó un vistazo a los platos llenos de comida tóxica para la salud de las arterias.

– Creo que ya es difícil empeorar el menú -comentó con una risotada.

Sonreí.

– Aquí tienes la sal -dije-, pero prométeme que vas a hacer algo saludable durante el día.

– ¿Algo energético?

La simple mención de la energía desencadenó un torrente de pensamientos lujuriosos a los que fui incapaz de enfrentarme.

– Con un paseo será suficiente, un paseo a buen paso -dije yo.

– ¿Por los jardines de Kensington?

– Te dejo elegir el lugar.

– No te preguntaba tu opinión. Te estaba pidiendo que me acompañaras tú para asegurarte de que cumplo mi promesa.

La situación era irresistible. La lluvia fría del día anterior había dado paso a un día cálido y soleado, algo muy raro en pleno mes de noviembre. Los árboles estarían desnudos, pero en los paseos habría montones de hojas secas. Me hice la ilusión de que caminábamos, tomados de la mano, dando patadas a las hojas muertas como si fuéramos un par de críos. Era obvio que estaba perdiendo la cabeza.

– Estoy segura de que eres un hombre de palabra -repuse, desalentándolo-. Además, tengo que salir a comprar algo de ropa para estar presentable el lunes por la mañana.

– ¿En el nuevo trabajo?

– En el nuevo trabajo. De hecho, necesito comprarme todo un guardarropa nuevo.

– Háblame de ello.

¿Quería hablar de trapos? A Don nunca le importaba lo que llevara puesto. Pero Don no era homosexual. Se suponía que los homosexuales tenían muy buen gusto para la ropa.

– Bueno, veamos, voy a necesitar un mínimo de dos trajes, cuatro blusas…

– Me refiero al trabajo -me detuvo inmediatamente.

– ¿Qué?

– Háblame de tu trabajo.

«Idiota, soy idiota.» Solo por sus inclinaciones sexuales, yo había supuesto que… Seguía sin poder entenderlo. Cal exhalaba ese tipo de masculinidad que hacía volver la cabeza a las mujeres. Incluso en el pequeño café en que nos hallábamos sentados, estaba segura de que varias mujeres lo habían mirado con segundas intenciones. Fuera lo que fuera lo que Kate había observado en él, no podía ser tan evidente como para que yo no me diera cuenta. Sin embargo, tenía que admitir que no sólo las mujeres lo miraban, también los hombres lo hacían.

– Es una comisión de servicio -dije antes de darle el nombre del banco comercial donde tenía que presentarme el lunes.

– Pensaba que ibas a trabajar en una sucursal.

– No, trabajaré en la central. Soy especialista en asesoría de planes financieros: pensiones, inversiones…, ese tipo de cosas.

– Entiendo.

Tendría que haber sido una santa para no disfrutar de la sorpresa que se había llevado al constatar que no era tan estúpida como parecía.

– En un pueblo es mejor vestirse de persona mayor, la gente prefiere confiar sus ahorros a un adulto. Pero, aquí, en la ciudad, no sé por donde empezar.

– ¿Por qué no le preguntas a tus compañeras de piso? Estoy seguro de que sabrán aconsejarte sobre cuales son las mejores tiendas.

Yo no tenía ni la menor duda sobre ese punto. Las había visto vestirse para salir un viernes por la noche y, sin duda, ambas sabían como convertir las compras en todo un arte.

– Quizá Kate, pero Sophie… -hice una mueca compungida-. No creo que ponerme en manos de Sophie sea una buena idea. Además, siendo pelirroja no necesito muchos adornos para llamar la atención. Con un par de trajes nuevos y bien cortados…

Él me miró a los ojos y sonrió.

– Desde luego, no puedes pasar inadvertida.

– Eso no es un cumplido, ¿verdad?

– Depende de si te gusta destacar o si prefieres que nadie repare en ti.

– La «tigresa» o la «ratoncita» -reflexioné en voz alta.

– La tigresa, sin duda -repuso él-. Nunca he visto a una rata de ese color.

Me pasé las manos por el cabello revuelto para intentar aplastarlo un poco. Mi pelo, rojo, crespo y rebelde, me había traumatizado desde el mismo día en que había tenido edad suficiente para mirarme en un espejo y comprobar que, a diferencia de mis hermanos mayores, había heredado los genes de la familia de mi padre, en vez del sedoso y brillante cabello rubio de mi madre. Había intentado aplastarlo de todas las maneras posibles, pero ni las mejores espumas fijadoras me permitían una tregua que superara la media hora.

– Una vez intenté cortármelo, pero parecía un caniche de color zanahoria -dije, pensando que él se reiría-. Incluso intenté teñírmelo de negro, y tuve que conformarme con el resultado durante varios meses, un asqueroso color oscuro y verdoso. Nada divertido cuando se es adolescente.

Él se incorporó un poco, me tomó las manos y se las llevó al pecho.

– Escúchame, Philly. Tu pelo es maravilloso. Precioso -dijo con seriedad-. Todos los hombres de este café han posado sus miradas de admiración sobre él -añadió, jugando con uno de mis rizos entre los dedos, estirándolo y soltándolo para que volviera a enroscarse-. Ten por seguro que, en estos momentos soy el hombre más envidiado de los alrededores -recalcó, enarcando una ceja como si me retara a comprobar por mí misma lo que acababa de decir. Pero yo sólo tenía ojos para él-. Tu amigo Don no debería haberte dejado escapar si de verdad espera poder recuperarte. Puedes decírselo de mi parte -concluyó, soltándome las manos y volviendo a repantingarse en la silla-. En cuanto a lo de la ropa, se me ocurre que pedir ayuda a Sophie puede ser el mejor modo de que os hagáis amigas. Confiésale que no tienes ni idea de dónde ir a comprar…

– Y no la tengo.

– Apela a su buen gusto y veras como es incapaz de evitar el reto.

– Mi atuendo informal del día de hoy no te ha dejado muy impresionado, ¿eh? -pregunté con lo que quería ser una sonrisa y se quedó en una simple mueca.

Él me miró con una deslumbrante sonrisa.

– ¿Se suponía que debía impresionarme?

Demonios, si seguíamos por ese camino, acabaríamos cortejándonos. Mejor dicho, acabaría cortejándolo yo a él, pero no me importó.

– Por supuesto.

– Vas vestida con la ropa perfecta para pasear por un mercadillo en la mañana de un sábado y yo…

Esperé a que terminara la frase, pero él optó por la discreción.

– ¿Y tú? -lo animé.

– Nada -contestó con una cierta tensión-. Concéntrate en Sophie; por lo que sé de ella, es capaz de abandonar cualquier otro plan con tal de irse de compras. Pídele que te haga parecer una millonaria con un pequeño presupuesto y se partirá el lomo para demostrarte lo buena compradora que es.

– Tampoco quiero ir por completo a la última -dije mirando la hora-. Creo que ha llegado el momento de irnos. ¿Has terminado?

Ninguno de los dos habíamos hecho justicia al plato, pero él asintió.

Alargué la mano para tomar la factura, pero él fue más rápido que yo y desoyó todas mis protestas con una mirada que decía: «Ni se te ocurra insistir».

Como yo ya tenía la boca abierta, aproveché para decir algo.

– Gracias.

Esa era yo, la «tigresa».

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