Capítulo 2

Jackson bebía una cerveza -sentado a una mesa del rincón en el bar tenuemente iluminado. Por enésima vez en la última media hora, miró el reloj. Diez minutos pasada la medianoche. Y no había rastro de la mujer del vestido rojo.

Frustrado, se mesó el pelo y volvió a maldecir no haberse quedado en la tienda de quiromancia para esperar a que saliera. Cuando regresó de comprar los brownies, la tienda estaba vacía. La había buscado, pero sin suerte. Hizo lo único que podía, regresar al Marriott y rezar para que apareciera a medianoche.

No sabía por qué la había dejado escapar.

Quizá alguien en Prestige supiera quién era. Al instante se animó. ¿Acaso Marcus Thornton no había mencionado que los empleados de la oficina de Atlanta se ofrecían voluntarios para trabajar en la feria? En ese caso, quizá de ese modo pudiera rastrear a su sexy gitana. Porque la idea de no ver jamás a la mujer que había acelerado su nivel de lujuria de cero a cien en cuatro centésimas de segundo era algo inaceptable.

Miró otra vez el reloj. Las doce y catorce minutos. Lo invadió una decepción penetrante. Maldición. No parecía que fuera a…

Su línea de pensamiento se detuvo al alzar la vista y ver una visión de rojo fuego de pie en el arco que conducía desde el vestíbulo al bar. Era su gitana, con un vestido que le ceñía las curvas de un modo que hizo que se alegrara, de ser un hombre. Ella recorrió a los clientes con la vista y Jackson notó que los ojos de unos cuantos varones la seguían.

Justo en ese momento, lo vio. Durante varios segundos, simplemente se miraron, y si Jackson hubiera sido capaz, habría reído ante la repetición de la misma sensación devastadora que había experimentado al verla en la tienda.

Se puso de pie y la observó avanzar a través de la multitud, disfrutando de su andar grácil y de la forma en que la falda remolineaba a la altura de sus rodillas, resaltando unas piernas extraordinarias que terminaban en unas sandalias sexys. Se había recogido el pelo ondulado, dejando unos mechones para enmarcarle el cuello. Cuando llegó a la mesa, él le tomó la mano. La alzó a los labios y le besó las yemas de los dedos.

– Debes de ser la mujer del vestido rojo con la que estoy destinado a compartir una botella de vino. Una adivina me habló de ti.

Riley absorbió la presión de sus labios, la calidez de su aliento sobre los dedos, el calor inconfundible y la admiración en sus ojos, el hormigueo que le subió por los brazos. El corazón le dio un vuelco, igual que cuando entró en la tienda en la feria. Vestido en ese momento con unos pantalones oscuros y una impecable camisa blanca, era incluso más guapo de lo que recordaba. Hombros anchos, cintura estrecha, piernas largas. Un metro ochenta y cinco, calculó. La altura idónea. Tuvo que contener la mano para no mesarle el pelo revuelto y acariciarle la mejilla.

Respiró hondo para controlar la voz antes de hablar.

– ¿Qué dijo esa adivina sobre mí?

– Que yo me sentía muy atraído por ti. No podía haber sido más certera. Y que el sentimiento era recíproco.

– Una adivina inteligente.

Él esbozó una sonrisa lenta y conquistadora. Santo cielo. ¿Qué no podía hacer con una sonrisa? Estaba impaciente por descubrir lo que era capaz de realizar con un beso. Le entregó la bolsa que llevaba.

– Te olvidaste esto en la tienda.

Él la aceptó y rió al ver el hipopótamo de peluche en el interior.

– Gracias. Aunque no me sorprende haberlo olvidado. La adivina me distrajo mucho -le indicó el reservado acogedor-. ¿Quieres sentarte? Riley asintió, luego, agradecida, se deslizó en el asiento curvo, ya que no sentía muy sólidas las piernas. Él se sentó a su lado y la rozó con el muslo, provocándole una sacudida de excitación. Mientras dejaba la bolsa que le había dado junto a los pies, ella observó la botella de vino que se enfriaba en una cubitera junto a la mesa y sonrió.

– ¿La gitana predijo que me gusta el vino blanco?

– De hecho, lo hizo. ¿Te sirvo una copa?

– Gracias.

Mientras servía dos copas, Riley tomó notas de los pros y los contras en su lista mental. En el lado positivo, era caballeroso y educado. Y había elegido un excelente chardonnay. Él la miraba como si fuera la mujer más deseable que jamás hubiera existido. Además de que hacía que sus hormonas femeninas no pararan de realizar triples saltos mortales. Por el lado negativo… nada, hasta el momento. Excelente.

– Por las predicciones que se hacen realidad -brindó él, entregándole una copa.

– Por las predicciones que se hacen realidad -convino Riley, entrechocando con suavidad la copa con la suya. Bebió un sorbo para enfriar el calor que la consumía.

Dejó la copa en la mesa y lo miró, quedando atrapada en su mirada. Sus ojos la llenaron de deseo. Y curiosidad. El corazón siguió un ritmo desbocado cuando él le enmarcó el rostro con las manos antes de inclinarse más.

– Hay cientos de cosas que quiero preguntarte, saber de ti -musitó con voz ronca-. Pero no puedo esperar más para esto…

Sus labios le rozaron la boca una, dos veces, caricias experimentales que la dejaron jadeando por más y afanándose por acercarse. Él le rodeó la cintura y la acercó; Riley le rodeó el cuello con los brazos. Su boca, su hermosa boca, se ladeó sobre la de ella, y con un suspiro hondo y placentero, abrió los labios y lo invitó a explorar más.

El sabor de él era delicioso. A hombre cálido y vino frío. Su lengua realizó una danza seductora y lenta, provocando una fricción deliciosa que le encendió todo el cuerpo. No hubo nada apresurado en el beso… de hecho, la devastó con su absoluta falta de prisa, como si tuviera la intención de tomarse horas para disfrutarla, descubrirla. Lentamente, le acarició la espalda, generándole una cascada de adorables temblores por la columna vertebral.

Ella introdujo la mano en la mata de pelo grueso y sedoso. Luego bajó los dedos por la columna fuerte del cuello para meterlos por el cuello de la camisa. El pulso de él latió con fuerza bajo sus dedos y le encantó que el beso le resultara igual de excitante que a ella.

Despacio, él se echó para atrás y puso fin al beso; Riley se obligó a abrir los ojos. La miraba con una expresión vidriosa que sabía que debía de ser reflejo de la suya propia.

– Vaya -musitó Riley con una voz que no reconoció.

– Lo mismo digo -convino él con tono trémulo-. Ha sido… No sé, creo que la palabra «increíble» no empieza a hacerle justicia -inclinó la cabeza y posó los labios en la piel delicada justo debajo de la oreja.

Ella se reclinó en el círculo de sus brazos y sonrió. Era evidente que sabía cómo besar.

– Tienes una boca preciosa. Y sabes cómo usarla.

– Gracias. Tú y tu boca preciosa me habéis inspirado.

– Y tú me inspiras a olvidar que prácticamente no sé nada de ti -así como estaba dispuesta a entregarse a su diablesa interior, no tenía intención de ser irresponsable-. Aunque estoy más que satisfecha de informar de que puedo incorporar que besas increíblemente bien a mi breve lista de lo que sé de ti, necesito saber más antes de llevar esto al siguiente estadio -apartándose para establecer algo de espacio entre ambos, tomó la copa y bebió otro sorbo de vino.

Él extendió las manos.

– Pregúntame lo que quieras. Soy un libro abierto.

– Un buen lugar por el que empezar, sería tu nombre -pidió con una sonrisa-. Y dónde vives, cómo te ganas la vida, si estás buscado por la ley. Ya sabes, lo básico.

Él rió.

– Nos saltamos esa parte, ¿verdad? Bueno, no hay orden de busca y captura. Vivo en Nueva York y trabajo para Prestige Residential Construction, que patrocinó la feria en la que conocí a Madame Omnividente.

– ¡Bromeas! Yo trabajo para Prestige aquí en Atlanta -sonrió sorprendida.

– El mundo es un pañuelo -manifestó con asombro complacido. Extendió la mano-. Me llamo Jackson Lange.

Riley se quedó de piedra. Luego sintió que su sonrisa se desvanecía poco a poco. Todo en su interior gritó un sentido «nooooo». Era imposible que ese hombre fuera el odiado Tiburón Lange.

– Oh, oh -la sonrisa de él se ladeó-. A juzgar por tu expresión, parece que mi reputación me ha precedido -alzó las manos en fingida rendición-. Todo es mentira. Soy un tipo agradable. Pregúntaselo a mi madre.

– No hace falta. Ya sé qué clase de tipo eres -se alejó de él y luego le dedicó una mirada gélida-. Yo soy Riley Addison.

De haber sido capaz de reír, lo habría hecho ante la expresión de incredulidad de él.

Jackson se pasó la mano por el pelo y la miró como si tuviera dos cabezas. El silencio se extendió entre los dos.

Finalmente, ella le preguntó:

– ¿Qué estás haciendo en Atlanta?

– Marcus me invitó a pasar el fin de semana. Quería que asistiera a la feria de hoy, que cenáramos mañana y que el lunes visitara las oficinas de Atlanta.

Riley suprimió un gemido. Si mañana iba a cenar con Marcus, eso significaba que iba a asistir a la reunión de la casa del lago. Lo que le faltaba.

Él volvió a mover la cabeza con aturdida incredulidad.

– No te pareces en nada a lo que había imaginado.

– Tampoco tú. Te imaginaba con una barriga de bebedor de cerveza, dientes amarillentos y pelos en la nariz y las orejas.

– Cielos, gracias. Aunque no puedo sentirme muy insultado, ya que yo te imaginé sin dientes, el pelo blanco recogido en un moño severo y afición por el tipo de zapatos que usan las vigilantes de prisiones -entrecerró los ojos-. Desde que empecé aquí me has hecho difícil el trabajo.

– ¿Y tú crees que has sido un encanto? Desde el día que entraste en Prestige, mis niveles de estrés han alcanzado cotas inimaginables.

– No habría sido así si hubieras cooperado, en vez de oponerte a mí en cada paso que daba.

– Estaría mucho más inclinada a cooperar si no realizaras demandas descabelladas y esperaras resultados instantáneos. Das la impresión de creer que debería enviarte un cheque en blanco de la empresa.

– Y tú pareces creer que puedo encabezar una nueva campaña de marketing para tentar a Elite Builders a negociar casi sin disponer de ningún recurso. ¿Eres siempre tan tacaña… o sólo conmigo?

– ¿Eres siempre tan exigente y arrogante… o sólo conmigo?

– Si soy exigente, es porque trabajo con muy poco dinero y con severos límites de tiempo.

– Igual que todos. Los demás funcionaban de forma agradable y educada. Nunca tuve problemas con Bob Wright, el anterior jefe de marketing.

– Yo no soy Bob Wright.

– Triste, pero cierto.

– Ni soy arrogante.

Ella soltó un bufido poco femenino.

– ¿No lo crees? ¿Cómo te describirías?

– Decidido. Ambicioso. Seguro.

– De acuerdo, lo que tú digas. Y a propósito, no soy tacaña. Soy fiscalmente responsable.

– Noooo. Yo creo que eres fiscalmente tacaña. Hay una diferencia. ¿Le echaste un vistazo a la hoja de cálculo que te envié ayer por correo electrónico?

– Sí. La respuesta es no.

– No a qué parte.

– A todo. Es ridículo pensar que aprobaría un presupuesto en el que lo único que has hecho ha sido duplicar todas las cifras del año pasado. Necesito informes y explicaciones detallados para esos aumentos. El presupuesto que desarrollé con Bob se mantiene.

– Eso es, sencillamente, inaceptable. Las necesidades del departamento han experimentado cambios drásticos. El presupuesto necesita reflejar eso. No puedes rechazar mi petición de antemano.

– Puedo y lo hago -se adelantó y lo miró con ojos centelleantes-. Te diré lo que haré… envíame una petición razonable, que no sea de un incremento del cien por cien, y le dedicaré el tiempo y la consideración que merece.

Él imitó el gesto y también adelantó el torso.

– Simplemente, dobla el presupuesto. Devolveré cualquier excedente.

Riley lo estudió, luego movió la cabeza.

– Lo qué de verdad asusta es que puedo ver que vas en serio.

– Sí. Eso no habría planteado ningún problema en mi antigua empresa.

– Entonces es una pena para todos que no te quedaras allí. Mi departamento no trabaja de esa manera.

– ¿No podemos alcanzar un compromiso respecto al presupuesto que ya te envié? No tengo tiempo para ahondar en las nimiedades de cada gasto proyectado hasta el último céntimo.

– Es una pena… para ti. No puedo establecer un compromiso con números nebulosos que te has sacado del sombrero. No estamos en un mercadillo en el que regateamos y nos ponemos de acuerdo en algún punto intermedio. Necesito cantidades exactas y justificadas.

– Y yo necesito un aumento de presupuesto. Hace cinco minutos.

– Hablando de cinco minutos atrás; es cuando debería haberme ido.

Se deslizó hacia el extremo del asiento curvo, pero se detuvo cuando él posó la mano en su antebrazo.

– Riley, espera.

Apretó los dientes con irritación al sentir que la recorría un hormigueo cálido. Ese hombre era Jackson Lange, y eso cancelaba cualquier cosa positiva que pudiera tener. Por desgracia, sus hormonas no habían recibido el mensaje.

– ¿Esperar qué? -inquirió-. Ya tienes mi respuesta. Además, oficialmente estoy fuera de servicio. Las horas de oficina empiezan a las nueve de la mañana del lunes. No quiero hablar de trabajo hasta entonces.

– Pues no lo hagamos.

Algo en su voz la inmovilizó y lo miró con cautela. Él la observaba con una expresión que no podía descifrar.

– ¿De qué otra cosa podemos hablar? -preguntó despacio, sintiendo como si se moviera por un, campo de minas.

– De cualquier cosa. No nos faltaban temas de conversación antes de presentarnos.

– Es cierto. Y eso fue porque no nos habíamos presentado. Si hubiera sabido que eras Jackson Lange, créeme, tu lectura de la palma de la mano habría sido bien distinta.

Algo parecido a una chispa de diversión se encendió en los ojos de él.

– Sí, puedo imaginar qué clase de futuro espantoso me habrías predicho. No obstante, no puedes negar que hasta hace unos momentos, realmente nos llevábamos bien.

– Físicamente, supongo que sí -la obligó a reconocer su conciencia.

– ¿Lo supones? No hay nada de suposiciones al respecto. Tú sentiste la misma chispa que yo.

– Bien. La sentí. En pasado.

– No estoy de acuerdo.

– No me sorprende, ya que hemos estado en desacuerdo desde el primer día.

– Esto no tiene nada que ver con el trabajo -la miró-. Bueno, ¿qué hacemos ahora?

Ella enarcó las cejas.

– ¿Ahora? ¿Bromeas? Yo me largo de aquí.

– ¿De modo que no quieres comprobar adonde conduciría ese beso?

Eso la frenó en seco y le hizo maldecir la suerte que había hecho que ese hombre resultara ser Jackson Lange. Claro que quería saber adonde habría conducidos el beso… pero no con él.

No obstante, preguntó:

– ¿Doy por hecho que tú lo quieres saber?

Él clavó la vista en sus labios y Riley sintió como si fuera una caricia encendida.

– Sí, quiero. Me siento confuso, pero no puedo negar que me gustaría saber adonde conduciría -pudo ver por su expresión que ella pensaba que no estaba siendo sincero, y añadió-: Sin importar todo lo demás que puedas pensar de mí, no soy un mentiroso. Me sentí atraído por ti en cuanto te vi. Aunque deseara lo contrario, me sigues gustando. Mi mente sabe que eres Riley Addison. Enemiga Pública Número Uno, pero me temo que mi cuerpo aún no lo ha asimilado.

Ella parpadeó. Las palabras eran casi un reflejo exacto de lo que ella pensaba. Supuso que también debía aportar su grado de sinceridad. Respiró hondo.

– Escucha. Sé exactamente adonde nos llevaría ese beso. Al desastre.

– ¿Por qué?

– ¿Necesitas preguntarlo? Somos como aceite y agua. Trabajamos para la misma empresa. En departamentos antagónicos. No nos gustamos. Como sé muy bien que lo sabes, tienes fama de ser un tiburón y, con franqueza, es un rasgo que no admiro. Una mayor intimidad haría que una relación laboral ya difícil se convirtiera en algo imposible.

Algo titiló en los ojos de él.

– No sé cómo es aquí en Atlanta, pero en Nueva York, ser considerado un «tiburón» es algo necesario para sobrevivir en el despiadado mercado laboral. Y para tu información, también tengo fama de ser un trabajador incansable y un tipo recto. No hay nada malo en ser ambicioso y querer llegar a la cima.

– Lo hay si para ello pisas cabezas.

– ¿De qué estás hablando? No juego sucio y no he aplastado a nadie. Jamás.

– Había unos cuantos empleados cualificados de Prestige que podrían, que deberían, haber sido ascendidos al puesto sobre el que te lanzaste tú.

– He tenido suerte de que ésa decisión no dependiera de ti -espetó-. Que me hayan contratado a pesar de no ser empleado no significa que haya pisado a alguien.

Aunque a regañadientes, Riley tuvo que reconocer que era cierto. Y eso la irritó aún más.

Antes de que ella pudiera decir algo, él añadió:

– ¿Te das cuenta de que ahora mismo podríamos estar compartiendo todo tipo de «mayores intimidades» si me hubiera llamado John Smith?

A pesar de lo mucho que quería negarlo, su fastidiosa conciencia no se lo permitió.

– Pero no te llamas John Smith.

– Estoy, dispuesto a olvidar tu nombre si tú haces lo mismo con el mío -musitó, rozándole suavemente los dedos.

Ella movió la cabeza.

– El fuego se extinguió en cuanto mencionaste el nombre de Jackson Lange -afirmó, deseando que fuera verdad.

– Tu pulso desbocado y el deseo que hay en tus ojos indican lo contrario.

Ella apartó la mano.

– Si tengo el pulso veloz, se debe a mi enfado.

– Yo tampoco estoy encantado. Pero no nos encontramos en la oficina ni trabajando. Ahora mismo, lo único que veo es a una mujer hermosa con un sexy vestido rojo a quien me gustaría conocer mejor. Y en lo único en lo que puedo pensar es que tu presencia aquí indica que tú también quieres conocerme mejor.

– Y lo he hecho. He averiguado que estoy convencida de que esto jamás llegaría a funcionar. Nunca -se puso de pie. El fue a imitarla, pero lo contuvo con un gesto de la mano-. Por favor, no te levantes. Me voy a casa. Voy a olvidar que esto tuvo lugar alguna vez. Te sugiero que hagas lo mismo.

Sin darle la oportunidad de responder, se marchó con celeridad del bar. No respiró tranquila hasta no abrocharse el cinturón de seguridad y abandonar el aparcamiento del hotel.

De pronto, ese iba a convertirse en un largo fin de semana.


A la tarde siguiente, Riley estaba apoyada en la barandilla de la amplia terraza de Marcus Thornton y admiraba la vista espectacular de Lake Lanier. Construida en un extremo de una cala abrigada, la casa ofrecía vistas de las centelleantes aguas azul verdosas del extenso lago. El horizonte estaba moteado de velas coloridas, junto con casas flotantes, cruceros, fuerabordas y motos acuáticas.

Con los ojos protegidos por sus oscuras gafas de sol, comprobó con disimulo el grupo de pie en el muelle, conversando y disfrutando del sol; Marcus, que sostenía una jarra helada de cerveza, con el distinguido pelo plateado cubierto por una gorra de béisbol con el logo de Prestige, mientras el director financiero, Paul Stanfield, se daba el gusto de fumarse un puro y asentía a lo que fuera que le dijera Marcus.

Y Jackson Lange.

Vestido con un polo amarillo y unos pantalones de color caqui, el pelo oscuro brillando al sol, tenía un aspecto muy masculino. Apartó la vista del trío y fue hasta la nevera que había en un rincón en sombra, de la terraza para sacar un refresco.

Nada más quitarle la tapa, Gloria apareció en la terraza. Al verla, fue directamente hacia ella.

– Pareces un anuncio para unas fabulosas vacaciones tropicales -Riley admiró el vestido anaranjado con toques de amarillo, lima y turquesa.

– Gracias. Tú también estás preciosa -comentó al observar el vestido de color verde mar que le ceñía el torso y cuya falda se abría hasta llegar a las rodillas-. Ese color te sienta de maravilla.

– Gracias -decidió no compartir el hecho de que se había cambiado una docena de veces antes de salir de casa.

Gloria miró alrededor para asegurarse de que estaban, solas, luego se bajó las gafas dé sol sobre el puente de la nariz para mirar a Riley por encima del borde.

– ¿Y bien?

– ¿Y bien qué? -repuso con su voz más inocente.

Gloria entrecerró los ojos.

– Como tu mejor amiga, exijo conocer los detalles de tu cita con el Señor Magnífico.

Riley movió la cabeza.

– No te creerás lo que pasó.

Gloria se mostró preocupada y apoyó una mano en el brazo dé su amiga.

– Nada malo, espero.

– No, no, Pero la velada tomó un… giro muy inesperado.

– ¿Bueno o malo?

– Increíblemente inesperado.

– Lo creeré. Cuéntame.

– Resulta que el Señor Magnífico no es Otro que Jackson Lange.

Gloria parpadeó.

– No te creo.

Riley dejó escapar un sonido carente de humor.

– Te lo dije. Por desgracia, es cierto. Marcus lo invitó a pasar el fin de semana en Atlanta y decidió pasarse por la feria. Peor aún, no intercambiamos nombres hasta después de besarnos -los labios traidores le hormiguearon al recordar la boca y la lengua que exploraron las suyas.

Gloria emitió un sonido sospechosamente parecido a una risa ahogada.

– Sé que no es gracioso, pero, santo cielo, Riley, esto sólo podía pasarte a ti -la observó con curiosidad-. Bueno, ¿cómo fue el beso?

Se encogió de hombros.

– Agradable.

– ¿Sólo «agradable»?

– Mi entusiasmo se vio sensiblemente mermado cuando me reveló su nombre.

– Entonces, no te acostaste con él.

– No. No veía la hora de escapar -suspiró-. Y para colmo, está aquí -con la cabeza indicó el lago-. En el embarcadero, con Marcus y Paul.

– ¿De verdad? -Gloria se acercó a la barandilla y fingió admirar las vistas del lago.

Riley se unió a su amiga y notó que los tres hombres regresaban a la casa.

– Santo cielo -comentó Gloria-. Si es tan guapo desde lejos, sólo puedo pensar que debe de ser… increíble de cerca. ¿Has hablado ya con él?

– No. Estaba en el embarcadero con Marcus y Paul cuando yo llegué. Pero estoy preparada para enfrentarme a él. Quiero decir, el coqueteo o el beso no fueron para tanto.

– Mmmm. De acuerdo.

– No es el único chico que pueda llegar a encender mi mecha.

– Puedes apostarlo.

– No tendremos por qué volver a mencionar lo de la noche anterior.

– Cierto.

– No es que no podamos olvidarlo.

– Si tú lo dices.

– O que yaya a repetirse.

Gloria enarcó las cejas.

– ¿Intentas convencerme a mí… o a ti?

– No intento convencer a nadie. Sólo expongo los hechos. En lo referente a Jackson Lange, pienso ceñirme estrictamente al plan A… ser cordial, si es necesario mantener una conversación banal y permanecer alejada de él lo más posible. Simplemente, fingiré que no está presente.

Gloria miró a los hombres que se acercaban, suspiró y palmeó la mano de su amiga.

– Te deseo suerte con eso, Riley, de verdad. Pero creo que será mejor que pienses en un plan B, porque no te va a resultar fácil pasar por alto a ese bombón.

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