– Me siento en la obligación de prevenirte, Reynaud. Esa es una apertura peligrosa.
– Sí, Simón.
– Tienes un maravilloso instinto para el ajedrez, pero no planeas las jugadas. Si te organizaras, si consideraras los movimientos de antemano…
– Sí, Simón.
Bree acabó de pintarse la última uña de un rojo escarlata y cerró el bote de laca. El esmalte se secaría antes de que Simón moviera una pieza.
Eran las diez de la noche y la casa estaba totalmente a oscuras excepto su rincón privado en el salón. Bree había sacado un antiguo tablero de mármol y lo había colocado junto a la chimenea. Las llamas amarillas danzaban y siseaban en el hogar. La única luz era un globo color rubí que colgaba cerca del sillón donde estaban Simón.
Habían pintado las paredes de color marfil y ya no había cascotes. Las cortinas de terciopelo, el brillo del piano en un rincón, la alfombra oriental, todo contribuía a darle al ambiente un toque de romanticismo. Por supuesto, Bree sabía que él no se había dado cuenta.
Simón había encendido el fuego para comprobar el tiro de la chimenea. Las luces eran tenues para ahorrar electricidad y su único motivo para jugar al ajedrez era ponerla nerviosa.
Su cara reflejaba la luz rubí de la lámpara. Los rasgos fuertes y los ojos profundos tenían la misma expresión que el tallado de la pieza del rey de las blancas. Simón movió cautelosamente un peón.
Ella deslizó su alfil hasta el otro extremo del tablero. Simón le miró con una pena severa mientras metódicamente se subía las mangas.
– Será mejor que tomes un sorbo de tu jerez -le advirtió-. Esto te va a doler.
– Eso es lo que tú dices -se burló ella.
Normalmente le ganaba. Simón era un jugador diez veces superior, pero se quedaba paralizado ante sus jugadas inverosímiles. Siempre pensaba que ella tenía una razón estratégica que requería un análisis defensivo por su parte, lo que jamás era cierto. Bree jugaba por el gusto de hacerlo pero aquella noche estaba distraída, con un humor melancólico e intranquilo.
Se lo habían pasado muy bien aquella tarde, sin embargo, Simón había vuelto a encerrarse en sí mismo mientras volvían a la casa. Bree conocía el motivo. Había estado a punto de besarla en el cerro, pero Jessica había aparecido en el momento cumbre. Simón se había retirado más envarado que un poste telefónico y así había permanecido.
Un casi beso era como estar a punto de ganar una elección. Lo que no llegaba a suceder era humo en el viento. La diferencia era que había sido Simón el que había estado al borde de besarla y no su fantasma nocturno. La atmósfera en el cerro se había cargado de chispas eléctricas. Simón, un hombre que se consideraba carente de pasión y era capaz de generar más calor que el mismo sol. Bree estaba confusa. Quería saber cómo habría sido aquel beso y al mismo tiempo prefería ignorarlo. Quería saber lo que Simón había sentido en aquel momento pero tenía miedo de averiguarlo.
Se obligó a sí misma a beber un sorbo de jerez y a pensar en otra cosa.
– ¿Has logrado localizar a tus padres después de cenar?
Ahí había una oportunidad. Era una conversación tópica y segura.
– Habían salido a cenar pero he podido hablar con Stephan, mi hermano mayor.
Simón ya había notado que llamaba a su familia dos veces por semana. Se habrían preocupado si hubiera dejado de hacerlo.
– Me ha dicho que están todos bien.
– ¿Quieren que vuelvas?
– Las familias suelen tener la tendencia de querer recoger a sus hijos pródigos -contestó ella secamente.
– ¿Volverás con ellos cuando te vayas de aquí?
La pregunta era tópica. Simón tenía los ojos fijos en el tablero, pero a ella se le hizo un nudo en el estómago. Faltaban pocos días para que los obreros terminaran con la casa. Poco después, aparecería Liz para recoger a su hija. Entonces ella se quedaría sin excusas para quedarse cerca de Simón.
– No estás prestando atención -le regañó él-. No es posible que quieras dejar tu torre ahí, querida. Has dejado la reina completamente desprotegida.
– Olvidas que es la pieza más fuerte del tablero, «cher». Sabe cuidar de sí misma.
– ¿En serio lo crees?
Simón movió un caballo. Luego se inclinó para volver a llenar su copa de jerez.
– Tienes la muy mala costumbre de correr unos riesgos enormes con tu reina.
– Tal como yo concibo el juego, ese es precisamente su trabajo, correr riesgos. El ajedrez es un juego en que el rey es la pieza más débil y la reina la más fuerte. Su misión es utilizar su fuerza para hacer lo imposible y protegerle.
– En teoría es cierto. La realidad es que ha de calibrar cuidadosamente los riesgos que corre porque si el rey pierde su reina el juego está perdido. Ella necesita cuidarse muy bien, ser muy cautelosa. Y no has contestado a mi pregunta.
– ¿Qué pregunta?
Bree se dijo que tenía la extraña sensación de que Simón no había estado hablando del rey y la reina del ajedrez.
– Te he preguntado si pensabas volver con tu familia.
– Los echo mucho de menos, los quiero mucho pero mi casa no está en Louisiana. Ya no.
– Te has cansado de viajar, Bree -dijo él con tranquilidad.
Un leño cayó. Un torrente de chispas subió crepitando por el tiro de la chimenea. Siguieron jugando en silencio. El comentario de Simón había sido una invitación a la comunicación, no a una charla banal. No era la primera vez que se ofrecía a escucharla pero sí era la primera vez que Bree pensaba que las puertas estaban abiertas en ambos sentidos. Siempre que aceptara correr el riesgo.
Recogió las piernas debajo de su cuerpo y se inclinó sobre el tablero.
– He tenido tres -dijo como por casualidad.
– ¿Tres qué?
– Tres amantes. Aunque no sé si técnicamente habría que incluir al primero en esa categoría. Hubo un pelirrojo cuando yo tenía dieciséis años. Una incursión en la más auténtica estupidez. Era un chico de los bajos fondos y me daba lástima. Cuatro años más tarde hubo un estudiante de medicina. El señor Medicina quería algo más que un compromiso emocional. También fue una estupidez. Supongo que necesitaba a alguien y yo estaba disponible.
Su tono nunca había sido tan casual pero no levantó la vista del tablero.
– Dos años más tarde me enamoré de un directivo de la empresa para la que trabajaba. Tengo que admitir que me enamoré perdidamente. Llegué a creer que íbamos a intercambiar anillos y a tener una casa y a hablar de niños. Sucedió que Matthew seguía viendo a su mujer, a su ex mujer, debería decir. Matthew debía ser un cachorro cansado porque se las arregló para dejarla embarazada mientras estaba…
Simón soltó un grueso taco.
– Cariño, no debí preguntártelo…
– Juega, Courtland -dijo ella sin levantar la mirada, no quería saber cuál era su expresión-. Sé que no deberías haberlo preguntado. Ha sido estrictamente un acto voluntario. Y tienes razón, estoy harta de viajar. Como ya habías adivinado, no llevo este tipo de vida sólo por el ansia de viajar. Tampoco es culpa de los hombres. Soy yo. Todo el mundo se equivoca una vez pero una segunda ya no es tan excusable. Y tres veces es para pensárselo. Quería romper esa pauta de comportamiento.
– Bree…
Ella nunca había visto que Simón perdiera interés por la partida. Bree tenía la reina libre para destrozarle el juego.
– Tenía la esperanza de que si confesaba tú también podrías descargarte.
– ¿Descargarme?
– No creo que hables con nadie. No de lo que de verdad te importa. Todo el mundo recurre a ti con algún problema. Tu escuchas, te responsabilizas, te preocupas, lo arreglas, pero nunca hablas, Courtland. ¿Cuándo te das la oportunidad de descargarte? Hay muchas cosas. Por ejemplo qué sentías por tu padre o cómo estabas tras el divorcio, los sueños, las necesidades, los temores más íntimos. A mí no me extraña que seas sonámbulo porque…
– Reynaud.
– ¿Sí?
– Te has comido mi caballo.
– Sí.
– ¡Te has comido mi caballo!
– Claro y vigila tu rey. Creo que te darás cuenta de que estás acorralado.
Pero estaba equivocada. Recibió un beso en la mejilla. El beso de felicitación de un hermano al que le había ganado la partida. Podía haber dado jaque al rey de las blancas pero el hombre de carne y hueso era otra cosa. Simón brindó por su victoria, sin embargo, la conversación había languidecido definitivamente. Antes de que transcurriera un cuarto de hora, Bree había recogido las piezas. Simón le deseó buenas noches y desapareció escaleras arriba.
Bree pensó tristemente que le había faltado tiempo para poner distancia entre él y aquella entrometida que había invadido su casa. No tenía sueño. Volvió a llenar su copa de jerez y cogió un libro del gabinete. Se dijo que la rápida retirada de Simón era un buen presagio. Si se hubiera abierto, si realmente hubiera hablado con ella, sus sentimientos por él se habían ahondado.
Cada vez que estaba cerca de él se le aceleraba el pulso. En parte era lujuria saludable, la reacción ante el hombre que amaba, pero también había un matiz de miedo y desmayo. Estaba asustada. Admitir que quería a Simón era diferente a admitir que quería a su fantasma nocturno. El hombre de carne y hueso era mucho más incitante, más fascinante y muchísimo más peligroso.
Se agachó junto al fuego para echar otro leño. Por un momento, se quedó mirando hipnotizada cómo las llamas se alzaban para envolver a su nueva presa. Así era como se había sentido ella en todas las relaciones que había mantenido, como una presa. Sólo hacía falta que un hombre la necesitara para que ella le abriera su corazón. Él tomaba lo que ella tenía que ofrecer y dejaba un paisaje de ruinas en su retirada.
El miedo a repetir aquella vieja pauta de conducta la atenazaba, la situación se parecía demasiado a su pasado. Simón había necesitado ayuda. Ella se la había brindado día a día. Viviendo con él había asistido a la metamorfosis de un hombre que volvía a ser él mismo, que cambiaba, que volvía a abrir su corazón a las cosas que una vez le habían importado. Y ella se había enamorado tan profundamente. Nunca había encontrado un alma tan gemela, un hombre que la conmovía a tantos niveles diferentes…
«¿Tan altas han subido las apuestas, Reynaud?».
«Sí».
«Ha hablado de que te vayas. ¿Suena eso como un hombre que quiere compartir el futuro contigo?».
«No».
«No lo hagas, «diere».
Una voz interior le decía que no siguiera adelante. Ya no se trataba de cometer otra estupidez. Se trataba de perder su maldito corazón y para siempre.
Bree se tumbó sobre la alfombra con su copa de jerez y el libro. Abrió el volumen y se dio cuenta de que había escogido un tratado de geología de las Tierras Malas que había pertenecido al tío Fee.
Si no podía aburrirla hasta que se relajara, nada en el mundo lo conseguiría.
Pasaron los minutos, luego media hora que se convirtió en una hora completa. El reloj anunció la hora, las sombras se espesaron. El fuego crepitaba y siseaba mientras se reducía a brasas incandescentes. El libro no era tan tedioso como había pensado una vez que se concentraba en su lectura.
Pasó otra pagina, alargó la mano para coger la copa de jerez y sintió un cosquilleo en la espina dorsal. Levantó la cabeza y sintió que el corazón le daba un vuelco, le zozobraba en el pecho súbitamente hueco.
«¡Oh, no! ¡Simón, no puedes hacerme esto! ¡Esta noche no podré soportarlo!».
Pero Simón ya caminaba hacia ella, no el Courtland abotonado y estirado que había jugado al ajedrez con ella sino el Simón incitante, su merodeador nocturno.
– Simón, vuelve a la cama -dijo ella haciendo un esfuerzo por tragarse su desesperación.
Simón no le hizo caso y continuó avanzando. Ella se puso en pie dejando caer el libro. El fuego arrancó reflejos rojos de su pelo. Sus ojos eran negros como carbones mojados.
Bree se quedó inmóvil, como una cierva asustada. Luego pareció obligarse a sí misma a reaccionar. Dio un paso hacia él con el brazo extendido.
– Simón, otra vez andas en sueños. Está bien. Te llevaré a la cama.
De modo que así era como le hablaba cuando andaba sonámbulo, pensó él. Con tranquilidad, con calma, con suavidad, con amor. Le pasó una mano por la cintura. Sintió el contacto de su piel en su torso desnudo. Era obvio que pretendía guiarle hasta su habitación.
La pilló desprevenida cuando le cogió la cara entre las manos y la besó. Bree sabía a jerez, pero bajo aquel sabor había algo más, oscuro y dulce. Esa era una de las cosas que le estaban volviendo loco, si se acordaba de su sabor, si la había besado alguna vez y se le había olvidado para siempre.
Simón no recordaba nada, pero no había podido dormir pensando en sus ojos, pensando en una mujer que daba, y daba, y daba sin cesar. No había podido conciliar el sueño pensando en aquellos tres tipos que la habían utilizado.
Había bajado las escaleras sin saber para qué. La idea de la comedia le había parecido estúpida y cobarde. Carecía de honorabilidad, de sinceridad. Era un error.
Pero no tenía otro recurso. No podía permitir que se marchara pensando que todos los hombres eran como aquellos tres tarados, sin que recibiera nada a cambio de todo lo que le había dado. Necesitaba que Bree se sintiera querida y especial pero no podía expresárselo con palabras. Nunca había podido expresar sus emociones.
«Mis disculpas, Courtland», se dijo a sí mismo.
Pero a la luz de sus ojos, la treta ya no le parecía tan inexcusable. Los labios de Bree se movían bajo los suyos, frágiles, temblorosos. Sus labios le conocían. La apretó contra sí con fuerza, como si luchara para mantener el control. La última cosa que Simón deseaba hacer era forzarla aunque se tratara de un beso. Pero Bree cerró los ojos y le echó los brazos al cuello.
La emoción rebosaba de ella. El hambre. El temor. Un anhelo triste y un ansia de ser abrazada. Simón notó en el fondo de su mente la sensación agridulce de haber decidido lo correcto. No era ningún error. Ella sentía una libertad con su sonámbulo que nunca podría sentir con él. Quería la fantasía, no a él. Aquello le dolió. Sin embargo, tenía demasiada autodisciplina dentro de sí como para permitir que las cosas llegaran demasiado lejos. Sabía de sobra que no podía ser la fantasía de ninguna mujer.
Ni siquiera sabía cómo intentarlo.
Sin embargo, lentamente descubrió una de esas verdades únicas del amor. No estaba solo. Bree… iba a ayudarle. Las lenguas se encontraron, secas al principio, luego acariciantes y húmedas. Bree gimió suavemente cuando él la apretó aún más contra su pecho. Simón pensó que a Bree le gustaba sentirse un poco dominada, avasallada.
Volvió a besarla con fuerza. Después trazó una línea de besos sobre el arco de su mandíbula, de sus mejillas, de su frente. Eran besos reverentes, los besos de un amante que agresivamente buscaba que ella encontrara el placer. Y también le gustaba. Simón lo supo porque Bree se abrazó a él como si se hundiera y él fuera su tabla de salvación. Como si le necesitara, como si le deseara. Era casi como… si lo amara.
Simón alzó la cabeza respirando como una locomotora, el cuerpo le ardía de deseo. El control y la autodisciplina de los que había estado tan seguro se resquebrajaban por momentos. Bree también había levantado la cabeza pero sus ojos seguían cerrados y su voz apenas era audible.
– Simón, tengo miedo.
Volvió a besarla, con rudeza, fieramente. Se habría matado antes que hacerle daño o asustarla. ¿Cómo podía ella ignorarlo?
– Simón, ya has hecho esto antes. Vienes a mí como si supieras lo que deseo, lo que necesito, sólo que esta noche… No quiero saber lo que tengo en la cabeza esta noche, «cher». Porque no creo tener fuerzas para detenerte y no estoy segura de que sea esto lo que tú quieres…
Simón la estrechó ardientemente, el corazón le latía con tanta fuerza que no podía respirar. En aquel momento hubiera dado diez años de su vida por saber lo que ella había deseado aquellas otras noches, por saber lo que él había hecho. Porque estaba seguro de que su voz no rechazaba al Simón Courtland que leía el «Wall Street Journal» mientras desayunaba.
Simón abrió las manos y las extendió sobre su garganta haciéndolas descender por sus hombros. Ella temblaba y Simón quería tranquilizarla con sus caricias. Pero no lo consiguió. Bree le miraba temblando como una hoja, tensa como la cuerda de su arpa. El último leño se desmoronó en una erupción de chispas. Las brasas proyectaron sus sombras en la pared opuesta, las siluetas de dos amantes unidos en el silencio del desierto.
Simón le quitó lentamente la camiseta. Se advirtió a sí mismo que estaba perdiendo los límites entre la fantasía y la realidad pero no podía detenerse. Los cabellos de Bree crujieron cargados de electricidad para caer en cascada por su espalda. No llevaba nada bajo la camiseta. Su piel tenía el color de las perlas, sonrojada por el deseo y el reflejo de las brasas. Y en su cara ardía un anhelo que Simón jamás había esperado encender en ninguna mujer y menos en Bree.
Sin embargo, su apasionada y ardiente Bree se volvió tímida de repente. Hizo ademán de cubrirse pero él la cogió de las muñecas para poder contemplarla. Era un tesoro, era hermosa. La besó para que lo supiera. La besó como nunca había besado a otra mujer vertiendo en su abrazo treinta y cinco años de no haber conocido la existencia de aquella emoción lenta, oscura y ardiente. La besó hasta que sus ojos se transformaron en un líquido azul de expresión asombrada.
– Simón… no sabes lo que me haces. Nunca has sido así antes. Yo jamás…
Para él fue una revelación. El impulso del poder masculino, el poder del amor, la excitación, la capacidad de complacer. No era Simón en aquel momento. No era nada más, ni nada menos que un hombre. Su hombre. Cuando alcanzó el cierre de sus vaqueros, la garganta de Bree emitió otro de aquellos sonidos. Un gemido femenino, salvaje y desnudo, una llamada de necesidad.
Bree le miró a los ojos. Lo deseaba, le quería.
La cremallera bajó. Simón metió las manos para tirar de los pantalones. Bree se apoyó en él desesperadamente. Podía sentir sus dedos sobre la nuca transmitiéndole su pasión como una corriente eléctrica.
Un trozo de seda azul salió con los pantalones. Simón la tumbó sobre la alfombra, junto al fuego. Su piel era más suave que el satén, demasiado suave para un lecho tan áspero pero ella no parecía notarlo.
Simón bajó la boca hacia sus senos mientras la mano viajaba sobre su piel hasta encontrar la unión de los muslos. La abarcó con su mano abierta para después soltarla. Cuando volvió a hacerlo, ella le capturó la mano cerrando las piernas mientras le mordía con fuerza en el hombro.
No habría debido porque ahora Simón tenía otra pista sobre lo que le gustaba y sobre lo que podía ofrecerle como hombre y como amante. Sentía que un fuego le quemaba interiormente pero ignoró su propia necesidad. Sus músculos estaban tensos, su piel ardía de fiebre y también lo ignoró. Aquello estaba dedicado a Bree.
La besó en la boca y fue descendiendo hacia sus pechos. Le gustaba un poco de brusquedad pero no cerca de los senos. Simón ya había descubierto que los tenía extremadamente sensibles. Le cogió un mechón de cabello sedoso y le acarició los pezones arrancándole gemidos suaves.
Ella intentó morderle de nuevo explorarle con sus propias manos. Con ternura pero firmemente, Simón la contuvo. Había encontrado la llave y no pensaba abandonarla. Primero los besos duros y ardientes y luego las caricias rápidas y suaves. Luego su mano contra el pubis, con un movimiento lento hasta que su dedo invadió el húmedo interior. Entonces la soltaba y volvía a comenzar el proceso. Y cada vez la empujaba más cerca del clímax.
Simón sabía lo que ella quería.
Simón sabía que ella estaba cerca.
Bree le dio un empellón en los hombros que, desprevenido, le hizo caer a un lado y quedar de espaldas. Se le echó encima. Su pelo negro estaba revuelto, sus ojos eran como carbones encendidos.
– Si vas a llevarme a lo más alto, «cher», tienes que venir conmigo.
Simón nunca había perdido el control con una mujer pero ella comenzó un asalto de besos sobre su garganta, sobre su pecho. Con las manos y la boca le dijo que le gustaba su cuerpo, que lo deseaba. Usó su pelo para acariciarlo entero hasta que Simón pensó que le ardía la piel. Le desabrochó los pantalones y en algún momento del proceso de quitarle los calzoncillos se encontraron rodando abrazados sobre la alfombra. Tan pronto estaban donde el calor de las brasas casi les quemaba como lejos donde hacía frío y sólo existía Bree en la oscuridad.
Simón la sujetó bajo su cuerpo con rudeza, con demasiada rudeza.
– Bree…
– ¡Ssst!
Pero la fantasía de ser su amante fantasma no estaba bien. Era exactamente lo que quería ser para ella pero en aquel momento necesitaba que supiera que era él, que no era ningún juego, que estaba despierto y consciente.
– Cariño…
– ¡Ssst! Por favor, Simón. Te quiero y deseo esto. Por favor…
Simón supo que estaba perdido. La atrajo hacia sí y la besó en la boca al mismo tiempo que entraba en ella. Ya no le importó que pensara que era su fantasma.
Sus cuerpos se fundieron como dos trozos de mantequilla. Lo que ella quería era deseo para Simón. Sus entrañas suaves le derretían, más ardientes que las brasas del fuego. Ella era una amante desinhibida, generosa, salvaje. Pronunció su nombre como si estuviera llamado a su alma. Lo repitió y lo gritó una última vez mientras todo su cuerpo se arqueaba.
La descarga llegó como una agonía de placer para Simón. No obstante, sabía que no era ningún acto de pasión para él. Le había entregado su alma a ella.
Más tarde, cuando pudo respirar otra vez y la debilidad del deseo consumido permitió que su mente funcionara, Simón se obligó a sí mismo a recordar lo obvio.
Bree no tenía que querer su alma necesariamente.
Había sufrido mucho. Había sido demasiado vulnerable. Y quizá necesitaba un amante para curar y olvidar los malos recuerdos.
Pero eso no significaba que estuviera enamorada de Simón Courtland.