Al principio Bree pensó que se había imaginado el ruido de una llave en la cerradura. Ni sintió ningún movimiento ni oyó nada más. Un espeso banco de nubes ocultaba la luna. El cuarto estaba muy oscuro y ella demasiado cansada. Tenía que haber sido su imaginación. ¿Cómo podía haberla localizado Simón?
Pero lo había hecho. Una de las sombras que llenaban la habitación se movió. Vio el reflejo tenue de su pelo claro. Antes de que pudiera abrir la boca, sintió que el colchón se hundía bajo el peso de su cuerpo.
Sintió tentaciones de aullar como un perro deprimido. La primera vez que se había sentido intrigada, la segunda perturbada y no iba a suceder una tercera.
– Vuelve a la cama, Simón.
Otras veces la había obedecido de inmediato. Como si pudiera ver en la oscuridad, le acarició los cabellos sin titubeos. Hundió las yemas para que descansaran sobre el cráneo mientras los pulgares le masajeaban las sienes donde más sentía el dolor de cabeza que el insomnio le había provocado. Se sintió tan bien, que por unos breves instantes, estuvo a punto de ceder.
– Mira, «cher», esto es «loufoque, zinzin, maboul». Lo que en cualquier otro idioma quiere decir que es una locura. Ahora, levántate, sal por esa puerta y vuelve a la cama, que es donde deberías estar.
Las instrucciones específicas le habían sido de utilidad en los casos anteriores. Aquella noche no le valieron de nada. Como un soplo de brisa, sus dedos acariciaron los labios para silenciarla. Luego volvieron a su cabeza para continuar su masaje.
Bree se dijo que debía despertarlo. En principio, el problema se reducía a sacudirlo hasta que despertara pero tenía miedo de tomar esa decisión. Se acordaba de la superstición folklórica de no despertar jamás a un sonámbulo. Quizá fuera una tontería pero, ¿y si era cierto? ¿Y si le causaba algún trauma profundo y terrible al despertarlo?
También había otro motivo. Desde la primera noche no se había sentido asustada, la había molestado pero estaba tan indefenso y era tan suave y delicado que le había resultado imposible creer que pretendiera hacerle daño.
Tampoco pensaba que el Simón de la vigilia pretendiera hacérselo, pero no estaba segura de cuál sería su reacción al despertar en su cama desnudo.
Aferró la sábana cerrando el puño contra su pecho. Pero no había nada que proteger. Esa noche él no estaba interesado en sus pechos. Cuando se dio por satisfecho con la cabeza, centró su atención en el cuello y los hombros.
Bree intentó ver en su rostro en sombras alguna razón que explicara su comportamiento. ¿Estaba soñando? ¿Era la realización de un sueño o la expresión de una necesidad? Quizá su única opción para bajar la guardia fuera en la oscuridad, a tientas.
Pero, independientemente de cuál fuera la respuesta, ella tenía el mismo problema. La pasión corría por sus venas. Ningún amante le había hecho sentir aquella insoportable intimidad. Ningún hombre le había hecho sentir aquella tensión.
– ¿Por qué no vuelves a la cama? ¿No te gustaría? ¿Quieres que te lleve yo? Si pudieras recordar que se trata de mí no lo harías. En una escala del uno al diez yo estoy la número veinte en tu lista. Si no podemos acercarnos sin bufar como gatos mojados…
De nuevo le acarició los labios induciéndola al silencio. Pero era la caricia de un amante, erótica, sensual, explícita. Quería que se callara.
Bree cerró los ojos mientras rezaba para que se le ocurriera una solución milagrosa. Simón pasó de los hombros a los brazos y las manos. Nunca le habían dado un masaje en las manos. Le acarició las palmas, le estiró suavemente de los dedos, le hizo girar las muñecas. El masaje proseguía y ella sentía las manos cada vez más pesadas. Antes de terminar, una sensación de languidez la había invadido por completo. No volvió a pensar en cerrar el puño para protegerse el pecho.
Cuando Simón terminó, se sentó sobre la cama con la espalda apoyada en la cabecera. Antes de que ella pudiera adivinar sus intenciones, la cogió por las axilas. Sus manos rozaron los pechos pero sólo accidentalmente.
Simón la izó levemente hasta que su mejilla descansó contra su pecho. La rodeó con sus brazos y se movió un poco para acunarla. Luego, la cubrió con la manta hasta el cuello.
Bree esperaba el desarrollo de los acontecimientos. Sin embargo, no hubo nada más. El juego era volver loca a una mujer, acariciarla y mimarla hasta que todo su cuerpo se convirtiera en fuego líquido para luego acunarla hasta dormirla. Intentó incorporarse. Suave pero firmemente, la presión de Simón aumentó. Una mano descendió sobre su cabeza para guiarla de vuelta a su pecho. Bree levantó una rodilla y, entonces, él hizo el primer sonido que le había oído en todas aquellas noches de sonambulismo. Era una risa callada. Poco podía hacer ella con la rodilla cuando estaba trabada por las mantas.
– ¡Maldita sea, Simón! No me puedes hacer esto.
Simón la besó en el cuero cabelludo calmándola, reconfortándola. Era algo extraño, como si hubiera presentido que no había podido conciliar el sueño porque el vacío y la soledad se habían hecho sólidos en su corazón.
Simón no podía saber tanto de ella.
No era posible. Sin embargo, siguió abrazándola. El vello de su pecho le hacía cosquillas en la mejilla. Podía oír los latidos rítmicos de su corazón. Poco a poco, se quedó dormida.
A las seis de la mañana el otro lado de la cama estaba vacío. Nada se movía en toda la casa y hacía frío. Bree no había dormido bien desde su llegada pero no podía cerrar los ojos. No le gustaba el cariz que estaba tomando aquella situación.
Pero seguir en la cama no la llevaba a ninguna parte. Se levantó de mala gana y se vistió. Bajó descalza las escaleras con sólo una idea en la mente. Cualquier hombre o animal que se interpusiera en su camino hacia la cafetera iba a conocer lo que era la verdadera violencia. Por desgracia, entró en la cocina sin darse cuenta de que ya había alguien allí. Simón no había encendido la luz. La claridad gris del amanecer iluminaba apenas la cocina pero se dio cuenta de que él tampoco esperaba compañía. Simón ni siquiera se había peinado. Llevaba sólo unos vaqueros y la barba sin afeitar. Parecía un hombre que se acabara de levantar de la cama de una mujer después de una noche de sexo ardiente.
Bree pensó irritada que en parte era cierto. Sólo que no la había seducido. ¿Qué le había impulsado a buscarla en mitad de la noche? ¿Un poco de compañía? Él era atractivo, inteligente y rico. Podía haber hecho una simple llamada si lo que quería era compañía femenina. Unas mujeres formales y simpáticas del tipo ejecutivo y no una bohemia Cajún. No obstante, Bree no podía quitarse de la cabeza la idea instintiva de que la necesitaba.
Bree tenía la mala costumbre de enamorarse de los hombres que la necesitaban pero, al menos, todos ellos habían sido conscientes. La situación era de lo más ridícula. La única solución era recoger sus cosas e irse. Un ruido la distrajo. Simón preparaba una vieja cafetera.
Simón no se enteró de su presencia hasta que le arrebató la cafetera de las manos. A Bree no le cupo duda de que se enfrentaba al fenomenal señor Courtland en vez de a su apasionado merodeador nocturno.
– Soy perfectamente capaz de hacer café -dijo cuadrando los hombros.
– Ya lo sé. He probado tu potingue, «cher». Quizá tú quieras que te crezca el pelo en el pecho pero yo no tengo esa intención.
Bree se quedó estupefacta cuando le vio sonreír. Era probable que no supiera que incluso la más leve sonrisa lo transformaba por completo.
– ¿Quieres que te ayude?
¿Ayudarla? Si Simón hubiera querido ayudarla debería haberle dado con la puerta en las narices la noche de la tormenta. Bree no necesitaba ver la desnudez del pecho que le había servido de almohada durante la noche. Se sentía mortificada y avergonzada y maravillosamente bien.
– Necesito hablar contigo -dijo sin preámbulos.
– ¿Antes de tomar café? -preguntó él asombrado.
No había discusión frente a aquel argumento. En aquel instante, Bree habría sido capaz de matar por una dosis de cafeína. Le pareció que el café tardaba una eternidad en hacerse.
Los dos se quedaron en la ventana viendo cómo las pinceladas de color desbancaban al gris del alba. Simón bostezó con tanta fuerza que él mismo se quedó sorprendido.
Bree no sonrió pero sintió que, a su pesar, le mejoraba el humor. El bostezo le había hecho parecer humano y no podía negar que el silencio que había entre ellos era amistoso.
Cuando el café estuvo hecho, los dos reaccionaron como adictos en perfecta coordinación. Simón sacó un par de tazas y ella sirvió. Bebieron al mismo tiempo y volvieron a una mutua apreciación de la bebida. Bree se apartó de él inmediatamente. Había un brillo en sus ojos que no era debido a la satisfacción del café.
Ya era bastante malo sentirse atraída por un fantasma para que, además, le gustara un hombre que no podía soportarla.
– Tengo que irme, Simón. Tan pronto como sea posible y preferiblemente hoy mismo. Ya debes haber localizado a la madre de Jess.
– Sí. Está en Oregón.
– ¿En Oregón?
– Exacto -dijo él sentándose-. Liz llamó ayer. Parece que ha alquilado una cabaña para vacaciones en la costa. Bastante rústico, ni siquiera tiene teléfono.
Los detalles carecían de importancia para Bree. Se dejó caer en una silla y levantó las rodillas.
– ¿Qué va a ocurrir con Jess?
– Según Liz, la niña debe quedarse conmigo. No para siempre pero sí por ahora. Simón paseó la mirada por la cascada oscura de sus cabellos, por sus labios rojos, como si se despertara viéndola. Desvió la mirada y volvió a coger su taza.
– No se trata de que nunca haya estado tiempo con Jessica, pero, por lo general, siempre ha sido escaso. Días concertados y planificados, vacaciones y cosas así. Liz dice que las escondidas y las huelgas de hambre, las peores bufonadas de Jess, son consecuencia de su deseo de estar conmigo. Ergo, ella piensa que lo mejor para Jess es quedarse aquí. Me dijo que hablaríamos dentro de tres semanas.
– ¡Tres semanas! Si lo sabías ayer, ¿por qué no me lo dijiste?
– Lo hubiera hecho pero tuve que asistir a una merienda con la nobleza -dijo él mirándola duramente-. Vi la manera en que jugabas con mi hija. Y también vi que yo no sé, ni nunca sabré jugar con ella. Pensé que quizá podría convencerte para que te quedaras un poco más.
Naturalmente. El señor Courtland no iba a suplicar. No iba a recordarle que pronto la casa se llenaría de electricistas y fontaneros y coleccionistas de dinosaurios y sólo Dios sabía quién se haría cargo de Jessica.
Lo único que iba a hacer era apretarle las tuercas mirándola con aquellos hermosos ojos cansados.
Simón necesitaba ayuda. Con su hija, con su maravilloso caserón y, aunque él no lo supiera, con sus noches. No le importaba en qué cama durmiera, sus preocupaciones iban por otros derroteros. ¿Y si se caía por las escaleras? ¿Y si salía de la cama y se perdía en alguna barranca?
Bree se dijo que había sobrevivido muchos años sin su ayuda. Pero tampoco había arriesgado su orgullo al pedirle que se quedara. Estaba segura que la consideraba una bala perdida, una irresponsable en la que no se podía confiar. Ella también había contribuido a fomentar esa idea.
¡Demonios! Una mujer no puede ser siempre simpática y a ella le encantaba fastidiarle. Ningún hombre merecía tanta preocupación. El problema no era ni la mirad de complicado que su solución. Simón no la necesitaba y tampoco la quería. Hacía más de un año que se había prometido a sí misma no volver a cometer el mismo error. Jamás repetiría una relación basada en el sufrimiento de uno solo, ella. ¿Quién necesitaba sufrir más?
– Tómatelo como un trabajo -sugirió él.
– Ni quiero ni necesito un trabajo.
– Para mí sería un placer pagarte…
– ¡Oh! Olvida de una vez tu estúpido dinero. Ya te he dicho antes que no lo quiero.
Simón le lanzó una de sus miradas, como si quisiera asustar a una alumna díscola. Al parecer, se rodeaba de gente que saltaba ante el crujido del papel de un cheque. Bree se consideraba bastante codiciosa, pero sus necesidades reales no tenían nada que ver con el dinero. Ese era un concepto que Simón jamás comprendería.
– Cuéntame algo sobre tu ex mujer.
– ¿Qué demonios tiene que ver Liz con que te quedes?
– Yo no he dicho que tenga algo que ver. Sólo pensaba que es… bastante inusual la manera en que hablas de ella.
Bree pensó que un día cualquiera debía adquirir un buen bozal para su enorme boca.
– ¿En qué sentido?
– Bueno, parece que mantenéis una relación amistosa. Es obvio que respetas su criterio con respecto a Jess. Si hay tensión entre vosotros, a tu hija no le ha afectado. La mayoría de los divorciados hablan de su pareja como si las heridas estuvieran frescas-. No -se apresuró a añadir-. La verdad es que no es de mi incumbencia.
Simón arqueó las cejas.
– Nunca has dejado que eso te detuviera.
– ¿Cómo?
– Estoy seguro de que existe gente tan curiosa como tú, sólo que nunca me he encontrado con ninguno a este lado del Mississippi. De todas maneras, no es ningún secreto y no te estás inmiscuyendo. Liz y yo disfrutamos de un matrimonio amistoso y de un divorcio aún más amistoso. Fin de la historia.
Bree pensó sombríamente que estaba aprendiendo a fastidiar y a embromar demasiado deprisa. La única cosa que le había enseñado y la utilizaba en su contra. Interesarse por la gente no era lo mismo que curiosear en su vida.
– ¡Vamos, Courtland! Si os hubierais llevado tan bien todavía estaríais casados.
Por un instante, Simón calibró sus ojos, reflexivamente, considerando.
– Bree, lo que tú y yo pensemos del matrimonio tiene que ser dos ideas opuestas por fuerza. Conocí a Liz cuando acababa de perder a sus padres en un accidente de coche. Era una época muy dura para ella y… yo estaba allí. El matrimonio funcionó porque ella necesitaba seguridad, estabilidad, protección. Y, de manera inevitable, llegó un momento en que dejó de necesitarme.
Parecía una conferencia, recitaba los hechos sin emoción.
– Seguimos juntos durante un año sólo por Jessica pero era una estupidez. Liz necesitaba sentirse libre y yo lo sabía. Al final, vivíamos inmersos en una guerra fría que no le hacía ningún bien a Jess. No sé cómo se enfrentará otra gente al divorcio pero, para mí, no hay excusa que justifique que se dañe a una criatura. No estoy de acuerdo con Liz en muchas cosas. Es demasiado emocional y deja que Jess la embauque continuamente. Pero la adora y yo mantengo la boca cerrada y trato de apoyarla en lo que puedo. ¿Hay algo más que quieras saber?
Bree comprendió que quería dar por zanjada la cuestión. No obstante, tenía la sensación de haber entrado a un cine en la escena final y haberse perdido lo más importante de la película. ¿Se había casado con Liz porque la quería b porque ella le necesitaba? ¿Acaso no se había sentido utilizado cuando su mujer le pidió la libertad? ¿Se daba cuenta de lo raro que era que un hombre aceptara voluntariamente hacer un sacrificio para evitar poner a su hija en el medio de una confrontación?
Bree se obligó a dejarlo pasar pero había una pregunta que no podía evitar?
– ¿La amabas?
Su respuesta fue inmediata y directa, tan monótona como un mantra aprendido y repetido durante años.
– Me importaba. No la amaba.
– ¿Ni siquiera el principio?
– No -contestó él con los ojos helados-. Tal como Liz te diría con gusto, no soy un hombre apasionado, ni tampoco emocional. ¿Se han acabado ya las preguntas, Reynaud?
Su mirada no vaciló. Bree suponía que podía intimidar a oficinas enteras con aquella mirada gélida y aquel tono sarcástico. Ella no se sentía intimidada pero sospechaba los motivos que albergaba para haber mantenido aquella conversación. Simón le había hecho una advertencia.
«Este soy yo. El señor Iceberg Desapasionado. No un hombre que puede hacer feliz a una mujer, ni siquiera en la cama».
Bree le había insultado mentalmente de muchas maneras pero era la primera vez que ponía en duda su inteligencia. No podía negar que Simón tenía dificultades para expresar sus sentimientos, ni que le había etiquetado de gélido nada más verlo. Pero el amante que había en él aparecía al amparo de la noche. Su merodeador tenía caudales inagotables de pasión que ofrecer y emoción que compartir. Jamás se aprovechaba. En cada ocasión había percibido sus necesidades y había respondido a ellas con una sensibilidad y una ternura conmovedoras. Hacía que una mujer se sintiera segura. Y hacía que la mujer se sintiera peligrosa porque al hambre que había en él era muy masculina. Un hambre de abrazar, de acariciar, de amar.
¿Cómo podía pensar que era frío, el muy idiota? Bree sentía escalofríos sólo de pensar cómo podía ser totalmente desinhibido en la cama.
Bree bebió su café de un trago. Algo andaba mal. Algo fallaba si empezaba a confundir a Simón sonámbulo con el despierto. Le recordaba a una colmena salvaje que había encontrado de niña en los bosques. La atracción de la miel había sido tan fuerte que había acabado llena de picotazos.
– Todavía no me has dicho por qué tienes que marcharte tan de improviso.
– No es de improviso. Tengo que irme. Eso es todo.
– ¿Estás segura?
– Segurísima -contestó ella levantándose.
– Tenía la impresión de que te gustaba estar aquí -dijo él con los ojos puestos en el escote de su camiseta-. Me acabo de dar cuenta de que no llevas ese collar que sueles ponerte.
Simón la observó mientras ella llenaba su taza hasta el borde y derramaba el café. Masculló algo en francés mientras limpiaba lo vertido con un trapo.
– Jessica me ha contado que es una especie de talismán. Meron, me dijo que lo llamabas.
– «Marón» -le corrigió Bree automáticamente.
– Bueno, pues «marón» -repitió él cuidando de pronunciar correctamente-. Le contestaste a Jess un cuento folklórico sobre esas semillas que flotan en el agua de los pantanos. Me ha contado que la palabra «marón» significa perdido y que los Cajún creen que en la semilla habita un alma perdida. Por eso los supersticiones llevan un «marón». Es su manera de asegurarse de que un alma perdida encuentre su hogar. ¿Eres supersticiosa, Bree?
– ¡Por amor de Dios! Estamos casi en el siglo veintiuno. Claro que no soy supersticiosa.
– ¡Hum! Sin embargo, el collar me parece un talismán curioso para una mujer que ni tiene ni quiere tener casa. Me pareció posible que quisieras echar raíces una temporada. Sería una oportunidad para descansar y reponer energías. No quiero decir que no esté seguro de que eres perfectamente feliz en tu coche.
Si le lanzaba otra indirecta sobre su estilo de vida Bree se juró que lo estrangularía con las manos desnudas. Se sentía incómoda de repente. Simón había conseguido que su propuesta de un trabajo remunerado no sonara estúpida. No tenía tacto con las personas pero eso no quería decir que careciera de percepción. Había adivinado que anhelaba un hogar y que le afectaban los presagios.
Lo suficiente, sin embargo, como para que estuviera sinceramente asustada. Además, tenía la impresión de que todos los problemas de aquel hombre terminarían si encontrara la mujer adecuada. A esa hipotética mujer no le resultaría difícil ponerlo en contacto con sus propios sentimientos porque había un río de pasión justo bajo su piel.
Pero, por supuesto, debía ser la mujer adecuada. Bree sabía que no se trataba de ella. Él era un «gros chien» ejecutivo, ella una gitana con una amplia experiencia en desengaños. No. La única salida posible era marcharse.
– Hola, papá. Hola, Bree. ¿Qué hay para desayunar?
El aspecto de Jess hizo que Bree sonriera. Su padre tenía otra opinión. Llevaba una camiseta roja y unos vaqueros naranja. Unos calcetines amarillos en los pies y una peineta en el pelo completaban su atuendo pero no su maquillaje. Detrás de las gafas aparecía una sombra de ojos verde y en alguna parte había encontrado un par de pendientes de bisutería.
Bree miró la expresión de Simón y acabó de decidirse. Tenía que marcharse cuanto antes.
No obstante, quizá no fuera el momento más adecuado. Simón amaba a Jess. Se sentía responsable de ella. Daría la vida por aquella pequeña diablesa. Pero, al parecer, nadie le había dicho nunca al muy idiota que tenía el obvio y simple derecho a disfrutar de su hija.