– Y si no has arreglado el calentador para cuando yo vuelva a casa esta noche, te aseguro que no volverás a trabajar aquí! ¡Intenta estar en casa a las seis de la mañana, George, o te prometo que lo vas a lamentar!
Jane colgó el auricular sin esperar respuesta. Estaba cansada de las excusas de George.
Aunque sabía que él no tenía la culpa de su mal humor. La presencia de Lyall la había inquietado. No era justo que volviera en esos momentos cuando estaba estabilizada, asentada, acostumbrada a vivir sin él.
Tenerlo cerca significaría recordar sentimientos pasados, antiguos deseos. No quería volver a vivir su presencia excitante, o preguntarse otra vez cómo habrían sido las cosas si aquel día no lo hubiera visto con Judith. Jane había escondido su pena en lo más profundo de su ser y se había rodeado de una coraza de precaución y sentido práctico. Su único consuelo fue pensar que, por lo menos, había descubierto la verdad sobre Lyall, antes de haber cometido la estupidez de marcharse con él. No, Jane había aprendido la lección bien, y no iba a cometer el mismo error.
Pero ahora Lyall había vuelto, y no podía olvidar su caricia en la mejilla.
La tormenta había continuado toda la noche, y Jane había dormido mal. Su mal humor no había mejorado al no aparecer George Smiles aquella mañana. La noche anterior había vuelto de casa de la señorita Partridge y se había encontrado el depósito de agua caliente estropeado. George no era de mucha confianza, pero Jane había intentado desesperadamente conseguir a algún otro fontanero y había sido imposible, así que pidió a George que fuera a arreglarlo y él lo había prometido.
Jane había hecho tiempo hasta que al final tuvo que ducharse con agua fría. A continuación se había dirigido a su despacho en Starbridge para una reunión con los contables y una entrevista con el director del banco. Era normal que estuviera de mal humor, se dijo a sí misma.
Así que cuando Dorothy la había pasado el teléfono para decirle que era George, Jane se preparó para descargar su genio sobre él. Quizá había sido un poco dura con él, él había intentado hablar varias veces, pero Jane no lo había dejado.
En esos momentos miró la hora y gimió una protesta al recordar la entrevista con el director del banco. Tomó su bolso y su chaqueta y se dirigió precipitadamente hacia el despacho donde Dorothy, secretaria y bastión de Makepeace and Son, estaba escribiendo a máquina.
– ¿Y bien?
– ¿El qué? -contestó Jane. Le había hablado sobre el problema con George, pero normalmente hacía falta algo más que eso para encender el interés de Dorothy-. Ah, ya está arreglado, vendrá esta noche -dicho lo cual miró de nuevo la hora y se dirigió hacia la puerta-. Tengo que darme prisa. Te veré mañana, Dorothy.
El encuentro con el director del banco, Derek Owen, no fue precisamente un éxito. No estaba muy convencido de que Jane consiguiera el contrato de Penbury Manor, a pesar del traje que Jane se había puesto, intentando parecer una mujer de negocios a la que le iba todo bien. Cuando salió del despacho se sentía irritable, y su mal humor se convirtió en una agotadora tristeza.
Dorothy sólo trabajaba por las mañanas, y se había marchado cuando Jane volvió al despacho. Pasó toda la tarde intentando convencerse de que la contabilidad no era tan deprimente como parecía, hasta que a las seis menos diez dejó todo y de nuevo condujo los diez kilómetros que la separaban de Penbury. El sol luchaba por salir a través de las nubes, pero el estado de ánimo de Janet seguía siendo oscuro. A mitad de camino la furgoneta de repente se deslizó peligrosamente a un lado, como un símbolo de todas las cosas que le estaban ocurriendo aquel día.
Para intentar amortiguar la tristeza de la muchacha, un rayo de sol brilló de repente como una imagen bíblica. La luz continuó mientras pasaba delante de la iglesia y se paraba delante de la casa de piedra donde había vivido siempre.
Al aparcar se dio cuenta de que la furgoneta de George Smiles no estaba. No podía ser que faltara después de lo que aquella mañana le había dicho.
Con el ceño fruncido, salió de la furgoneta y gritó el nombre de George, por si había dejado la furgoneta aparcada en algún otro lugar.
Del porche salió una silueta y Jane suspiró aliviada. ¡Así que estaba allí! Se dirigió hacia la verja de entrada y se quedó helada al ver que Lyall Harding caminaba hacia ella con total seguridad.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó bruscamente, como para disimular su respiración entrecortada. Estaba furiosa consigo misma. ¿Para qué había estado toda la noche intentando convencerse de que la vuelta de Lyall no iba a significar nada en su vida, si su corazón daba un vuelco cada vez que lo veía?
Lyall abrió la verja para que entrara, con una mirada brillante y divertida.
– No sé por qué pareces tan sorprendida. Tú eres la que querías verme.
– ¿Que yo quería…? ¡Desde luego que no!
– Entonces, ¿por qué me dijiste que estuviera aquí a las seis en punto?
Jane abrió la boca para negar haber dicho nada parecido, y luego la cerró al darse cuenta de lo que había pasado.
– ¿Eras tú? -preguntó confundida.
– Sí, era yo -confirmó gravemente y, aunque su expresión era seria, sus ojos parecían reírse. Jane recordaba bien aquella mirada, la utilizaba como para decirle que ella era demasiado seria, demasiado sensata, demasiado rígida. Finalmente ella había aprendido a reírse, y él solía sonreír y abrazarla fuertemente, diciéndola que la amaba de todas maneras.
– Creía que eras George Smiles -dijo con una mirada acusadora.
– Ya me di cuenta.
¡Era típico de él provocar situaciones que la dejaban en ridículo!
– Tenías que haberme dicho que eras tú -apuntó con voz severa.
– Lo intenté muchas veces -le recordó-. ¡Pero no pude hacer que te callaras! No me dejaste decir ni una palabra.
– Habrías podido si hubieras querido -dijo enfadada, sin querer admitir que se había negado a escucharlo-. Porque la verdad es que no recuerdo ninguna vez en que no hayas hecho lo que querías -dijo entrando en el porche-. ¡Así que no me digas que no eres capaz de interrumpir a quien quieras!
– Normalmente sí -admitió Lyall-, pero me sorprendió que estuvieras tan enfadada. Tú siempre has sido muy fría y moderada con todo. Nunca habrías gritado a nadie de la manera en que lo hiciste esta mañana. Eres una mujer más dura, ¿no?
Jane mantuvo la cara inclinada sobre su bolso mientras buscaba las llaves, y pensaba en los años en que había estado intentando sacar la compañía adelante.
– He tenido que aprender -dijo con amargura. La traición de Lyall había sido sólo su primera lección.
Y en esos momentos estaba a su lado, llenando el porche con su presencia, haciendo que sus manos temblaran.
– ¿Te has hecho más dura por dentro también, Jane? -preguntó-. ¿O es todo fingido, como ese aire frío y autosuficiente que siempre has tenido? Tú siempre intentabas ser juiciosa, pero por dentro no lo eras. Por el contrario, eras cálida y cariñosa, y mucho más vulnerable de lo que pensabas. Engañaste siempre a todo el mundo, pero nunca me engañaste a mí.
Jane no quería mirarlo.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -insistió, mientras sus manos temblorosas por fin encontraban las llaves.
– He venido a arreglar tu calentador, claro.
– ¡No puedes arreglar mi calentador!
– Puede que no sepa -admitió-, no puedo decirlo hasta que no lo vea.
Ella lo miró, resentida por la facilidad con la que él podía hacer llegar recuerdos olvidados y no deseados. Los vaqueros que llevaba estaban desgastados, pero limpios, y la camisa negra, aunque lisa y sencilla, parecía una prenda cara.
– ¿Eres fontanero? -en aquellos años se había imaginado a Lyall haciendo de todo, pero nunca aquello.
– La verdad es que no, pero he hecho trabajos extraños de vez en cuando. Aunque no pueda arreglarlo casi seguro podré decirte qué tiene.
No tenía por qué sorprenderse tanto. Él siempre había sido ambiguo en cuanto a los trabajos. Cuando Jane le preguntaba por lo que hacía, él contestaba que cualquier cosa. Aquel verano había vuelto sin señales de trabajar, con la apariencia de tener mucho dinero, pero sin haber dicho nunca de dónde lo había sacado. Había aprendido a ganar lo suficiente para irse a otro lugar cuando quería, era todo lo que siempre había dicho a Jane. No estaba interesado en estudiar ni en nada que lo atara. Quería ser libre.
Eso tenía que haberle servido de aviso. Había vuelto de nuevo, con la apariencia de haber sobrevivido de trabajos extraños, pensó Jane con desagrado.
– Debes estar desesperado por trabajar -dijo Jane con un tono suspicaz. ¿Por qué si no iba a querer arreglar su calentador?
Lyall se encogió de hombros.
– No tan desesperado como debes de estar tú por tener agua caliente. De todas maneras, si quieres esperar a que venga George me iré… -dijo con despreocupación, volviéndose como para marcharse.
– ¡No, espera! -dijo Jane sin pensar. Había soñado todo el día con relajarse en un baño caliente, y la idea de otra ducha fría era demasiado horrible. Miró a Lyall con hostilidad, ¿por qué la hacía siempre cometer errores? Deseaba decirle que se fuera con la misma intensidad que deseaba un baño caliente, y Lyall lo sabía. Los ojos azules la miraron comprendiendo.
– ¿Qué dices?
– ¿Es verdad que puedes arreglarme el calentador? -preguntó sin ganas.
– Puedo intentarlo. ¿Por qué no dejas que lo revise?
– Bueno, ya que estás aquí…
Lyall abrió la puerta. Era imposible para Jane no recordar la última vez que Lyall había estado en esa casa; la voz enfadada de su padre, la frialdad alrededor de su corazón, la mirada de Lyall cuando dio la vuelta y se marchó.
Lyall pareció no recordar nada mientras seguía a Jane hacia la cocina. Una vez allí quitó la cubierta del calentador para mirar dentro. Jane se encontró de repente mirando su espalda y la manera en que los vaqueros se estiraban sobre sus poderosos muslos. Entonces sus manos desearon tocar esa espalda para ver si todavía sentía lo mismo. Ella había amado la suavidad de aquella piel, y aquel cuerpo duro había sido su refugio. Lyall había hecho que su vida se volviera inestable con sus bromas, su sarcasmo, sus pruebas, pero cuando él la tomaba en sus brazos nada importaba.
Jane apartó los ojos horrorizada por el rumbo de sus pensamientos.
– ¿Que… querrías un té? -preguntó en voz alta. Así tenía que hacer, imaginar que era Chris, o Andrew o Kevin, o cualquiera de los otros hombres que trabajaban para ella y cuyas espaldas nunca había tenido el deseo de acariciar.
– Gracias -contestó sin mirar.
Las manos de Jane temblaron ligeramente cuando tomó una cazuela para colocarla debajo del grifo. Debería sobreponerse. Lo que menos quería es que Lyall se diera cuenta que todavía tenía poder sobre ella. Simplemente la había sorprendido, era todo. Primero el día anterior, y luego ese día, pero no volvería a pillarla por sorpresa. Como ya sabía que estaba allí y que podía aparecer en cualquier momento, tendría que estar alerta. Estaría tan fría y reservada como él siempre había dicho.
El pensamiento hizo que la seguridad de Jane volviera, pero no evitó que sus ojos se volvieran hacia donde Lyall seguía agachado. Tomó la correspondencia y trató de concentrarse en ella mientras esperaba que el agua hirviera.
La última era una tarjeta de Kit. Jane dio la vuelta y leyó: Buenos Aires era un lugar estupendo y él estaba completamente enamorado. ¿Podría mandarle algo de dinero?
Era típico de Kit. Jane suspiró y volvió a leerla. Ya la había mandado todo lo que había podido. ¿Dónde iba a encontrar más para enviarle?
– Pareces cansada -dijo la voz de Lyall, interrumpiendo sus pensamientos. No se había dado cuenta de que la había estado observando cómo se apoyaba contra el fregadero y miraba seriamente la postal. Tenía el cabello de color castaño retirado hacia atrás, el traje de ejecutiva arrugado, y sombras bajo los ojos grises.
– Ha sido un día largo, eso es todo -dijo, volviéndose para hacer el té, tranquila a pesar de la preocupación de los ojos azules de Lyall. Preocupación que había desaparecido cuando le ofreció una taza caliente, teniendo mucho cuidado de no rozar sus manos.
– ¿Podrás arreglar el calentador? -preguntó.
– Creo que sí. ¿Tienes un destornillador?
– Por supuesto -aseguró, yendo a por la caja de herramientas de su padre. Lyall arqueó las cejas al contemplar las herramientas cuidadosamente ordenadas, su padre siempre había sido muy meticuloso y organizado.
– Es una buena colección. ¿Eran de tu padre?
– Sí -contestó con brevedad, no quería hablar de su padre con Lyall.
– Seguro que le gustaba la caja así, con cada cosa en su sitio -comentó, escogiendo un destornillador-. Limpió y ordenado, como su vida. Si no estabas en el lugar adecuado él lo ignoraba, ¿a que sí?
– ¡No hables así de él! -protestó, aunque sabía la verdad que yacía en la observación.
– ¿No es verdad? -insistió Lyall, mirándola irónicamente por encima del hombro -Te trataba exactamente igual que a estas herramientas.
– ¡Mentira! ¡Mi padre me quería!
– Claro que sí… pero eso no evitó que te tuviera siempre en el lugar exacto donde podía encontrarte. Por eso yo no le gustaba. Tenía miedo de que te cambiara y no pudieras meterte de nuevo en su sistema organizado.
– No puedes acusar a un padre de querer proteger a su hija -dijo Jane con los labios apretados.
– Sí puedo, si eso significa no dejar que viva lo que ella elige.
– Quizá pensarías de diferente manera si tuvieras una hija -exclamó Jane-. O quizá no. Probablemente la dejarías hacer lo que quisiera tan pronto como se quitara los pañales, para que no interfiera en tu maravillosa libertad.
– Precisamente por eso no quiero tener hijos -dijo con frialdad-. Nunca he querido comprometerme para tener una esposa y una familia. Pero si lo hiciera, espero ser lo suficientemente sabio como para no envolverlos de la manera que tu padre lo hizo. ¡Para que no terminen tan reprimidos como tú, o se vayan al otro extremo como tu hermano!
– ¡Yo no estoy reprimida! -protestó Jane, dejando la taza en la mesa.
Inmediatamente después, pero demasiado tarde, se dio cuenta que había dicho las mismas palabras diez años antes. El eco del pasado invadió la cocina con el calor de aquel día de verano. Habían estado sentados a la orilla del río, y habían metido los pies dentro del agua fría. Tres días antes habían hecho un viaje loco hacia el mar. A la vuelta, en la entrada de casa, cuando Jane había decidido que ella sólo había sido alguien con quien divertirse y llenar un día, Lyall la agarró y la invitó a comer. Jane, aunque intrigada, se había resistido al principio, pero luego aceptó.
– Eres tan recta -había dicho Lyall, divertido. Luego había acariciado su pelo, y ella había temblado al roce de su mano-. ¿Me tienes miedo o es que estás reprimida?
– ¡No estoy reprimida! -había gritado Jane indignada.
– Entonces, ¿me tienes miedo?
– ¡Claro que no! -contestó con la barbilla desafiante.
– Bien -había dicho sonriendo-, entonces no te importará que te bese, ¿no?
Y él la había echado sobre la hierba suave y Jane se había perdido en otro mundo.
Invadida por los recuerdos, Jane miró desesperada a la espalda de Lyall. Estaba desenroscando una pieza, sin tener en cuenta el eco de su primer beso. ¿Por qué tenía ella que recordarlo, si él no lo hacía, o si lo hacía no le importaba tanto?
– ¿Por qué viniste hoy? -preguntó Jane con brusquedad-. Podías haber vuelto a llamar y haber dicho a Dorothy que te había confundido con alguien. ¿De todas maneras, para qué me llamaste? No sé por qué puedes estar interesado en hablar con alguien tan reprimido como yo -terminó con sarcasmo.
Lyall se sentó sobre los talones y se encogió de hombros.
– Pensaba que era una pena que hubiéramos empezado tan mal ayer. Me di cuenta que te había pillado por sorpresa y me iba a disculpar, eso era todo.
– Pues no había hecho falta que vinieras a arreglar el calentador -declaró Jane con firmeza.
– No tenía otra cosa que hacer -dijo, luego sonrió-. Y era evidente que el pobre de George no se iba a atrever, por lo menos si es una persona razonable. ¿Eres tan gruñona ahora?
– Tú también estarías enfadado si hubieras tenido el día que yo he tenido. Puedo asegurarte que normalmente no soy tan gruñona como tú dices.
– Pues ayer también estuviste gruñona.
No hasta que él había aparecido. Jane apartó los ojos de él y volvió a tomar su taza de té.
– Estoy cansada de esperar oír que Multiplex o como se llame, van a darnos el contrato de Penbury Manor o no -explicó, mirando dentro de la taza.
– ¿O sea, que todavía no han dicho nada?
– No. Llamé al arquitecto hace dos días y me dijo que también él estaba esperando que lo llamaran. Parece que la secretaria de la compañía no puede tomar decisiones hasta que el director no termine su partida de golf o sus comilonas.
– ¿Sabes algo sobre Multiplex? -preguntó Lyall. Su voz parecía querer quitar importancia al asunto, pero Jane notaba algo especial que no supo identificar.
– Sé que tiene que ver con electrónica -contestó de manera vaga.
– ¿Algo que ver con electrónica? -Lyall movió la cabeza impaciente-. ¡Multiplex es una de las mayores compañías de material electrónico de Europa, Jane! Esas compañías no están dirigidas por hombres que sólo jueguen al golf y coman.
– Entonces, ¿por qué no toman una decisión ya?
– Es posible que tengan otras cosas que hacer. Si estuviera en tu posición, Jane, hubiera hecho un esfuerzo por descubrir algo sobre la compañía con la que quizá vayas a tener una relación estrecha. Si te hubieras molestado, habrías descubierto que Multiplex tiene una reputación merecida por su calidad y eficiencia, y el que no hayan tomado todavía esa decisión así lo demuestra.
– Parece que sabes mucho de la compañía.
– Es una compañía muy conocida -dijo con una mirada enigmática-. ¡Como sabrías si te hubieras tomado interés por lo que hay fuera de Penbury!
Jane abrió la boca para contestar, pero luego pensó que era mejor callar. ¡No iba a ponerse de nuevo a discutir!
– Estaré fuera en el jardín si necesitas algo -dijo con dignidad, y salió de la estancia a buen paso.
El jardín estaba húmedo y estropeado después de la tormenta. Jane examinó las macetas cuidadosamente. ¿Cómo se atrevía Lyall a acusarla de estar enfadada? Sin duda, pensaría que era una amargada incapaz de llevar un negocio debidamente. ¿Y qué sabía él de negocios? Cuanto más pensaba en sus acusaciones, más se enfadaba. Ella no se enfadaba, era Lyall quien la enfadaba. Ni siquiera se habría enfadado con George si Lyall no hubiera aparecido desequilibrando su mundo. La preocupación por el contrato la tenía un poco irritable, pero nunca antes lo había pagado con nadie. Sin embargo, sabía que no podía echar la culpa a Lyall por el retraso de Multiplex, o por su calentador estropeado, o porque George no hubiera aparecido, pero Jane en esos momentos no estaba siendo lógica. Si él no hubiera vuelto, ella habría solucionado los problemas con su calma habitual. Pero estaba nerviosa y agitada por los recuerdos que la invadían, y era incapaz de solucionar nada. ¡Y Lyall se preguntaba por qué estaba enfadada!
Jane siguió ordenando furiosamente los geranios, y de repente golpeó a uno de ellos. ¡Eso también era culpa de Lyall!
– Perdón -dijo disculpándose absurdamente del geranio.
– ¿Por qué no eres siempre tan agradable con la gente como con las plantas, Jane? -preguntó con voz divertida Lyall desde la entrada. Jane se ruborizó y se puso rígida. ¡La había visto hablando con las plantas!
– ¿Has terminado?
– Sí, lo he encendido para ver si funciona.
– De acuerdo -de repente se dio cuenta que después de todo, le estaba haciendo un favor. Jane se limpió las manos en el vestido sin pensar, esparciendo un aroma de tierra mojada-. Pues… gracias.
Lyall se bebió el té apoyado en el quicio de la entrada, mientras la observaba con una mirada irónica. Jane siempre olvidaba lo desconcertantes que eran aquellos ojos azules cuando no estaba sonrientes, y se inclinó a sacudirse la falda.
– ¿Era tu novio aquel con el que estabas ayer en el pub?
Jane no se esperaba aquella pregunta y su corazón dio un vuelco. La noche anterior no había terminado muy bien. Alan la había telefoneado y ella había pensado salir para olvidarse de Lyall, pero para su disgusto, Alan no quiso salir más allá del pub del pueblo. Afortunadamente Lyall estaba al fondo, y ella había pensado que no la había visto. Estaba acompañado de una pelirroja despampanante y una rubia que no hacía otra cosa que tocarse el pelo y reírse con un tono chillón.
Lyall se bebió todo el té y dejó la taza.
– ¿Qué me dices?
– Creo que no es asunto tuyo, pero sí, era Alan.
– ¿El hombre que te hace tremendamente feliz?
Jane apretó los dientes.
– Sí.
– No parecías muy feliz -continuó Lyall, pensativo-, pero no puedo decir que me sorprenda, no era tu tipo.
– No me gusta tener que decir cosas evidentes, ¡pero tú no sabes cuál es mi tipo!
– Yo solía ser tu tipo -recordó Lyall suavemente.
– Eso fue hace mucho tiempo -dijo Jane con un rubor en las mejillas, y se dio la vuelta para mirar un macizo de rosas-. Yo era joven y tonta y no sabía nada, pero he madurado en estos diez años. No buscas las mismas cosas en un hombre cuando tienes veintinueve años, que cuando tienes diecinueve.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo amabilidad, confianza, seguridad… ¡Nada de lo que se pueda asociar contigo!
– Quizá yo haya madurado también -sugirió Lyall, y Jane lo miró por encima del hombro.
– No parece que hayas cambiado mucho.
– Las apariencias engañan. Eso es lo primero que descubrí en ti. Tan tranquila, tan sensata… y tan apasionada en el fondo.
El color de las mejillas de Jane se hizo más profundo.
– Yo estaba hablando de la experiencia, no de las apariencias.
– Entiendo -la boca de Lyall esbozó una sonrisa-. ¿Y Alan es tan bueno y seguro como parece?
– Sí, lo es. Es muy bueno -dijo con desafío. Ella siempre sabía dónde estaba Alan. Nunca la había desestabilizado de la manera que Lyall lo hacía. Ella nunca sabía lo que Lyall iba a hacer a continuación; tenía una cualidad peligrosamente impredecible que la alarmaba, excitaba y encantaba a la vez. Alan era menos brillante, pero era menos agotador.
– Todavía eres cobarde en asuntos del corazón -se burló Lyall-. Prefieres estar segura y aburrida que arriesgarte en algo más excitante.
– ¡Eso es lo que piensas tú! -apuntó Jane, mirándolo indignada-. ¡Sólo porque no fui lo suficientemente estúpida como para irme contigo!
– Porque fuiste lo suficientemente estúpida para no confiar en mí -corrigió con una voz dura.
De repente la imagen de él detrás del árbol, del árbol de los dos, abrazando a Judith apareció en los ojos de Jane.
– No confiar en ti fue la única cosa inteligente que hice aquel verano.
Los ojos azules se posaron en ella con frialdad y desprecio, y después de unos segundos se fue a la cocina.
– Iré a ver si funciona el calentador.
Estaba enfadado. Jane se quedó mirando ciegamente a los geranios, y luchó contra los recuerdos de aquel día en que su mundo se había roto en miles de pedazos. Había confiado en Lyall, había puesto el corazón en sus manos, y él la había traicionado. ¿Qué derecho tenía a estar enfadado?
– Ya funciona -declaró Lyall con voz indiferente asomándose a la puerta. Jane se volvió para mirarlo, el desprecio en sus ojos había desaparecido y Jane sintió un alivio momentáneo, inmediatamente después se enfadó consigo misma por ello.
– Gracias.
– Mira, eso fue todo hace mucho tiempo -dijo después de una pausa-. ¿Para qué vamos a discutir por algo que pasó hace diez años?
Se acercó a ella y aunque no la tocó, Jane notó su cuerpo poderoso. Vio las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros, y el vello oscuro de sus antebrazos. Se había lavado las manos, pero tenía un olor fuerte a aceite alrededor de su cintura.
– Creo que voy a estar por aquí un tiempo -continuó Lyall. Jane no dijo nada y él siguió hablando con suavidad-. ¿Por qué no dejamos el pasado y comenzamos de nuevo? Sería más fácil si simulamos ser desconocidos, ¿no te parece? Podemos olvidar que una vez fuimos algo más.
¿Cómo podía ella olvidar? ¿Cómo podía olvidar la sensación cuando la besaba, o la suave y fuerza de su cuerpo en sus manos?
¿Y a la vez, no tenía razón? Si se trataban como extraños, sería posible dejar los recuerdos en el pasado, en su lugar apropiado. Intentaría comportarse con tranquilidad una vez más, y él vería lo madura que se había vuelto.
– De acuerdo -aceptó con tranquilidad-. Yo lo intentaré si tú lo intentas.
– De acuerdo.
Se quedaron en silencio un rato. Jane se sintió extraña después de unos segundos. Lyall parecía como siempre, confiado y seguro de sí, relajado como un gato echado al sol. Y había en él la misma sensación de que en cualquier instante la pereza y el buen humor podían desaparecer y algo mucho más peligroso e impredecible llenaría ese lugar.
Lyall la observaba con una expresión ilegible, y Jane se estiró incómoda bajo su mirada.
– Bueno, ¿cuánto te debo por el arreglo del calentador?
– Olvídalo.
– Creía que éramos desconocidos -le recordó-. Habría tenido que pagar a cualquiera de los fontaneros de Makepeace and Son si hubieran venido.
– No hace falta -protestó, pero Jane no iba a dejar así las cosas.
– Prefiero pagarte. Insisto en darte algo.
Un brillo inquietante se instaló en los ojos de Lyall.
– ¿Quieres decir eso de verdad?
– Por supuesto -replicó con dignidad, complacida ante la oportunidad de enseñarle lo capaz que era de tratarlo como a un extraño-. ¿Aceptarías un cheque?
Lyall negó con la cabeza.
– Sólo acepto cobrar en especie -dijo, a continuación la agarró por los hombros. Jane instintivamente intentó retroceder, pero era demasiado tarde. Las manos de Lyall habían agarrado su cara, y sus dedos le acariciaban las mejillas. El roce era ligero como una pluma, pero las manos la sujetaban tan firmemente que no podía moverse.
– No hace falta que me des nada -murmuró, mirando dentro de los ojos de Jane, que eran grandes, grises y brillantes, y tenían una mirada entre perpleja y anhelante-. Pero ya que insistes…
– No… -comenzó Jane, pero aunque levantó las manos para empujarlo, la boca de Lyall se posó en la suya, y el suelo se abrió bajo sus pies, al recordar la misma sensación de hacía diez años. El roce magnético de sus labios; sus manos tan calientes, tan seguras; el contacto de su cuerpo duro y grande… El dolor y la pena desaparecieron, y quedó sólo el sabor maravilloso de su boca. Sin pensarlo, Jane se apretó contra él, enroscando los brazos sobre su cuello, mientras las manos de Lyall bajaban por su cuello y sus pechos, antes de agarrarla más fuertemente. Eso es lo que había estado pensando desde que lo había visto el día anterior en Penbury Manor, desde que había desaparecido diez años antes. Una mirada a su boca había sido suficiente para encender el deseo en ella, y en esos momentos, la búsqueda cálida de sus labios eran un acto de posesión y un descubrimiento a la vez que la ataba de nuevo a él.
Lyall murmuraba el nombre de ella mientras la besaba en el cuello, y Jane enroscaba sus dedos en su cabello, recordando el intenso placer de sus labios moviéndose sobre su piel. Se apretó contra él, besando desesperadamente su oreja, su mandíbula, su cuello. Un sollozo salió de su boca cuando Lyall apartó la chaqueta y comenzó a desabrochar su blusa, pero era imposible saber si era una queja o un gemido de placer. Jane echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos ante la deliciosa sensación de las manos de él bajo la tela, acariciando todas las curvas de su cuerpo, excitándola hasta gritar.
Incluso los recuerdos desaparecieron bajo el estallido de la pasión. Jane no pensaba en el pasado o en el futuro, o en los motivos que había tenido Lyall para volver; y el presente sólo consistía en perderse en sus brazos. Los besos se hicieron más profundos, más apasionados, desesperados. Casi asustada por ellos, Jane deslizó las manos debajo de su camiseta y acarició la espalda de Lyall, aferrándose a la seguridad de su cuerpo duro.
Y de repente, inexplicablemente, todo acabó. Lyall levantó la cabeza y la miró. Jane se agarró sin querer apartarse, pero los brazos de Lyall se apartaron y abrocharon su blusa. Se miraron el uno al otro un segundo interminable, sorprendidos por la pasión que los había arrastrado como un tornado y se había evaporado con la misma rapidez. Ya no había diversión en los ojos azules, sino una expresión que Jane no quería o no podía comprender.
– Así está bien, creo que es mejor que me vaya, antes de que pienses que me has pagado demasiado.
Jane se quedó callada, incapaz de decir nada. Sin darse cuenta de lo que hacía o de lo que quería decir, asintió con la cabeza casi mareada, desorientada por la brusca vuelta a la realidad. Lo único que pudo hacer fue cerrarse la blusa y mirar con los ojos abiertos por la sorpresa a Lyall caminar hacia la puerta.