Capítulo 2

Bree durmió como un tronco, pero sus sueños fueron saboteados por un merodeador en calzoncillos azules con ojos apesadumbrados y heridos, que la persiguió por los bosques para atraparla una vez bajo los árboles sombríos y otra en un prado a la luz de la luna. En las dos ocasiones le quitaba la ropa sin miramientos y la poseía con una creatividad apasionada y sin inhibiciones. Eran unas escenas desagradables y duras.

Cuando Bree abrió los ojos el solo había subido mucho en el cielo. En su cabeza somnolienta sólo cabía un pensamiento, tenía que salir de allí.

Con toda la rapidez de que fue capaz volvió a convertir la cama en sofá, dobló la manta y se quitó la bata. El jersey rojo, los pantalones y la chaqueta vaquera se habían secado amoldándose al radiador y tenían la forma de un acordeón. Recogió su bolso y salió de puntillas rezando para que su anfitrión siguiera dormido en el piso de arriba. No deseaba abusar de su hospitalidad ni un segundo más pero necesitaba un baño, tenía la boca seca y su rostro necesitaba una buena dosis de agua fresca.

Como un ladrón se acercó sin hacer ruido a la cocina. La casa parecía distinta a la luz del día, menos espectral y más como un gran elefante blanco que suplicara cuidados. La luz despiadada revelaba las grietas en la pintura, el artesonado deteriorado y el polvo acumulado. Las telarañas adornaban los rincones y las lámparas. Bree se preguntó otra vez cómo había llegado Simón a parar allí.

A continuación, volvió a recordarse que los gatos perdían la mayoría de sus vidas por culpa de la curiosidad.

Casi había llegado a la cocina, por la que tenía que pasar para llegar al baño, cuando se quedó quieta. El sonido de algo al caer y romperse acompañado de unas voces la detuvo. Hasta aquel momento, no se le había ocurrido que pudiera haber otro ser humano en la casa. Una de las voces era áspera, sensual y pedante. No le costó trabajo reconocerla. La otra contrastaba con la voz de bajo en que era un tono de soprano pero compartía la cualidad de la aspereza.

– Después de desayunar, vamos a llamar a tu madre.

– Sí, papá.

– Te vas a disculpar por haberte comportado así con ella.

– Sí, papá.

– Le has dado un susto de muerte. Ya eres mayor para saber lo que haces, Jessica. No tienes excusa. Ella besa el suelo por donde pasas y creo que eso es la mitad del problema. Se dice que el divorcio es un infierno para los niños pero tú te has aprovechado. Has estado aprovechándote desde los tres años. Y en cuanto a la última huelga de hambre…

Las palabras desagradaron a Bree, que no pudo evitar asomarse. Había imaginado que Simón estaba riñendo a su hija y que su hija estaría pasando una adolescencia difícil.

Su hija tenía unos cuantos años. Una niña mofletuda estaba sentada sobre la mesa de la cocina. Sus piernas se balanceaban mientras escuchaba con seriedad el sermón de su padre. Tenía los mismos rasgos y ojos que Simón, sin embargo, los suyos estaban ampliados por unas gafas de montura azul. Los cabellos de los dos eran iguales, de un color rubio arenoso. La niña lo llevaba en bucles que le llegaban hasta los hombros. Se calzaba con unas zapatillas de tenis de color naranja y sin cordoneras. Unos pantalones vaqueros y una blusa mal abotonada completaban el atuendo. Y, o Bree se equivocaba o se había pintado los labios con un lápiz rosa brillante.

– Es el colmo. Vas a volver con tu madre, Jessica. No te puedes quedar conmigo.

– Claro que sí -repuso la niña con paciencia-. Estoy aquí, ¿verdad?

– Ya sé que estás aquí pero eso no quiere decir que puedas quedarte.

– Seguro que sí.

– Te repito que no.

– Seguro que sí.

– Jessica…

– ¿Quién es esa, papá?

Bree no había querido entrar pero primero la niña le había llamado la atención y luego el estado de la cocina. La noche anterior, le había parecido un paraíso para cualquier cocinero y había estado limpia y ordenada. Tazas, platos y cáscaras de huevo se apilaban en la encimera. Una mesa coagulada en el horno debía ser un intento de hacer bollos. Aparentemente, al fracasar el intento, Simón había intentado hacer panqueques. El fregadero estaba lleno de algo quemado y bulboso y había goterones de masa espesa por todo el suelo.

No era un pequeño lío, era todo un desastre, tan terrible que Bree tuvo tentaciones de echarse a reír. La tentación desapareció cuando Simón volvió la cabeza.

En aquel instante, Bree supo que su apasionado merodeador nocturno no tenía el menor recuerdo de su escapada. Igual que a un hombre lobo la luna menguante, la luz del día no dejaba ningún recuerdo de sus actividades nocturnas en Simón. Volvía a ser el pez gordo de Wall Street que había conocido, ceño intimidatorio incluido.

Simón se fijó en sus ropas arrugadas, en su pelo revuelto, en sus pies descalzos. Su mirada hablaba por sí sola. Pensaba que ya se habría marchado. Sin embargo, al estudiar su cara pensó en un fugitivo. El acoso brillaba en sus ojos rodeados de sombras. Estaba pálido de fatiga. Quizá no había comido. Bree se encontró preguntándose cuánto tiempo haría que no había dormido bien. Sólo el cielo sabía lo que había sucedido pero no era difícil adivinar que Simón no era un hombre que le diera la bienvenida a los problemas o a las complicaciones. Y en aquel momento parecía tener más que suficiente de ambas.

– ¿Quién es, papá?

– La señorita Reynaud se perdió anoche en la tormenta.

– Y me iré ahora mismo -se apresuró a añadir ella-. Siempre que no tenga inconveniente. Pero necesito usar su…

– Adelante.

– Me gusta cómo hablas -le dijo Jessica.

Bree no pudo resistir el impulso de guiñarle un ojo sin que Simón la viera.

– A mí también me gusta cómo hablas, «chere».

Sin embargo, no hubiera sido inteligente comenzar una conversación. Se apresuró a pasar al baño bajo la mirada ceñuda de unos ojos grises.

– Habla maravillosamente -le dijo Jessica a su padre.

– Es porque viene de otra parte del país, por eso habla de un modo diferente -le aleccionó su padre.

– ¿De dónde?

– De algún sitio del sur. No lo sé. No nos importa. Pero no vas a conseguir que me distraiga, jovencita. Tú y yo…

– Me muero de hambre, papá.

Silencio.

– ¿No hemos desayunado?

Más silencio.

– ¡Dios mío! -dijo él con un suspiro más profundo que el viento del norte-. De acuerdo. Todavía quedan dos cajas más de alimentos. De alguna manera nos las arreglamos para hacer algo comestible y luego llamaré a tu madre.

– Sí, papá.

Bree no pretendía escucharlos, naturalmente. Pero no era responsable de que la puerta tuviera un montante que estaba parcialmente abierto. Cuando abrió el grifo dejó de oír sus voces. Se aseó y rebuscó en su bolso para maquillarse un poco. La rutina no le llevó más de cinco minutos. Sin embargo decidió esperar diez.

– ¿Ves éste? Contiene vitaminas naturales y fibra. Hace que crezcas sana y fuerte. Pero el otro está hecho a base de conservantes y asquerosos productos químicos como sodio y, en cualquier caso, no tiene ningún valor alimenticio. La decisión depende de ti, Jessica. No quiero influirte.

– Estupendo. Quiero Capitán Cracko.

Hubo un momento de silencio.

– ¿Me has escuchado?

– Sí, papá.

– No quieres Capitán Cracko.

– Has dicho que podría elegir. Lo has prometido.

– Yo no he prometido nada. Creí que tomarías la decisión correcta.

– He tomado la decisión correcta -repuso Jessica en el mismo tono pedante y razonable que su progenitor.

Bree sonrió. Sin embargo, cuando acabó de recoger sus cosas había perdido la sonrisa. Simón parecía pensar insensatamente que podía hablarle a una niña de cuatro años como si fuera un miembro del consejo de dirección. No decía mucho en favor de su conocimiento de los niños. En realidad, Bree no lograba imaginarse cómo podía haber llegado a tener una hija. Hacía falta algo más que desnudarse para el sexo, hacía falta emoción. Hasta ese momento ni siquiera le había visto relajarse lo suficiente como para sonreír.

Excepto la noche anterior sobre las tres de la madrugada. Simón había sido muy real, muy humano. Un hombre indefenso con ojos grises y tristes y una necesidad desesperada de encontrar a alguien a quien abrazar por las noches.

De pronto se dio cuenta de que ya no oía su conversación. Salió y vio que la niña había desaparecido aunque las huellas de su victoria permanecían sobre la mesa. Un tazón lleno de cereales Capitán Cracko se transformaba en engrudo a ojos vistas.

Simón estaba sentado en una silla completamente derrotado. Tenía los ojos cerrados y las piernas extendidas. En cuanto se dio cuenta de su presencia, abrió los ojos y se sentó en una postura formal para bendecirla con una de sus miradas de censura.

– ¿Se marcha ya? -preguntó con evidente alivio.

– Me gustaría mucho pagarle el alojamiento -dijo ella.

– Olvídelo.

– Es cierto, me siento un poco incómoda.

Ni siquiera era remotamente cierto. Parecía que un diablillo le ponía esas palabras en la boca.

– La tormenta me asustó de veras. No se imagina lo agradecida que le estoy por haberme brindado un techo bajo el que guarecerme. Si no me acepta el dinero quizá podría hacer otra cosa por usted.

– No quiero dinero y no tiene por qué hacer nada. Señorita Reynaud…

– Bree, por favor. Y no me llevará más de diez minutos ordenar esta cocina.

– Aprecio la oferta pero no es necesaria, estoy seguro de que querrá continuar su viaje…

– ¡Por favor! Tutéeme. Me llamo Bree.

Era obvio que quería que se fuera. Y mucho. Pero no tanto como quería librarse de aquel desastre.

– No es tu problema, Bree -contestó él con un tono un poco menos duro.

– Claro que no, pero tampoco era tu problema que yo me hubiera perdido. Sinceramente, no tardaré más de media hora en hacer habitable este lugar, siempre que no haya ninguna objeción.

Bree estaba completamente segura de que tenía millones pero no dijo nada.

Bree se subió las mangas.


La muy descarada seguía allí a la hora de cenar, lo que tenía a Simón absolutamente confuso. No había escalado posiciones hasta conseguir unos ingresos de seis cifras siendo ingenuo con la gente. No obstante, Bree no estaba allí por amor ni por dinero. Podía haberse marchado a las once de la mañana pero se había quedado todo el día y se había ocupado de Jessica. En la comida había preparado un menú inverosímil y delicioso que llevaba el pintoresco nombre de arroz manchado. Ya eran las seis y Simón se disponía a probar otro bocado de otro guiso étnico que no le era familiar.

No sólo era bueno. Se le hacía la boca agua con sólo olerlo. Bree era una cocinera consumada. La situación empezaba a resultarle molesta. Los cocineros de primera no caían del cielo ni tampoco los ángeles de la guarda que hicieran de canguro. Bree había salido de ninguna parte y se había pasado el día trabajando como una esclava. Simón no tenía ni remota idea de cuáles podían ser los motivos que la impulsaban a ese comportamiento con lo que se figuraba que debía haber una trampa en algún sitio.

Siempre había alguna trampa cuando se trataba de mujeres.

– Me encanta este guiso, Bree -dijo Jessica.

– Excelente -alabó él.

Unos ojos azules se clavaron en su rostro.

– ¡Ah, «cher»! Pareces muy sorprendido. Hubiera jurado que cuando lo has visto parecías un hombre al que van a envenenar.

Se dirigía a él con la misma familiaridad que si lo conociera de mucho tiempo. Esa familiaridad le irritaba como el chirrido de una tiza en la pizarra. La observó maravillado. Incluso se las arreglaba para comer provocativamente, lo cual era más sorprendente porque su figura era la de un niño de diez años. No llevaba sujetador bajo el jersey rojo. Era tan plana como una tortilla. Sus vaqueros no ocultaban casi nada excepto una inapreciable curva en sus caderas. A Simón nunca le habían atraído las piernas largas y huesudas.

Frunció el ceño mientras comía. No era el tipo de figura capaz de hacer que un hombre perdiera el sueño o los nervios. Sin embargo tenía una manera de andar y balancear su trasero que le hacía pensar que había algo de inmoral en sus movimientos.

Con todo, había algo peligroso en ella, una idea que Simón encontraba irrazonablemente e injusta. Bree le había perturbado desde el primer momento. No le gustaba la manera en que su cuerpo reaccionaba en su presencia pero lo más grave era que no lo entendía.

No había nada en su cara para que un hombre se volviera tan receptivo. Su pelo era negro, largo, y su corte no podía ser más simple. Su piel parecía porcelana y su nariz era ligeramente respingona. La composición era sugerente, incluso atractiva, pero nunca enloquecedora. Su boca, pequeña y suave de labios rojos, hablaba de dificultades pero Simón no podía condenarla porque la naturaleza hubiera dotado a sus labios de un color saludable.

Decidió sombríamente que debían ser los ojos. Ninguna mujer buena tenía unos ojos así. Las cejas trazaban un arco irreverente, las pestañas gruesas y oscuras y su color era de un azul claro asombroso. Había una chispa en ellos, una réplica sexual.

– Empiezo a tener la mosca en la oreja -dijo ella-. Si tienes alguna pregunta que hacerme no entiendo por qué no las haces de una vez.

– No hay nada que preguntar -dijo él sabiendo que había un millón de preguntas en su cabeza.

– ¿No? Me parece que fruncías el ceño por algo.

Demonios. En fin, ella había empezado.

– Me preguntaba… -dijo con un gesto hacia la comida-. Bueno, cuando te ofreciste a preparar algo, nunca pensé que fuera esto. Es excelente. Tan bueno que podrías ganarte la vida como chef.

– ¿Eso te preguntabas? ¿Cómo me gano la vida? En realidad no me preocupo mucho. Mucha gente califica mi modo de vivir como puro y simple vagabundeo.

Bree sonrió y se sirvió otro plato. Simón pensó que podía rivalizar en apetito con un elefante.

Por un momento pensó que ella utilizaba su sonrisa y palabras como «vagabundeo» deliberadamente, como si supiera lo que debía hacer para abrir la puerta de su corazón. Pero era imposible.

– ¿No estás interesada en una carrera?

– ¡Oh, bueno! Estuve sentada varios años en una silla de secretaria tratando de trabar amistad con una terminal de ordenador y tratando de dominar a una impresora maligna, intentando que los acontecimientos excitantes de la oficina no me arrastraran.

– ¿Debo pensar que los negocios no te interesan?

– No puedo soportar ese mundo -admitió ella alegremente.

Quizá adivinaba que él estaba dedicado por entero a los negocios o quizá no. Simón sabía que era mejor permanecer callado pero no podía.

– ¿Qué edad tienes? ¿Veinticinco?

– Veintisiete.

– Pero debes haber encontrado algo que te hubiera gustado hacer.

– Durante una temporada jugué con la idea de la cocina, como ya has adivinado. Es algo que encaja bien en un estilo de vida nómada. Tanto si estás en una gran ciudad como en un pueblo, siempre hay alguien que necesita un cocinero. Ha sido muy divertido hacer cush-cush en el sur de Pensilvania, couche couche en Iowa, buñuelos de frutas en Michigan…

– ¿Qué es couche couche? -preguntó Jessica, que no se había perdido una sola palabra de la conversación.

– Algo buenísimo para desayunar -le dijo Bree y habría continuado explicándoselo si Simón no la hubiera interrumpido.

– ¿Y cuánto tiempo llevas divirtiéndote con tus viajes?

– Algo más de un año.

– Más de un año. ¿Sólo viajando de aquí para allá sin ninguna meta en particular?

– Pues sí.

– Sin trabajo fijo, sin una meta profesional.

– Repito que en absoluto.

– ¿En el coche, viviendo al día y sola?

Bree apoyó la barbilla en la palma de la mano.

– Creo que existe la posibilidad de que estemos remotamente emparentados. He oído esta misma conversación en boca de mis cinco mil parientes.

– No quería ofenderte -dijo él envarándose.

– No me has ofendido -se apresuró a tranquilizarle ella-. Tengo cuatro hermanos que me perforan el oído con la misma conversación cada vez que hablamos por teléfono. Su preocupación principal, por supuesto, es que cualquier hombre piense que soy una mujer fácil y lanzada porque viajo sola. No es que crea que esa idea te haya pasado por la cabeza, Simón.

Simón tenía un auténtico dolor de cabeza de todas las ideas que se le habían pasado por ella.

– Yo soy fácil y lanzada -les informó Jessica-. Nadie me gana a correr. Bree, si no eres lo bastante lanzada yo puedo ayudarte.

– Gracias, cariño -dijo Bree sin dejar de mirar a su padre-. Ya les he dicho en más de una ocasión que puedo cuidar de mí misma. Fue una lección que aprendí en el asiento trasero de un Buick cuando tenía dieciséis años. Hace un año tuve un sueño, quería ver el país, saber cómo vive la gente, aprender todo lo que pudiera antes de que me ataran y no volviera a presentarse esa oportunidad. ¿Nunca has tenido un sueño que quisieras hacer realidad?

Simón no dijo nada. No había nada que pudiera decir sin quedar como un estúpido pomposo y se imaginaba que ya lo había hecho lo suficiente. Sin embargo, no acababa de creerse aquel negocio del idealismo. Pasaba por las respuestas descaradas, por aquella retórica libre pero detrás de todo, en el fondo de sus ojos, se atisbaban los secretos y la vulnerabilidad de una mujer. Se descubrió preocupándose por lo que le podía haber sucedido en el asiento trasero de aquel coche y decidió que debía estar perdiendo la cabeza.

Tenía servidos sus propios problemas. El menú no incluía los de una desconocida de ojos azules y enigmáticos.

Se excusó y fue a llamar por teléfono mientras ella le servía helado a Jessica. Por décima vez en el día marcó el número de su ex mujer en Rapid City.

Liz no había querido escucharle cuando el día anterior le había dejado a Jessica en la puerta. Jess era una consumada experta en desaparecer y permanecer días enteros en silencio, pero su último truco eran las huelgas de hambre. Aquello había acabado con la resistencia maternal de Liz.

Cualquiera podía ver que Jess no había pasado hambre. Simón estaba seguro de que se las había compuesto para comer durante la representación. Pero cuando deseaba algo era muy capaz de hacerle pasar a su madre un verdadero calvario hasta conseguirlo. En aquella ocasión quería pensar una temporada con su padre.

Simón hubiera caminado sobre las aguas si la niña lo hubiera necesitado pero ni era el caso, ni bajo esas circunstancias podía hacerse cargo de ella. Liz no había querido escucharle. Sin embargo, a pesar de sus sentimientos hacia ella, sabía que era una madre devota. Ya se habría calmado y quizá estuviera en disposición de razonar un poco.

Nadie contestó. Se pasó una mano por el rostro. Le ardían los ojos y le dolía la cabeza. Tenía los nervios a flor de piel. No podía recordar cuándo había sido la última vez que había dormido bien.

La tensión, el stress y él eran viejos amigos. Su empresa de ingeniería le exigía unas jornadas laborales de veinticuatro horas. Hacía poco que había perdido a su hombre de confianza y luego, su tío Fee había muerto. Simón casi no había conocido al viejo y excéntrico ermitaño, ni había esperado heredar su mansión, ni tener que ser el ejecutor de su testamento. Pero no podía ser otro. De modo que el día anterior había hecho una maleta, había cogido a Jess y su ordenador, y había emprendido viaje con la esperanza de que no le llevaría mucho tiempo. Se había equivocado.

En la mansión gótica cabía esperar de todo. Otra cuestión era de dónde iba a sacar los restauradores que necesitaba en medio de aquel desierto. Había una horda de parientes lejanos dispuestos a lanzarse como buitres sobre lo que fuera y él tenía la obligación de ordenar y tasarlo todo. Pero le iba a llevar mucho tiempo.

Un tiempo que no podía permitirse. Un tiempo que una niña de cuatro años se encargaba de complicar más todavía. Simón la amaba más que a su vida y se desesperaba porque no podía atenderla con propiedad en una mansión sucia en la que la calefacción funcionaba de milagro. Pero se había encumbrado en su carrera a base de aceptar desafíos. Todavía no había llegado una crisis que él no pudiera resolver. Pero estaba agotado.

– ¿Simón?

Bree estaba en la puerta del salón con un trapo de cocina en las manos. Vista a contraluz, su silueta y sus piernas parecían aún más huesudas. Dos mujeres de su tamaño habrían cabido en el jersey que llevaba. Tenía los pies descalzos. Había andado todo el día descalza. Aparentemente era alérgica al calzado. Y aparentemente, él no podía mirarla a la boca sin pensar en sexo y pecado. Pero Simón no disponía de tiempo y eso agravaba la irritante atracción que sentía hacia ella.

Podía ignorar la atracción pero no la deuda moral. Ella se había quedado sin que se lo pidiera y Jess la había aceptado como a un alma gemela. Sin Bree, él todavía estaría preparando el desayuno.

– Quería decirte que Jess está arriba. He prometido leerle un cuento. Cuando acabe me marcharé.

– Nada de eso.

– ¿Cómo has dicho?

Simón lanzó un suspiro. No había sido su intención que sonara como una orden. No sabía lo que era pero algo en ella hacía que su voz sonara rígida.

– Si te vas ahora tendrás que conducir en la oscuridad -dijo en un tono más razonable.

– He conducido de noche bastante a menudo.

– No conoces los alrededores y yo sí. El sitio más cercano donde puedas alojarte es Rapid City.

– No es ningún problema. No me siento cansada.

Simón sintió que le daba un vuelco el corazón. El cielo sabía que había estado a salvo con él pero otros hombres podían fijarse en esas piernas largas y en esos ojos provocativos y hacerle pasar un mal rato. En la carretera había baches más grandes que su Volkswagen y había que añadir que se volvería loco si no conseguía descansar. Eso no iba a ser posible si se pasaba toda la noche preocupado por si ella se perdía de nuevo.

– Mi hija se lleva muy bien contigo -dijo él cambiando de estrategia.

Bree se apoyó en el quicio de la puerta y le sonrió.

– Es un amor.

– Debemos hablar de dos niñas diferentes. Mi ex esposa no puede conseguir una canguro si no es a unos precios astronómicos que justifiquen los riesgos de la batalla.

– Por lo menos, nunca tendrás que temer que se achique ante nada -dijo ella con una sonrisa-. Algo me dice que es una característica genética.

– No nos parecemos en nada -dijo él sorprendido.

– ¿De verdad?

– ¿Bromeas? Me da cien vueltas. Nunca sé qué decirle a una niña de cuatro años con sombra de ojos en los párpados. La cuestión es que le has dedicado el día a mi hija. Quizá no te habías dado cuenta de que me hallaba en un apuro…

– ¡Ah! Claro que me he dado cuenta. Jess charla como una urraca. No ha sido muy difícil averiguar que su madre te la dejó ayer sin previo aviso. Ella piensa que el sol sale y se pone gracias a ti.

No necesitaba añadir que ella no compartía la opinión de la pequeña.

– Lo importante es que yo tenía mucho que hacer y no habría podido de no estar tú para hacerte cargo de Jessica. No sé qué te ha motivado a quedarte y tampoco me importa. En cuanto a mí concierne, lo mínimo que te debo es hospitalidad. Además, no puedes hablar en serio de salir a conducir de noche por caminos que no conoces.

– Mis motivos para quedarme no son difíciles de adivinar -dijo ella estudiándolo con ojos suaves-. Tengo todo el tiempo libre que quiera, me ha gustado tu hija y he querido hacerlo. Ninguno de esos motivos ha de representar una obligación para ti.

– Ya me doy cuenta pero…

– No quieres que me quede otra noche, «cher».

Bree lo dijo en un tono calmado que no suponía ningún reto, sin embargo, su percepción le provocó. Simón no se consideraba un libro abierto. Se suponía que ella no debía darse cuenta de la inquietud que suscitaba en él.

– Eso no es cierto. No te lo diría si no lo sintiera.

Bree meditó seriamente durante un momento.

– Vas a quedarte preocupado si viajo de noche, ¿no?

– No.

– Creo que sí y he de confesar que me confundes, Simón -dijo ella con una sonrisa apenas perceptible-. Todavía no estás absolutamente seguro de si quiero robar la cubertería de plata de la familia y, no obstante, te sentirías culpable si me voy a estas horas de la noche.

– Nunca he pensado que fueras una ladrona -se defendió él dándose cuenta de lo aguda que era en realidad.

– Quizá no sean las palabras adecuadas. Supongo que le confiarás tu hija a muy poca gente y has tenido plena confianza en mí. Quizá el problema entre tú y yo se presente a otro nivel. Por casualidad, ¿no te preocupará que vaya a seducirte en mitad de la noche?

Simón se pellizcó el puente de la nariz. Firmaba contratos en millones de dólares, era respetado por gente de todo el mundo hasta el punto de resultarle molesto, se había hecho cargo de los parásitos de su familia, nunca le había debido nada a nadie. Era un director que quería unas relaciones claras sobre las que pudiera tener un control absoluto. ¿Por qué, entonces, cada encuentro con aquella mujer amenazaba con nacerle perder el control sobre sí mismo?

– Señorita Reynaud, tengo treinta y cinco años y hasta esta noche nunca había tenido problemas para mantener una conversación racional con una mujer.

– Sólo pretendía dejar claro que te encuentras a salvo.

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