– «¡Chameau!» «¡Chameau rejoule!» -exclamó Bree mientras cerraba la puerta con llave.
Luego atrancó el acceso con una silla. Si Simón iba a practicar el sonambulismo esa noche no quería que fuera cerca de ella.
Frunció el ceño. Le faltaba entrenamiento si «camello reprimido» era el peor insulto que se le ocurría para el señor Courtland. Nadie podía ganarle a una Cajún a insultos sabrosos.
Sacó la cama y desplegó el saco de dormir que había sacado del coche. Después de su desagradable conversación con Simón su intención había sido la de irse. Pero eso habría supuesto ceder al mal genio y hacer caso omiso del sentido común. Si se quedaba otra noche podía lavarse la ropa y el cabello. Además, sólo Dios sabía lo cansada que se encontraba.
Se puso un camisón amarillo y apagó la luz. Sin embargo, en la oscuridad se sentía más predispuesta a seguir enojada que a conciliar el sueño. ¡Por favor! Si sólo había bromeado al preguntarle si tenía miedo de que lo sedujera.
Bueno, no estaba exactamente bromeando. Estaba tanteando el terreno para ver si una insinuación sexual encendía alguna chispa en Simón. Si lo hubiera hecho, en esos momentos estaría en la carretera.
Era un alivio que Simón la contemplara como a un perro rabioso. Ella se había quedado por Jess, pobre criatura.
Sus ojos parpadearon en la oscuridad. Jessica no era ninguna pobre criatura. A decir verdad, era un delincuente de cuatro años. Se lo habían pasado en grande. Bree tenía debilidad por los niños y Jess la energía creativa de diez adultos. Los únicos momentos malos habían sido cuando había hablado de su padre.
– Papá me necesita -le había explicado-. Mamá tiene mucha gente que la cuida y papá a nadie, excepto yo.
El diablillo adoraba a su padre. Bree no podía imaginarse los motivos. Simón se había pasado todo el día tecleando en un ordenador. Era probable que pulsar botones fuera lo más cercano al placer sexual que hubiera conocido en su vida. Ninguna otra cosa parecía capaz de despertarle.
Bree había estado observándolo. No se trataba de que no le hiciera caso a su hija. ¡Pero por el bendito esputo! Le hablaba como si tuviera noventa años. A Jess le importaban un pito las charlas de su padre. Ella quería armar trifulca. Necesitaba que la abrazaran.
Para Bree, Simón se hallaba en un vacío emocional. Sencillamente no tenía conceptos sobre la vida, el disfrute, la risa… y el aspecto con que le había visto aquella misma noche en el salón la había molestado.
Por un momento, no se había dado cuenta de que ella estaba observándole. Le había visto con la mano todavía sobre el teléfono, la cabeza apoyada en la pared. Aquel hombre no estaba cansado, se hallaba al borde de la extenuación. Tenía los ojos cargados. Bree había imaginado que tendría dolor de cabeza. Y dos segundos después de haber acostado a Jess el muy estúpido se había puesto a teclear de nuevo.
Bree intentó convencerse a sí misma de que no había aceptado pasar allí la noche para asegurarse de que Simón se encontraba bien. Había sido una decisión práctica.
Tantos meses en la carretera la habían cambiado. Al final, se había vuelto sensata. Demasiadas veces se había visto envuelta en una relación sólo porque alguien la necesitaba. Simón ni siquiera la necesitaba, Simón ni siquiera la soportaba.
El sentimiento era mutuo y decidió irse a primera hora del día siguiente. «Je lemmends», pensó. Lo que quería decir que por ella podía irse al mismísimo infierno. Se quedó durmiendo con aquella frase resonando en su cabeza.
La caricia en su mejilla era tan suave como si le acariciaran el alma. Abrió los ojos y por un momento no pudo decidir si soñaba o estaba despierta.
«Otra vez no», fue todo lo que pudo pensar.
La puerta seguía cerrada con la silla encajada contra el pomo. Nunca se le habría ocurrido que un sonámbulo pudiera pasar sobre las zarzas y abrir las puertas de la terraza. Y mucho menos desnudo, o casi. Simón llevaba unos calzoncillos negros aquella noche. También había bajado la cremallera de su saco de dormir.
Bree cerró los ojos mientras sopesaba la posibilidad de estrangularlo. La noche anterior se había preocupado en serio por él, pero eso había sido antes de conocerlo mejor. Era arrogante, frío, como los hijos de una barracuda. Quizá el sonambulismo fuera la expresión de un problema grave y traumático pero le traía sin cuidado.
Le acarició la mejilla con la yema del pulgar. Reverentemente, con ternura. A Bree le llevó un momento orientarse. Simón estaba tumbado a su lado. Tenía los ojos abiertos como la noche anterior.
Pero un sonámbulo debería haber tenido una mirada vacía. A la luz de la luna sus ojos eran tan oscuros como el perseguidor de sus sueños y reflejaban el mismo deseo. Bree sintió escalofríos y tuvo que decirse que no había ningún peligro en aquella situación.
La mano de Simón dibujó la línea de su cuello, se incorporó y la besó suavemente en la boca. No fue un beso largo. Bree notó un ligero sabor a coñac, la textura de sus labios cálidos, el olor de su piel. El beso era más una promesa que una sustancia. Un regalo, no una exigencia. Simón la miró a los ojos y luego recostó la cabeza en la almohada.
Bree se dio cuenta de que su respiración se había vuelto agitada. Era incomprensible. La habían besado antes. Era una estúpida con los hombres. Nunca había sido capaz de la sensatez de amar a medias. Siempre había sido una estúpida para el amor. Nunca se había dado cuenta a tiempo de que cualquier hombre quiere aprovecharse de una tonta.
Sin embargo, no había nada egoísta o agresivo en las caricias de Simón. La palma de la mano descansaba contra su cuello. El pulgar le acariciaba una vena pulsante junto a la garganta. Con mucha suavidad, la mano descendió por su hombro para acariciarle el costado. No dejaba de mirarla.
Bree intentaba convencerse de que se trataba de Simón pero en lo más hondo sabía que no lo era. Su adorador nocturno era sensual y terriblemente perceptivo. Si hubiera intentado agarrarla le habría abofeteado. Pero nunca la cogía. Nunca tomaba. Simplemente la acariciaba con una fascinación y una suavidad infinitas.
– Simón… -dijo ella desesperada.
Su llamada sólo le valió otro beso. En esa ocasión Simón usó la lengua. Aterciopelada, húmeda, acariciante. Sin forzarle a abrir los labios, sino mimándola con una invasión gentil. Simón descubrió la suavidad de sus dientes. Encontró la lengua que ella había aplastado contra el paladar.
Bree se echó a temblar. Muchas, demasiadas noches a solas.
– ¡Maldita sea, Simón!
Él alzó la cabeza y sonrió. Luego volvió a besarla. Dominantemente, por completo. Bree pudo sentir el calor y la potencia de su cuerpo. Una llama se encendió abrasadora en sus entrañas.
Simón la besó otra vez, una promesa agresiva de intimidad. Las manos encontraron sus pechos. Era como si él supiera que Bree podía ser dolorosamente sensible. Pocos hombres se habían molestado en descubrir que el tamaño pequeño concentraba la sensación sin disminuirla. Bree supo que tenía un problema serio.
– Vuelve a la cama, Simón -dijo con voz encendida de deseo.
Simón dejó de acariciarla.
Bree tomó aliento buscando unas fuerzas de las que carecía. Necesitaba su sentido común pero lo sentía frágil como los pétalos de una rosa bajo el sol.
– Simón, quiero que te vayas. Ahora mismo. Vete a la cama.
No hubo ningún cambio en la manera en que siguió mirándola a la luz de la luna. Sin embargo, la obedeció. Bree sintió una última caricia en la mejilla y un peso que dejaba el colchón. Con la misma lentitud de un gato al acecho, Simón se dirigió a la puerta.
Bree saltó fuera de la cama. Logró abrir la puerta y apartar la silla en el mismo momento en que él salía.
– ¡Hola!
Bree abrió un ojos. Se dio cuenta de que había vuelto a dormirse. Jessica estaba sentada con las piernas cruzadas a los pies de la cama, se rascaba una pequeña costra en la rodilla. El atuendo que había escogido para el día eran unas mallas de color naranja fluorescente, tres pares de calcetines y una de las camisas blancas de su padre.
– ¿Quieres que hagamos pasteles? -preguntó llena de ilusión.
– No puedo. ¿No te acuerdas de que me tengo que marchar esta mañana? Lo hablamos ayer.
Con la cabeza todavía confusa, miró a las puertas de la terraza que estaban cerradas. Luego miró a la puerta que daba al pasillo. Estaba abierta cuando ella recordaba haberla cerrado.
– Cariño, ¿cómo has entrado?
Jessica metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó una llave de latón larga y brillante que volvió a guardar sin comentarios.
– ¿Sabe tu papá que la tienes?
– Papá lo sabe todo -le informó la niña-. Si te vas me moriré.
Bree se incorporó y abrazó con fuerza a la pequeña.
– Nos lo pasamos bien ayer, ¿a que sí?
Los ojos tristes de Jess siguieron sus evoluciones mientras se vestía. Se peinó y dobló su saco de dormir mientras ignoraba las protestas de su estómago vacío con la misma determinación con la que ignoraba el reproche en la mirada de Jess.
Dos noches con un sonámbulo eran más que suficiente. Estaba segura de que cuando hubiera puesto unos mil kilómetros de distancia entre ellos sería capaz de apreciar el humor que había en toda la situación. No obstante, durante dos noches, un hombre al que casi no conocía había convertido la oscuridad en magia haciendo que ella se derritiera como la mantequilla al fuego, conmoviéndola por dentro y por fuera. Y lo había encontrado en un lugar imposible. Pero había unas cuantas pegas. En primer lugar, Simón no tenía ni idea de lo que había hecho. Bree no podía soportarle a la luz del día.
«Mueve el trasero y sal de aquí antes de que te metas en más problemas», se urgió a sí misma.
No obstante, tenía que demorarse unos cuantos minutos. Se arrodilló junto a su desconsolada amiga.
– Necesito una sonrisa para marcharme, «Chére». Y no pongas esa cara, no hace una mañana para estar triste. Ya sé que nos divertimos mucho ayer. Pero no vas a necesitarme. Estoy segura que tu padre habrá localizado a tu mamá y…
– No importa. Me quedo con él.
– Ya sé que es lo que tú quieres -dijo acariciándole los bucles.
Una de las razones por las que se había quedado el día anterior había sido la aparente ineptitud de Simón para cuidar de su hija. Pero, ¿qué clase de madre abandonaba a su hijo sin explicaciones? Todavía no conocía la historia de la madre pero había pasado el día en compañía de una de las niñas más traviesas y creativas que había conocido en su vida. Eso sólo podía ser posible si había crecido con amor y cuidados infinitos.
– Ayer me contaste muy poco de tu mamá. Claro, que la querrás mucho.
– Un montón.
– Apuesto a que debe estar echándote de menos.
– Yo también la echo mucho de menos pero me quedo con papá. Lo tengo decidido. Puedo cuidarme yo sola pero sería mucho más fácil que tú te quedaras. Es muy difícil que una sola persona pueda cuidar de él.
Bree pensó que haría falta más de una legión entera para hacerse cargo de Simón pero se guardó mucho de comentarlo con su hija.
– Tengo que irme, cariño. Lo siento.
– Por favor, Bree. ¿Por favor?
Aquellos ojos de cordero degollado no tuvieron el menor efecto sobre ella. Dio gracias por haber desarrollado su fortaleza en aquel año. Fue rápidamente al baño y sin detenerse salió de la casa.
Fuera, respiró profundamente para llenar sus pulmones de aire fresco. Le dio unas palmaditas de despedida a uno de los leones y comenzó a guardar sus cosas en el diminuto maletero del Volkswagen. El sombrío Mercedes de Simón estaba junto a los graneros que suplicaban una mano de pintura. Bree mantuvo los ojos fijos hacia el otro lado.
La noche de la tormenta había salido de las tierras malas pero desde allí se divisaban los pináculos de roca y las mesetas que habían llamado su atención fascinándola. Todavía había mucho mundo por explorar. ¡Podía hacer lo que quisiera! ¡Podía ir a cualquier parte!
Se obligó a sí misma a no pensar tonterías y a reconocer que estaba a punto de echarse a llorar. No podía creer que le hubiera cogido tanto apego a los dos Courtland en poco más de veinticuatro horas. Estaba ajustándose el cinturón de seguridad cuando la puerta principal de la casa se abrió de un golpe.
– ¿Está contigo?
– ¿Jessica? -dijo ella sintiéndose mejor al verle.
Oír su tono dominante disminuía la pena de marcharse. Simón bajó los escalones que le separaban del coche de dos en dos.
– Por supuesto que me refiero a Jessica. ¿Conoces a otra terrorista de cuatro años por aquí? ¿No está contigo?
– No.
– ¿Y no la has visto?
– No en los últimos quince minutos. Tampoco puede estar muy lejos.
A su pesar, Bree se encontró mirando su rostro. Después de su primer encuentro nocturno había estado seguro de que él no recordaría nada. Pero esa mañana pensaba lo contrario. ¿Cómo podía un hombre besar con tanta dinamita y no acordarse?
– ¿Estás seguro de que no está en la casa?
– La he estado llamando más de cinco minutos.
– Bueno, no puede haber salido por la puerta principal porque entonces la hubiera visto…
– Tiene que ser por tu culpa.
– ¿Mi culpa?
Bree se desabrochó el cinturón y salió del coche. El viento le revolvió los cabellos mientras se encaraba con él. Era la irritación lo que hacía que su corazón latiera de aquella forma y no la proximidad de Simón. Era capaz de tomar cianuro antes de admitir que le atraía… al menos durante el día.
– No sé por qué piensas que es culpa mía pero es evidente que estás nervioso. Acabo de verlo. Sólo porque no haya acudido a tu bramido dictatorial no has de pensar que se ha perdido.
– No he dicho que se haya perdido -repuso él sin intentar negar el bramido dictatorial-. Jessica tiene la costumbre de esconderse cuando las cosas no se hacen a su gusto. Debes haberle dicho algo -aseguró mirándola con los ojos entrecerrados.
– No creo que yo…
Bree se interrumpió y tragó saliva al recordar lo decidida que estaba Jess a que se quedara.
Simón puso los ojos en blanco.
– Sabía que tenía que ver contigo.
Echó una mirada a su alrededor y sus ojos se iluminaron al posarse en los graneros. Bree les había echado un vistazo el día anterior y sabía que no eran un buen sitio para un niño pues amenazaban ruina.
– No habrá ido a los graneros.
– Se habrá escondido en el sitio que más pueda asustarnos -la corrigió él.
De inmediato echó a andar por entre las malas hierbas hacia los graneros. Bree no lo dudó un momento. Salió en su busca.
– Me encargaré del que está más lejos.
Revisaron los tres edificios y encontraron abundancia de polvo y suciedad pero ninguna niña. Más por accidente que por quererlo, se encontraron corriendo hacia la casa sin dejar de discutir.
– No es problema tuyo.
– Has hecho que lo sea. No haberme acusado de ser la responsable.
– Eres responsable por haberle hecho creer que eres lo mejor que le ha pasado desde que se inventaron los helados. Quería que te quedaras, ¿no es cierto? ¿Se trata de eso?
– Haces que suene como si quisiera meter una serpiente venenosa debajo de su cama.
– Yo no he dicho eso.
– ¡Pero lo pensabas!
– ¡No! Estaba pensando en que voy a matarla cuando la encuentre.
– ¡Simón! -exclamó ella reteniéndole por la manga-. No sé qué he hecho para molestarte pero no me importa. No seas duro con ella cuando la encuentres, ¿de acuerdo? Sólo es una niña.
Él se quedó inmóvil mirándola completamente aturdido. Bree se sintió asaltada por una oleada de deseo. El sol encendía un fuego de emoción en los ojos grises que ella no había visto nunca. Estaba despeinado por el viento y sucio de polvo. No era el pez gordo tan pagado de sí mismo que ella conocía, sino un ser humano muy parecido al sonámbulo que perturbaba sus noches tan peligrosamente.
– ¿He sido duro contigo? -preguntó atónito ante semejante idea.
– Vamos, Simón. Te disgusté desde el primer momento.
– Eso no es cierto. Al menos mi comportamiento hacia ti no ha tenido nada que ver con el… disgusto. Has estado dos noches bajo el mismo techo que un hombre al que no conoces. Me pareció lógico que te preocuparas por tu… seguridad. Podías haber malinterpretado una actitud excesivamente amistosa. Podías haber pensado que trataba de aprovecharme de ti. Podías… -se calló y cerró de un portazo-. ¿Crees que le haría daño a Jessica? ¿Estás loca? Nunca le he puesto la mano encima a esa niña. ¡Es mi hija!
Aquello pareció poner punto final a la conversación para él. Para Bree, no obstante, era diferente. Más tarde tendría que pensar en lo mucho que se había esforzado en no demostrarle actitudes inapropiadas. Ella lo había juzgado pedante y frío cuando su capacidad para amar era ardiente, poderosa, inmensa. Su hija llevaba escondida menos de veinte minutos y ya estaba dispuesto a echar abajo la casa piedra por piedra.
– ¿Por qué sonríes, señorita Reynaud? -preguntó él en tono de sospecha.
– Me llamo Bree.
– No veo nada divertido en esta situación.
– ¡Venga, Simón! La niña es un pozo de malicia, no de peligro. Si te calmas y dejas de retorcerte las manos, te darás cuenta de que no hay motivo para estar tan enfadado. Jess tiene un estupendo juego de cuerdas vocales. Si se hubiera torcido el tobillo estoy segura que la habríamos oído por muy lejos que estuviéramos. No hay razón para pensar que ha podido hacerse daño.
– ¿No?
Bree contuvo una exclamación de asombro. ¡La había escuchado!
– No -insistió poniendo en juego todo su poder de convicción.
Sin embargo, transcurrió otra hora de intensa búsqueda antes de que se demostrara que estaba en lo cierto. Habían revisado el comedor una docena de veces cuando a Bree se le ocurrió mirar en el elevador que conectaba el piso superior con la cocina. El corazón le saltó en el pecho al levantar la puerta y ver la punta de una zapatilla de tenis de color naranja. Sólo Dios podía saber lo viejo que era el sistema de poleas. No le cabía duda de que lo suficiente para estar a punto de desmoronarse.
Simón le dio un tirón a la puerta para descubrir una sonrisa irresistible. Jessica asomó la cabeza. Sus ojos brillaban como fuegos artificiales en la noche.
Simón la bajó al suelo y le puso las manos sobre los hombros.
– Jessica, no debes volver a hacer esto nunca.
– Sí, papá.
Bree notó un hormigueo repentino en las palmas de las manos.
– Eres lo bastante mayor como para entender la irresponsabilidad. Con esconderte no resuelves los problemas. Hay lugares en la casa y fuera que son muy peligrosos para una niña. Quiero que me prometas que me lo preguntarás antes de ir a explorar otra vez.
– Sí, papá.
El hormigueo estaba transformándose en un picor.
– Eres capaz de usar tu entendimiento. Yo sé que puedes comprender que hay ocasiones en las que no puedes salirte con la tuya. La próxima vez, quiero que intentes pensar en que el problema…
– Sí, papá. ¡Estás aquí! -exclamó al ver a Bree-. ¡Lo sabía! Sabía que podía hacer que te quedaras.
– ¿De verdad, «chére»?
Bree no hubiera querido empujar a Simón pero necesitaba acercarse a la niña para sujetarla con una mano y darle un azote con la otra.
– ¡Bree!
Oyó la exclamación de Simón en el instante en que la palma de su mano conectaba con el trasero de la pequeña conspiradora. El aullido de la niña debió ser audible en toda la casa. Bree la hizo girar y se enfrentó a ella al mismo nivel que sus ojos.
– Si vuelves a intentar un truco parecido tu papá te dará seis como este y te castigará encerrada en tu habitación. ¿Has entendido?
– Sí, Bree.
– Le has dado a tu padre un susto de muerte. Di que lo sientes. ¡Pero ahora mismo!
– Lo siento, papá.
Bree le quitó un poco de suciedad que tenía en la mejilla y suavizó su tono de voz.
– De acuerdo. Estamos en paz. Todo olvidado, pero creo que tu papá necesita un beso. Y luego deberías subir a tu cuarto para cambiarte esa ropa tan sucia.
Jessica se arrojó a los brazos de su padre. A los pocos momentos subía las escaleras con el mismo entusiasmo. En la atmósfera polvorienta del comedor se hizo un silencio espeso. Había un brillo extraño en los ojos de Simón pero Bree no sabía a qué atribuirlo.
– Le has pegado a mi hija.
– No creo que una palmada merezca ese calificativo. ¿Has visto una sola lágrima en sus ojos?
– No he dicho que le hayas hecho daño.
– Andaría sobre cristales rotos antes de hacerle daño a un niño. A cualquier niño. Y mucho menos a Jessica.
– Pero un azote es un azote.
– Lo sé -dijo ella cruzando los brazos sobre el pecho con expresión culpable-. Si lo que deseas es que me disculpe lo haré. Estuvo muy mal que me entrometiera y me siento fatal. Peor que fatal. Me siento una miserable. ¡Demonios, Simón! ¿Nunca hiciste alguna trastada cuando eras pequeño? ¿No te acuerdas de que lo único que querías era olvidarla? No podía quedarme impasible viendo cómo la sometías al castigo inhumano de sermonearla.
Hubo otro chispazo de luz en los ojos grises. Éste más provocativo a través de los párpados entrecerrados. Su voz sonó mesurada.
– Intentaba razonar con ella.
– Ese sistema de poleas debe ser más viejo que las colinas. Si se hubiera escondido cuando el elevador estaba en el segundo piso, podría haberse hecho daño. No se razona con una niña en esas circunstancias. Se hace algo rápido para asegurarte de que no lo volverá a repetir. Lo digo porque yo también era así. Pregúntale a mi padre si no me crees.
Bree se acaloró con la discusión. No pretendía tener experiencia maternal, pero guardaba unos recuerdos muy claros sobre los métodos que funcionaban con un espíritu indómito. El cielo sabía que ella había sido uno de ellos.
– ¡Claro que te creo! En realidad, no tengo ningún problema para imaginarte como una pequeña monstruosidad -dijo Simón conciliador-. Bree, ¿por qué no te quedas?
– ¿Qué has dicho?
Bree lo había oído, sólo que pensaba que había entendido mal.
– ¿No reconsiderarás tu decisión de marcharte?
Los labios de Bree se curvaron en una sonrisa caritativa.
– De acuerdo. Supongo que has estado sometido a una gran tensión. Todos decimos cosas que no sentimos cuando estamos tensos. Tomemos una taza de té, «cher». Te sentirás mejor y…
– Te he pedido que te quedes, Bree. Y puedo asegurarte que me encuentro en mi sano juicio y que lo digo sinceramente.