El cencerro falló.
Claro que era posible que Bree no lo hubiera oído. Se había dormido tan profundamente que quizá no hubiera oído a una banda militar tocando junto a su cama. Quizá no la habría despertado ningún sonido, pero las caricias de Simón sí. Como en las ocasiones anteriores Simón no hizo nada para asustarla. Sus movimientos eran cautelosos y furtivos. Se metió en la cama con la misma naturalidad de un antiguo amante. Le puso la mano sobre las costillas, justo debajo del seno. El muro de su pecho se apretó contra su espalda hasta que se acoplaron como las piezas de un rompecabezas. Le apartó el pelo de la nuca como si lo hubiera hecho un centenar de veces y apoyó la cabeza sobre la almohada. Bree podía oler su piel limpia y cálida, podía sentir la caricia de su aliento en la nuca.
También sentía que todo su cuerpo comenzaba a vibrar, a desear. Se dio la vuelta entre sus brazos poseída por un sentimiento de desesperación.
Simón la había tapado olvidándose de él mismo. La claridad de la luna se reflejaba en sus pestañas y en el mechón de pelo que le caía sobre la frente. Tenía los ojos cerrados y respiraba profundamente. La emoción estalló en lo más hondo de Bree de una manera irrevocable.
Ni las trampas sonoras ni sus precauciones la habían salvado. Era demasiado tarde. Se había enamorado. No sólo de Simón, sino también de Courtland. No sólo de su ardiente fantasma nocturno, sino del hombre que la había esperado sentado en las escaleras. Como dotados de voluntad propia sus dedos le acariciaron la mejilla y le apartaron el mechón de pelo. Su abuela le había contado muchos cuentos sobre el «feufollet», el fuego fatuo, el espíritu maligno que perseguía a sus víctimas hasta que se perdían en los pantanos. Bree no sabía la naturaleza del fuego fatuo de Simón, pero su corazón reconocía a un hombre que había extraviado su camino.
Se sentó con la espalda apoyada en la almohada para mirarle. Nada podía suavizar sus rasgos pero las líneas duras de tensión y de control desaparecían durante el sueño. Bree sabía que valoraba ese control. Sólo de noche se relajaban sus defensas porque incluso él era vulnerable durante el sueño.
Se negaba a despertarle. Jessica no debía encontrarle allí por la mañana pero Bree podía obligarse a permanecer despierta durante horas. Alguien tenía que velar su sueño, mantener la vigilancia, protegerle. ¿Cuántas noches llevaría vagando solo por la casa a oscuras?
Aquella noche no. No, aunque tuviera que pellizcarse cada minuto iba a mantenerle a salvo. Necesitaba desesperadamente descansar. Nunca le había parecido tan joven, tan indefenso, tan inocente.
– ¡Maldición!
Bree abrió los ojos. Una voz somnolienta parecía venir de un punto situado por encima de su cabeza. No era una voz feliz. En realidad, rezumaba horror.
Durante unos segundos se quedaron inmóviles. Simón tenía un brazo bajo el cuerpo de Bree, el otro se amoldaba a la curva de su trasero. Su trasero desnudo. El camisón se le había subido a la cintura. Su pierna izquierda estaba atrapada entre las de él. Había una diferencia, Simón llevaba ropa interior, ella no. Algo duro, cálido y pulsante, presionaba contra su muslo. Los dos se dieron cuenta en el mismo momento.
Bree se movió al mismo tiempo que él. No pretendía darle una patada, sólo quería bajarse el camisón. Simón tampoco quería ponerle la mano en un pecho pero brazos, piernas y mantas estaban demasiado entrelazados.
– Si te tranquilizas un momento y me dejas que…
– Estaba tranquila hasta que me has dado el codazo en las costillas…
– No quería hacerte daño, sólo proteger mi…
– Sé lo que tratabas de proteger, «cher». Y no quería darte la patada. Quería ayudar.
– Pues deja de ayudar, ¿de acuerdo? O por lo menos no con las rodillas. Mira, si te quedas quieta un momento…
– No puedo quedarme quieta con tu mano en mi…
– Bree, ¿ha sucedido esto anteriormente?
En aquel preciso instante, la sábana cayó sobre la cabeza de Bree, que no hizo nada por quitarla. La luz del amanecer entraba por la ventana y era mucho más cómoda la oscuridad.
Había chispas eléctricas en la habitación como para causar un incendio. Nadie habría necesitado encender una cerilla para provocar una combustión espontánea. Bree no estaba seguro de qué era peor, si las oleadas de placer que le provocaba su proximidad, o el conocimiento culpable de que las respuestas de su cuerpo eran vergonzosamente familiares. Para ella, no para él.
En Louisiana había grandes y maravillosos pantanos de arenas movedizas donde una mujer podía arrojarse en esas ocasiones. En Dakota del Sur no.
Simón retiró un poco la sábana decidido a ver la expresión de su rostro. Pero estaba tan sonrojado como ella misma. Por lo que Bree podía ver, tenía un ataque de culpabilidad tan intenso como el suyo, aunque no por los mismos motivos.
– ¿Cuántas veces te he molestado por la noche?
– No me has molestado. No es eso.
Era obvio que Simón esperaba otro tipo de respuesta. Sus ojos se entrecerraron, los músculos de su mandíbula se tensaron. Empezó a salir de la cama pero se lo pensó mejor y cogió la sábana. Bree sabía que trataba de ocultar su erección.
– Simón, no pasa nada…
– ¡Cómo que nada! No puedo creer que te haya hecho esto.
Se pasó una mano por los cabellos y volvió la cabeza para no tener que mirarla.
– Ocurrió algo cuando tenía catorce años que desencadenó este estúpido sonambulismo. Pero creía que lo había superado. No había vuelto a tener este problema hace diez años. ¿Qué demonios es eso?
Bree sacó la cabeza de las sábanas para mirar hacia la puerta. Las almohadas estaban cuidadosamente apiladas, la cuerda enrollada y el cencerro sobre una mesa. Bree pensó que un poco de sentido del humor podría aliviar su expresión atormentada.
– Eres ordenado incluso en sueños, «cher». La verdad es que deberías considerar hacer una segunda carrera como ladrón. Puedes abrir puertas cerradas con llave, desmontar trampas sonoras en la oscuridad y tienes un olfato de sabueso porque intenté cambiar de habitación hace bastante…
– He debido asustarte.
– Un poco quizá.
– Bien, al menos nunca hemos…
– ¡Rayos, no!
Simón detectó una rapidez inusitada en su respuesta. Bree sintió un nudo en la boca del estómago. No era como estar en la cama con su alter ego. El sonámbulo era amable, relativamente obediente y maravillosamente manejable. Aquello se parecía más a despertarse en la misma cama que un león. Simón la miraba con un brillo de cazador en los ojos.
– ¿Alguna vez he hecho algo más que dormir contigo?
– ¿Cómo puedes…?
– ¡Reynaud!
Bree sabía que le estaba pidiendo la verdad pero ella no podía pensar. Simón le acarició la mejilla con la yema del pulgar. Era probable que no supiera lo que hacía. En aquel momento, Bree se dio cuenta de que la deseaba. El duro y frío Courtland que jamás dejaba traslucir sus emociones la miraba con unos ojos oscurecidos por el deseo.
– No ha pasado nada. Nunca -le aseguró ella.
– A cierto nivel lo sé -dijo él con una voz dura-. No hemos podido hacer el amor. Créeme, Bree. Lo sabría. Lo que quiero saber es si he hecho algo que te molestara o que te ofendiera -murmuró sin dejar de acariciarle la mejilla.
– No.
– No mires a los ojos cuando mientas, cariño. Se te nota demasiado y sólo empeora las cosas.
Simón respiró profundamente y expulsó el aire de sus pulmones mientras juraba como un pirata. Sus rasgos se alteraron ante el despliegue de toda una gama de emociones. Una de ellas incluso era de buen humor.
– Me siento como si me hubieran preparado una fiesta de cumpleaños por sorpresa y hubiera perdido los regalos. Era sólo un niño cuando empecé a caminar en sueños pero la raíz del problema tardó bastante en descubrirse. Lo que no consigo explicarme es por qué no has recurrido a lo obvio, sacudirme, pegarme para que me despertara.
– Tenía miedo de hacerlo -admitió ella.
– ¿Pensaste que te haría daño, que me aprovecharía de ti? -preguntó él endureciendo el gesto.
– No.
Bree cerró los ojos. La verdad completa era demasiado ardiente para que él la viera. Pero ya conocía a Simón. Jamás le haría daño. Los temores que había despertado su amante fantasma estaban en el interior de ella misma. Su naturaleza era la entrega y siempre había esperado encontrar un hombre que no la necesitara. El sonámbulo nunca se había aprovechado de su vulnerabilidad. Podría haberlo hecho. Ella habría hecho el amor. Había la terrible oportunidad de que ella hubiera hecho cualquier cosa por el Simón de ojos hechizantes.
Pero la situación se había complicado. No sabía que también Courtland estaba controlando su deseo, que estar tan cerca era como saberse rociados de gasolina. Bree se recordó que el deseo no quería decir amor. Tenía que recordar que Simón ni siquiera creía en el amor.
– Bree…
– Has dicho que sucedió algo cuando tenías catorce años -dijo ella rápidamente-. ¿Qué fue?
En apariencia, no podía haber elegido un tema mejor para darle un vuelco a la situación. A Simón se le llenaron los ojos de emoción. Se sentó con la espalda apoyada contra la cabecera.
– Mi padre murió.
– Lo siento.
Simón parecía ver otra habitación, viajar por otro tiempo.
– Era un buen hombre, mejor de lo que yo seré nunca.
El amanecer se había colado por la ventana hasta que unos rayos dorados anidaron en su pelo. Las tuberías del radiador hicieron unos ruidos metálicos cuando la caldera se puso en marcha automáticamente.
– Yo era el mayor. Éramos mi padre y cuatro hermanos menores. Todavía recuerdo el funeral. Todo el mundo deshecho en lágrimas excepto yo. Yo no lloré. Sudaba sangre pensando cómo demonios iba a alimentarlos. ¿Te dice eso algo sobre mi carácter? -le preguntó mirándola desafiante.
– Sí -musitó ella.
– Era un frío calculador incluso a los catorce.
Bree sabía que era lo que quería que pensara. Pero en su interior, su corazón se retorcía de dolor por él.
– Amaba a mi padre, Reynaud. Pero murió dejando a seis personas sin un maldito dólar con el que comprar una botella de leche. ¿Crees que lo lloré?
– Creo que nunca te diste la oportunidad de llorar por él.
Pero no la escuchaba. Parecía dispuesto a clasificar su carácter para ella. Más tarde, Bree pensó que había tratado de que supiera que se encontraba perfectamente a salvo con él.
– Todos piensan que soy un bastardo. Tienen toda la razón. Liz dice que soy demasiado duro como para tener sentimientos. También tiene razón. No soy un buen hombre, Bree, olvida lo que haya podido suceder mientras estaba sonámbulo.
Bree captó el mensaje. Si por algún designo dramático del destino se había mostrado cariñoso, o amable o, ¡Dios no lo haya querido!, apasionado, podía olvidarse de que fuera presa de tales sentimientos a la luz del día.
Bree sintió ganas de abalanzarse sobre él para besarle. No tuvo tiempo de dejarse arrastrar por aquel impulso. Simón echó un vistazo al reloj y se puso en pie de un salto. Sólo eran las seis pero los dos sabían que Jessica podía levantarse en cualquier momento. Sin embargo, Bree tenía que hacerle algunas preguntas más.
– Has dicho que tu sonambulismo comenzó a los catorce. Tu familia tuvo que darse cuenta de que…
– Claro que se dieron cuenta. Una vez me encontraron andando por la carretera a las tres de la madrugada. Mi sonambulismo los tenía locos. Con el tiempo me mandaron a ver al médico.
– ¿Y qué sucedió?
Simón paseó la mirada por la habitación como si esperara encontrar algo con lo que vestirse.
– Sucedió que me sometieron a un examen físico. Lo pasé como un marine. Nada. Entonces me mandaron a un idiota que sólo quería hablar de «traumas y problemas no resueltos». Nada otra vez. Me mandaron a una clínica de sueño como último cartucho.
– ¿Tampoco allí encontraron nada?
Bree observó su cuerpo casi desnudo mientras pensaba que no había encontrado nunca otro hombre con tantos problemas por resolver. Para ella Simón estaba repleto de sueños a los que no había concedido la más mínima oportunidad de hacerse realidad.
– Sí. Por lo que se ve es una disfunción eléctrica del cerebro. No es algo que pueda curarse como una enfermedad porque es distinto en cada persona, algo así como el color de los ojos. El sonambulismo tampoco es nada inusual y para mucha gente carece de importancia.
– ¿Y no te ayudaron?
– Por supuesto. Me dijeron que me atara a la cama. Si funcionó entonces volverá a funcionar ahora.
Simón abrió la puerta y se giró para mirarla por última vez. Bree sólo había visto aquella expresión en sus ojos cuando estaba sonámbulo. ¿Qué era? ¿Anhelo? ¿Deseo? Pero estaba segura de que él lo negaría aunque le fuera en ello la vida.
– Y si no funciona, intentaré otra cosa. Lo importante, Bree, es que no tendrás que volver a preocuparte. Mi tío era un excéntrico.
Hay montones de llaves y todas funcionan como llave maestra. Te las daré todas para que las guardes, así no tendrás que preocuparte.
«Muchas gracias por quitarme ese peso de encima, Courtland. Tengo una idea mucho más clara de la situación y todo está a pedir de boca».
¡Vaya tarado! La sola idea de que tuviera que atarse a la cama la ponía enferma. Se quedó en la cama, pensando en un muchacho que había tenido que crecer de golpe, que siempre había tenido gente dependiendo de él incluso en su matrimonio. Pensó en todos los sueños que no había realizado. Pensó en el cuidado que había puesto en que ella creyera que no le importaba. Pensó en la manera en que la había mirado.
– ¿Qué es, Bree?
– «Conche couche».
Le sirvió a la pequeña un vaso de leche pero sin dejar de observar a Simón. Recién duchado, recién afeitado, recién peinado, se había refugiado tras un «Wall Street Journal» en el momento en que había entrado en la cocina. Bree atendió un momento al horno y cuando se volvió, un geniecillo había dejado un montón enorme de llaves sobre la mesa. A Simón no le importaba convertirla en el ama de llaves del castillo mientras no tuviera que comentar lo sucedido en la habitación de la torre en el resto de su vida.
– ¿No comimos eso el otro día?
– Eso era cush-cush, «chere». Esto se parece al cereal del desayuno. Créeme, es terrible para ti, casi tan malo como el Capitán Cracko.
Jess probó un poco de la cuchara como si fuera veneno. Un poco más segura, se dedicó a comer.
– ¿Qué vamos a hacer hoy?
– Un poco más tarde, nos llevaremos a tu papá de aventura por la Tierra Malas.
Bree alcanzó a oír cómo el periódico crujía inquieto. Ella estaba ocupada limpiando la cocina.
– Pensé en que podíamos subir unas cuantas montañas, llamar a los perrillos de las praderas y comer en tu escondite secreto.
– ¡Suena divertido!
Un monje irritado asomó la cabeza por detrás de su monasterio de papel.
– Suena como una excursión típicamente Reynaud. Iréis dos. No tres.
– «Chaqué chien a sonjour» -masculló ella para añadir en tono más amable-. Vas a venir, Simón.
El periódico cayó ante el embite de Jess, que subió al regazo de su padre. Iba armada con su tazón de cereal, una cuchara y un vaso de naranjada que amenazaba con derramarse en cualquier momento. Simón tuvo que defenderse.
– Sabes de sobra que no tengo tiempo. Espero algunas llamadas de Boston que no puedo perderme. Todavía no he acabado de inventariar las colecciones del tío Fee. Los pintores van a empezar hoy arriba…
– Es una vergüenza, lo sé -replicó Bree en tono caritativo-. Sin embargo, tendrán que pasar sin ti. Vienes con nosotras.
– Me es imposible -dijo Simón pronunciando lentamente con la esperanza de que lo comprendiera-. Ya llevas aquí lo bastante como para haberte dado cuenta de que tengo demasiadas responsabilidades…
– Sí que me he dado cuenta. Exactamente por eso vendrás con nosotras, Simón.
Simón no dejaba de repetirse que no era posible. Él no podía estar allí.
Había sido un buen padre. Las había llevado al valle de Sage, había caminado un millón de kilómetros cargando con tres pares de binoculares y una muñeca y se había sentado pacientemente a esperar que las dos se cansaran de mirar los perrillos de las praderas. La verdad era que las criaturas eran graciosas, menos de treinta centímetros de altura cuando estaban sobre dos patas, de un color canela y más activos que comadres. Unos comían hierbas, otros jugaban y se perseguían y otros tenían el puesto de vigías. Cuando un halcón apareció en el cielo, los vigías ladraron como perros pequeños y toda la comunidad desapareció bajo tierra en un abrir y cerrar de ojos.
A Bree le había gustado, Jess estaba encantada e incluso él había tenido que admitir que había sido divertido. Pero ya estaba bien.
En vez de atender a sus negocios estaba tumbado boca abajo. El sol le daba en la cabeza, lo que le producía una somnolencia que los saltos de Jess sobre su espalda se encargaba de disipar.
Bree tenía los binoculares. Su hija miró por los suyos e intercambió con ella una mirada de inteligencia.
– Ya vienen -dijo Jess con gesto sombrío.
– No te preocupes por nada. Estoy lista.
– ¿Seguro que tienes bastantes municiones?
– Las suficientes. Tú ocúpate de proteger a tu papá.
– Agacha la cabeza, papá.
No había nadie a la vista. Cuando habían regresado del valle del Sage, Simón había pensado que estaba libre para volver al trabajo. Se había equivocado. Las chicas habían insistido en que tenían que ver el escondite de Jessica. El famoso escondite estaba a más de un kilómetro a pie desde la casa y no era otra cosa que un cerro en el medio de ninguna parte. Habían subido por la ladera empinada agarrándose a los hierbajos. La cima era plana como un tablero y Simón había esperado que tuviera una buena vista. Lo único que había al otro lado era una rambla, el lecho arcilloso y erosionado de un antiguo arroyo.
Bree, cómo no, le había dicho a Jessica que estaba lleno de oro. Y Bree, cómo no, se escupía en las manos y fingía levantar un rifle hasta apoyarlo contra el hombro. Quitó el seguro con el pulgar y entrecerró los ojos para ver mejor a los atacantes.
– ¡Buen Dios! Vienen a docenas. Fíjate en la nube de polvo que levantan sus caballos. ¡Pero no te he dicho que cuidaras de tu papá!
– Lo tengo cubierto.
– Vienen todos. Ahí veo a Jesse James. Y más allá está Billy el Niño.
Bree disparaba el rifle en rápida sucesión. Jess hacía el sonido de los disparos.
Simón se cubrió el rostro con las manos haciendo un esfuerzo para contener la risa. Al cabo de un rato, Jess le separó los dedos para mirarle a la cara.
– No pasa nada, papá. No tengas miedo. Nos hemos salvado.
– Comprendo. ¿Han muerto todos?
– No ha muerto nadie. Bree y yo no queríamos matarlos, sólo asustarlos para que se fueran. Querían quitarnos el oro de nuestro arroyo. Te traeré un poco y así lo entenderás.
Su hija bajó la pendiente dando tumbos poseída por su propia fiebre del oro. Bree volvió a ser una persona adulta, una transición que siempre dejaba a Simón desarmado. Se dedicó a recoger los restos de la comida en una cesta. Cuando acabó, se dejó caer a su lado.
– ¿Cómo lo haces? ¿Cómo puedes hacer que te siga la corriente?
– Tengo una imaginación enfermiza.
– Yo lo llamaría un don especial para tratar a los niños.
Bree hizo caso omiso del cumplido.
– Me temo que le va a llevar un buen rato encontrar el oro.
– ¿Un buen rato? Por la pinta que tiene esa rambla yo diría que tendremos que estar aquí hasta la próxima era de los dinosaurios.
Bree se echó a reír.
– Jess descubrió este lugar durante uno de nuestros paseos. Se enamoró de él sólo Dios sabe por qué. Le hice prometerme que jamás se le ocurriría venir aquí sola pero me tenía preocupada. Las promesas de tu hija valen tanto como…
– ¿Un billete de tres dólares?
Siguieron hablando durante un rato de cosas inconexas hasta que Simón se perdió. Bree se había tumbado boca arriba con los brazos bajo la cabeza. Tenía los ojos cerrados y Simón pensó que sus pestañas eran como humo sobre la nieve. Sus pechos habían desaparecido. El talismán reflejaba el brillo del sol como una joya sobre su garganta.
Simón intentó explicarse por qué le excitaba más que ninguna otra mujer que hubiera conocido.
– ¿Puedes oler la luz del sol? -murmuró ella.
Simón cogió una brizna de hierba para ponerse entre los dientes. No se molestó en contestar. Tampoco había respuesta. Esa era Bree.
Ciertos aspectos de su carácter no dejaban de irritarle. Su actitud hacia el dinero, por ejemplo. Debido a que se negaba a aceptar dinero a cambio de su trabajo, Simón le había puesto ruedas nuevas en el coche. Había cogido un berrinche. Simón le había escondido una cantidad de dinero importante en la guantera esperando que no la encontrara. Pero la había encontrado y había cogido otro berrinche.
Simón intentó pensar en otro ser humano que no quisiera nada de él, no necesitara nada de él, no le exigiera nada. No pudo.
– Si Jess no vuelve con el oro pronto, me parece que voy a dormirme.
– Es normal que estés cansada después del tiroteo.
Ella se echó a reír con su risa profunda y sexy que le afectaba los nervios como una orquesta de cámara.
– Duérmete. Yo vigilaré a Jess.
Se estaba volviendo loco pensando en lo que había sucedido en sus correrías sonámbulas. Quería conocer exactamente cada detalle. Quería saber si la había besado, a qué sabía ella, cómo había respondido. Quería saber si había acariciado la pequeña curva de sus pechos. Necesitaba saber si le había gustado a Bree. Necesitaba saber si había estado desnuda.
Simón lo pensó mejor y decidió que era mejor no saberlo. Si se le había olvidado que había estado en la cama con ella desnuda tomaría cianuro.
Cerró los ojos mientras mordisqueaba la brizna de hierba. Se preguntó cuántas veces tendría que llegar a la misma conclusión. Sabía positivamente que una relación con Bree era del todo imposible.
Su padre había sido la única persona a la que se había sentido cercano. Lo había amado irrevocable e incondicionalmente. Sam Courtland había sido un hombre generoso, cálido, efusivo y afectuoso, todo lo que Simón admiraba. Pero su muerte repentina había dejado a la familia desamparada, el desencanto había golpeado duramente a un chico de catorce años. Una pena insoportable se había convertido en rabia. Hablar era inútil. El amor no valía nada.
Simón se había encerrado en sí mismo, se había negado a dejar que nadie se le acercara. Sólo había tenido una idea en la mente, trabajar. La pobreza le había pisado los talones durante años, como un perro rabioso. Si hubiera estado menos decidido, si hubiera sido menos duro, esos dientes se habrían clavado en su carne para siempre. Pero había demasiada gente que dependía de él para permitir que eso sucediera.
Ahora tenía dinero. Demasiado, quizá. Mucho antes de haber conocido a Bree, la vida que llevaba había empezado a dolerle, pero se había convertido en un hombre de piedra. Había aprendido a trabajar, a proteger, a proveer. Sin embargo, nunca había aprendido a abrirse a nadie. No tenía idea de cómo ganarse a una mujer a menos que lo que buscara fuera dinero.
A Bree le traía sin cuidado su dinero, lo deseaba a él. Con toda la fuerza de su sexualidad. Simón habría tenido que estar ciego o sordo para no darse cuenta de las sutiles vibraciones femeninas que no dejaba de enviarle. Pero a largo plazo, no podría querer a un adicto al trabajo. Y a corto plazo… Simón se conocía en la cama. Cuidadoso, considerado, controlado. Algunas mujeres apreciaban esas cualidades pero sabía perfectamente que Bree necesitaba un amante salvaje. Y ese no era él.
Un soplo de brisa le echó un mechón de cabellos sobre el rostro. Sin pensar en lo que hacía, Simón se inclinó para apartárselo. Le rozó la mejilla con la punta de los dedos y de inmediato sintió que el cuerpo le ardía con un anhelo doloroso.
Bree era hermosa y rebosaba de alegría y de vida.
Deseaba tener una manera de decirle lo que había llegado a significar para él. Esa imposibilidad lo devoraba por dentro como una enfermedad. No se trataba de que quisiera algo de ella o se hiciera falsas esperanzas para el futuro. Pero cuando estaba con Bree se sentía más abierto, más vivo. Cuando estaba a su lado podía recordar los sueños que una vez habían sido importantes. A su lado, incluso llegaba a creer que ella podía oler la luz del sol.
Bree abrió los ojos mientras la mano descansaba sobre su mejilla. Unos ojos peligrosos e incitantes como el amor se clavaron en su rostro.
Simón se apartó bruscamente.
– Había una abeja -dijo con una voz neutra-. Creí que iba a picarte.
Bree miró a su alrededor. Había muchos arbustos hasta donde alcanzaba la vista pero ninguna flor.
– Ya. Una abeja en este desierto.
Había estado a punto de besarla. Pero no había sido lo bastante valiente, no con su hija subiendo la pendiente con las manos llenas de oro.