Una semana después de su primera conversación telefónica, una semana después de que los Mets machacaran a los Braves once a tres, Jackson apagó el despertador que le informaba de que era hora de sacar el trasero de la cama para prepararse para el trabajo.
Durante las últimas seis mañanas, había empezado el día enviándole un correo electrónico a Riley a su dirección personal con un chiste sobre contables. Ella había respondido en cada ocasión con uno sobré marketing. También la había llamado dos veces a casa… en las únicas noches en que había llegado del trabajo a una hora razonable. Cada vez habían estado charlando más de una hora, sobre sus vidas, sus familias, sus infancias, viajes y experiencias.
Había descubierto que le encantaba cocinar, que odiaba hacer la colada, que quería un perro, pero planeaba esperar hasta, tener una casa con patio, que le encantaba la playa y que jamás había probado esquiar. Después de que él le revelara que era un pésimo cocinero, que no le importaba hacer la colada, que de pequeño jamás había tenido perro porque su madre era alérgica, que le encantaba la playa y que iba a esquiar todos los inviernos, los dos rieron.
– Al menos a los dos nos gusta la playa -había dicho él.
Aunque no tenían mucho en común en las cosas cotidianas, Jackson empezaba a percibir que podrían coincidir en temas más profundos. Ya estaba claro que la familia era importante para los dos, Y era posible que compartieran puntos de vista similares en otros temas importantes. Pero una cosa era segura… eran muy compatibles sexualmente.
Suspiró y juntó las manos detrás de la cabeza. La cuestión era qué pensaba hacer. Si el traslado a Atlanta se llevaba a cabo, esa pregunta no plantearía dificultades. Pero existía la posibilidad de que la fusión no fructificara. Y aunque saliera, el traslado podía llegar a complicarse por la entrevista de trabajo que tenía, programada para esa tarde, para el puesto de ejecutivo en Winthrop Hoteles en la oficina central en Nueva York. El tipo de puesto que llevaba tiempo queriendo conseguir. El presidente de Winthrop lo había llamado el día anterior para solicitarle una reunión, y, por supuesto, había aprovechado la oportunidad. Había pensado en contárselo a Riley, pero en el acto lo había descartado. No tenía sentido plantear algo que quizá no llegara a ninguna parte. Si prosperaba, ya se lo contaría.
Y hablando de Riley, se preguntó si tendría algún correo de ella.
La pregunta bastó para sacarlo de la cama y dirigirse a la cocina, donde encendió el ordenador portátil, situado en un rincón de la encimera. Mientras esperaba, sacó su taza favorita, que reproducía una brillante pelota amarilla de tenis, y se sirvió una taza de café mientras realizaba el ritual silencioso de todas las mañanas de agradecer al genio que había inventado la cafetera programable. Después de disfrutar del primer sorbo, metió una rebanada de pan en la tostadora, luego se apoyó en un taburete y activó el correo.
El corazón se le aceleró un poco al ver el nombre de Riley en la bandeja de entrada. Lo abrió de inmediato.
¿Cuántos ejecutivos de marketing hacen falta para cambiar una bombilla?
Uno para cambiar la bombilla y cuarenta y nueve para decir: «¡Yo podría haberlo hecho!»
Espero que tengas un buen día. A propósito, para un tipo que dice que los contables somos aburridos, tu dirección de correo electrónico JPLange@JPLange.com es bastante poco imaginativa. De todos modos, ¿qué representa la P intermedia?
Jackson sonrió y en el acto tecleó una respuesta:
¿Cuántos contables hacen falta para cambiar una bombilla?
Dos. Uno para cambiarla y uno para comprobar que se hizo con el presupuesto asignado.
Espero que tú también tengas un buen día. A propósito, sólo piensas que mi dirección es aburrida porque no te acuerdas qué representa la P. Ya te dije que mi segundo nombre era Problemas…
Lo envió y, con una sonrisa recogió la taza y fue al cuarto de baño a darse una ducha. En un abrir y cerrar de ojos había tomado la decisión de que volverían a verse. Necesitaba saber, tenía que saber, si aquella magia inicial que habían compartido se podría repetir.
Desde luego que iban a encontrarse otra vez. Ya se encargaría de que así fuera, Y si la reunión de esa mañana con Paul Stanfield y varios otros ejecutivos de Prestige para tratar el nuevo proyecto iba tan bien como pensaba que iría, Riley y él se verían muy pronto.
¿La llamaría esa noche?
La pregunta reverberó en la mente de Riley por enésima vez ese día mientras trataba de equilibrar el bolso, el portátil y dos bolsas de la compra al tiempo que abría la puerta de su apartamento. En cuanto entró, cerró con la cadera, luego sorteó la pista de obstáculos que formaban las cajas de Tara en dirección a la cocina, donde dejó todo sobre la encimera azul océano. Contra la cafetera había una nota manuscrita de su hermana que le informaba de que unas compañeras de la universidad le iban a dar una fiesta de despedida en el apartamento de una de ellas y, como no quería conducir tarde, pensaba quedarse a dormir allí.
Desvió la vista al teléfono; la luz fija del contestador indicaba que nadie había llamado.
¿Llamaría esa noche?
¿Qué le importaba si llamaba? De hecho, prefería que no lo hiciera. Planeaba disfrutar de su solitaria velada, con la paz que le proporcionaría la ausencia de Tara. Se prepararía una deliciosa pasta primavera para cenar, se daría un largo baño de espuma y luego se acurrucaría para leer la revista de deportes que había comprado en el supermercado.
Pero primero tenía que comprobar el correo electrónico.
Uno era de Gloria, que esa semana había estado en Dallas para asistir a una conferencia, y los otros dos eran de Jackson. Por una cuestión de orgullo, primero abrió el de Gloria. La nota escueta de su amiga simplemente ponía: La conferencia ha sido estupenda. Comamos juntas mañana.
Respiró hondo y abrió el primer correo de Jackson. Sin dejar de reír por el chiste de los contables y la bombilla y su recordatorio de que su segundo nombre era Problemas, abrió la segunda nota.
Como recientemente se me hizo notar la naturaleza «aburrida» de mi dirección de correo electrónico, te escribo para comunicarte que fue una elección inexacta de palabra, aseveración que cuando quieras puedo demostrarte.
Riley enarcó las cejas y la anticipación le provocó un nudo en el estómago. ¿Demostrar? Mmmm. Eso sonaba interesante. ¿Qué tendría en mente? Decidió que pensaría en las posibilidades mientras preparaba, la cena. Después de ponerse un top color turquesa y unos shorts vaqueros, fue a la cocina y al rato el aire se llenó con el aroma delicioso de las verduras salteadas. Y en todo momento se preguntó qué planeaba Jackson para demostrar que no era aburrido. Ella ya lo sabía, pero si él necesitaba demostrarlo, que así lo hiciera.
Mientras disfrutaba de la pasta, su mente invocó posibles escenarios. ¿Le enviaría más flores? ¿Más donuts? ¿Correos electrónicos sexys? ¿La llamaría más a menudo?
En ese momento sonó el teléfono y la sorpresa hizo que el corazón le latiera deprisa en el pecho. Alzó el auricular.
– ¿Hola?
– Riley, soy Jackson. ¿Estás bien?
El hecho de que fuera él no hizo nada para calmarle el corazón desbocado.
– Estoy bien.
– Suenas… sin aliento.
– Y tú como si estuvieras en un túnel.
– Es por la cobertura del móvil. ¿Te llamo en mal momento?
– No. Acabo de terminar de cenar -con el corazón más sereno, se dirigió -al sofá y se dejó caer en él.
– ¿Tienes, algún plan para esta noche?
– De hecho, sí lo tengo.
– Oh -guardó silencio un momento, luego preguntó-: ¿Una cita?
– Sí. Una cita caliente. En mi bañera, con el último número de la revista Sports Weekly y una copa de vino.
– Ah. Una cita a solas -comentó aliviado.
Ella no pudo evitar sentir una satisfacción femenina al saber que a él le agradaba que la cita no fuera con un hombre.
– Sí -corroboró-. Cuando se trata de Sports Weekly, no comparto nada.
– Cariño, si te viera en la bañera con esa revista, no necesitarías preocuparte de compartirla, porque leer es lo último que pasaría por tu cabeza, y yo haría todo lo que estuviera a mi alcance para cerciorarme de que también fuera lo último en lo que pensaras.
Si estuviera con ella en la bañera, no tendría que hacer mucho para que olvidara la lectura. Sólo pensar en ello le endureció los pezones.
– Como estás a mil quinientos kilómetros de distancia, supongo que no tenemos que preocuparnos de eso.
– Con respecto a esos mil quinientos kilómetros… esta mañana tuve una reunión con Paul Stanfield acerca de un posible proyecto nuevo de construcción para Prestige en tu bonita ciudad. Es posible que tenga qué hacer otro viaje de negocios a Atlanta.
«Hurra», gritaron sus hormonas y su corazón.
– ¿Oh? ¿Cuándo?
– Pronto. Así que… si fuera a Atlanta, ¿me invitarías a tu casa?
– Depende. ¿Traerías donuts?
– Desde luego.
– Entonces, me lo pensaría.
Él rió.
– También aportaría un beso lento, profundo y húmedo.
Una marejada de deseo la anegó y recordó con intensidad lo buenos que eran esos besos. Lo habría aceptado sin la bonificación añadida de los donuts, pero no era necesario decírselo.
– Bueeeno -comenzó, como si la cuestión requiriera reflexión-. Creo que, en ese caso, te invitaría -en ese momento sonó el timbre-. ¿Puedes aguardar un segundo? Alguien llama a la puerta.
– Claro.
Fue a la entrada y abrió. Y se quedó boquiabierta.
Jackson se hallaba bañado por la luz dorada de las luces exteriores que iluminaban la propiedad; tenía el teléfono móvil pegado al oído. Lucía un traje oscuro, una camisa blanca con el cuello desabrochado, una corbata roja de seda aflojada. Alto, fuerte, masculino… en conjunto; delicioso. A su lado había una maleta pequeña con ruedas. En la otra mano, sostenía una bolsa de confitería.
Sonrió, y habló al teléfono:
– Hola. Gracias por invitarme.
Ella abrió la boca para hablar, pero descubrió que no podía. Esa misma oleada de atracción, calor y lujuria que la había consumido la primera vez que lo había visto volvió a dominarla.
– Estás aquí -fue la frase redundante que se le ocurrió.
– Sí -él cerr6 el teléfono, se lo guardó en el bolsillo dé la chaqueta y alzó la bolsa para menearla a la altura de los ojos de ella-. Los donuts y yo.
– ¿Cómo?
– Avión. Y un poco de ayuda para encontrar tu dirección, cortesía de la guía de internet. Te dije que parecía que iba a tener que hacer otro viaje a Atlanta.
– ¡Eso fue hace treinta segundos! ¡Es obvio que tu viaje era una certeza!
– Cierto.
Bajó la vista a la maleta.
– Y es evidente que acabas de llegar del aeropuerto.
– Cierto otra vez. Supongo que primero podría haberme registrado en el hotel y llamarte luego, pero… -calló.
Y el deseo, que proyectaron sus ojos la llenó de un hormigueo caliente.
– ¿Pero qué?
– Pero quería sorprenderte.
– Lo has hecho.
– No desagradablemente, espero.
Santo cielo, no había nada desagradable en ello, salvo quizá en el modo en que su corazón amenazaba con salírsele del pecho.
– No.
– Y tampoco quería esperar tanto para verte.
– ¿Cuánto tiempo vas a quedarte en la ciudad?
– Definitivamente, el resto de la semana, y calculo que casi toda la siguiente -miró el apartamento por encima del hombro de ella-. ¿Piensas cumplir con lo dicho y pedirme que pase?
La pregunta la sacó del estupor en el que había caído. Se apartó a un lado y abrió la puerta.
– Claro. Pasa.
– Gracias -aparcó la maleta y dejó la bolsa encima.
Después de que ella cerrara la puerta, Jackson le tomó las manos y entrelazó los dedos con los de ella. El calor subió, por sus brazos ante el contacto y apenas pudo contenerse de soltar un suspiro.
– Podría haber enviado a alguno de mis directores a ocuparse de este proyecto -dijo, acariciándole el dorso de la mano con los dedos, pulgares-. Pero deseaba mucho volver a verte -se las soltó para tomarla en brazos-. Y ahora, acerca de ese beso que te prometí…
Le rozó los labios una, dos veces, en un beso delicado que reavivó su fuego. Riley le rodeó el cuello con los brazos y se pegó a él hasta que entre ambos ni siquiera habría podido pasar una hoja de papel. Le acarició el pelo mientras sus lenguas se encontraban y todo su cuerpo pareció suspirar aliviado.
Ese beso lento, profundo y húmedo le arrebató los sentidos, habiendo que se preguntara si de verdad había logrado convencerse de que la chispa que había entre ambos no era pura y absoluta magia. Su control se evaporaba a un ritmo alarmante, acentuado por las imágenes vividas de que le arrancaba la ropa allí mismo. Cuando al final él alzó la cabeza, Riley encontró la fuerza necesaria para abrir los ojos. La mirada de él le provocó un torrente de fuego líquido por todo el cuerpo.
– No me sueltes todavía -pidió casi sin aliento-. Me parece que he perdido el dominio sobre mis rodillas.
– No me equivocaba -comentó él divertido.
Riley dejó escapar una risa de sus labios.
– ¿En qué no te equivocabas?
– Tu beso. Tu sabor. La sensación de tenerte en mis brazos. Había empezado a pensar que había imaginado… lo que sea que me haces, pero es tal como lo recuerdo. Incluso mejor, si es posible.
El mejor abogado del mundo no podría rebatir esa declaración.
– ¿Pero no estás seguro de que es mejor? -preguntó ella-. Estoy dispuesta a soportar otro beso si requieres más pruebas…
Sus labios volvieron a capturar los suyos, cortándole las palabras, los pensamientos, todo menos la embrujadora fricción de su lengua contra la de ella, el calor sedoso de su boca, la fragancia fresca de su piel llenando todos los espacios vacíos que le creaba en la cabeza, mientras bajaba las manos fuertes por la espalda para moldearla contra él. Cuando el poco control que había logrado retener se tornó casi inexistente, quebró el beso.
– Surtes un efecto realmente perjudicial en mi autocontrol -jadeó Riley-, y no sé si me agrada.
– Lo mismo, digo.
– Como necesites alguna prueba más, te desnudaré aquí mismo para arrastrarte luego a mi madriguera para abusar de ti.
Él gimió y se inclinó para besar la unión sensible entre el cuello y el hombro.
– Y eso estaría mal… ¿por qué, exactamente?
El aliento cálido de Jackson le provocó un cosquilleo delicioso.
Probablemente, había un motivo, pero ya lo había olvidado. ¿Cómo se suponía que podía pensar en algo con sus labios asaltando su cuello, las manos coronándole los pechos y sus dedos sabios despertándole los pezones a través de la tela elástica del top? Ese hombre era un peligro. Un destructor de concentración de primera magnitud.
También ella se había preguntado si su imaginación había agigantado lo que habían compartido. ¿Tan bueno había sido? Sólo había una manera de averiguarlo…
Apoyó las manos contra su torso y se apartó de él con el fin de mantenerlo a raya. Después de respirar hondo, lo estudió.
– Ahora que lo mencionas, no se me ocurre ninguna razón para no aprovecharme de ti -adoptó su expresión más inocente-. Oh… a menos que prefieras ver la televisión. Probablemente den algún partido de tenis.
– Debes de estar bromeando.
– ¿Quieres cenar algo? Me queda pasta.
– Quizá luego.
– ¿Donuts?
– No; gracias.
– ¿Una copa?
– Me estás matando.
– Supongo que eso es un «no» a la copa.
– Sí. En cuanto a lo de desnudarme… -extendió los brazos-. Considérame a tu disposición.