Capítulo 9

El fuego se había reducido a rescoldos. Bree estaba acurrucada entre los brazos de Simón con la mejilla apoyada sobre su pecho. Lánguidamente, con una cadencia hipnótica, le acariciaba los cabellos. Su mano era posesiva y tierna. Quizás intentaba tranquilizarla.

Por desgracia, ni siquiera un tranquilizante para caballos podía calmarla. La reacción se avecinaba, su corazón latía cada vez más rápido, como una montaña rusa que se lanzara traqueteando desde lo más alto.

El hacer el amor la había ganado por completo. Bree sabía que estaba solo. Sabía que había un aspecto sensual y emocional de su naturaleza que había estado recluido durante mucho tiempo en lo más hondo de Simón.

No se había dado cuenta de lo profundo de aquellas aguas tranquilas. Simón había vuelto a la vida por ella, con ella. Se había mostrado apasionado, exigente, capaz de colmar las más salvajes fantasías de una mujer, un ladrón de inhibiciones y un hombre capaz de dar. Bree nunca se había imaginado que un hombre fuera capaz de dar.

En ese momento comprendió la sensación de maravilla que había descubierto con él.

No estaba preparada para la ansiedad y los temores que crecían en su corazón mientras yacía entre sus brazos. Los síntomas eran inconfundibles. El sabor del miedo, los latidos cada vez más rápidos de su corazón, la sensación de presagio ominoso, como si se hubiera cruzado con un gato negro y tuviera que enfrentarse a las consecuencias.

Ya le había sucedido antes. Había amado a hombres que no le habían correspondido. Se había jurado a sí misma no volver a cruzar nunca esa frontera del sufrimiento. Y aquella vez era diferente sólo porque Simón había atrapado una zona vulnerable de su alma junto con su corazón. Pero el resto de la situación le resultaba dolorosamente familiar. Simón había necesitado a alguien pero ese tipo de necesidad sólo era temporal. La deseaba, pero la pasión no era amor.

– Bree, cariño…

En cuanto oyó la voz ronca de Simón cerró los ojos. Se zafó de su abrazo y se puso en pie como impulsada por un muelle.

– Calla amor. Te llevaré a la cama, Simón. Ya sé que es tarde y hace frío. Cuidaré de ti.

Incluso a sus propios oídos, su voz sobaba perdida y estúpida, como si no estuviera hablando con un sonámbulo. Simón se quedó completamente inmóvil. Sin embargo tenía que hacerlo.

Puso una rejilla delante del hogar y buscó sus ropas. Sonrió. Estaban hechas un lío detrás de una silla, donde él las había arrojado. Si Simón tenía alguna duda sobre su carácter desapasionado…

Quiso seguir sonriendo pero no pudo. Recogió la ropa consciente de que la estaba observando. Sentía su mirada en la carne como si fuera un taladro. Empezó a hablar deliberadamente.

– Ya sé que por la mañana no te acordarás de nada, «cher», pero tampoco quiero que desarrolles una ansiedad subconsciente. He estado tomando la píldora durante meses. No porque esperara necesitarla. Mi menstruación se ha alterado con los viajes. Fui a ver al médico y me aconsejó un ciclo de seis meses tomando la píldora para ver si se regulaba.

«Estúpida, estúpida, estúpida».

Simón no se había movido pero ella sentía que le faltaban las fuerzas. La estudiaba con unos ojos oscuros y fantasmales.

Bree sabía que estaba despierto. Lo había sabido en el mismo momento en que había aparecido en el salón. Sus besos de sonámbulo siempre la habían hecho sentirse segura. Sin embargo, aquella noche había barrido con sus primeros besos cualquier sentimiento de seguridad para encender un fuego inextinguible. Siempre había imaginado que era un amante mucho más peligroso que su alter ego. Un momento antes de que hicieran el amor, Simón pareció haber pensado que quizá ella había confundido a sus amantes. Se había detenido. Había intentado decírselo.

Ella no le había dejado. Su respuesta había sido instintiva y ciega. Ese instinto ejercía toda su fuerza dentro de ella en aquel mismo instante.

Bree echó un vistazo que abarcó todo el salón antes de acercarse descalza a Simón. Fijó los ojos en su garganta, en su boca, en cualquier parte menos en sus ojos.

– De acuerdo, amor. La habitación está justo como estaba antes. Mañana no tendrás que preocuparte de que haya sucedido algo, «cher». Dame la mano y te guiaré a tu cuarto.

Simón todavía no se había movido ni había dejado de mirarla. No entendía lo que estaba haciendo pero parecía presentir lo destrozada que estaba.

A Bree no le cabía duda de que, si lo pensaba, se daría cuenta de que la situación sería mucho más sencilla si los dos fingían que nada había sucedido. Otra gente podía hacerlo y ellos estaban obligados a intentarlo. El problema del sonambulismo les brindaba una excusa única. Jekyll nunca recordaba lo que había hecho Mr. Hyde. Todo lo que Simón tenía que hacer era seguirle la corriente y todo sería normal por la mañana.

La idea era extraña y estúpida. Sin embargo, Bree trataba de convencerse desesperadamente de que no. Al día siguiente descubrirían que el mundo no había cambiado porque hubieran hecho el amor. Pronto tendría que marcharse de allí. Sólo porque ella se había enamorado no podía pensar que el le correspondiera.

Se lo imaginaba tratando de asumir el conflicto emocional de admitir que no deseaba una relación estable y permanente. Se conocía de sobra aquella letanía. Si sufría, si tenía que aguantar con el corazón destrozado, ella misma se lo había buscado.

«Pero, ¡maldita sea, Simón!, me romperás aún más el corazón si me dices que sólo soy un corto y dulce encuentro».

No podía llegar a suceder. Quizá la idea fuera estúpida pero evitaría que los dos resultasen heridos.

– Espera, Simón. Me he olvidado de encender la luz para que no tropecemos en las escaleras.

Cuando encendió las luces, vio aliviada que Simón se había puesto en pie. Aceptaba el juego. Bree lo cogió la mano. Todo lo que tenía que hacer era subir las escaleras.

Pero había cantado victoria demasiado pronto. Simón le levantó la mano en vez de cogérsela.

– Tenemos que subir, «cher». Es muy tarde.

Simón descubrió los nervios que la invadían, el pulso agitado en la vena de la muñeca. Como si de pronto entendiera que era el miedo lo que la impulsaba a actuar de esa manera, soltó su mano.

– No tienes de qué preocuparte. Mañana lo único que recordarás será haber dormido como un tronco.

Simón le puso la mano en la barbilla obligándose a alzar la cabeza. Sus ojos la miraron con una fiera intensidad que poco tenía de fantasmal. Y entonces, su boca buscó la suya.

Era una manera infernal de hacerla callar. Su beso fue tan dulce, tan tierno que Bree sintió lágrimas en los ojos.

Después, Simón la tomó de la mano y la condujo escaleras arriba.

A su cuarto.

A su cama.


– Ya está -dijo Simón dejando el guante de baño a un lado y quitando el tapón de la bañera.

– Muy bien -aprobó Jessica-. Odio bañarme.

Sonriendo, Simón la cubrió con una toalla mientras escuchaba a medias su charla incesante. Quería que le leyera un cuento antes de ir a la cama. Simón consintió. Jess quería dejarse el pelo tan largo como el de Bree. Simón consintió. Si en aquel momento Jess le hubiera pedido la luna le habría contestado con un sí distraído.

Jess dejó caer la toalla y fue a su cuarto desnuda. Simón la siguió acostumbrado al ritual de las niñas para irse a la cama. Era el ritual de las mujeres lo que le tenía aturdido.

Llevaba tres noches viviendo el sueño de todo soltero. Sexo libre con una mujer dispuesta y apasionada. Sin lazos, sin compromisos, sin complicaciones. Y la chica fingía que no había pasado nada. Un hombre nunca lo había tenido más fácil.

Eso suponiendo que un hombre quisiera sexo gratis y sin complicaciones. Pero suponiendo que ese hombre quisiera poner un anillo en el dedo de esa chica y deseara todas las complicaciones, la situación se hacía infernal.

Simón buscó en la biblioteca de Jess alguno de sus libros favoritos. Por alguna ironía del destino sus ojos se posaron sobre «Una pesadilla en mi armario».

El sonambulismo siempre había sido su pesadilla particular. Estaba empezando a pensar que Bree usaba su sonambulismo para poder escapar por la puerta fácil. Quería la fantasía, no al hombre real. Estaba dispuesta a tener una aventura pero no quería saber nada de compromisos. Después de todo, ¿por qué habría de quererlos? Él era un hombre que tenía mucho que aprender respecto a expresar sus emociones. Un hombre que llevaba tanto tiempo encerrado en sí mismo que tenía mucho que aprender a cerca de las necesidades de una mujer en una relación amorosa.

– ¿Papá?

No se trataba de que Simón no estuviera dispuesto a lanzarse a un abismo de inseguridades masculinas. Siempre que consideraba el problema metódicamente llegaba a la conclusión de que algo fallaba y ese algo se le escapaba. Cada vez que trataba de hablar con Bree afloraba a sus ojos una expresión de pánico y de fragilidad que le hacía desistir.

Simón podía entender que estaba asustada. Demasiados le habían dicho que la querían y había mentido. Bree tenía ampollas y heridas sin cicatrizar en su confianza en los hombres.

– ¡Papá!

Había llegado a pensar en sentarse sobre el pecho de Bree y hacerle tragar coñac con un embudo hasta que le hablara. Pero no hubiera servido para nada. Aunque la farsa del sonámbulo iba en contra de su ética y de su sentido del honor, sabía por instinto que nunca se ganaría su confianza hablando.

Tenía que actuar y también tenía que demostrarle que estaban cambiando, que crecía con ella. Quizá se había propasado con el ramillete de flores silvestres hacía dos noches. Quizá se había propasado con el aceite infantil la noche anterior.

Sin embargo, tenía la impresión de estar avanzando. Sabía, por instinto también, que su arma más poderosa eran las noches porque, en la oscuridad, todas las barreras caían. Era en la oscuridad cuando Bree se mostraba más vulnerable, más indefensa y más sincera. Cada noche había sido una inolvidable explosión de deseo y emociones. ¿Cómo podía entregarse tan enteramente a él si no lo amaba?

Simón no podía perder a su gitana. No quería acorralarla, ni atarla, ni secar su espíritu libre. Sólo quería amarla y proteger todo lo que era frágil y especial en ella. Bree era lo mejor que le había sucedido en toda su vida. No podía perderla. Lo que más le preocupaba era el tiempo, necesitaba más tiempo.

Una almohada voló por los aires y le dio en la cabeza. Sorprendido, se dio la vuelta para ver lo que sucedía sólo para recibir otra en pleno rostro.

– Papá, estoy enfadada. ¡No has escuchado nada de lo que te he dicho!

Su hija tenía razón. No la había escuchado. Y era debido a Bree, que una nueva concepción sobre cómo amar a su hija. El auténtico amor siempre era serio. Sin embargo el auténtico amor es inagotable y está lleno de alegría.

Se agachó a recoger una almohada y, pedante como un juez, comenzó otro sermón.

– Eso esta mal, tirar almohadas es una idea muy mala.

– ¿De verdad?

– Claro. Las trifulcas y el juego sucio siempre acaban en problemas. Me parece que necesitas una lección de juicio y muy crítica.

Cuando la almohada aterrizó sobre su cabecita, Jess rompió en carcajadas.

Bree salió de la ducha y oyó un escándalo increíble en el piso de arriba. Había ruidos, gritos y aullidos. Con la toalla en la cabeza voló sobre los escalones subiéndolos de dos en dos.

Se quedó paralizada en la puerta de la habitación de Jess. Una nube de plumas más espesa que la nieve flotaba por todo el cuarto. Todo estaba tirado y revuelto, las ropas, los juguetes, las lámparas. Simón y Jess estaban tirados en la cama riendo con lágrimas en los ojos. El corazón le dio un vuelco sin poder evitarlo. Simón todavía tenía un poco de niño en su interior aunque Bree había creído que nunca llegaría a encontrarlo.

«Courtland, no puedes imaginarte lo mucho que te quiero».

– ¡Oh, no! -exclamó Jess dándole un codazo a su padre-. Creo que te la has cargado, papá.

Bree se llevó las manos a las caderas y compuso la expresión más furiosa que pudo.

– Es increíble. ¡Qué vergüenza! ¿Os dais cuenta del trabajo que voy a tener para limpiar todo esto? Nunca en mi vida había visto un desastre tan…

Una almohada salió disparada desde la cama dejando una estela de plumas por toda la habitación para ir a estrellarse contra su cara. Había sido arrojada por el diablillo de uno noventa que se reía abrazado a su hija.

A las once de la noche el mismo diablillo reapareció en su habitación de la torre. Medio rezando para que no apareciera, medio deseando que lo hiciera, Bree se había puesto el sujetador, unas braguitas y un camisón que se abotonaba hasta el cuello.

No hubo ni plumas ni alboroto en su habitación, aunque Simón había llevado un juguete. Lo oyó dejarlo en el suelo pero no se dio cuenta de que era un cassete hasta que lo puso en marcha.

Simón la cogió de las manos y la obligó a salir de la cama antes de que ella pudiera reconocer la música. Era la banda sonora de «Dirty Dancing».

Simón se echó sus brazos al cuello y la atrajo hacia sí. Ella intentó resistirse pero sabía que era imposible. Se movieron en la oscuridad a medias bailando y a medias haciendo el amor al ritmo de la música sensual. Ella lo había soñado. Había soñado bailar en la oscuridad, no con el Courtland de la vigilia ni tampoco con su fantasma nocturno, sino con la mezcla de los dos, con el hombre que podía ser.

Al rato, su camisón cayó al suelo. La ropa interior sufrió la misma suerte. Siguieron bailando desnudos, acariciándose, excitándose hasta que ninguno de los dos pudo soportarlo.

Bree se abrazó desesperadamente a él cuando la tumbó sobre la cama. Cada sonido, cada textura tenía su nombre en la oscuridad. Después del clímax, cuando yacía trémula y satisfecha entre sus brazos le oyó susurrar.

– Bree.

– ¡Ssst!

Todas las noches intentaba hablar con ella. La respuesta era siempre la misma. No quería pedirle nada más. No quería que se pronunciaran ni palabras ni promesas de amor.

En esa noche en especial le dolía. Siempre había querido ser sincera con él pero sabía que no lo podía entender. Simón no tenía que vivir con lo que ella había pasado. En todas aquellas malditas ocasiones, había confundido necesidad con amor.

Delante de sus ojos, Simón estaba redescubriendo la alegría, la vida, la pasión. Irónicamente era lo que más le afectaba. Cuando más placenteras fueran sus noches más dolorosa sería la verdad. En cualquier momento, Simón se daría cuenta de lo que ella ya sabía, cuanto más cambiara menos la necesitaría.


– ¿Estás segura de que voy a estar guapa?

– Muy segura.

Para Bree era difícil hablar con un peine en la boca, pero más difícil era trenzarle un moño fuera de la casa en una tarde ventosa. Una y otra vez, mojaba el peine, humedecía el pelo y seguía trenzando.

– ¿Tiene que ser el pelo muy largo para que quede bonito?

– Esa es una pregunta que las mujeres nos hemos hecho desde el comienzo de los tiempos. Yo creo que en tu caso no será mucho.

– Es que estoy cansada.

Bree no se atrevió a reírse. Hacerle un peinado tan complicado a una niña de cuatro años era un verdadero acto de amor dado la brevedad de su duración.

Aquella mañana había salvado a un Simón que gruñía cuando la pantalla de su ordenador se había quedado en blanco. Estaba sonriente, radiante porque había encontrado la solución a su problema de ingeniería. Pero por desgracia había pulsado el botón incorrecto.

Bree había salvado la situación con una sonrisa.

– Me habías jurado que no sabías nada de ordenadores ni de negocios -la había acusado él.

Otro acto de amor. Bree los atesoraba para cuando llegara la desesperación. Intentaba no pensar en los pocos días que le quedaban para marcharse. Intentaba saborear cada segundo.

Se fraguaba una tormenta, notaba el sabor del aire en la boca. El viento soplaba sobre los arbustos que parecían más grandes y verdes que el día anterior. Las colinas erosionadas surgían ante la vista con colores metálicos y terrosos. Allí había espacio para que respirara el alma, libertad para que una mujer creciera y trabajara a su propio modo.

Bree suspiró. ¿Cómo podía marcharse? ¿Cómo podría dejar a Simón? Sus preguntas no tenían respuestas fáciles.

– Oye, Bree. He sido todo lo buena que he podido pero llevo sentada aquí un millón de horas. ¿No has acabado?

«¿Cómo vas a dejarla?», se preguntó.

– ¡Vaya! ¿Es esta la misma niña que me ha suplicado que la peinara? Sólo falta un minuto. Trabajo lo más deprisa que puedo.

– ¡Oh, no!

– ¡Oh, no! ¿Qué?

– ¡Oh, no! Ahí viene mi mamá. Viene a por mí, Bree.

Bree sujetó la trenza con una goma y se levantó. Se acercaba una ranchera blanca.

– No puedo ser tu mamá. Aún faltan muchos días. Además, no ha llamado. Aunque hubiera vuelto de sus vacaciones antes de lo que pensaba habría llamado.

No pudo seguir hablando. Se le formó un nudo en la garganta cuando el coche se detuvo y descendió una mujer rubia y alta.

«Todavía no. Por favor, Liz. Necesito unos pocos días más. Por favor».

– ¡Cachito! -gritó la mujer desvaneciendo toda sombra de duda.

Por un momento, Jess pareció debatirse entre la ansiedad y la alegría. Pero, al final, bajó corriendo los escalones para arrojarse a los brazos de su madre.

Liz era casi tan alta como Simón. Tenía un porte regio digno de una escultura. Llevaba una camisa de color crema y unos vaqueros oscuros. Estaban algo arrugados por el viaje pero parecían hechos a su medida.

«Poderoso caballero…», pensó Bree.

Quizá Liz no tuviera dinero pero aparentaba tenerlo. Pasaron unos minutos antes de que Liz alzara la mirada y la viera.

– Mamá, esta es Bree.

– Ya lo suponía -dijo Liz yendo hacia ella con la mano extendida-. Simón me habló de ti cuando le llamé. Me alegro de conocerte.

Ni la pose ni su belleza clásica podían ocultar unos dedos temblorosos. Liz estaba nerviosa. Bree vio las líneas de la tensión en su rostro cuando intentó sonreír.

Bree había estado predispuesta en contra de Liz. Aunque la había admirado como madre, su lealtad estaba del lado de Simón. Ella le había utilizado para luego tirarlo por la borda. Pero no iba a resultar tan simple. Se descubrió a sí misma simpatizando con aquella mujer.

No era una persona fría que usara a la gente, era una mujer desamparada. Sabía que su llegada significaba el comienzo de la cuenta atrás para su partida pero se sentía incapaz de culparla. Liz tenía bastante con sus propios problemas.

– Pasemos dentro -invitó Bree-. Le diré a Simón que estás aquí.

– Quizá se enfade. Debería haber llamado.

– No se enfadará -le aseguró Bree.

– No quiero molestarte…

– No molestas a nadie. A todos nos encanta que hayas venido. Te prepararé un poco de té helado. Debes tener sed.

Simón apareció por las escaleras frunciendo el ceño.

– Bree, ¿qué sucede?

Liz enderezó los hombros con mucho cuidado.

– Hola, Simón.

– Liz.

Bree tuvo la sensación de que Simón quería que desapareciera y lo dejara a solas con Liz. Estaba sucediendo algo que ella no entendía pero no era el momento de pedir explicaciones.

– ¿Qué tal si preparo algo de beber para todos? Estoy segura de que Jess se muere de ganas de enseñarle la casa a su mamá. Quizá luego os dejamos solos mientras preparamos la cena.

Una hora después, Bree tenía a Jessica sobre una silla, limpiando lechuga en el fregadero. Era su trabajo preferido. Bree trataba de idear un menú que girara en torno a la ensalada. ¿Ternera empanada? ¿Pasta? ¿Tendría tiempo para hacer una tarta de mandarina? ¿Habría algún libro que especificara cómo había que servir a una ex esposa?

Observó a Jessica. La pobre niña estaba muy tensa. No dejaba de mirar hacia la puerta mientras limpiaba las hojas de lechuga con dedos nerviosos. Sabía que sus padres estaban hablando, que su madre había ido a llevársela.

Las nubes se habían espesado tanto que la cocina se había transformado en una habitación triste y oscura. Acababa de encender la luz cuando entró Liz pálida como la ceniza.

– ¡Hola, Cachito! Tu papá me ha contado lo bien que te lo has pasado. ¿Te gusta estar aquí?

– Me encanta, mamá.

Liz le sonrió a su hija pero a Bree no se le escapó el dolor que había en aquella sonrisa.

– Tu papá dice que te gustaría quedarte.

– ¡Sí, mamá!

– ¡Ah! Eso está muy bien. Si quieres puedes quedarte. Por ahora. No para siempre sino por ahora, ¿de acuerdo?

Era lo que Jess había esperado. No obstante, durante una décima de segundo, la pequeña miró a Bree con expresión desesperada. Bree la vio pero en esos momentos estaba pensando en que Simón había presentado batalla por su hija.

– Si crees que para mí resulta fácil dejarla estás muy equivocada.

Bree se dio cuenta de que se había quedado absorta en sus pensamientos. La niña había desaparecido y se hallaba en la cocina a solas con la ex mujer de Simón.

– Liz, nunca he dudado de lo mucho que quieres a Jess.

– Siempre ha preferido a su padre. Cuando era un bebé, Simón sólo tenía que entrar en su cuarto para que ella dejara de llorar. Son almas gemelas. Hace seis meses me levantó de madrugada y me hizo llamarle. Había tenido un accidente de circulación, no había resultado herido pero era como si ella lo supiera.

Liz miró por la ventana la formación de la tormenta y sacudió la cabeza.

– Hace unas semanas se obsesionó con la idea de estar con su padre. Nunca sé qué hacer. ¿Cómo puede una niña tan pequeña ser tan cabezota? Si de verdad quiere vivir con su padre en vez de conmigo…

– Si te sientes culpable me parece que no hay necesidad. Cuando yo era niña mis preferencias se alternaban de papá a mamá con la misma rapidez que cambia el viento. Quizá Jess esté en una época en la que necesite a Simón pero eso no quiere decir que te quiera menos.

Liz cruzó los brazos sobre el pecho.

– ¿De verdad lo crees?

– No lo creo, lo sé.

– Me preocupa mucho que sea por algo que yo haya hecho. Temo haberle fallado como madre.

– ¡Por el amor de Dios! Liz, serénate y echa un vistazo. Jess es un diablillo maravilloso, brillante, inteligente, maliciosa, con un corazón más grande que esta casa. ¿A eso le llamas haber fallado?

– Bree -dijo Liz con una expresión diferente en sus ojos.

– Sí, dime.

– No es difícil entender por qué mi hija piensa que eres algo muy especial. Simón también lo cree. No sé lo que le habrás hecho pero es un hombre completamente distinto.

– ¿Distinto?

– Nunca había hablado con él como esta tarde. Normalmente solucionamos los asuntos pendientes y al final me pregunta si necesitaba dinero. Eso era todo. Dos extraños podrían mantener la misma conversación.

Bree no sabía lo que decir. La situación era bastante incómoda.

– No era diferente cuando estábamos casados. Era bueno y considerado conmigo. Cuando lo conocí me enamoré en seguida. Era muy atractivo y seguro de sí mismo. Había llegado muy alto a pesar de ser tan joven. Nunca había conocido a nadie que fuera tan fuerte. Sabía que era reservado pero pensé que con el tiempo acabaría abriéndose hacia mí. Nunca llegué a tocarle, nunca llegué a su interior, no de una manera importante. Tú sí.

– Escucha, Liz…

– Ya sé. Es una conversación un tanto extraña y no esperabas oír esto de su ex esposa. Pero, yo mejor que nadie, estoy en posición de saber que te necesita.

Liz sonrió sinceramente y cambió de tema.

– Parece que va a haber una buena tormenta. Será mejor que me vaya pero quisiera ver a Jess antes.

Bree necesitaba moverse. Cortó todo lo que encontró a mano para la ensalada. Puso a hervir el agua para la pasta y empapó la ternera suficiente como para alimentar a todo un regimiento. Pero seguía escuchando las palabras de Liz.

«Nunca llegué a tocarle, nunca llegué a su interior, no de una manera importante. Tú sí».

La tormenta había estallado en la lejanía pero en los alrededores ni siquiera había empezado a llover. La cocina se llenó de olores familiares pero Bree seguía inquieta. Quería creer en las palabras de Liz pero no se atrevía.

La verdad estaba ante sus ojos. Simón se encontraba perfectamente. En las últimas semanas había revalorado todo lo que le era importante y estaba cambiando hacia unas actitudes mucho más saludables. Sus noches eran un ejemplo. La alegría durante el día era otro. Y aquella misma tarde había presentado batalla para quedarse más tiempo con Jess, otra señal de que sus prioridades habían cambiado, de que había decidido conseguir lo que era más importante en su vida.

«Simón ya no te necesita, Reynaud».

Hasta que no levantó la vista del horno no se dio cuenta de que él estaba en la puerta. Su aspecto era elocuente, había cambiado. La primera vez que lo había visto sus ojos eran como espejos metálicos, fríos y dominantes.

La dureza había desaparecido sustituida por una fuerza diferente. Había vuelto a la vida, estaba lleno de determinación y de fuerza. Mientras se acercaba a ella, Bree tuvo la impresión de que sería capaz de mover montañas.

En aquel momento no se imaginó que ella era la montaña que él quería mover.

– ¿Se ha ido ya Liz?

– Hace un buen rato. Llevo diez minutos observándote. ¿Viene a cenar un regimiento?

– Quizá me haya pasado en las cantidades…

Bree contuvo el aliento cuando él le puso las manos en los hombros. Simón había llegado a conocer su cuerpo mucho mejor que ella misma. En seguida encontró el punto de tensión en su espalda.

– Estás agotada, lo cual es normal. Has estado ocupándote de mí, de Jess y hasta de Liz. Tenemos que hablar, Reynaud.

El masaje le impedía pensar. La voz de Simón era aterciopelada y acariciante, se le metía en los huesos como todas las promesas en las que quería creer.

– ¿Hablar?

– Eres una experta cuidando de la gente pero un desastre hablando. Una vez me sermoneaste al respecto. Lo que ocurre es que has olvidado curarte con tu propia medicina.

– Simón…

– Después de cenar, cuando Jess esté durmiendo. Vamos a mantener una charla sobre ti y lo que quieres. Llevaré una botella de vino a la habitación de la torre. Nos hemos comunicado estupendamente bien allí, Bree. Me vas a decir de qué estás tan asustada aunque tengas que beberte toda la botella.

El corazón le latía enloquecido. El juego había terminado, la farsa había concluido. Tendría que haber imaginado que Simón no dejaría que durara siempre. No sabía si sentirse aliviada o asustada.

De repente, se le helaron las manos mientras los escalofríos recorrían su espina dorsal. Sintió miedo, pero no por tener que hablar con Simón. Era un nudo de ansiedad, premonitorio, abrasivo.

– Simón, ¿dónde está Jess?

Las manos de Simón se crisparon sobre sus hombros. Su voz rezumaba impaciencia.

– Estaba arriba hablando con su madre hasta que Liz se marchó. Supongo que seguirá allí. ¡Maldita sea! No sigas, Bree. Lo he dejado correr porque suponía que necesitabas tiempo para aprender a confiar en mí. Tenemos que hablar y de nada van a servirte las evasivas o las excusas.

Bree se dio la vuelta. No podía quitarse de la cabeza la expresión desesperada de Jessica cuando había hablado con su madre.

– Creo que deberíamos buscar a la niña.

– ¿Por qué?

Sabía que no era una buena respuesta pero no tenía otra.

– Porque algo anda mal.

Vio que Simón se tensaba. Sus ojos se entornaron. Le había herido. Pensaba que le estaba cerrando la puerta, que no era sincera con él.

– No es una excusa -se apresuró a añadir-. Por favor, Simón. Busquémosla.

Simón la siguió de mala gana al principio. No tardaron mucho en darse cuenta de que Jessica no estaba arriba en su cuarto. No estaba en la casa.

Cuando volvieron a reunirse en el salón principal llovía a cántaros. Las luces parpadearon con los primeros relámpagos. Bree recordaba demasiado bien cómo eran las tormentas en aquella tierra. La oscuridad podía hacerse en un minuto y a pleno día. Las inundaciones de las barrancas y las ramblas eran cuestión de segundos.

No había sitios seguros en las Tierras Malas, no para una niña de cuatro años.

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